Por David Calleja
Es curioso. Cuando me preguntan por la chispa que encendió en mí el gusto por la ciencia ficción pienso en una escena del siglo XIX. No cuadra, me digo, pero sigo adelante con mi imaginación. Veo dos, tres hombres con sombrero y chaqué reunidos en un despacho frente al fuego. Pasan la noche entera en vela, dando sorbos cortos al brandy mientras descifran el mensaje que se esconde en el interior de las páginas de un manuscrito. A la mañana siguiente cuelgan las levitas en el perchero, se remangan las camisas, enrollan cuerdas de escalada sobre sus chalecos y parten en busca de la aventura.
No podía ser de otra manera. En casa de mis padres había dos colecciones de novelas encuadernadas en tapa dura granate. En una estantería descansaban las de Emilio Salgari, protagonizadas por Sandokán, el Tigre de Malasia. En la otra las de Julio Verne. Como nunca me atrajeron demasiado las historias de piratas, me centré en viajar por las profundidades del mar y la tierra. Y fue así cómo acabé convertido en un romántico.
Todavía era un niño cuando estrenaron la versión cinematográfica de Dune en España. A pesar de la calificación del Ministerio, tuve la fortuna de ir a verla al Consulado. Aquel umbral con espejos de reflejos dorados anticipaba la magia que estaba a punto de experimentar. Si bien es cierto que los excesos sanguinolentos del barón Harkonnen me espantaron, tengo la impresión de que la experiencia fue positiva. Salí del cine con la imaginación estimulada y un folleto que incluía imágenes en blanco y negro de recolectores de especia. En cuanto llegué a casa intenté reproducirlos con un juego de piezas de construcción. Menuda inocencia la mía.
El desierto se convirtió durante muchos años en una obsesión. Una imagen envuelta en luz. Un objetivo. Seguramente no fue casualidad que la primera novela que publiqué estuviera ambientada en un planeta de piedra y arena. Si lo piensas bien, las dunas simbolizaban el movimiento, el viaje, la aventura. Se ajustan como un guante a mi concepto de la ciencia ficción.
De este género pueden decirse muchas bondades. Por ejemplo, que sirve para reflexionar sobre las consecuencias que traerán consigo los cambios climáticos, políticos, tecnológicos o de cualquier otro tipo. Y es verdad. Una obra de ciencia ficción suele incluir toques de atención para que pensemos si queremos llegar o no al tipo de escenario que nos presenta.
Otras veces se aprovecha el futuro para plantear cuestiones filosóficas, morales o religiosas. Los robots, clones y alienígenas son recursos incomparables para hablar sobre el alma, la esclavitud, el racismo y la división social por clases o castas.
Sin embargo, el auténtico valor del género reside en su capacidad para sorprendernos. Más allá de la marginación entre especies o la desesperanza que traen consigo las distopías, existe una ciencia ficción cien por cien luminosa, que nos inspira con inventos prodigiosos y civilizaciones nuevas. Nos permite vislumbrar el mundo que queremos construir o la persona que queremos llegar a ser. Alimenta nuestra creatividad. Consigue que dediquemos nuestros esfuerzos a la investigación científica, la carrera espacial, la literatura…
Puede que hayas oído hablar del «sentido de la maravilla». Una expresión hermosa que despierta las ganas de jugar y descubrir que todos los seres humanos conservamos en nuestros corazones. Un destello de esperanza que se impone a los palos de la vida. La ciencia ficción que a mí me gusta está impregnada de dicho sentido, igual que la fantasía o las historias de aventuras. A pesar de la lógica de las máquinas y de la coherencia narrativa, el afán por la maravilla tiene más de sentimiento que de razón.
Escribir me permite hacer lo imposible, o lo que nunca me atrevería a hacer. Me transforma en una persona lo suficientemente libre como para revelar sus contradicciones. Aunque siempre quede un vestigio de mí, soy capaz de pensar de otra manera. De actuar como un valiente, un inconsciente, un prudente o un cobarde. Si quiero puedo romper las reglas.
Así que despliego las velas solares y pongo rumbo a lugares exóticos. Conozco costumbres que están fuera de nuestro alcance. Revivo paraísos perdidos, sin saber con certeza si van a ser conservados o destruidos. Navego en contra de la tormenta.
¿Y todo eso qué es? Romanticismo en su estado más puro.
© Copyright de David Calleja Cuñado para NGC 3660, Junio 2018