Zona abisal

 

Por Carlos M. Pla

Sanduru nunca había tenido problemas de dinero. Sus padres habían regido una fábrica de textil durante toda la segunda mitad del siglo XX y esto había permitido a su familia vivir de una forma desahogada. San Sebastián es conocida por ser una ciudad afrancesada, en el buen sentido, como una villa. La capital de Guipúzcoa es conocida por su alto nivel de vida, pero también por una efervescencia cultural imponente, condensada en la forma de festivales de cine y centros culturales. En este sentido, Donostia siempre ha mirado más a la vanguardia que al clasicismo, aunque partiendo desde una clase innata.

Aquel hombre era un bon vivant, rondaba los cuarenta y cinco años y había dejado la facultad de filosofía hacía mucho tiempo. Durante gran parte de su vida había predicado valores de izquierdas, pero no podía evitar un aburguesamiento vasco de derechas que lo penalizaba en reuniones familiares. Pese a su distinción familiar, era fácil encontrarlo de cañas y fumando relajadamente en alguna terraza del bulevar. A menudo se recreaba en el interior de la Catedral del Buen Pastor, con sus formas ligeras y angulosas, casi retorcidas y con su goticismo vertical. Le gustaba permanecer en el interior de la iglesia sumido en divagaciones existencialistas, atraído por la mística innegable de estos lugares sagrados de recogimiento y devoción. Ni siquiera se consideraba cristiano y sus creencias se acercaban a un agnosticismo que a veces se dejaba llevar por la espiritualidad medieval que tanto fascinó a los prerrafaelitas victorianos del siglo XIX como Dante Gabriel Rossetti o William Holman Hunt. Pronto se dio cuenta de que ni siquiera necesitaba su carrera para trabajar, así que se dedicó a otra de sus grandes pasiones: la literatura. Sanduru era el propietario de Libros Negros, una céntrica librería de segunda mano de Donostia, especializada en literatura de consumo selecto. En sus estanterías se acumulaban vetustas ediciones de autores tan dispares como Balzac, Hemingway, Dante o Burroughs.

Sanduru se acercaba a los cincuenta convertido en un burgués incomprendido, rechazando las normas mercantilistas, sus amigos le llamaban el des Esseintes vasco, recordando a aquel personaje que Huysmans inmortalizó en su novela A contrapelo. Desde luego, el erudito donostiarra rechazaba de forma firme el mercantilismo de nuestros tiempos. Sin embargo, se permitía vivir acomodadamente de la renta de sus padres y esta circunstancia (y muchos otros aspectos inherentes a su persona) lo convertía en un ser contradictorio y cambiante, al igual que el propio des Esseintes. Era alto, rebasando el metro noventa y muy delgado, su pelo era enmarañado y moreno, tocado por dos mechones plateados que se extendían a la altura de la sien. Su rostro era taciturno y adornado por una boscosa barba que, al igual que su pelo, se debatía cáusticamente entre el blanco y el negro. Su voz era grave y ronca, pero no demasiado. Solía vestir de forma bastante elegante y admiraba profundamente a Michel Houellebecq, afirmando que era su escritor favorito y la reencarnación moderna de Baudelaire. Se pasaba horas defendiéndole entre cervezas, alabando Plataforma como la auténtica joya moderna de la literatura europea del siglo XXI, destacando también El Mapa y el Territorio e incluso aquel primerizo ensayo sobre Lovecraft del de Saint-Pierre.

No obstante, Sanduru no era un gran aficionado de la literatura fantástica, prefería recrearse en el realismo cotidiano e incluso el naturalismo de autores como Emile Zola, mientras en lo nacional, se decantaba por Valle-Inclán, aunque es bien sabido que este último fue un cultivador de lo irreal en algunos momentos de su carrera. La condición acomodaticia del donostiarra le había granjeado una pequeña finca en Zarauz, a unos pocos kilómetros del lugar donde trabajaba y tenía su residencia principal. En los momentos en los que la realidad lo aplastaba de alguna manera, prefería retirarse a este domicilio que había obtenido en un ataque de generosidad de su tía, hermana de su padre y benefactora. Sanduru también tenía una hermana, Ainara, pero era profesora de física de la Universidad de Milán y apenas le alcanzaba para realizar algún Skype fugaz con ella una o dos veces al mes. La contraposición entre ambos hermanos a nivel intelectual era clara: Sanduru se había decantado con apasionamiento por el mundo de las letras y las humanidades, mientras Ainara había encontrado su camino en la ciencia.

Esta pequeña casa apartada en el paseo marítimo de Zarauz era su pequeño refugio personal. Había decidido plagar de libros y estanterías aquella propiedad de dos plantas, convirtiéndolo en su parnasiano centro de erudición y cementerio del saber. Allí pasaba prácticamente todos los fines de semana, momento clave en el que deseaba abandonarse a los placeres de la lectura y la vida eremítica, cerrando Libros Negros hasta el lunes por la tarde. La casa siempre había tenido algo de lúgubre, aunque a Sanduru esto le daba igual, vivía cómodo en aquellas habitaciones de finales del siglo XIX, con muebles casi-victorianos y lámparas herederas de la mejor tradición de las Arts & Crafts. El tiempo en la costa vasca era plomizo, frío y gris, bañado por el profundo mar que conformaba todo el golfo de Vizcaya. Muchas tardes de otoño tardío, Sanduru se sentaba con un cigarro medio encendido en la boca y algún libro estropeado entre manos y el aire frío, surgido de entre las olas negras, alborotaba su pelo, sumiéndole en un estado de cierta melancolía en soledad. Se perdía observando el vasto horizonte, mesmerizado por el lento vaivén de las olas, abriéndose ante sí.

Algunas noches, la marea parecía querer tragarse la playa entera, se asomaba a su ventana y creía intuir el choque violento del agua en la negrura. Rápidamente cerraba el ventanal y volvía a la cama, pudiendo oír el murmullo de la brisa marina y sintiendo casi como si una mano fantasmal diese pequeños golpecitos en el marco de la ventana. En este momento, su gato Ulises le observaba desde un rincón, cercano al fuego de la chimenea, que iluminaba tenuemente la estancia. Era su única compañía durante las noches, el único testigo de sus actividades, de su presencia, la cual parecía insignificante, oculta en aquella playa más apartada del paseo, distante de otras residencias de acaudalados dueños, pero con los que Sanduru no tenía ningún tipo de relación, pese a encontrarse en un estrato social similar al suyo propio. A veces el librero se sentía tan apartado del resto de habitantes de Zarauz, que su residencia parecía un distante planeta Neptuno en el espacio, el más lejano del sistema solar, el más apartado. Aquella casa al lado del mar parecía flotar entre la niebla etérea las mañanas de invierno, refugio de un habitante huraño y esquivo, del que, en realidad, poco sabía el resto del pueblo.

Ulises era un gato macho de color negro, el cual Sanduru adoptó al encontrarle merodeando por los alrededores de su vivienda hacía unos cinco años. Debía estar por la mitad de su vida animal, aproximadamente. Sentía un profundo afecto por él, más que por la mayoría de los seres humanos y recurrió a las letras clásicas para brindarle un nombre. Era silencioso y observador. A veces, en aquellas noches otoñales en las que el rumor del mar era casi fantasmagórico, se mostraba inquieto y no separaba su vista de Sanduru, erguido sobre una alfombra de color púrpura.

Fue ya hacia finales de noviembre, cuando el tiempo cambió drásticamente en Zarauz y el frío se volvió sólido y cortante. Sanduru contrajo una fuerte gripe y tuvo que guardar cama, cerrando la tienda un par de días. La fiebre lo abrasaba. Recostado en su cama de matrimonio durante la primera noche, los medicamentos no parecían hacerle mucho efecto y tomando leña del sótano, trató de avivar las llamas de la chimenea. Su cuarto era grande y ancho, poblado de viejas estanterías que podrían haber pertenecido a la familia de su tía Itziar. Rebuscó en ella y casi a tientas puso en sus manos un libro polvoriento, al parecer una edición antiquísima de un libro de relatos del escritor inglés William Hope Hodgson, experto en narrativa fantástica y autor de varios cuentos relacionados con el mar, como La Nave Abandonada o Desde el Mar sin Mareas. Pronto quedó profundamente dormido, entre sudores y un dolor de huesos que lo había sumido en un estado de casi postración momentánea.

Soñó con aguas negras y saladas, se encontraba suspendido en lo abisal, en la más profunda negrura y apenas podía controlar la dirección en la que su cuerpo viraba sumergido. Su cuerpo se encontraba terso y agarrotado y apenas era capaz de discernir un halo de luz que penetraba a duras penas desde una superficie difusa y lejana. Fue entonces cuando comprendió que su cuerpo se estaba hundiendo lentamente hacia un lecho marino que intuía, pero que era incapaz de observar o percibir. Su visión era poco clara, pero la percepción de sus oídos parecía intacta. El sonido del mar era distante e irregular, a menudo entrecortado por el más profundo silencio. Por un momento, Sanduru sintió una sensación muy similar a la de la pérdida gravitacional, suspendido en el espacio, rodeado de una inmensidad inabarcable y oscura. Se sintió empequeñecido, alejado de cuestiones mundanas, fue entonces cuando percibió el arrastre, cómo unas manos huesudas y viscosas lo tomaban por los pies y le arrastraban con virulencia hacia abajo, hacia las profundidades insondables del océano, donde nadie podría encontrarle, ni menos escuchar sus gritos desesperados, formando burbujas frenéticas y desesperadas.

Sanduru se levantó de la cama terriblemente asustado, dio un grito desesperado e inclinó su cuerpo hacia el borde de la cama, sin acabar de controlar sus movimientos. El fuego se había apagado en la chimenea y se encontraba a oscuras, la luz de la luna llena iluminaba con su brillo plateado la estancia y sólo percibió a Ulises pegado al ventanal, observando la presencia del satélite con ojos brillantes y encendidos, en una especie de trance. Su cabeza dio vueltas y volvió a caer embargado por un pétreo sopor. Aquellos sueños malsanos no volvieron a atormentarlo. Cuando despertó, era ya mediodía, habiendo llegado a dormir muchas horas. Se encontraba todavía débil y reparó en que su gato Ulises no se encontraba en la habitación. Lentamente, recorrió la casa en busca de su compañero y no lo encontró por ningún lado. Imaginó que se había escapado de la casa, no era la primera vez que Ulises abandonaba el lugar, ya que no estaba castrado, pero solía volver antes de las doce de la mañana. Aquella vez, sin embargo, era diferente. Su gato no se dejó ver y pasó otro día de poca actividad. Hacia el anochecer, repasó algunas lecturas sobre materialismo especulativo, de Ray Brassier, también echó un vistazo algunas notas a pie de página de un libro de La Gaya Ciencia de Nietzsche, tenía en mente escribir un ensayo filosófico y aquellos días le había dedicado bastante actividad a dicho proyecto, con la gripe, pero no parecía concentrarse en esta actividad.

Una vez más, la gripe repuntó hacia el anochecer y no tardó en acostarse, aquejado de algunos dolores de nuevo. Ulises seguía desaparecido, pero confiaba en encontrarle la mañana siguiente, de lo contrario, debería empezar a preocuparse seriamente por su gato. Aquella noche no soñó, aunque sintió como una voz susurraba palabras ininteligibles en su oído izquierdo justo antes de dormirse. Una pulsión indefinida abrió sus ojos hacia las cinco y media de la madrugada, recordaba aquellos susurros de otro mundo, que a su vez también se habían materializado en sus sueños, coincidiendo. Las brasas habían vuelto a extinguirse, Sanduru vestía un pantalón de chándal negro y una camiseta verde empapada de sudor por la fiebre. Un debilísimo resplandor rojizo se dejaba entrever en el cielo, pero la tiniebla era todavía fuerte y envolvía con su manto el cielo y la playa. El silencio era sepulcral, ni siquiera los pájaros habían inaugurado su trino diurno y la soledad del habitante de la casa era absoluta.

Fue entonces cuando se acercó a la ventana, casi por instinto, como si una fuerza externa lo empujara a asomarse a ella. Observó una forma entre las olas, envuelta en tinieblas y niebla, le pareció imposible que fuese un bañista, debido a las horas y el intenso frío, ni siquiera durante el día había bañistas en Zarauz en estas fechas del año. Se decidió, no obstante, a bajar a duras penas por la escalera de madera, en plena oscuridad, descalzo, percibiendo un ambiente gélido y lúgubre en su entorno. Nunca antes aquella casa había despertado un sentimiento de extrañeza tan profundo como aquella noche. Las paredes parecían perder su posición natural y oscilar. La arquitectura de la vivienda se retorcía y parecía alterarse, así como sus muebles y estanterías. Sanduru creyó intuir que la fiebre estaba causando estragos en su mente, no era la primera vez que rebasar los cuarenta grados había llevado a gente a tener visiones horrendas y desquiciadas, o a hablar en soledad. Quiso pensar que su conciencia se encontraba alterada debido a esto, lo que explicaba aquellas voces distantes en su cerebro cuando encaraba la fase definitiva del sueño. Atravesó la entrada y se dirigió a la playa, ataviado únicamente con un anorak de color beige. Tenía el pelo revuelto y el semblante desencajado, ante él se abría la vastedad del mar, en toda su magnitud, pero parecía como si aquella bruma fantasmagórica se hubiese apoderado de la orilla, de las olas, de todo.

Aquella figura emergió lentamente, oscilante, de entre las oscuras aguas, completamente calmadas. Sanduru se encontraba a unos diez metros de la presencia, que iba ganando corporeidad a medida que avanzaba hacia la playa. Conforme aquel ente se iba acercando a la orilla, no supo distinguir su sexo, pero su desnudez era evidente. Cuando atravesó un turbio banco de niebla, ya muy cerca de la orilla, su semblante se desfiguró en una mueca desesperada que prefiguraba el horror de lo desconocido. Aquel ente era de un color blanquecino, repugnante, bulboso. Era imposible discernir su sexo. No parecían advertírsele pechos en su torso desnudo, ni tampoco ningún tipo de aparato reproductor en su organismo, parecía andrógino. La criatura debía medir un poco más de dos metros, aunque su cuerpo era extremadamente delgado para semejante proporción, creando un efecto visual inquietante. Avanzaba torpemente, se arrastraba y casi parecía cojear sobre la arena mojada de la playa. Su pelo era de un verde oscuro intenso, lacio, a la altura de los hombros, cuya caída le ocultaba casi la mitad del rostro. Había ausencia de pelo humano o animal en su cuerpo y sus ojos eran de un blanco iridiscente, casi hiriente, sin pupila, tocados por el infinito.

Sanduru volvió a sentir aquel susurro, esta vez más sonoro y claro que en las anteriores ocasiones. Aunque el idioma era indescifrable para él, esto ya no importó, ni siquiera se paró a pensar si todo aquello era producto de aquella fiebre que lo había consumido en la cama durante los últimos días. Aquella voz le habló del cosmos y del océano, de caminos interestelares y planetas negros en dimensiones alteradas. El ente le tendió su delgada y membranosa mano, Sanduru la tomó, sus ojos brillaban con un blanco propio de una supernova. Su cuerpo se retorcía y respiraba de forma forzada, como si se encontrase en un medio que no era el suyo, impropio de su propia naturaleza. La criatura se dio la vuelta, hundiéndose progresivamente en aquella marea calma con su acompañante, hacia lo profundo, lo insondable, lo desconocido, lo abisal.

© Copyright de Carlos M. Pla para NGC 3660, Enero 2019