Por Alicia Pérez Gil
Victoria se sentía mal por nada en especial. Como si tuviera el corazón enraizado y un poco inútil. Tampoco era que las raíces, o lo que fuera eso que le tenía preso el pecho, le hubiera crecido de la noche a al mañana. No habría, de hecho, sabido decir en qué momento empezó a respirar con dificultad. Debió de ser en algún tramo entre el azaroso desembarco y la llegada a Carabanchel, donde todo el mundo era más grande que la vida. Estaba Marina, que tenía un dolor por el que todo el mundo la reconocía. A Victoria le daba envidia ese dolor. Le habría gustado un dolor de ese tipo. A veces pensaba que ojalá se le hubiera muerto una madre o un hijo. Eso estaba bien. Eso daba derecho a llorar, no como una raíz de mierda en un ventrículo. Las raíces que crecían dentro del cuerpo eran cosa de locos. De locas en su caso.
También estaba Pepe, que tenía lo de la tienda y tal. No le daba tanta envidia Pepe como Marina, pero Pepe también era alguien. Venía de Senegal, como ella; lo cual tenía su gracia. Como aquella vez que Victoria estaba en el centro de salud y llamaron a Ramón González y se levantó un señor chino que no se había equivocado sino que se llamaba Ramón González y era chino. Pues así. Pepe era de Guinea y Victoria era una pobre chavala guineana que vivía en el barrio. Y esa era la diferencia entre ambos.
Ella miraba a los demás, cómo iban y venían. Intentaba descubrir si alguno de ellos tenía, también, el corazón enraizado. Le parecía que no. Pepe, al que llamaban el Trapis, llevaba los pedidos de la tienda. Nada de drogas. Entregaba cartones de huevos, tomates en malla y así. Lo de «Trapis» a saber de dónde había salido.
Victoria se lo preguntaba poco. Lo que sí se preguntaba más era qué coño hacía ella en esa vida que le quedaba como grande. Igual que los pantalones esos culicagaos a los tíos que se los ponían y que parecían mamarrachos. Le sobraba. Por mucho que se empeñara en llenarla de cosas, la vida le tendía a infinito.
Victoria ponía copas cuatro noches por semana y cafés de tarde los tres restantes. Si se las apañaba bien juntaba 18 horas libres juntas una de cada tres semanas. Eso quería decir que la mayor parte de su tiempo la ocupaba la música de Cadena Dial y lo de tirar cañas, que se le daba de maravilla. Un dedo de espuma y no más. Nunca. El sueldo se le iba en el alquiler y en comprar cosas. Muchas. Ropa para salir, bolsos, pendientes, maquillaje. A veces compraba también libros. En el súper. Los que tenían dibujos de paisajes raros en las portadas. Los leía rápido.
Pero de todos modos, y eso que hacía con ella todo lo que podía, la vida le sobraba. Nada que le importase a nadie. A ella tampoco le daba muchos quebraderos de cabeza, la verdad. Salvo cuando veía noticias de mujeres asesinadas. Entonces se le ocurría que no servía ni para muerta. Si faltaba a los bares alguien más ocuparía su puesto. Si dejaba de pagar la renta, alguien más ocuparía su cuarto. La casera vendería sus cosas. O se las quedaría. SU familia debía de haberla dado ya por muerta.
Procuraba pensarlo poco porque vivía en la planta once de un edificio de ladrillo visto de la plaza de Oporto. Las vistas estaban bien. Una vez llegó a pasar al otro lado de la barandilla del balcón. Se sujetó bien fuerte porque no tenía la menor intención de dejarse caer. Solo quería quedarse allí a ver si el aire frío y el miedo al vacío le encogían la vida, o algo. Pero no. La vida se empeñaba en revolotear alrededor de su cintura como una camiseta de dormir demasiado ancha y descolorida de tanto lavarla.
Así que se soltó. Solo una mano. Por apurar nada más. La cabeza le iba a mil por hora, como una centrifugadora. Era por la adrenalina. En alguna parte lo había leído. No sabía dónde. Una pasada la adrenalina, eso había que concedérselo.
Allí estaba Victoria, medio colgada del balcón, sujeta solo por una mano, como una bandera. Y llevaba un chute natural de la leche. Pero la vida no encogía.
De modo que soltó la otra mano y cayó. Pasó por el décimo piso, por el noveno, el octavo, el sexto, el segundo y por fin dio con toda la vida, esa vida suya dos tallas más grande de lo necesario, en el suelo mal asfaltado.
Y murió.
Lo malo vino esa noche, cuando se encontró a sí misma ante el espejo, con el moó alto bien apretado y los pendientes de aro dorados y la camiseta de poner copas de los viernes.
Allí, en el infierno.
© Copyright de Alicia Pérez Gil para NGC 3660, Marzo 2018 [Especial Féminas 2018]