Por J. Olloqui
Cuando los primeros rayos de sol del amanecer de aquel lunes comenzaban a entrar por las rendijas de la persiana, el hombre abrió los ojos para descubrir la figura espectral de una anciana que le sonreía al pie de su cama.
—Buenos días —habló la anciana—. Soy tu madre, y estoy aquí para acompañarte a tu última morada.
El hombre se incorporó en la cama y se rascó la cabeza, donde el pelo se le había aplastado en sudorosos remolinos. Echó un vistazo alrededor y finalmente posó su mirada en la anciana.
—¡Joder con la maría de anoche! —exclamó mientras se frotaba los ojos—. Se ve que todavía me dura el pedo.
—La resistencia es inútil —prosiguió ella, sin dejar de sonreír—. Ven conmigo.
—¿De qué me está usted hablando? —preguntó el hombre, tras bostezar.
—Es tu último viaje, me temo —aclaró la anciana—. Para ti ha llegado la postrera hora, y es momento de abandonar este mundo.
El hombre se encogió de hombros y volvió a bostezar.
—¿Entiendes lo que intento decirte, mequetrefe? —preguntó la mujer, a la que la sonrisa se le había disipado.
—La verdad es que no —contestó el hombre.
—Ya veo. No eres persona inclinada a sutilezas y circunloquios. Así pues, te revelaré la verdad, aunque te resulte inquietante. —La anciana carraspeó y abrió los brazos de forma teatral—. Soy la Muerte.
—¿Cómo la Muerte?
—La Muerte —repitió esta.
—¿Y qué hace la Muerte en mi habitación? —preguntó el hombre.
—El motivo de mi visita es, aparte de obvio, evidente, por no decir prístino —respondió la Muerte, intentando sustraerse a la irritante parsimonia del hombre—. Vengo a llevarte conmigo.
—¿Llevarme a dónde?
—Que te vas a morir —aclaró la Muerte, exhalando un suspiro de impaciencia—. Tú no eres muy espabilado, ¿verdad?
—¿Cómo que me voy a morir? —protestó el hombre—. Debe de haber un error.
—Con la Muerte no hay errores —afirmó la Muerte—. Cuando la Muerte dicta su sentencia final, el hombre la acata. A toda criatura le llega su hora. Da igual su sexo o condición social. Da igual su posición o fortuna. La Muerte equipara a todo ser humano. Y trata a todos con idéntica justicia y severidad. Al rey y al vasallo. Al marido y a la esposa. Al criminal y al juez.
—Pues yo le digo que hay un error —repitió el hombre—. ¿Cómo voy a morirme? Míreme, si estoy en la flor de la vida.
—Es inútil cualquier protesta u objeción. Tu inexorable final se ha dictado.
—Mire, señora Muerte… ¿O es señor Muerte?
—Ese detalle carece de importancia —reveló la Muerte—, porque la Muerte no tiene sexo. Blande su guadaña con igual frialdad ante la mujer o el hombre, porque ante la Muerte no hay distinción de…
—Sí, sí —interrumpió el hombre—. Ya me ha dicho eso de que todos somos iguales ante la Muerte. Pero tendré que llamarle de alguna manera, ¿no? ¿Usted qué prefiere? ¿Señor Muerte o señora Muerte?
—¿Y qué importancia tiene esa fruslería? —gruñó la Muerte, irritada.
—Bueno, pues como usted no se decide, le voy a llamar Señora Muerte —resolvió el hombre.
—¡Silencio, mortal! —ordenó la Muerte—. ¡Basta de vacuas palabras y charla intrascendente! Deja que tus ojos se cierren y abandónate al sueño eterno.
—¡Venga, señora Muerte, no me joda! —refunfuñó el hombre—. ¡No me puedo morir ahora! ¡Que acabo de encontrar curro después de dos años en el paro! Y ya ni me drogo ni nada, ¿eh? Bueno, quitando lo de anoche, que se nos fue un poco la mano, porque era el cumpleaños de un colega y trajo una maría que habría sido un pecado no fumársela. Pero la prometo que ya no lo voy a hacer más. ¿De acuerdo?
—Todos los hombres ruegan por su vida y lloran como niños cuando la Muerte les honra con su visita —sentenció la Muerte.
—Y ahora como cantidad de sano, así que no puede ser que me vaya a morir. ¡Si hasta me he apuntado al gimnasio!
—Esa afirmación, además de inútil a la hora de cambiar tus infaustos hados, resulta falsa. Es evidente, a la vista de la adiposidad que emerge en la parte media de tu anatomía, que no has consagrado tu vida al ejercicio físico o a la mesura en la alimentación.
—Muy bonito —refunfuñó el hombre—. Viene usted para decirme que me muero y encima me llama gordo.
—Concluyamos este infructuoso coloquio —dispuso la Muerte—, y permitamos que el telón caiga, anunciando el final de… ¿Pero qué estás haciendo, mequetrefe?
—Le voy a hacer una foto —aclaró el hombre, que había levantado el móvil ante su cara—. Es para el grupo de WhatsApp de los colegas del fútbol 7, ¿sabe? Quieta un segundito, que si no va a salir movida…
—¡Detente, majadero! —rugió la Muerte, apartando el teléfono con un manotazo.
—¡Oiga, cuidado con el teléfono, que es un IPhone nuevecito! —exclamó el hombre—. ¿Pero qué le pasa a usted? ¡Que solo voy a contarles a los colegas que voy a morirme!
—¡Los planes de la Muerte no pueden ser revelados! —advirtió la Muerte.
—¿Entonces no puedo contarle a nadie que me voy a morir? —inquirió el hombre, visiblemente disgustado. La Muerte negó con la cabeza—. Pues si no lo puedo contar, ¿qué gracia tiene morirse?
—El asunto carece de gracia —respondió exasperada la Muerte—. La Muerte no ha acudido con el propósito de entretenerte. Simplemente, vas a morir. ¿Puedes entenderlo, a pesar de tu evidente falta de instrucción y tu manifiesta cortedad?
—Dígame, ¿y voy a ir al cielo?
—Las cuestiones teológicas no son de mi incumbencia —señaló la Muerte, con gesto adusto.
—O sea, que usted no tiene ni idea de si existe Dios, o qué hay en el más allá. Usted no pinta nada, ¿verdad?
—¿Cómo que no pinto nada? —gritó la Muerte, henchida de cólera—. ¡Yo soy la Muerte, nada menos! ¡Estoy aquí para conducirte a la conclusión de tu insignificante vida! ¡Para escribir la última página del libro de tu miserable historia!
—Sí, sí —contestó el hombre—. Mucha muerte y mucha cosa, pero me parece que manda usted menos que el becario de mi oficina.
—¡Basta, indigno gusano! —interrumpió la Muerte, intentando recobrar la compostura—. ¡Me esfuerzo para que el tránsito hacia la expiración sea lo menos traumático posible! ¿Y qué recibo a cambio de vosotros, tristes e insignificantes mortales, aparte de ignominia e ingratitud? ¡En tu caso, sin ir más lejos, he adoptado la forma humana de tu madre, para hacerte más llevadero este amargo trance! ¿Y cómo me lo agradeces? ¡Insultándome y ninguneándome!
—Disculpe, señora Muerte —dijo el hombre—. No era mi intención enfadarla. Pero ya que lo dice, y si me permite el consejo, desde mi ignorancia en asuntos mortíferos, le diría que tiene usted que cuidar un poquito los detalles. Por ejemplo, usted dice que ha adoptado la forma de mi madre, pero usted se parece a mi madre como un huevo a una castaña.
—¿Cómo? —inquirió la Muerte, perpleja—. ¿No es acaso este el rostro exacto de tu difunta madre?
—Para nada —respondió el hombre—. Es el rostro de una señora que yo no conozco de nada. Además, mi madre no está difunta. Vive en Alcorcón y hace unas croquetas que te chupas los dedos.
—Pero… Pero… —balbuceó confundida la Muerte. En sus manos se materializó un ajado pergamino y consultó sus líneas, rascándose el ralo cabello que cubría su cabeza—. Pero ¿no eres Fermín Vinuesa?
—Qué va —aclaró el hombre—. Yo me llamo Julián. Fermín era el señor que vivía antes aquí, pero hace un par de meses se mudó a Asturias, porque conoció una chica por el Meetic y se fue a vivir con ella.
—¿Seguro? —preguntó la Muerte, mientras consultaba el pergamino del derecho y del revés.
—Tome mi D.N.I. y verá que no la engaño.
—Sí, sí. Es correcto —admitió la Muerte, tras devolver el documento de identidad al hombre—. Vaya, esto es muy embarazoso. Créeme que lo siento de veras. Espero no haberte molestado.
—Hombre, pues qué quiere que la diga —resopló el hombre—. Agradable no ha sido. Póngase en mi lugar. Llega aquí, y me dice que me voy a morir, y empieza a decirme que si el sueño eterno, que si el telón va a caer, que si no sé qué y que si no sé cuántos. ¿Qué quiere que le diga? Bonito, bonito no ha sido.
—De verdad que lo siento —repitió la Muerte, visiblemente abochornada—. Bueno, me marcho ya, que no quiero molestar más.
—Pues nada, adiós y buen viaje.
—Volveré —afirmó la Muerte.
—Sí, pero no tenga prisa, ¿eh? —respondió el hombre, mientras la Muerte se volatilizaba frente a sus ojos.
El hombre bostezó y volvió a la cama, arrastrando los pies. Cuando se disponía a acurrucarse bajo el edredón, sonó el despertador.
—Pues sí que empezamos bien la semana —gruñó.
© Copyright de J. Olloqui para NGC 3660, Junio 2019