Bajan de las montañas III

 

Por David Calleja

La luz de la pantalla cambia de colores sobre el rostro de Agurtzane. Juega con su piel, alarga sus formas. Hace que resalten las sombras que la envuelven.

Tiro la chamarra sobre la alfombra y me dejo atrapar con un suspiro por los cojines del sofá. La jornada de hoy ha sido agotadora. La centralita del teléfono de emergencias no ha parado de sonar. Se nota el nerviosismo entre la población, la gente nos llama por cualquier bobada.

Aún no sé si mi mujer se ha dado cuenta de que me he sentado a su lado. Apenas parpadea, absorta como está en el debate que retransmite el televisor.

—La población puede estar tranquila —dice un comisario de policía—. La caída del limpiador fue accidental. A aquella misma hora había dos helicópteros sobre el espacio aéreo de Bilbao, uno de la Ertzaintza y otro de Euskal Telebista. Ninguno de los pasajeros se suicidó.

Los demás invitados asienten. Políticos, técnicos, periodistas… Todos están de acuerdo por una vez. Hace unos meses habría pensado que nos engañaban a propósito. Ahora creo que la verdad es tan abrumadora que prefieren engañarse a sí mismos.

—No se enteran de la misa la media —exclamo de manera espontánea—. Que alguien les explique por qué los aviones siguen volando sin problemas.

Las voces solo tienen influencia sobre las personas que se asoman al vacío. Cuando hay cristales y fuselajes de protección no pasa nada. Si los equipos de rescate en montaña murieron fue porque abrieron la puerta corredera para hacer su trabajo.

—Me he tomado la pastilla —farfulla de pronto Agurtzane—. No me tengo en pie.

Siento un pinchazo en el alma. Aunque los sedantes la ayudan a descansar, hacen cada vez más profunda la tumba en la que está metida. Acaricio su mejilla con ternura. Observo los reflejos de sus pupilas. Poco más puedo hacer aparte de conducirla hasta el retrete, sujetándola por los hombros para que no se golpee contra los marcos de las puertas. Cuando termina de orinar la meto en la cama y la arropo. Ya está profundamente dormida.

El silencio de la casa me parece asfixiante. Recorro el pasillo un par de veces, sin saber muy bien qué hacer. Como algo para distraerme. Vuelvo a la habitación y observo de hito en hito a mi mujer. No recuperará la consciencia hasta bien avanzada la mañana siguiente. Así que venzo el sentimiento de culpa, recojo la chamarra de la sala y me voy a la calle a dar una vuelta.

Hace más frío de lo que suele ser habitual en septiembre. Paseo por el barrio con los hombros encogidos, echando de menos una protección para la garganta. Mi aliento sube hacia el cielo como si fuera el humo de una locomotora. Mis pensamientos están impregnados de hollín. Me conducen por laberintos sombríos, en los que resulta fácil quedarse atrapado.

La ambulancia que pasa zumbando me devuelve de un modo brusco a la realidad. Observo lo que tengo alrededor como si acabara de teletransportarme. Las farolas están encendidas, las ventanas de los edificios abiertas de par en par. He llegado sin darme cuenta al centro de Bilbao, a la calle Hurtado de Amezaga.

A pesar de que ya es tarde, en una de las aceras se ha congregado una multitud. No sé de dónde ha salido tanta gente, tal vez les cuesta conciliar el sueño. Más allá veo un edificio que arde y a un hombre encaramado a la cornisa. Las llamas le han forzado a salir en calzoncillos. Un bombero sube a buscarle por la escalera del camión mientras sus compañeros rocían con mangueras la fachada.

Me mezclo con los demás, me acerco para ver mejor. El hombre ya no aguanta, está a punto de abrasarse vivo. Se queda un par de segundos quieto, como si estuviera tomando la decisión, y a continuación se tira.

El resultado es inesperado. Acostumbrado como estoy a la imagen de montañeros rotos contra la roca, me da un vuelco el corazón al descubrir que ha caído sobre un colchón hinchable. Lo han puesto los bomberos. Qué alivio. Nuestros funcionarios son la caña. Mientras quede uno en pie, habrá esperanza en el mundo.

Pero no hay tiempo para relajarse. El incendio sigue su curso y aún queda mucho trabajo por hacer. Los sanitarios entran en escena, el agua sigue brotando de las bocas de riego, la policía nos mantiene a raya a los curiosos y amplía un poco más la distancia de seguridad. El olor a quemado es tan intenso que casi hace pasar desapercibida la peste a sudor que desprenden algunas de las personas que tengo alrededor.

Mi cerebro procesa demasiado tarde que no se trata de sudor sino de otra cosa. Se parece más a… purín de cuadra. Al levantar la cabeza veo que el bombero de la escalerilla se quita la máscara con lentitud y salta desde unos diez metros de altura. El colchón está al otro lado. El crujido del impacto es atronador. Entre el cuerpo, la bombona de aire y el resto del equipo, han sido más de cien kilos en caída libre.

El mundo se paraliza por un instante. Cuando se pone en marcha todo rueda peor. Decenas de personas se lanzan a la calle desde sus ventanas. Una mujer impacta en medio de la multitud, partiendo cuellos, hombros y clavículas. La gente empieza a correr en cualquier dirección. El fuego se intensifica sin la atención de los bomberos. Se escuchan gritos de histeria y de dolor por todas partes.

En medio del caos hay una niña de cuatro años. Muy quieta, muy sola. Se raspa las rodillas y la cara cuando alguien, de un empujón, la tira al suelo. Las sirenas parpadean pero no hay policías cerca para ayudarla. Así que me abro camino dando codazos, llego a su lado y la protejo con mi cuerpo, usándolo como si fuera un caparazón.

Al instante me arrepiento. Patadas, pisotones, pesos que me caen encima. El pánico se cuela también en mis pensamientos. Voy a morir aplastado por la avalancha.

Cuando Agurtzane despierte irá al cuarto de baño, se lavará la cara con energía, se mirará al espejo y se preguntará: por qué me ha abandonado ese idiota.

Capítulo II                                                                                                                              

Capítulo IV

© Copyright de David Calleja para NGC 3660, Enero 2018