Hospital

 

Por Sergio Borao Llop

 

Variando ligeramente la famosa frase atribuida a Juan Pablo Castel, puedo confesar sin rubor que siempre tuve aversión a los hospitales, en especial a los de la Seguridad Social.

Evito entrar en ellos siempre que puedo, y cuando no, trato de permanecer en su interior el menor tiempo posible.

Pero ese dos de marzo hube de resignarme a acompañar a mis ancianos padres, que debían someterse a unos análisis de sangre.

Al principio, me animó la convicción de que tales pruebas no podían precisar demasiado tiempo. ¡Cuán equivocado estaba!

A las ocho y media, recuerdo, entrábamos en el Hospital General, que muy pocos conocen por ese nombre. (Sabida es nuestra perversa afición a rebautizar los edificios públicos con nombres de fácil memoria o irónico desdén). Por indicación de los celadores, llegamos a una sala atiborrada de gente, donde revisaron los papeles extendidos por el médico del ambulatorio rural y nos asignaron un número. Allí, entre toses asmáticas y miradas de hostil desconfianza, debíamos esperar a que nos avisaran.

El calor asfixiante, las inevitables conversaciones sobre dolencias y enfermedades, el inconfundible olor, el amontonamiento, comenzaron a afectarme. Media hora más tarde, mi ánimo había decaído hasta el punto de recluirme en un hosco silencio, apenas quebrantado por susurrados monosílabos o anhelantes suspiros provocados por la falta de oxígeno.

Sobre las nueve y media, nos llegó el turno para la extracción. Entré con mi madre en la pequeña consulta, asistí sin demasiado interés a los preparativos, esperé a que la enfermera hiciese su trabajo y luego, con mi madre cogida a mi brazo, salí de allí con la incierta esperanza de poder abandonar de inmediato aquel lugar. Pero tal intención se vio frustrada por las palabras que la joven nos dirigió en el momento justo de cruzar el umbral de la consulta:

—Como ya sabrán, a partir de las diez se entregan los resultados. Les aconsejo que vayan a tomar algo y vuelvan, ya les llamaremos.

Desilusionado, conduje a mis padres por pasillos, escaleras, rampas y ascensores, hacia la cafetería, no menos lúgubre que el resto de las instalaciones. Desayunamos churros y dobladillos, intentando retrasar al máximo el regreso al corredor de las consultas. En algún reloj cercano sonaron las diez. Mi madre dijo:

—Vamos. No sea que lleguemos tarde.

Desandamos el camino. En el corredor, el amontonamiento era quizá mayor que antes. Algunos, con mayor fortuna o previsión, esperaban sentados en sillas de plástico, dispuestas en grupos de cuatro. Otros, los más, se recostaban contra las paredes, con los ojos semicerrados y una expresión de intolerable cansancio. La doctora no vino hasta las diez y media.

Unos quince minutos más tarde, comenzó la visita. Con increíble lentitud, fueron desfilando los pacientes. Sobre las once, para matar el tiempo, para no llenar mi mente de imágenes tristes, decidí dedicarme a observar a las enfermeras.

Pasaban con prisa entre la gente, por el centro del pasillo, con sobres de color marrón en las manos o pequeños tubos llenos de sangre o inmersas en interminables conversaciones con otras colegas. Iban y venían de una sala a otra, atravesaban diligentes el corredor, cruzaban puertas que cerraban tras de sí, siempre atareadas, siempre apresuradas, como queriendo acelerar el paso del tiempo para acortar la distancia que las separaba de la hora del relevo. Con sorpresa al principio, y con aprensión más tarde, pude comprobar que ni una sola de ellas era bonita.

Con creciente desazón, confeccioné una lista. Pude contabilizar hasta veintitrés muchachas relativamente jóvenes. Me dije que era insólito que en un censo tan elevado no hubiese al menos dos o tres mujeres hermosas o, cuando menos, interesantes. Ese hecho anormal me instó a realizar una vigilancia exhaustiva. Deduje que algunas de ellas debían haber sido bellas en el pasado, pero ahora su rostro estaba marchito. Eso podría haber sido algo natural si estuviésemos hablando de mujeres de treinta y cinco o cuarenta años, pero la mayoría no pasaban de los treinta. Atribuí el aparente deterioro a la mortecina luz de los pasillos, al aire enrarecido, al contacto constante con enfermos…

Pero ninguno de tales razonamientos consiguió disipar o atenuar la inquietud que me atenazaba.

Se dice que todas las novias, por efecto del blanco de sus vestidos, son hermosas. En aquellas chicas, el blanco de sus batas despertaba sensaciones de mortaja. Se me ocurrió que parecían novias, sí, pero de las tinieblas… Sus rostros excesivamente blancos, sus ojos saltones que jamás miraban de frente, el gesto repentino e involuntario de separarse casi con brusquedad cuando a su paso rozaban a algún paciente, la ausencia de sonrisas… delataban algo más sutil, algo que me resultaba inexplicable y tormentoso.

Pude notar que en sus recorridos había un lugar común: Una puerta tras la que, en uno u otro momento, todas se habían refugiado durante unos instantes. Supuse que acaso fuese el vestuario o el baño, pero nada apoyaba esa presunción. Al filo de las doce y media, dejé mi cazadora en el regazo de mi madre, que dormitaba en una silla, y fingiendo buscar los retretes, me introduje por aquella puerta. Lo que vi tras ella no puedo contarlo, pues se ha borrado de mi mente. Sé, porque así me lo han dicho, que salí de la habitación gritando enloquecido, que derribé en mi loca carrera a dos o tres ancianos, que fui reducido por forzudos celadores cerca de los ascensores, que se me inyectó un calmante y se me trasladó a la novena planta, que es donde recluyen a los enfermos mentales.

Y aquí estoy ahora, con los pies atados a la cama, confuso y asustado, esperando que la enfermera (de rostro horrible) me traiga la sopa y me ponga la inyección del día. Me dicen que todo esto es por mi bien, que tengo un grave desequilibrio nervioso producido por un deficiente funcionamiento de mi aparato respiratorio; que es mejor que no reciba visitas. Me dicen que muy pronto estaré bien y podré marcharme, pero esta mañana, al mirarme en el espejo del baño, he visto frente a mí el rostro de otro hombre, de ojos saltones y expresión ausente; he visto un rostro pálido y envejecido que me contemplaba con cierta ironía y he cerrado los ojos al comprender que no había escapatoria.

© Copyright de Sergio Borao Llop para NGC 3660, Febrero 2019