Por Álvaro Aparicio
Para qué deciros mi nombre, si hace siglos que dejó de tener importancia. Al viento lo llamáis según de donde sopla, conque hoy bastará que me llaméis poniente. Pero si también mi edad es objeto de vuestra curiosidad, sabed que el tiempo transcurrió como una perpetua noche blanca desde que la muerte me encadenó al cuerpo y lo convirtió en una prisión en vela… Inconmensurable, como la respiración de la Tierra.
¿El origen de mi condena? Eso puedo contároslo sin equívocos. Fue el robo a mano armada de una joyería del centro de Valencia y el posterior fuego cruzado con la policía. Imaginadme sentado en una cafetería con la apatía rebotando entre mis problemas y los titulares del periódico. La bala perforándome el cuello con la sequedad de un varazo fue lo último que percibí en términos físicos allá por 1984. Luego la vidriera del local se me vino encima y la policía abatió en la acera a dos atracadores…. Y ahí subyace la razón del problema: permanecí consciente tras ser declarado clínicamente muerto. Sé no obstante que por un segundo mi mente se abrió al vacío, pero algo me impidió cruzar, confinándome a la carne… Horas después, bajo una lona por la que se traslucía la luz del atardecer, arrancó mi espera a través de la eternidad.
El levantamiento de los cadáveres fue curioso cuanto menos. El seguimiento que mis pupilas hicieron de la mano del forense produjo que las cosas se volvieran difíciles de explicar. No tenía pulso, pero mi reacción ocular tampoco era espasmódica, sino controlada, propia de un individuo lúcido. Por imposible que fuera, yo estaba ahí. Y entre pasillos de hospital y rostros atónitos asomándose en mi campo de visión, las cosas también se han vuelto difíciles de rememorar…
En cuanto la prensa se puso en conocimiento de tal fenómeno, mi existencia fue arrebatada de propiedad civil y todo lo divulgado por las rotativas rápidamente desprestigiado. Acabé en el quinto subsuelo de un centro de investigación que por la vestimenta del personal parecía estar a varios grados bajo cero. Hubiera sido emocionante vivir aquella aventura desde otra perspectiva que no fuera la de un conejillo de indias, pues tardaron poco en reflejar esta condición despojándome de mi identidad y rebautizándome «Paciente cero».
Nunca supe qué explicación le dieron a mi familia sobre la volatilización de mi cadáver. Pensaba en ello a diario mientras me transportaban en carretilla por túneles níveos repletos de puntos de control, cámaras de seguridad, y guardias con pinta de haberse dejado el trineo fuera. Recuerdo que con la mirada inmóvil en las luces del techo, e interpretando las perturbadoras sacudidas que me propinaban aquellos que me removían las vísceras, pensaba en mi novia con una intensidad rayana al masoquismo. Pero si lloré, fue por dentro.
Ocasionalmente oía a los investigadores murmurar de asombro. Al término del segundo mes atravesé la barrera de la jerga científica e intuí que no pretendían librarme de mi reclusión, sino sintetizar la clave de mi presunta —por aquel entonces— inmortalidad. Con ese punto y aparte, conforme más hurgaban, más crecía la sensación de estar aherrojado en una doncella de hierro.
Hizo falta una avería grave en el sistema de refrigeración para discernir la causa del frío constante. No bastaba con inmovilizarme e insensibilizarme: también tenía que pudrirme. A simple vista no era patente el avance de la descomposición, toda vez que hasta entonces la conservación había sido óptima, pero el fallo tardó unas horas en ser resuelto. La asignación de un tanatopractor encargado exclusivamente de mi conservación estética no se hizo de rogar.
Cierto día, con la memoria cansada de reproducir el estruendo de la vidriera de la cafetería cayéndoseme encima, percibí la presencia de otros idiomas en el subsuelo. En las altas esferas se dirimía el destino del «Paciente cero», o mejor dicho los frutos de su explotación. Para cuando quise percatarme, estaba en la superficie a punto de ser presentado en sociedad. Corría el año 2019, y las cosas habían cambiado considerablemente. Por fortuna acudía preparado con intensas sesiones televisivas. Sabía, por ejemplo, que los cambios eran considerablemente a peor.
Recorrí Europa, Asia y América dentro de una cápsula de criogenización. Elevado a los altares de la ciencia, el público con el caché más importante de la Tierra aplaudió mi silueta recortada por una brutal cristalera que desde alturas inimaginables enseñaba el Golfo Pérsico frente a Dubái. La búsqueda de fondos no tenía límite. Y por supuesto llegué a ver con mis ojos muertos mujeres tan hermosas que en vida jamás hubiera tenido la osadía de observar con descaro…
De «Paciente cero» pasé a ser el «Inmortal silencioso», pero con el alias no venía adjunta ninguna gloria. Si ser inmortal implica estar atado a huesos viejos, carne en descomposición y coágulos vestigiales, no imagino peor maldición… Maldición a la que se le añadía el regreso al ciclo subterráneo de autopsias y desplazamientos en carretilla. A las mismas instalaciones donde las vaharadas bostezadas por las rejillas del techo me recordaban que el último bastión de mi vida anterior corría riesgo de corromperse todavía más que mi mente… A la misma celda en cuyo centro se erguía una camilla de verticalidad ajustable repleta de correas de sujeción, donde, con un zumbido electrónico, me encaraban al televisor en el que un programa de cotilleos me hundía definitivamente en la miseria.
Y sólo habían pasado treinta y tres años.
La revelación de mi existencia provocó una psicosis colectiva de dimensión global. Los telediarios se hacían eco del suceso día tras día, acrecentando el impacto en la ciudadanía. Como efecto colateral a mi naturaleza «inmortal», sobrevino el terror a un apocalipsis zombi, que en términos más o menos fieles al saber popular era lo que yo representaba para un sector particularmente sensible de la población. Desconozco hasta qué punto los gobiernos implicados en la investigación de mi cuerpo valoraron concienzudamente mi entrada en escena como un factor social positivo teniendo en cuenta que me convertí en pilar de una rampante oleada de nuevas sectas. Quizá se debiera a presiones externas derivadas de filtraciones en los canales del espionaje internacional… Quizá sólo fuera una forma de desviar el foco de atención de los problemas energéticos que amenazaban la sostenibilidad de las civilizaciones desde que varias potencias emergentes empezaron a consumir al ritmo de Estados Unidos. Solía llevarme éstas y otras hipótesis a las prolongadas y casi litúrgicas sesiones de trepanación.
Allí vi pasar el futuro a través del instrumental médico. Los bisturís eléctricos claudicaron ante rayos pulsátiles de precisión informatizada y las pantallas de monitorización se transformaron en hologramas de interfaz táctil… Pero las caras que desfilaban por encima de mí seguían ganadas por la misma desazón.
Jamás darían con la clave de la inmortalidad.
Maldije a mi organismo, y los maldije a ellos por su cortedad de miras. ¿En qué mente cabe que semejante prodigio obre impulsado por células muertas medio siglo atrás? La intangibilidad de mis ataduras representaba una senda incognoscible para la batería de máquinas que me analizaba noche y día con su runrún de reactor… No, no fue fácil asumir que mi realidad era la de un espíritu atrapado en un cadáver conservado por una ambición científica y política desesperada. Que era un emparedado de cuarto menguante, un caminante planar a medio paso de todo y cada vez más prisionero de todas las distancias. Y que la rutina se repetía enloquecedoramente. Los pasillos, el frío vaporoso, la sensación de ser un milagro sin objeto… En mi avanzado deterioro, incluso mover las pupilas era equivalente al esfuerzo de levantar diez kilos con las pestañas. Por ello desistí finalmente de cualquier forma de comunicación, hasta entonces pobre por no decir infructuosa «gracias» a una tabla alfabética que reproducía con voz robótica la letra insistentemente observada. Quince segundos solía ser suficiente insistencia.
A mi percepción de individuo de finales del siglo XX se le sumó el ostracismo forzado que me había impedido participar en el desarrollo del progreso, y por esa causa en el año 2056 dejé de entender lo que veía en la televisión. Interpretaba, sí, pero con dudosos resultados. Modas, tendencias, hallazgos, guerras, economía… Todo aquello me parecía la amalgama de un mundo lejano y decadente. No niego, sin embargo, que dicha impresión viniera inducida por la desatención a la que de pronto me vi relegado. Varias áreas de investigación habían acabado en punto muerto, y las aún existentes recibían trimestralmente duros recortes presupuestarios. De hecho, pocos años después me quedé a solas en aquel gélido subsuelo con el equipo de neurociencia cognitiva…
La alianza de gobiernos había suspendido oficialmente la búsqueda de la inmortalidad.
Por no arrojarme a la basura, se me concedió un retiro digno en la superficie, en las entrañas de un complejo militar de máxima seguridad. Si bien para dicho destino también valía un desván, yo continuaba representando la encarnación física del eslabón entre el cuerpo y el alma. No se desprenderían de mí con tanta facilidad. Tal vez por tecnología, método o percepción, aún no era el momento apropiado para que la humanidad abriera un portal al otro lado… Y así, almacenado como una reliquia apócrifa, esperé el futuro.
Pero no lo vi llegar.
Sin noticias que predijeran la razón por la cual durante días nadie acudió a encenderme el televisor, recelé el silencio imperante. No se oían pasos en los pasillos ni voces tras el cristal de observación. Quieto en la carne, también el mundo me aplastó con su quietud. Al principio me sentí sencillamente olvidado. Mejor, pensé. Pero la repentina desconexión de las luces del techo me resultó menos ajena, porque lo siguiente, como cabía esperar, era el sistema de refrigeración. Escuchar la desaceleración de las turbinas a través de los conductos del aire me enseñó que todavía no conocía el miedo.
Con la cama en ángulo vertical en lo que antaño era mi posición de ocio televisivo, aguardé a que el paso de los días se cebara con mi cuerpo. Vino en forma de mosca, un zumbido creciente en la oscuridad. Ocurrió a tanta velocidad, acaso por la fortaleza de mi paciencia, que de un momento a otro me vi colgando de una mano sujeta por una correa de velcro… A finales del primer mes la descomposición pudo más y perdí la mano de un desgarrón, cayendo con una extraña voltereta que me dejó boca arriba.
Cuando sólo quedaron huesos de mí, seguía consciente… Y pasaron los siglos.
Y seguía consciente.
Cuatrocientos años más tarde —es probable que en algún momento perdiera la cuenta—, oí el desplome de varias edificaciones reverberando en la atmósfera fantasmal. Se generó un colosal efecto dominó que contagió a las estructuras adyacentes y lindó con el complejo militar. Aunque no consiguió derribarlo íntegramente dadas las particularidades defensivas del edificio, lo dejó tocado de muerte. Una pared de mi celda se resquebrajó y a través de sus grietas se filtró la luz del sol. Cuando finalmente cedió —sesenta o setenta años después—, me reencontré con un abrumador cielo abierto. El consuelo, sin embargo, duró lo que duraron los cimientos. El destino quiso que los milenios se sucedieran conmigo sepultado bajo miles de toneladas de acero y hormigón, y no tuve voz para contradecirlo. Pero cuando todo se vino abajo, el cielo, un punto lejano y difuso en lo alto de la oscuridad, siguió alumbrándome como un tragaluz en aquel cavernoso valle de escombros, constituyendo durante eras incontables mi único sosiego.
La Tierra dormía. El suelo se movía inquieto. La lluvia convertía las ruinas de la humanidad en una majestuosa coreografía de saltos de agua. Soles y lunas, astros y nubarrones… El viento ululaba. La luminiscencia del sol cambió. Y yo, apenas polvo de huesos, perpetué mi acecho inmortal hasta que en la superficie del nuevo mundo se desató una jauría de tornados y su furia descomunal me arrancó de la sima.
Desperdigado en un caos de emociones —¡no es el cuerpo lo que me hace humano!—, atisbé un sinfín de praderas veteadas de fisuras cuyas paredes estaban compuestas en algunos tramos por fachadas de edificios absorbidos por la roca… También asomaban por puertas y ventanas las raíces de los gigantescos sauces que poblaban las islas, conformando un jardín salvaje de medusas flameando bajo aquella tormenta de magnitud planetaria. Los relámpagos arando el horizonte como garras huesudas fue, no obstante, mi última visión sesgada por el miedo, porque cuando me entregué al viento, a la verdadera naturaleza del universo, la tempestad me hizo libre…
Todavía busco mi camino.
© Copyright de Álvaro Aparicio para NGC 3660, Enero 2018