Por Alicia Pérez Gil
En terapia la habían convencido de que lo suyo era como lo de Pedro, que se lavaba las manos diez veces cada vez porque creía que algo terrible sucedería si dejaba de hacerlo.
—¿Cómo qué? —le pregunto Ana toda ojos enormes y dedos nerviosos que se apretaban los antebrazos como si quisieran abrírselos.
—Ya sé que es el trastorno. No hace falta que me sigas la corriente.
Ana se lo pensó antes de insistir.
—Sí, bueno. Pero es que quiero saber qué es eso tan horrible.
Pedro la miró sin pestañear, tomó aire y lo dijo muy deprisa. Para cuando terminó había enrojecido hasta la raíz del pelo y no le quedaba aliento.
—Si no me lavo las manos diez veces mientras recito las diez frases distintas los gemelos se arrancarán los ojos y se los comerán. Y nadie podrá hacer nada por evitarlo.
Los dos miraron alrededor para asegurarse de que seguían solos. Lo estaban. En la consulta había un único cuarto de baño y todos los demás miembros del grupo lo habían usado ya.
—¿Tus hermanos mayores?
Pedro asintió.
Antes de esa pequeña conversación Ana no había creído que lo suyo y lo de Pedro fuesen problemas similares. Igual que no había creído que Almudena o Victoria compartiesen su tortura. Las diferencias debían resultar evidentes hasta para una tonta como la sicóloga, pero no era el caso. Y si ella no las veía, sus padres ni las olían.
Así que Ana seguía exasperando a todo el mundo, empeñada en no comer nada si su madre estaba presente. Por lo general no encontraba muchos problemas para lograrlo. Bastaba con salir con la hora muy justa por la mañana y con llegar tarde de la escuela. Así se saltaba el desayuno y podía comer a solas algo rápido a medio día. Luego fingía que tenía muchos deberes y se encerraba en su cuarto con un yogur y una pieza de fruta. Todos creían que padecía anorexia.
Para convencerles de que no era cierto, porque no era cierto, había pedido a su padre que la sacara a comer de vez en cuando. Mauro, encantado pero desconfiado, escogió un restaurante alejado del barrio la primera vez. Quería creer en la recuperación de su hija, pero no permitiría que la niña le dejase en evidencia en un local donde conocieran a la familia. Ana tomó ensalada de tomate con ventresca de primero, un filete con patatas fritas de segundo y yogur griego de postre. Sucedió lo mismo una y otra vez.
Hacía dos meses que comía con Mauro al menos dos días por semana, pero continuaba evitando a su madre. Las cosas empezaban a ponerse difíciles en casa. El cumpleaños de su madre se acercaba a marchas forzadas, habría una fiesta familiar con tíos y primos, se desenvolverían regalos, se tomarían refrescos y en algún momento se soplaría una tarta. Ana sabía que el mejor modo de librarse de lo que se le avecinaba era pasar por ello. Acercarse al pastel, tomar un plato con un buen trozo y hacer como que se lo comía. Podía ofrecer pedazos a los primos pequeños o aplastar el bizcocho con el tenedor hasta que pareciera que al menos había comido un poco. Era la mejor opción y eso haría.
Porque no podía permitirse comer de verdad y matar así a su madre. Esa era su maldición. Igual que los hermanos de Pedro, aquellos mimados que le hacían la vida imposible, se comerían sus ojos si él dejaba de cumplir su ritual; Isabel, la madre de Ana, se ahogaría sin remedio si su hija dejaba que la viese comer.
Había seguido hablando con Pedro de las diferencias entre su problema y las locuras de los demás pacientes del grupo. Al principio el chico no la había creído.
—Habla tú con ellas. A solas. Diles lo que quieras. Verás como todas, incluido Arturito, te dicen lo mismo. «Algo horrible». Nadie sale de ahí. No saben qué sucederá si no hacen caso de esas voces que dicen que oyen. O de esos impulsos que dicen que sienten. Tú eres el único que sabe exactamente lo que pasará. Y eso es porque no estás loco.
—Tú también dices lo mismo que ellas en el grupo.
Entonces Ana le describió con pelos y señales la muerte prometida de su madre. Pedro se puso azul. Su temperatura corporal descendió varios grados y levantó la tapa del retrete para vomitar.
—¿Me estás tomando el pelo?
Ana negó con la cabeza.
—O sea, que voy a tener que lavarme las manos como un loco y rezando esas cosas que no sé de dónde han salido para siempre.
—Y yo voy a tener que comer a escondidas y todo el mundo va a pensar que odio a mi madre. Ya ha empezado a ponerse tonta con que si tengo algo en su contra.
Pedro recuperaba poco a poco el tono natural de la piel.
—Yo sí tengo algo en contra de mis hermanos. La verdad —hizo una pausa, como si no terminara de fiarse de Ana—, es que no los soporto. Llevan torturándome desde que era pequeño. Creo que desde que nací. Nunca le he dicho nada a nadie.
—Tranquilo —dijo Ana. Aunque no había ni un ápice de nerviosismo en Pedro. De hecho nunca le había visto tan calmado.
—Mi primer recuerdo no es de mi madre, es de ellos dos. No sé ni cómo me acuerdo, pero te juro que es verdad. A veces todavía tengo pesadillas: veo sus dos pares de ojos brillantes por encima de la cuna. —Tragó saliva con dificultad—. Uno de ellos me tapó la nariz y el otro la boca.
—Tranquilo—repitió Ana. Pero incluso ella estaba nerviosa.
No había ni un rastro de calma en Pedro. Igual que hacía un momento había perdido el color, ahora estaba rojo, casi morado, como si de verdad no pudiera respirar. Como si le estuvieran asfixiando. Entonces cerró los ojos y comenzó a mover los labios. Parecía que rezara. Le llevó unos minutos calmarse.
—Vaya par de…
Ana no tenía un adjetivo adecuado, pero a Pedro no le hizo falta.
—Una vez, yo ya tenía siete u ocho años, sí que ellos tendrían doce, me obligaron a prepararles la merienda. Mis padres les habían dejado a cargo de mí mientras iban a la compra o algo así. A ellos les encantaba el cacao negro, el que no lleva azúcar, así que me dijeron que les preparase un vaso a cada uno. Con galletas. Les dije que no.
—Normal. Vaya morro.
—Me amenazaron con mearse en mi cama y decir que había sido yo.
—¿En serio? —Pedro asintió—. Me imagino que les harías la merienda, claro.
—Pues sí. Ese fue el día que empecé a lavarme las manos. No sé lo que pasó, pero cuando cogí el paquete de galletas se me ocurrió que podía poner algo más en el cacao.
—¿Veneno?
—Sí. Hasta abrí el armario de la limpieza. Pero luego oí la vocecilla. Siempre viene de la derecha, como si tuviera un bicho en el hombro que me dice que no lo haga, que me lave las manos, que me purgue del pecado y que rece para salvarme a mí y a mis hermanos.
—¿Y la voz que te habló del veneno?
Pedro negó con la cabeza. No hay ninguna voz. La idea fue mía.
—¿Seguro?
—Sí —confirmó Pedro—. Creo que es porque soy mala persona. Tengo un ángel de la guarda o algo así, pero soy mala persona.
Ana se escandalizó.
—¿Tu? Tus hermanos sí que son odiosos. Se merecerían que dejaras de lavarte las manos.
Pedro sonrió sin malicia. A él también se le había ocurrido aquello alguna vez.
—¿Y a ti qué te ha hecho tu madre?
Ana todavía le daba vueltas a la pregunta el día del cumpleaños. Se la había hecho docenas de veces a lo largo de la semana. Y la respuesta siempre era que no le había hecho nada.
Seguía contestando que no había nada que reprocharle a su madre. Era exigente, sí, pero justa. Pocos cariños, sí, pero con todo el mundo. La trataba como a cualquier otra persona: con amabilidad, cortesía, consideración. Jamás le había levantado la voz ni impuesto un castigo que no mereciera. Nunca le había negado nada que necesitase. Tampoco le había concedido ningún capricho, pero ¿qué había de malo en eso?
—Nada.
Los golpes de nudillo en la puerta de su cuarto la sobresaltaron. Enseguida la hoja dejó espacio para que la nariz respingona de su madre le diera las buenas tardes.
—¿No te has arreglado todavía? —La examinó con un solo vistazo destructor— Te he dejado un vestido en la percha del baño, para que no tengas que darle más vueltas. Tus primos deben de estar al caer. Ya saber que tu tío nunca llega tarde a ningún sitio.
—Iba a bajar así.
Isabel sonrió. A Ana le pareció que con un poco de impaciencia. A su madre no le gustaba que le llevaran la contraria. Eso lo había aprendido ella de muy pequeña. Y se había comportado en consecuencia desde entonces.
—Vas en vaqueros.
—Están limpios y todo lo que siempre dices.
—Es mi cumpleaños, Ana. Haz el favor.
«Haz el favor». Cuando hacer el favor salía a relucir no había mucho más que hacer, a parte del favor. Así que Ana fue al baño, cerró la puerta con pestillo y ni siquiera miró el vestido antes de ponérselo.
Como Isabel había predicho, los primeros invitados llamaron al timbre a los pocos minutos. Como su madre había dejado unos zapatos y una diadema junto al vestido, Ana apareció impecable para darles la bienvenida.
El resto de la tarde pasó sin pena ni gloria. Los primos vestían trajes dentro de los que se sentían evidentemente incómodos, los adultos parecían acostumbrados a los suyos. Se bebieron muchos refrescos cargados de burbujas y llegó el momento de soplar las velas. En el centro de la gran tarta solo había una.
Ana repartió pedazos de su porción entre todos aquellos glotones que no se atrevían a pedir un segundo plato. Su madre se dio cuenta, pero no le dijo ni una sola palabra.
Tampoco habló con ella al día siguiente. Ni al otro.
Ana estaba angustiada, creía que Isabel no volvería a dirigirse a ella jamás. Pero el jueves por la tarde apareció en la puerta de la escuela y fue ella quien la acompañó a la terapia. Las recibió la sicóloga. Se la notaba cohibida por la presencia de la madre. Isabel no había aparecido por allí desde la primera y única sesión individual obligatoria.
—Quiero —dijo sin dar tiempo a la otra a que las invitara a pasar a su despacho— que mi hija se porte como todo el mundo.
—Isabel…
—Estoy cansada de luchar con ella. Estoy harta de que me rete en todo momento. El sábado celebramos mi cumpleaños y fue incapaz de probar un solo bocado de comida. Nada en toda la tarde. ¿Sabe lo que piensa toda la familia de mí?
—Isabel hoy no es un buen día.
—Nunca es un buen día.
—Ana está haciendo muchos progresos. Sé que come con su padre a menudo, y no ha perdido peso.
—Me da igual—resopló la madre—. Yo lo que quiero es que mi hija sea normal.
—Mira, no podemos apresurar las cosas. Ya te he dicho que no es un buen día. Hoy…
—¿Hoy qué?
—Hoy uno de nuestros pacientes, Pedro, un amigo de tu hija, ha renunciado por primera vez a su ritual. Ana no come siempre que tú quieres, pero lo de Pedro era peor —la sicóloga explico a Isabel el caso. Ana la notó alterada—. Hoy le hemos convencido de que interrumpiera al ritual.
—Bien. A ver si convencen a la mía de que coma.
Ana se tapó la boca con las manos. Sabía lo que su médico iba a decir.
—Sí. Pero me acaban de llamar para comunicarme que algo horrible les ha pasado a los hermanos de Pedro. Eso quiere decir que el pobre niño va a sentirse culpable durante el resto de su vida por culpa de una maldita casualidad. Así que no quiera meter prisa a Ana. Ella comerá cuando se sienta preparada.
—Igual que el chico ¿no?
—No lo sé. No puedo discutir los detalles con usted ni con nadie. Ni siquiera tenía que haberle contado esto.
—¿Pedro sabe lo de sus hermanos? —Preguntó Ana.
—No. Acabo de enterarme.
—¿Puedo verle?
—No, cariño. Yo hablaré con él. Está esperando fuera.
—¿Y por eso nos echas de aquí sin contemplaciones? —interrumpió Isabel, enfadada.
—Hablaremos mañana.
—¡Claro que sí!
Ana vio a Pedro solo un momento. Tenía la cabeza rapada y un ojo morado. Se preguntó si habrían sido sus hermanos, si le habrían pegado el pelo con pegamento o con chicle; si le habrían dado un puñetazo. Le saludó con la mano y él le devolvió una sonrisa. Luego, muy rápidamente, se tapó los ojos con las manos. La sonrisa no desapareció. A Ana no le extrañó lo más mínimo. Pedro se había librado al fin de sus dos torturadores. Y lo sabía.
Ya en el coche Isabel volvió a su silencio punitivo.
—Mamá.
La madre no contestó.
—Mamá tengo hambre.
Isabel la miró por el rabillo del ojo mientras conducía.
—En serio —insistió Ana—. Yo no soy como Pedro. Ni quiero. Vamos a celebrar tu cumple. Vamos a tomar un pastel.
—Como me hagas quedar mal…
En la pastelería no quedaba ninguna mesa libre, pero a Isabel no le importó sentarse en la barra. Ana pidió una palmera de chocolate; su madre una magdalena con arándanos.
—Mamá…
—¿Vas a empezar con tus cosas?
—No.
—Pues come.
—Sí, ahora, pero…
—¿Pero qué?
—¿Te puedo pedir un favor? ¿Solo uno pequeño?
—¿Podemos hacer como que es tu cumple otra vez?
Isabel resopló.
—Podemos.
—Vale —dijo Ana alargando la A. Parecía feliz—. Entonces cierra los ojos y pide un deseo.
—Ya he pedido mi deseo. Quiero que… —Ana la interrumpió con unos cómicos y exagerados movimientos de las manos.
—No lo digas o no se cumplirá.
—De acuerdo. No te lo digo.
Isabel hizo un gesto señalando la palmera de chocolate. Ana la cogió con las dos manos y abrió la boca. Cuando estaba a punto de morderla se interrumpió.
—¿Puedo pedir un deseo yo también?
Isabel no dijo nada. Solo movió la cabeza arriba y abajo.
Ana mordió la palmera con los ojos cerrados. Le encantaba el sabor dulcísimo del chocolate sobre el crujiente del hojaldre. Le gustaba sobre todo cuando alguna zona se había chamuscado en el horno y el amargo del quemado se mezclaba con el sabor del azúcar. Con los ojos todavía cerrados oyó que su madre boqueaba. No los abrió.
Todos los deseos se habían cumplido.
© Copyright de Alicia Pérez Gil para NGC 3660, Julio 2017 [Especial aniversario]
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Esas no tan pequeñas fuentes de ansiedad que nos acucian el alma. Hasta que se cumplen…
Inquietante texto. Lo amé…
¡Muchas gracias!
Uno de estos días inventarán algo para que yo lea los comentarios a las cosas que publico por ahí y contestaré en tiempo y forma.
Publico cosas aquí: http://www.aliciaperezgil.com Por si te quieres pasar.