Rubíes del César

 

Por Carlos M. Federici

Se sentía desfallecer a causa del dolor insufrible de los tendones; sus vísceras, hinchadas, parecían a punto de estallar… ¡Nunca habría creído que la muerte iba a hacerse desear de tal manera!

Pero al oír la grosera imprecación de su antiguo compañero (el mismo que le había traicionado), torció el cuello entre mil punzadas de martirio para increparlo con los restos de su aliento:

—¡Calla, infeliz! ¿Cómo te atreves a injuriar a este Justo? ¡Nosotros merecemos este destino, pero él es inocente de todo mal, y ni siquiera ha emitido un quejido, a pesar de que está clavado y no atado, como estamos nosotros!

Y rompió en gemidos desesperados, porque su carne ya no resistía el suplicio de la cruz. Pero le confortaba lo que el Justo le había susurrado, mirándole con Sus ojos cargados de bondad… ¡Iban a encontrarse en el Paraíso! (Sin embargo, Dimas no comprendió del todo aquella mínima torsión en la comisura de Su boca…, un extraño dejo de ironía en los bordes de Su sonrisa tierna. Por cierto, nada había de sardónico o mordaz en aquella ironía —Di­mas lo percibió confusamente—, sino mucha melancolía y… también resignación, lo cual planteaba un enigma indescifrable al espíritu simple del ladrón).

…El otro, Gestas, había delinquido porque ese era su modo de vida; él solo llegó a tal extremo cuando no pudo soportar la impotencia de su miseria, su hijita llorando de hambre y de frío, el cielo encapotado como único techo sobre sus cabezas huérfanas de todo socorro humano… Los habían atrapado en aquella enorme y lujosa mansión, pero Dimas había conseguido deshacerse —del modo más expeditivo— de la evidencia de su delito justo antes de que la guardia los redujera. Malévolo, su compinche ocasional no vaciló en acusarlo cuando él mismo se vio perdido. Y así les cupo a ambos el destino de flanquear al Crucificado, compartiendo su padecer cada cual a su modo, el mal ladrón y el bueno.

Caía la tarde y se estiraba la agonía, en una cadena de tormento que se propagaba en cada nervio, en cada lamento… La muchedumbre, por su parte, clamaba en distintos tonos, desde la befa inicua hasta el inenarrable desconsuelo. Se arremolinaban las nubes, pavorosas y espesas, y los primeros truenos comenzaban a insinuarse, entre resplandores lívidos, sobre los picos del Calvario.

 

Pálido y consternado, Pilatos observaba, impotente… Su esposa, a su lado, prorrumpió en amargo llanto. De pronto, el rostro cerúleo del gobernador se iluminó:

—¡Por Júpiter…, el anillo! —barbotó—. ¡El anillo de rubíes del César!… Me habilita para liberar a otro condenado más en este día. ¡Pronto, Marcelo! —ordenó a un servidor, sacudiéndolo por un brazo, en su febril excitación—. ¡Corre a mi casa y pídele al mayordomo el anillo del César! Aún hay esperanza…, él todavía alienta, y si lo sacamos enseguida de allí, quizás… ¡Vuela, muchacho, vuela!

…Los minutos se le antojaron horas, y en el ínterin:

—Elí! Elí! Lama sabactani? —resonó Su lamento.

—¡Señor! ¡Señor! ­—era la voz del servidor, que, ya de vuelta, se prosternaba ante él, blanca la faz, desorbitados los ojos—. ¡Ha ocurrido una desgracia! ¡No os enfadéis, señor, os lo imploro! ¡No hay… anillo, señor!

En ese instante se oyó un estruendo horrísono, el rayo se abatió sobre el Templo, y la Tierra tembló bajo los pies de la multitud que, abrumada por el espanto, emitió un colectivo bramido de angustia. El gobernador cerró los ojos, meneando con pesadumbre la cabeza.

—¡En Tus manos… encomiendo mi espíritu! —y fue el final.

 

En la cruz de Su izquierda, Dimas también moría… Y al convulsionarse en un espasmo final sus entrañas martirizadas, al filo del más allá, un objeto cayó de él, rebotando sobre las piedras, oscuro e innoble como el barro en que terminó por descansar.

La tempestad explotó en lluvia torrencial. A chorros se precipitó sobre la tierra aquel ciclópeo llanto de los cielos, inundándolo todo, y lavando con su fluir irresistible las rojas piedras del anillo del César, ahora tan sólo otros trozos anodinos de mineral, perdidos entre las rocas del Gólgota.

Consummatum est.

© Copyright de Carlos M. Federici para NGC 3660, Marzo 2018