La primera vez que lo vi, me pregunté dónde estaba la sonrisa amable con que siempre lo representaban en los cuentos. Desde luego, aquel cuerpecillo enfermizo no tenía nada que ver con las ilustraciones de mi infancia. Orejas cuarteadas de costras, ojos inyectados en sangre y pelaje apelmazado. Así es el conejo de Pascua que habita en el viejo cementerio. No sé si está vivo o muerto, pero el caso es que se mueve. Da saltitos entre las lápidas y se oculta tras la maleza. A veces, gira su cabeza agusanada y me mira inquisitivo, como asegurándose de que le sigo el juego. A fin de cuentas, también este conejo de Pascua esconde huevos bajo tierra. Claro que los suyos están pintados de negro. Y ocultan sorpresas muy especiales.
El primer huevo que rompí dejó escapar un salivajo de sangre espesa. El segundo lo casqué con más cuidado, para descubrir que albergaba un dedo meñique medio descompuesto. Cuando casqué el tercero, mi mirada asombrada se topó con otra que me observaba a su vez desde la cáscara agrietada: un ojo fue el tercer regalo del conejo. Naturalmente, jamás he contado esto al abuelo, quien a fin de cuentas tanto desaprueba que vaya corriendo como un loco por el cementerio. Este año, en cambio, me está siendo más difícil la búsqueda. Corro entre las tumbas y persigo a ese maldito animal, que, por alguna razón, se muestra particularmente esquivo. El dichoso demonio se mueve con rapidez, se detiene y, justo cuando estoy a punto de alcanzarlo, acelera el ritmo de nuevo. Está jugando conmigo, lo sé, me está poniendo a prueba, pero no pienso rendirme. El pulso se me acelera y comienzo a resollar. Antes de que me dé cuenta, las fuerzas me fallan y me desplomo. El conejo se detiene. Me mira con curiosidad. Sólo entonces reparo en que hay un huevo reluciente frente a mí, casi al alcance de mi mano. Comienzo a boquear mientras lucho por cogerlo, como si en vez de un huevo quisiera apresar ese aire que apenas me llega a los pulmones. El pulso me tiembla al romperlo contra una piedra. Un chasquido. Un crujido. Y algo que, desde el interior, rueda astillado por el golpe, alejándose del alcance de la mano: ¿es eso mi inhalador?
El conejo parece sonreírse. Aunque quizás sólo sea un efecto de mi vista nublada.
© Copyright de Javier Quevedo Puchal para NGC 3660, Julio 2017