Bajan de las montañas I

 

Por David Calleja

Agurtzane se acerca arrastrando los pies por la penumbra del pasillo. Las piernas desnudas, la camiseta arrugada, las braguitas breves. Su rostro es un misterio escondido tras las greñas. Ha cambiado. Se ha transformado. Tiene miedo.

—Siento haberte despertado —digo mientras termino de afianzar las correas de la mochila.

Se detiene a unos pasos, antes de llegar al vestíbulo. Se aparta el cabello y muestra unos ojos enrojecidos por la falta de sueño.

—Llevo sin dormir desde las cuatro —le tiembla la voz. Está convencida de que, hoy sí, me va a pasar lo mismo que a otros escaladores. Casi todos eran más hábiles que yo, más técnicos, más profesionales.

—Regresaré antes de que te des cuenta. Será subir y bajar por la parte suave de la arista, sin asomarme al patio. Caminando.

—Tienes que olvidarte de las montañas —la rabia despunta en su mirada de muerta viviente—. Como hice yo. Ya sabes lo que os pasa a los que os creéis invulnerables.

—Venga, Agurtzane, pareces mi madre —contraataco de un modo un tanto pueril, dadas las circunstancias— Mugarra por la arista es para domingueros. Podría recorrerla con los ojos vendados.

—Eres idiota —escupe las palabras con una pasión que me hace vislumbrar cómo era cuando todavía se sentía viva y enlazaba vías de 8b+ sin caerse—. Los peligros no son los mismos desde que esas criaturas anidaron en las cumbres.

Las sombras se intensifican a nuestro alrededor. Me estremezco al recordar el hedor que desde hace cosa de un año impregna las montañas. Se parece al del purín de cuadra, sólo que mil veces más intenso, más antinatural, más siniestro.

—Tienes razón —admito—. Cuando estoy arriba se cuelan en mi mente y repiten sin descanso que arrojarse al vacío es una buena idea, que hay magia en mi interior, que soy capaz de volar como los buitres. Pero nunca me han convencido. Les guste o no, hoy estaré de vuelta en casa para la hora de merendar.

—Iker y Santi dijeron algo parecido. Fueron a Salamanca porque algún otro idiota les contó que aquella zona estaba libre. Y por lo que yo sé sus cuerpos siguen pudriéndose en el fondo de un barranco.

El dolor por los amigos perdidos no afecta a mi determinación pero aviva la ternura que me inspira Agurtzane. Intento tranquilizarla contándole que subiré desde Orozketa para ahorrar energías. Y que plantaré fisureros y cuerdas fijas por toda la roca. Ahora que nadie escala es muy barato reponer el material.

—Quédate un rato más —suplica ella—. Ya sabes que nunca hay tráfico en esa dirección. Vuelve a la cama, haz el amor conmigo, espera por lo menos a que me duerma.

La miro de hito en hito, sin decir nada. Se ha convertido en una mujer triste, incapaz de superar el dolor que le provoca renunciar a la escalada. En realidad, no ha pasado tanto tiempo desde que comenzaron las muertes. Mi mujer sigue conservando los brazos fibrosos, los muslos fuertes. Por un momento sopeso la posibilidad de meterme en esas braguitas y olvidarme de las cimas y sus nuevos moradores.

Pero ya nada es lo mismo, ni las montañas ni Agurtzane. Me despido con un nudo en la garganta, bajo al garaje, monto en el coche y conduzco intentando apartar los pensamientos. Cuesta. Cuesta mucho. Desde que aquellas esferas de luz atravesaron la atmósfera se han arrojado al vacío miles de personas y animales en todo el mundo: alpinistas y escaladores, equipos de rescate, pilotos de helicóptero, cabras, ovejas… en cotas cada vez más bajas.

La última muerte se produjo hace dos meses a ochocientos cincuenta metros de altura. Las autoridades dicen que el proceso se ha estancado, que la zona de peligro no se ampliará más, aunque todo el mundo sabe que mienten. Si no muere nadie es porque ya nadie sube. Los caseríos de altura están cerrados, y muchos pueblos se van quedando vacíos.

Cada día aprendo un poco más de las voces. No te dicen que te suicides. Te convencen de que el salto libera de la angustia y las preocupaciones. Agurtzane teme que les haga caso algún día, a pesar de la resistencia que hasta ahora he demostrado. Pero debo seguir investigando porque lo que de verdad me asusta no son las voces sino lo que sucederá cuando encuentren el camino para terminar de bajar de las montañas.

Capítulo II

© Copyright de David Calleja para NGC 3660, Octubre 2017

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