Por Maielis González Fernández
Ismirriel, hijo de Yandel el Discontinuo, enésimo en su nombre, se levantó aquella mañana sin ánimo para cazar dragones. Había vuelto a soñar con esos artefactos y paisajes insólitos que lo asechaban hacía meses, cada vez que recostaba su cabeza en la almohada, pastizal o cualquier superficie blanda y se aprestaba a dormir; suceso que ocurría muy a menudo, pues el muchacho no desperdiciaba oportunidad para echar una cabezada.
En esta ocasión se hallaba al interior de una casa rodante construida con un material desconocido y pintada de unos colores inusuales. Iba medio apachurrado entre muchas otras personas, a las que aquella ilógica circunstancia no parecía extrañarles, puesto que no hablaban entre sí… ni siquiera se miraban. Algunas permanecían de pie como él y, para no caerse debido a los movimientos bruscos que a veces hacía el cachivache, se agarraban con fuerza de unos caños que le salían del techo y que parecían estar colocados allí precisamente con ese fin. Otros viajaban sentados, no en el suelo, sino en unas extrañas sillas pegadas al piso de la casa rodante, y colocadas de dos en dos. Todos tenían caras de mortal aburrimiento.
Sueño extraño este, pero no más que las historias que a Ismirriel se le ocurrían, inspiradas posiblemente por estas visiones que había venido experimentando desde el último eclipse solar.
No quería Ismirriel ir a cazar dragones, pero tampoco es que le apeteciera hacer otra cosa considerada normal entre los muchachos de su edad: ir a tirar piedras a las sirenas de la Laguna Sedienta, intentar atrapar los últimos gnomos de la estación que aún correteaban entre las hortalizas de los huertos vecinos, hacer cola para montar el unicornio de la feria… Ismirriel solo tenía ganas de dirigirse a su habitación secreta, desenrollar su pergamino y mojar la pluma en el tintero para continuar escribiendo desde donde lo había dejado la noche anterior.
Ismirriel el Inapetente, como también le llamaban en el pueblo en algunas ocasiones —no por rehusarse a probar bocado sino por el carácter flemático y la apariencia endeble y enfermiza que tenía— contaba ya trece inviernos, pareciera que todos fríos y brutales. Era tan esmirriado el muchacho que su madre siempre lo había sobreprotegido, tratando de evitarle excesivos esfuerzos físicos. Desesperada, la buena mujer solía preguntarse qué podía haber provocado el carácter retraído de su hijo y las extrañas costumbres que había adquirido desde que aprendiera, casi por su cuenta, a leer y escribir. Quizás, pensaba ella no sin cierto rencor, todo había sido culpa del padre, por haberlos abandonado o, en última instancia, por haber iniciado al muchacho en el pernicioso arte de la escritura.
Yandel el Discontinuo, le había enseñado lo esencial antes de dejar su puesto como ayudante del boticario y lanzarse a los caminos a perseguir su rezagado sueño de convertirse en bardo; sueño que le habría de costar la vida en una lapidación perpetrada por el auditorio de su primer espectáculo… pues eran bastante exigentes los públicos de aquellos parajes.
Ismirriel, testarudo como su progenitor, tampoco había cejado en su empeño de convertirse en «escribiente», una palabra que él mismo inventó para referirse al oficio al que se aplicaba cada día. Su mayor anhelo era que otros leyeran sus historias y las disfrutaran, aunque no fueran verdad. Cosa inaudita por aquellas tierras, que aborrecían las anécdotas mentirosas y las crónicas e historias que no daban sobradas muestras de ser verdaderas y verificables. Si la Historia fidedigna de la caza del dragón siamés por Isidoro el Inmodesto no tuviera para respaldarla el deforme cráneo doble de la antigua bestia, colgado de las paredes del palacio real, tal historia no gozaría de la popularidad que ostentaba; por solo referir un ejemplo notable.
Aun así, todo eso estaría bien si las historias de Ismirriel hubieran hablado sobre cosas corrientes… como princesas encantadoras, castillos embrujados o dragones, por más que las peripecias hubieran surgido de su intranquila imaginación; bien que en la capital existían multitud de bardos que cantaban a estos asuntos, poetas que escribían mil versos sobre ellos y compañías de teatro que los representaban. Pero no, el muchacho ya había llenado decenas de pergaminos con extraños relatos sobre un mundo imaginario en que gobernaba un tipo de magia diferente al del suyo. Blasfemia insoportable y peligrosa de llegar a oídos del Tribunal de Inquisidores.
Quizás porque lo sabía, no había compartido sus historias con nadie más que con Vianna, la hija del herrero y su mejor amiga, quien podía comprenderlo mejor que nadie porque tenía un sueño igual de irrealizable que el suyo, pues lo que más ansiaba en la vida era convertirse en una gran hechicera. Pero todos sabían que las mujeres no podían estudiar y mucho menos los sagrados manuscritos que enseñaban los arcanos de la magia. Aun así, su amigo no la desalentaba y, por el contrario, la invitaba a reflexionar que si ya existían mujeres-verdugos, mujeres-bufones e incluso mujeres-centauros muy poco faltaba para que las puertas de la alta hechicería se abrieran también para su género. ¿Y quién podría asegurar que no iba ser Vianna pionera en tales cuestiones? Mientras tanto, Ismirriel sí le aconsejaba lucir un poco más desgreñada, que con tantas flores y cintas en el pelo la verdad era que su amiga no daba mucho la idea de ser siquiera una aspirante a agorera. ¿O ella no había visto acaso cómo andaba ese tipo de gente? Con los bajos de las túnicas anchísimas todo el tiempo embarrados de fango, con los pelos y las barbas creciendo en todas direcciones. Vianna, no obstante, se había negado a dejar de lado los afeites, que una cosa nada tenía que ver con la otra.
Tarde tras tarde los dos amigos se reunían al pie del viejo molino para hablar de cómo serían sus vidas cuando cumplieran sus respectivos sueños. E Ismirriel veía con admiración cómo su amiga comenzaba a dominar el arte de la lectura de las entrañas de animales, mientras los gorriones degollados y los sapos abiertos de un tajo se multiplicaban a su alrededor. «Veo un fulgor, una luz celestial que nos cubre a los dos, Ismirriel», le dijo su amiga en una ocasión, entrando en una especie de trance. «Seguro significa que pronto vamos a triunfar», le respondió Ismirriel.
Vianna le había dicho en una ocasión que le hubiese encantado leer los pergaminos que escribía su amigo tal y como leía las entrañas de los gorriones. Así que Ismirriel se dio a la tarea de instruirla en esta habilidad, aunque las leyes del Reino lo prohibían tajantemente para las mujeres. Pero, a fin de cuentas el Reino tenía muchas reglas que todo el tiempo eran violadas. No existía acaso un edicto que prohibía cazar dragones fuera de temporada y la gente se la pasaba matando a los infelices bichos solo por diversión, ni siquiera lo hacían para comerse su carne callosa; verdadera proeza, por otra parte, solo aconsejada a los enfermos de tisis o de ictericia.
Pero aquella mañana en que se levantó, como ya era costumbre, sin ánimo para cazar dragones —a pesar de estar abierta la temporada—, Ismirriel no le iba a dar ninguna lección de lectura a Vianna. Aquel día el muchacho se echaría a los caminos, como su padre, y llegaría a la capital para enseñarle sus manuscritos al Concilio de Sabios. Ellos le aconsejarían qué hacer con ese extraño don de inventar historias imposibles; determinarían si aquello que escribía Ismirriel tenía alguna utilidad y, de no ser así, entonces le tendrían que explicar por qué los dioses ponían esas barrabasadas en su cabeza. Vianna había prometido acompañarlo, con la esperanza de poder encaminarse también hacia el logro de su sueño. Al mediodía habían acordado encontrarse en el lugar de siempre.
Luego de aprovisionarse para el largo viaje y recoger parte de los pergaminos que había escrito —el resto los guardaba Vianna para practicar su lectura— Ismirriel se dirigió al viejo molino. Por el camino se detuvo a observar las rancias casuchas de su comarca y las comparó, como no podía evitar hacer desde hacía algún tiempo, con esos extraños castillos que veía en sus sueños, que parecían hechos con el acero de las espadas y el cristal de las copas más finas. En el pie del molino no lo esperaba nadie, así que Ismirriel se recostó un momento mientras llegaba su amiga. Se entretuvo mirando cómo en lontananza la gente de la comarca se aplicaba a la recogida mensual de mandrágoras, como primer exportador en todo el Reino que eran de aquel preciado producto. Aquel año sobre cumplirían el plan.
No pasó mucho tiempo antes de que Ismirriel comenzara a pegar cabezazos hasta quedarse dormido y, como era de esperar, comenzó a tener otro de sus insólitos sueños. Vio una extraña caja en la que estaban encerradas personas muy pequeñas, pero no se trataba de enanos o duendes, sino de gente común y corriente, solo que a una escala mucho menor que la normal. Estas personas estaban totalmente desnudas, se movían rítmicamente ostentando sus desproporcionados genitales, mientras sudaban y gemían con exageración… ¡Estaban fornicando, sin dudas! Sin embargo, lo más perturbador era que frente a la extraña caja estaba sentado un muchacho de tamaño normal que, mirando fijamente a estas personitas, se zangoloteaba el cetro —de proporciones estándares, dígase de paso— … y sudaba y gemía por su cuenta. Ismirriel sintió su propio cetro aumentar de tamaño y no supo si esto fue lo que lo despertó o la voz autoritaria que resonó en sus oídos.
Al abrir los ojos, sobresaltado, ante sí estaban unos señores con capuchas que sostenían a su amiga Vianna con los brazos atados. Por sus togas inconfundibles, Ismirriel supo que eran del Tribunal de Inquisidores. Vianna gimoteó con atropello que habían descubierto que ella estaba practicando ilegalmente la hechicería y que, aunque había tratado de defenderse asegurando que lo hacía sin fines de lucro, no dio ningún resultado frente a los inflexibles miembros de la organización que regulaba cómo, cuándo y dónde debían acontecer las cosas del Reino. Desafortunadamente, en el momento en que registraban la casa de la muchacha habían encontrado los pergaminos con los escritos de Ismirriel.
El «escribiente» intentó comenzar una explicación, pero realmente no sabía qué iba a decir. Ni él mismo entendía por qué sentía tanta necesidad de poner en los pergaminos cosas como aquellas. Pero los señores del Tribunal de Inquisidores no eran famosos precisamente por detenerse a escuchar explicaciones. Ellos habían visto con sus propios ojos el tipo de historias abominables que daba a luz la pluma del muchacho. Así que, diligentes, se dispusieron a preparar allí mismo una pira para ejecutar la sentencia estipulada en casos como este: la quema en la hoguera.
Vianna, la hechicera ilícita, e Ismirriel, el «escribiente», fueron ejecutados esa misma tarde ante la mirada atónita de los pobladores de la comarca, quienes al preguntar la causa de la condena a muerte de aquellos jovenzuelos —que aunque eran un poco raros se les sabía inofensivos— los ejecutores no supieron muy bien qué responder… al menos en el caso de Ismirriel. Con Vianna estaba más claro: era mujer, delito suficiente. Pero el otro había escrito unos pergaminos demoniacos que hablaban de un mundo terrible. Y todos conocían el poder invocatorio de la letra escrita. A pesar de que el crimen de Ismirriel no figuraba en los archivos, los funcionarios del Tribunal, siempre eficientes y respetuosos de las reglas, no dudaron en condenarlo y, para que así constara en acta, al legajo que describía su caso le borronearon un membrete en que se leía: «mal empleo de la imaginación razonada».
Con eso sería suficiente para dar el ejemplo y evitar que en el futuro a alguien se le ocurriera volver a escribir historias que no fueran sobre princesas, caballeros y dragones escupefuego, pues lo más importante era mantener alejados a los fieles habitantes del Reino de la perniciosa fantasía.
© Copyright de Maielis González Fernández para NGC 3660, Enero 2018
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