Por David Calleja
De vez en cuando echo un vistazo por el retrovisor central. Compruebo que sigue dormida, revolviéndose sobre el colchón extendido en la parte de atrás de la furgoneta. Tiene un sueño inquieto del que ni siquiera el traqueteo de la pista es capaz de rescatarla.
El área recreativa de Landaederra está desierta y descuidada. Llena de basura esparcida, hojas secas y ramas caídas. Aparco cerca de la fuente, junto al refugio. Abro el portón para que el aire del amanecer me ayude con Agurtzane. Ella gruñe, molesta por la luz intensa del sol.
—Esnatzeko ordua da, laztana —le digo con suavidad.
Sí, es hora de despertar. Lleva diez horas aletargada por efecto de las putas pastillas. Ausente de la vida, maloliente y legañosa. Pero hasta aquí hemos llegado. Eso no va a pasar nunca más. He tirado su alijo por el retrete.
La dejo que se espabile con calma. No tenemos prisa. Mi turno empieza dentro de veinticuatro horas y a ella la despidieron del trabajo hace ya un par de semanas. Saco el hornillo y empiezo a preparar el desayuno. Después de cacharrear un rato vuelven las sensaciones de antaño, cuando las montañas pertenecían a las personas, los buitres y las cabras.
—¿Qué hacemos aquí? —Agurtzane sale de la furgoneta a trompicones, vestida aún con el jersey y los calcetines de andar por casa.
Oigo el balbuceo de su voz, veo el pozo sin fondo de sus ojos. El miedo se ha impregnado de tal modo en las células de mi mujer que ni siquiera es capaz de enfadarse conmigo. Tal vez debería. La he bajado al garaje en brazos. La he traído en contra de su voluntad a un lugar lleno de precipicios.
—Hoy va a ser un gran día —intento parecer alegre—. Tienes las mallas, el forro y el calzado en la mochila. Subimos juntos a Mugarra.
No hace tanto frío como para justificar el temblor que sacude su cuerpo. Se aleja de mí, caminando hacia atrás, y vuelve a entrar en la furgoneta.
—Cabrón —susurra—. Lo que tú quieres es llevarme a la tumba contigo.
He de armarme de paciencia para convencerla de que las montañas son de nuevo un lugar seguro. Está bloqueada, hecha un ovillo sobre el colchón. Pruebo a recordándole quién es ella y lo que ambos hemos perdido a causa de la invasión. Entonces algo se quiebra y, no sé muy bien cómo, nos abrazamos y lloramos juntos.
—Confía en mí —sollozo con una intensidad que me sorprende a mí mismo—. Las voces no están aquí. Se han ido a los pueblos y las ciudades.
Dos horas después subimos por el repecho que conduce al collado de Mugarrikolanda. De momento solo huele a naturaleza. A nuestra izquierda se alza el paredón macizo. Me pregunto cómo reaccionará Agurtzane cuando sienta de nuevo en sus manos la piedra.
—Iremos vinculados a las cuerdas que dejé instaladas —le digo—. A la primera señal de purines o de intromisión en nuestros cerebros, bajamos cagando leches.
Su sonrisa es insegura. Lleva tanto tiempo muriendo que se resiste a dejarse arrastrar por la esperanza. Sin embargo, todo fluye sorprendentemente bien. Acaba la cuesta de hierba y se adentra en la zona rocosa. Sube en silencio, despacio, pero sin mirar atrás, manejando los mosquetones con la misma soltura de siempre. Una vez en la cima contempla las sierras de Anboto y Aramotz, y ríe como una loca. Tal vez solo sea un espejismo pero tengo la impresión de que vuelve a ser ella misma.
Pasamos el día en la montaña y decidimos quedarnos a dormir en el área recreativa. No hablamos de las voces ni de lo mal que está el mundo. Solo de nuestro pasado y de nuevos planes para el futuro. Amparados por la luz del farol, en la intimidad de la furgoneta, empezamos a creer que podemos cambiar esta realidad chunga.
Siento tanta felicidad que me niego a dejar que nada empañe el momento. Ni siquiera la llamada de mi amigo Natxo. Cuelgo sin contestar y apago el teléfono.
—Mañana será otro día —afirmo—. Sin duda, un día mejor que este.
Pasa la noche, amanece y volvemos a Bilbao. Resulta algo frustrante oler de nuevo los purines de las voces, pero Agurtzane parece estar centrada y eso es lo único que me importa.
—Es tarde, me voy al curro sin desayunar —digo después de salir de la ducha—. ¿Qué vas a hacer tú?
—Visitar a mis padres. Quiero que vean que estoy mejor. Seguro que los tengo preocupados.
Esa es una manera sencilla de expresar lo mal que lo están pasando mis suegros a causa de la depresión de Agurtzane. He hablado largo y tendido con ellos. Se van a sorprender con el cambio. Lo van a agradecer.
Antes de salir de casa nos besamos y le pido que tenga cuidado. Que no se asome a un balcón, que no se deje vencer por el miedo. Entonces me doy cuenta de que el que está asustado soy yo. Ahora que la he recuperado, no soportaría perderla de nuevo.
Mientras atravieso la ciudad tengo una sensación extraña. Hay algo diferente en el ambiente. La expresión, la forma de andar de los transeúntes… No sé muy bien qué. Hay menos coches, y los movimientos de algunos parecen erráticos.
El barullo en el centro de coordinación de emergencias es mayor de lo habitual. Me acerco a una compañera que acaba de atender una petición de ayuda y le pregunto qué pasa. Algo importante, imagino: un accidente múltiple en la autopista, con vertido de materias peligrosas incluido, o un incendio en el casco antiguo de algún pueblo.
— ¿De verdad no te has enterado? —es lo único que le da tiempo a responder antes de que suene otra vez su teléfono. Me indica con el dedo que le espere un minuto, descuelga y se enfrasca en la conversación.
Mientras me quito la chamarra escucho también mi móvil. Es Natxo. Al principio pienso que me va a echar en cara que no le haya devuelto la llamada del día anterior. Pero no. Su timbre suena más nervioso que enfadado. Lo único que quiere es contarme la noticia que está en boca de todos y, en particular, la parte que a nuestra cuadrilla le afecta.
—Iker y Santi regresan la semana que viene a casa.
—Deja de flipar, hombre. Ya sabes que palmaron en Salamanca.
Entonces se da cuenta de que estoy en la inopia y me explica, sin paños calientes, que nuestros amigos son solo un par de muertos más de entre los muchos que han resucitado. Las autoridades de todo el planeta han tratado de mantenerlo oculto el mayor tiempo posible. Pero los casos son tantos y en lugares tan diferentes que la verdad ha acabado saliendo a la luz.
—Por tu cara veo que ya te has enterado —dice la compañera en cuanto termino de hablar con Natxo—. Nuestro Gobierno ha sido uno de los primeros en anunciar que va a devolver a sus hogares a todas las personas retenidas. O a todos los zombis, no sé cómo llamarlos.
Un escalofrío me recorre la espalda. Se ha cumplido lo que pronosticaban las voces. Ahora solo falta descubrir cuánto va a enloquecer el mundo y qué es lo que va a volver en el lugar de mis amigos.
© Copyright de David Calleja para NGC 3660, Junio