Por David Calleja
–Ven conmigo –insisto–. Tenemos que saltar juntos desde Mugarra.
La hostia que me endosa Agurtzane es monumental. Resuena en el descansillo y se extiende como un eco escaleras arriba.
–Antes de marcharte te llamé idiota. Pero está claro que me quedé corta. Eres un gilipollas de manual.
El reencuentro podría haber sido diferente. Nada más verme llegar ha bajado corriendo al garaje. Me ha abrazado y me ha besado. En pijama, despeinada y hermosa. Ahora no queda rastro de amor en sus ojos. Solo una rabia animal, envuelta en esa neblina extraña que tanto recuerda al fantasma de la locura.
Me mira durante algunos segundos, como si fuera a abalanzarse sobre mí, pero luego se da la vuelta y se aleja deprisa, subiendo los peldaños de dos en dos.
Tengo que esforzarme para alcanzarla. Agurtzane es rápida y yo estoy derrengado tras mi visita al monte. La agarro de un brazo en el rellano del tercero y forcejeamos hasta que caemos ambos al suelo. Su cabeza pasa muy cerca del borde del escalón. Habría sido tonto un final así. Sobre todo pudiendo morir con la ilusión del vuelo en el cerebro, bajo el sol, impactando contra la piedra caliza.
–Escúchame –exclamo mientras se debate bajo mi peso, golpeando con sus puños algo más que el aire–. ¡Necesito contarte lo que las voces me han dicho!
Pero ella está a lo suyo: ni escucha ni entiende mi necesidad. Sus fuertes músculos acaban apartándome a un lado.
Se abre una puerta y aparece un vecino en pijama, alarmado por el escándalo que estamos montando. Parece malhumorado. Tiene niños pequeños, creo, y deben de estar ya en la cama.
–¿Todo bien?
El tipo se planta sobre el felpudo con los brazos cruzados, aunque retrocede hacia el interior de su vivienda al recibir las dentelladas de Agurtzane.
–El mundo se va a la mierda y lo único que se te ocurre preguntar es esa majadería.
Mi mujer se levanta y sigue subiendo las escaleras, ágil como un corzo. Yo tardo un poco más en recomponerme. Como sé que las explicaciones no sirven de nada, me disculpo ante el vecino con un encogimiento de hombros. Luego bajo al garaje, derrotado pero sin rendirme todavía. Mi intención no es escapar. Solo le doy a Agurtzane algo de tiempo para que se tranquilice.
Había dejado olvidada la mochila junto a la furgoneta. La recojo y la abrazo como si fuera una persona, aunque es imposible que un trozo de tela me quite el desconsuelo que me provocan mis pensamientos. Si queremos sobrevivir tendremos que arrojarnos juntos al vacío.
–Ibas a volver a media tarde –me dice Agurtzane un rato después, cuando al fin cruzo el umbral de nuestra casa–. Son las diez de la noche. Estaba angustiada.
Aprieta los labios, me mira con intensidad. Puede ponerse a llorar en cualquier momento. Aunque cree que las voces me han hecho perder la cabeza, al fin está dispuesta a escucharme. Comprender mi locura es la única manera de encontrar herramientas para salvarme.
–Subí como te prometí –comienzo–, encordado por una vía llena de seguros. Tuve que ponerme la mascarilla porque el hedor era insoportable, peor que el de otras veces. Las voces repitieron lo habitual: que me tirara de la montaña para ser libre, invulnerable y eterno. Me resistí sin dificultad, e incluso me atreví a mandarlas a tomar por culo.
»Entonces cambiaron de discurso.
»No oía bien lo que me querían transmitir pero sabía que se trataba de algo diferente. Algo importante. Me acerqué al precipicio un poco más, picado por la curiosidad. Cuando quedé suspendido sobre el abismo, sujeto por la cuerda a cuarenta y cinco grados de la horizontal, me permitieron contemplar nuestro futuro.
»Los que han muerto siguiendo su voluntad resucitarán. Volverán a caminar entre nosotros pero serán más resistentes, casi indestructibles, con una capacidad sobrenatural de regeneración. Su regreso anunciará la muerte del resto de la Humanidad.
»En primer lugar, se producirá la mayor y más larga tormenta solar de la historia. Las comunicaciones quedarán definitivamente interrumpidas y dejarán de funcionar los sistemas de distribución de electricidad, petróleo, gas natural y agua potable.
»A continuación se sucederán los cataclismos: terremotos, ciclones, olas gigantescas… Igual que en las películas. Solo sobrevivirán quienes hayan hecho caso a las voces».
–O sea –concluye Agurtzane, sin tomarse un tiempo para digerir mi relato–, que las voces te han anunciado el fin del mundo tal y como lo conocemos. El Apocalipsis.
–Eso mismo –asiento con la esperanza de que confíe en mí–. Nuestra única alternativa es…
Soy incapaz de pronunciar esas palabras de nuevo. Lo he visto tan nítido, tan real, que en Mugarra he estado a punto de soltar el seguro y despeñarme. Solo he regresado a casa porque amo de corazón a mi mujer, a pesar de la nueva tristeza que la aflige. No soportaría vivir las calamidades que están por llegar sin tenerla a mi lado.
Me conduce hasta el dormitorio. Me obliga a sentarme al borde de la cama. Su mirada está impregnada de apatía, y aun así, no sé de dónde, saca las fuerzas para hacerme comprender.
–Y tú, con toda tu capacidad de resistencia, has decidido creer las mentiras de unas voces que asesinan a la gente.
Su beso termina por devolverme la cordura. Si han venido a salvarnos desde el espacio exterior, no tiene sentido que nos cuenten lo bonito que es volar. Si quisieran ayudarnos, deberían confesarnos desde el principio la verdad.
Nos abrazamos y lloramos juntos, presionados por la certeza de que de una forma u otra nuestra vida se acaba. Las voces han venido a quedarse y no tienen ninguna intención de compartir con nosotros el planeta.
Pasan los días. Agurtzane y yo nos esforzamos por olvidar las montañas. Sin ellas, sin nuestra esencia, llevamos una vida descafeinada. Trabajamos, compramos en el supermercado, tomamos sin ilusión unas cervezas… A veces practicamos con los amigos en el boulder. Pero no es lo mismo.
El miedo está enraizado en la sociedad. Ya no quedan pensamientos ni actitudes alegres, solo simulaciones. Como hace tiempo que nadie muere, hasta los medios de comunicación evitan hablar del tema. La gente ha optado por confiar en la versión oficial: el proceso se ha estancado, nada más va a cambiar.
Y es cierto que nada cambia. Hasta que recibimos la llamada.
–Hola, Nai –es Agurtzane la que descuelga el teléfono–. ¿Sigues en casa o estás ya de camino al curro?
El horror domina su expresión. Deja el café sobre la encimera de la cocina y busca una silla en la que sentarse. Después de escuchar un buen rato, consuela sin convicción a su amiga.
–Nai iba hacia el puente de Deusto –balbucea cuando termina la conversación– Ha visto saltar a un limpiador de cristales desde lo alto de la Torre Iberdrola.
El hombre se ha estampado a unos pasos delante de ella. A pesar de los arneses y los mosquetones de seguridad, ha caído desde el rascacielos más alto de Bilbao.
Las voces han encontrado el camino. Ya están en la ciudad. A ciento sesenta y cinco metros de altura.
© Copyright de David Calleja para NGC 3660, Noviembre 2017