La muchacha consultó su reloj de pulsera mientras avanzaba a paso rápido por la ascendente calleja. Por debajo de la esfera reluciente, el tosco empedrado parecía retardar su marcha. Sin embargo, aún disponía de algunos minutos para llegar al lugar al que se dirigía, por lo que su naciente intranquilidad le resultó de todo punto improcedente, lo cual no contribuyó a calmarla. En cambio, sentía crecer con lentitud la desazón en su interior, como nacida de su fina intuición o de algún lejano sueño que viniera ahora a hacerse presente.
Pero la carta que descansaba en el bolsillo posterior de sus vaqueros no era fruto de un sueño. Muy al contrario, se trataba de una carta oficial mediante la cual se le había citado en el Instituto a las cinco de la tarde para tomar parte en una reunión en la que habían de tratarse temas de su interés. En la carta no se mencionaba expresamente el contenido de la reunión, ni se adjuntaba fotocopia del orden del día. Solo se exigía su presencia en el lugar indicado, a la hora señalada. En el tono de la misiva se adivinaba una sorda amenaza en caso de no acudir al Centro.
Solo en ese momento, la muchacha se preguntó qué le había hecho suponer que se trataba de una carta oficial. Bruscamente, se detuvo en medio de la calle y extrajo el documento del bolsillo, no sin cierto nerviosismo. El sobre era de lo más común. Su superficie blanca, sin anagrama ni identificación alguna, lo delataba como un artículo corriente, que cualquiera podría adquirir en una tienda. El nombre y la dirección de la destinataria estaban escritos a mano, con torpes mayúsculas. Tampoco el folio en el que había sido redactado el escueto mensaje tenía ningún membrete. Apenas unas indecisas líneas manuscritas en un papel de bajísima calidad, según podía apreciarse al tacto.
¿Qué fue, entonces, lo que la había inducido a sospechar que se tratase de una carta oficial? Sin duda, no el lenguaje empleado, bastante vulgar y hasta diríase que algo confuso, como el de un niño o el de cualquier persona poco habituada a escribir e incluso a hablar con fluidez. Quizá fuese la gravedad que se vislumbraba en aquellos pocos renglones que se iban torciendo cada vez más, pensó.
Ahora, allí parada entre las grises paredes, casi se sentía ridícula por haber tomado en serio aquel papel un poco amarillento. En otras circunstancias, lo hubiese arrojado sin dudarlo a la papelera del olvido, intuyendo alguna estúpida broma, y no hubiese vuelto a acordarse de ella, pero ahora, precisamente ahora…
Sin embargo, ya era demasiado tarde para retroceder y, a pesar de que lo más sensato hubiera sido dar media vuelta y regresar a su casa, algo en su interior se rebelaba con fuerza ante todo tipo de razonamientos y la empujaba a continuar su camino, a acudir a aquella extraña cita. De nuevo miró hacia atrás, indecisa. Luego, sintiendo los acelerados latidos de su corazón y un inusual ardor en las sienes, reanudó su camino hasta terminar de ascender la angosta calle que lo llevaba, ineludiblemente, frente a aquel edificio de aspecto casi ruinoso, con los muros desconchados y llenos de una rancia suciedad de atardeceres invernales; frente a aquella reliquia de tiempos olvidados que permanecía allí, sin que nadie pudiese discernir el motivo, mucho tiempo después de que se hubiese ordenado su demolición.
Impresionada, como la mayoría de las personas que pasaban cerca del antiquísimo edificio, atravesó el ancho portón que daba acceso a los jardines; verdes jardines, antaño repletos de frondosos árboles y césped siempre fresco, como recién plantado; jardines ahora secos, sin hierba, sin pájaros, con unos pocos árboles deshojados, vencidos; jardines de tierra y piedras; jardines de silencio apenas turbado por los motores de algunos automóviles que los utilizaban como aparcamiento.
Cincuenta metros más adelante, junto a la puerta de goznes oxidados por la que años atrás entraran a diario cientos de alumnos hacia sus respectivas aulas, un hombre no muy alto, no muy gordo, de aspecto vagamente desagradable, altivo, de rostro feo y adusto, la detuvo con una pregunta que era, a la vez, una férrea, aunque pacífica, prohibición:
—¿Dónde va, señorita?
—Vengo a una reunión… —comenzó ella llevando su mano al bolsillo del vaquero. Mas el hombre, con un gesto seco, interrumpió la frase:
—Sin duda, se ha equivocado de sitio. Hace ya mucho que dejaron de utilizar el Instituto para reuniones y asambleas —en su voz se adivinaba un deje de nostalgia—. Ahora es un lugar desierto, inaccesible. Solo unos pocos vienen, de vez en cuando, a aparcar sus autos. Yo soy el Vigilante. —al pronunciar estas palabras, se envaró, simulando un orgullo que probablemente no sentía.
—Pero en esta carta —insistió la muchacha agitando el arrugado sobre ante los ojos del Vigilante—, dice con claridad que la reunión tendrá lugar en el Instituto.
—Pues entonces será en el Nuevo Instituto —aseguró con gravedad el hombre—. Desde que construyeron ese esperpento de metal y plástico, las cosas no han vuelto a ser como fueron. Ahora debe marcharse. Ya me ha hecho perder demasiado tiempo.
En efecto, el hombre parecía haber envejecido mucho en los pocos minutos que llevaban hablando. «Que impertinente» pensó la muchacha mientras se alejaba con paso firme y el rostro ardiendo de indignación. Sin embargo, un leve sentimiento de ternura hacia el viejo comenzó a invadirla, haciendo desaparecer su enfado en pocos segundos. Como tratando de verificar algún detalle que hubiese provocado su actual estado de ánimo, giró la cabeza y contempló al hombrecillo, que la miraba desde su inasible lejanía. En verdad parecía ahora más delgado y pequeño, incluso sus ropas se veían más viejas y su rostro ya no resultaba («quizá por la distancia» pensó) desagradable, ni siquiera feo. Tampoco quedaba en él ningún rastro de altivez. Acaso únicamente una infinita tristeza apenas velada por el gesto con el que agitaba la mano despidiéndose de ella, pero a pesar de todo, una tristeza carente de la menor importancia, algo aceptado de antemano, como una rutina inamovible. La muchacha apreció en ese momento la presencia de una gorra sobre la cabeza del Vigilante. Una gorra negra y flácida con la visera doblada hacia abajo, permitiendo así el tránsito clandestino de algunas motas de polvo en su lenta caída hacia la tierra.
«Llegaré tarde» pensó, reanudando su andar decidido sobre el empedrado de la vieja calle. Ahora el camino era descendente, por lo que hubiera debido desplazarse a mayor velocidad. «A pesar de todo» se repetía una y otra vez «llegaré demasiado tarde. Por una estúpida equivocación, no voy a llegar». Pero por más que aceleraba el paso, no conseguía llegar al final de la larguísima calle. A izquierda y derecha, los oscuros portales parecían sucederse unos a otros con una lentitud exasperante. Se introdujo por otras calles, tratando de hallar un atajo que, en el peor de los casos, le permitiera llegar al Nuevo Instituto antes de que acabase la reunión, a pesar de que no había, en su opinión, demasiadas posibilidades de que le permitiesen el acceso una vez que hubiese comenzado el acto.
Sumida en las profundidades de la preocupación que la atenazaba, se dejó llevar por sus angustiados pasos. De pronto, en el ínfimo espacio de un instante, en el lapso indefinible de un breve pestañeo, se dio cuenta, con creciente horror, de que se había extraviado, y supo que jamás llegaría a su destino. Pero al mismo tiempo, se percató de que la reunión ya no le importaba en absoluto, de que en realidad nunca le había importado, de que no había sido sino un arduo pretexto para escapar a la rutina y adentrarse en la quietud de aquellas viejas calles tan lejanas a la cotidianidad que rodeaba todas las horas de su vida actual.
Sin embargo, la aterrorizaba pensar que había llegado a perderse entre unas calles que conocía a la perfección, ya que las había recorrido de forma incansable en sus años de estudiante, en los ahora lejanos años de despreocupada felicidad. No había una sola que no guardase algún recuerdo, pero ahora desembocaban unas en otras formando un intrincado e imposible laberinto del que no le era posible salir. Por más que miraba a todos lados en busca de algún pequeño detalle que le resultase familiar, que pudiese orientarla, todo había cambiado, haciéndose irreconocible a sus ojos, que empezaban a humedecerse. Pudo oír su propia voz musitando: «Me he perdido. Ya no llegaré jamás. No debí salir de casa. No debí abandonar la comodidad de una tarde más frente a las monótonas imágenes de la televisión. ¡Si hasta las calles, mis viejas compañeras, se vuelven contra mí y me acorralan! Las conozco como a la palma de mi mano. ¿Por qué, entonces, no soy capaz de hallar lo que busco? ¿Por qué me niegan la salida? ¿Qué voy a hacer ahora? Estoy cansada».
Todavía lo intentó durante un buen rato, desanimándose más y más a cada paso. Comenzaron a surgir las dudas comunes. Se sintió desorientada, incapaz de distinguir una calle de otra, un portal de otro, una esquina entre todas las esquinas, como en una obsesiva pesadilla sin puertas ni lámparas. Vagamente, pudo notar que la carta ya no se hallaba en su bolsillo, con lo que se disipó su última esperanza. No lamentó tal pérdida. Incluso llegó a preguntarse si esa carta había existido en realidad. Urgida por el cansancio, se dejó caer sobre el escalón frontal de una de las múltiples puertas que parecían vigilarla, rodearla, acosarla, atemorizándola. Repentinamente, pero a la vez con una imperturbable lentitud, la puerta, que en otro tiempo estuvo pintada de gris, se abrió dando paso a una anciana de altura desmesurada, exageradamente fea, vestida de negro riguroso que contrastaba con el blanco intenso de sus cabellos desaliñados. Sus manos largas, huesudas, se veían adornadas por un único anillo carente de brillo, igual que sus ojos, casi ciegos.
—Levántese de inmediato —le recriminó la vieja—. Esto no es un banco público. No puede sentarse ahí. ¿No le da vergüenza? ¿O es que no le gusta caminar? Cuando yo era joven, caminaba horas enteras y aún lo haría si no me fuera imposible. Pero usted es casi una adolescente, y parece bastante sana. ¿Qué la detiene, entonces? ¿Qué la desanima? Vamos, levántese y camine. Camine. Eso es lo que debe hacer, en lugar de quedarse ahí recostada como una holgazana. ¡Levántese! Esta es mi casa ¡Levántese y váyase de aquí! ¡Fuera! —mientras hablaba, la anciana trataba de levantar con sus manos arrugadas a la muchacha intrusa, pero el esfuerzo era excesivo para sus débiles miembros y acabó por darle de puntapiés con sus gastados zapatos. Demasiado cansada para oponer resistencia, la joven logró ponerse en pie, con la vieja casi a caballo sobre su espalda y sin dejar de chillar y golpearle. Tras una corta lucha, consiguió quitársela de encima y se alejó unos pasos. Luego se volvió hacia ella y, viéndola inmóvil en el umbral, como un fiero guardián insobornable, le gritó con desprecio:
—Está bien. Ya me voy. Pero no porque usted me haya echado, sino para no tener que soportar ni un minuto más su fealdad. ¡Si casi da miedo mirarla! —tratando de ser insultante, para liberarse del agudo sentimiento de humillación que comenzaba a experimentar, la muchacha cerró los ojos y se los tapó con ambas manos, como espantada por la visión de aquella vieja, como si, en efecto, su visión le causase el más hondo pavor —¿Siempre ha sido tan fea?
—¿Fea?… Sí, soy fea. Ahora lo soy, pero antes… —la vieja agitaba un dedo en dirección a la muchacha mientras seguía hablando de una forma que no resultaba fácil de entender, como si le faltasen algunos dientes—. Hace mucho tiempo yo también era joven y hermosa. ¡Tanto como tú!… Pero qué digo. ¡Yo era mucho más bella! ¡Y tan joven! Mis cabellos eran largos, negros y sedosos; mis ojos ardían y mis manos acariciaban con pasión. Los hombres me besaban con ansia, todos me miraban codiciosamente, me deseaban. ¿Sabes? —el tono de su voz, que por un momento se había dulcificado un tanto, volvió a ser tan áspero como un minuto antes—. Pero ¡basta! Mi voz es ahora espantosa. Mi pelo se estropeó, se arrugó mi cuerpo. ¿Por qué viene a martirizarme con esos recuerdos? ¡Váyase! ¡Fuera! ¡Fuera de aquí!
La muchacha se alejó corriendo, intimidada por la repentina explosión de cólera de la anciana, que había empezado a gesticular de forma grotesca. Cuando por fin dejó de oír su voz cascada, se detuvo, apoyándose en una esquina, tratando de serenar su espíritu. Un creciente desconsuelo se iba apoderando de ella. Un chiquillo se acercaba por la acera, pero al percatarse de la presencia de la joven apoyada en la pared, se echó a reír y se alejó corriendo y canturreando una conocida melodía. En la voz que se perdía, ella creyó identificar la palabra «cuidado». Cuando fue capaz de reaccionar, el chico había desaparecido por alguna callejuela lateral. En vano trató de alcanzarlo. En vano lo llamó a gritos, suplicante. Hubiera deseado interrogarlo, preguntarle el motivo de su canción, averiguar por qué debía tener cuidado, rogarle que la ayudase a llegar al Nuevo Instituto o a cualquier parte, lejos de esas calles… Mas no había el menor rastro de él. Un rato después, fatigada por la estéril búsqueda, presa de una mayor desesperación, la muchacha se hallaba de nuevo en la misma esquina, en idéntica posición. Y empezaba a anochecer.
Algunas farolas habían empezado a lucir un rato antes. Las demás se iban encendiendo con lentitud, una tras otra, como si un invisible funcionario las fuese prendiendo conforme a un ritual establecido. No obstante, la luz que ofrecían era escasa, y había tanta distancia entre ellas que algunas zonas quedaban en una nebulosa semioscuridad, cuando no en tinieblas. De uno de estos espacios en penumbra surgió de pronto una voz masculina:
—Te has perdido. ¿Verdad? Debes estar muy cansada. Ven. Yo te ayudaré.
—¿Quién está ahí? No le veo —gritó ella, asustada. La farola más cercana pareció brillar un poco más y apareció en su halo la silueta de un hombre alto, con sombrero y un gabán de color claro, largo hasta los tobillos, al estilo de las viejas películas en blanco y negro. La muchacha imaginó que el tipo llevaba allí un buen rato contemplándola, acaso divirtiéndose a su costa, disfrutando con su impotencia. Por un instante, pensó en huir, pero el cansancio se impuso al temor y no se movió ni un centímetro.
—¿Qué importa quién soy? Un nombre, quizá un número. ¿Qué más da? ¿A quién puede preocuparle? Solo estoy aquí para ayudarte. Pero ¿qué es lo que temes? Vamos, acércate. No debes tenerme miedo.
—¡No se acerque! ¡Váyase! ¡Déjeme en paz o gritaré! No le conozco. Si apenas puedo ver su rostro —en efecto, el hombre llevaba unas enormes gafas negras que, además de los ojos, le tapaban casi toda la frente, así como los pómulos. La parte inferior de su cara quedaba igualmente oculta tras una espesa barba rojiza que, dependiendo de los efectos luminosos, se veía del todo negra o adoptaba diversas tonalidades. Otras veces parecía crecer y tornarse blanca como la de un anciano centenario—. ¿Por qué se esconde ahí, entre las sombras? ¿Qué es lo que quiere de mí? No tengo nada, nada. ¡Déjeme! ¡Váyase!
—Está bien, como prefieras —el hombre, con calma, dio un par de pasos hacia atrás, volviendo a sumirse en la oscuridad y dejando la calleja en el más absoluto silencio. Ella, al sentirse de nuevo sola, y perdida además en un espacio desconocido, se acercó con cautela, temblando, a aquella sombra. Las lágrimas ya brillaban en sus ojos, prestas a deslizarse sin remedio por sus mejillas encendidas.
—No, por favor. No se vaya. Solo un momento. Estoy muy nerviosa. ¿De verdad va a ayudarme a salir de aquí? Pero… ¿por qué no me responde? No puede irse ahora. No me abandone… Por favor…
—Puedo —el hombre reapareció en la zona iluminada—, y debería hacerlo. Me has rechazado una vez. Según las normas, debería abandonarte a tu suerte, dejarte sola en medio de las calles. Pero las normas, a veces, son algo injustas. Imagino lo que debes estar pasando —tras una breve pausa, el hombre siguió hablando—. El miedo no es el mejor consejero y nos vuelve irritables, desconfiados, pero has de tener fe en mí. Quiero ayudarte.
—¿Podrá sacarme de aquí? No sé qué está pasando. Me he perdido. En poco rato he llegado a odiar estas calles en las que tan buenos momentos pasé cuando era más joven. —La muchacha se había acercado, todavía con algo de desconfianza, al hombre, que visto de cerca resultaba, en verdad, muy alto. Tanto, que daba la impresión de que no le iba a ser posible oír sus palabras de niña atemorizada desde tan elevada estatura y eso la obligaba a gritar, cuando le hubiese gustado poder susurrar, tal era su cansancio—. ¿Puede llevarme al Nuevo Instituto? O mejor, a mi casa. Ya es muy tarde y la reunión a la que tenía que asistir debe haber terminado hace rato.
Hubo un incómodo silencio. Desde detrás de las inescrutables gafas, él parecía estar sopesando sus siguientes palabras.
—Es mi deber ayudarte y eso es lo que voy a hacer. Sin embargo, debo advertirte que no conozco ningún modo de salir de las calles.
—¿Cómo va a ayudarme, entonces? —se burló ella—. Quizá sea mejor que me deje tranquila. Tal vez encuentre yo misma la salida en cuanto haya descansado un poco.
—Pero ¿todavía no te has dado cuenta? Ya no habrá descanso para ti. Ni una sola de esas puertas se abrirá ante tu llamada. Seguro que no has olvidado lo que ha ocurrido hace un rato, cuando intentaste sentarte delante de una de ellas. No creas que esa vieja es la única que reacciona así. Nadie permite que un extraño (y aquí todos lo somos) se acerque demasiado. ¿Cómo piensas descansar? ¿Tumbada, acaso, sobre la calzada, arriesgándote a ser arrollada por un automóvil o pisoteada e insultada por los Merodeadores nocturnos, cuyas burlas solo son comparables al desprecio de las prostitutas ambulantes? ¿O es que acaso piensas quedarte ahí apoyada durante el resto de tu vida, en esa esquina donde el viento de la noche es tan frío y cortante como la misma muerte?
—Pues sí, me quedaré aquí —repitió ella, obstinada, tratando a la vez de simular un dominio de la situación que se le había escapado mucho tiempo atrás—. Me quedaré aquí parada a ver si uno de esos Merodeadores de los que usted habla me toma por una prostituta. Así, por lo menos, podré descansar en una cama suave y blandita —dos pequeñas lágrimas gemelas resbalaron por sus mejillas dejando un rastro húmedo. Con rebeldía adolescente, las limpió con el dorso de la mano, intentando demostrar con ese gesto que era más fuerte que la inquietante situación en la que se había visto envuelta.
Él se acercó, tratando de rodearla con su brazo, pero ella dio un paso atrás y le miró desafiante.
—No te amargues, por favor, déjame ayudarte. Te lo suplico.
Silencio. Leves convulsiones.
—Sé que son tu miedo y tu rabia quienes hablan. No te dejes vencer por ellos. Debes ser fuerte. Piensa que, aunque en verdad estuvieses dispuesta a abandonarte en los brazos del primero que llegue (y ambos sabemos que no es así) no te serviría de nada. Aquí, nadie (y un Merodeador menos que nadie) suele equivocarse, sería casi imposible que te tomasen por una de ellas. Pero aun contando con esa remota posibilidad, rara vez se aborda en medio de la noche a una mujer desconocida, y aun cuando esto pudiera llegar a suceder, es extremadamente difícil conseguir una habitación para retozar, pues todas las puertas están cerradas para los Caminantes. He oído, sin embargo, viejas historias que hablan de lugares en los que se permite la entrada a quienes buscan desahogar el ansia de sus cuerpos, pero incluso en estos casos que, como digo, solo conozco de oídas, los amantes son obligados a retozar ante la atenta mirada de los Habitantes, ocultos tras un biombo provisto de mirillas. También se dice que profieren soeces palabras, que parecen surgidas de los muros, y agrios insultos, tan obscenos que a menudo impiden que los amantes puedan gozar plenamente del encuentro. Después, apenas concluido el acto, cuando aún los cuerpos se sacuden y se buscan para un nuevo acoplamiento o ten solo para disfrutar la dulzura de un cálido beso enamorado, son empujados de nuevo al frío y a la incomodidad de las calles, que entonces parecen aún más terribles, más inhóspitas tras la breve tregua del placer.
Una tras otra, las lágrimas, finalmente liberadas en incontenible torrente, surcaban el dulce rostro de la muchacha, cayendo luego sobre la blancura de la blusa, donde dejaban marcado un pequeño círculo de humedad salina.
—¿Y si trato de detener un automóvil? —preguntó ya sin esperanza—. Quizá haya alguien que tenga un poco de lástima y se ofrezca a llevarme fuera de este barrio. Después podría tomar un autobús hasta mi casa.
—Habrás podido comprobar que no son muchos los automóviles que pasan por estas calles, y aun estos llevan las ventanillas y puertas cerradas y aseguradas (sin duda, por miedo a los Merodeadores). Si en verdad lo deseas, puedes intentarlo, pero lo más probable es que mueras atropellada. Supongamos, no obstante, que alguien se detiene y accede a hablarte, ¿crees que habrías conseguido algo? Ni por un momento pienses que es fácil que se te ofrezca la oportunidad de subir a un automóvil, a no ser que estés dispuesta a hacer cuanto se te pida (y en ese caso, no sería mucho mejor que haber caído en manos de los Merodeadores). Si a pesar de todo consiguieras tu propósito, ¿qué habrías ganado? ¿Acaso crees que la suerte de quienes circulan en flamantes automóviles tiene algo de envidiable? A decir verdad, es incluso peor que caminar. Aunque el velocímetro indique la máxima velocidad y el pie ya no pueda ejercer más presión sobre el acelerador, las puertas se ven pasar a los costados con infinita lentitud. En algunas ocasiones transcurren varios días hasta que se llega al final de una calle, y esta conduce, irremisiblemente, a otra todavía más larga y angustiosa. Un conductor experto, sin embargo, podría llegar al final…
—¿Quiere decir, entonces, que se puede salir de aquí en automóvil? —en los ojos suplicantes de la muchacha brilló por un instante una lucecita esperanzada—. ¿Existe, a pesar de todo, esa posibilidad?
—Yo no he dicho tal cosa. Siento que lo hayas entendido de ese modo. Al referirme al final, estoy hablando del aparcamiento que hay en el Viejo Instituto, donde el Vigilante custodia los autos por unas pocas monedas, mas no permite que nadie se quede en el recinto una vez que ha aparcado su coche y así, los conductores son expulsados y en pocos minutos se convierten en Caminantes y deambulan por el barrio desorientados y resignados.
—¿Insinúa entonces que estoy condenada a quedarme vagando toda la noche por las calles?
El hombre nada dice. Simplemente la mira, quizá la compadece. Camina algunos pasos. Ella piensa en las calles, estrechas y tortuosas, con olor a humedad y podredumbre, calles viejas en que la luz del sol es apenas la sombra de un recuerdo.
—No solo esta noche —dice él, muy quedo.
—¿Qué…?
—Todas las noches, y todos los días. Ahora eres Caminante.
—¿Quiere decir que he de permanecer aquí recluida eternamente, entre estas calles tristes que no me reconocen, rodeada de gentes a las que no puedo pedir ayuda y que muy bien podrían dañarme o aprovecharse de mí, sin poder descansar ni un minuto y sin el mísero consuelo de un diván donde poder suspirar mi amargura? ¿No sería preferible, en ese caso, la muerte? —la muchacha había dejado de llorar y se iba excitando poco a poco hasta terminar su frase en tono agresivo. Cogió al hombre por las solapas del gabán y lo zarandeó, sin dejar de gritar—. Dime, hombre sin rostro y sin nombre. Tú, que pareces saber todo aquello que ignoro, dime: ¿Por qué estás aquí todavía? ¿Por qué no poner fin de una vez por todas a tanto sufrimiento? Si no existe la menor esperanza ¿Por qué soportar el frío, el cansancio, la desesperación, la soledad? ¿Para qué seguir luchando? Dime, ¿para qué?
—No he negado que exista esa esperanza. Mis palabras tampoco afirman que sea imposible escapar al frío. La esperanza existe y es nuestra guía, nuestro móvil, nuestra razón de ser. El hecho de que no se sepa de nadie que haya encontrado la salida, no quiere decir que no la haya. Es de todo punto imposible averiguar si alguien ha escapado del laberinto, por lo mismo que no puede negarse: Por la ausencia de reglas fijas. Es igualmente fácil encontrarse con una misma persona todos los días, que no volver a verla nunca más, aunque se halle a pocos metros de distancia. Yo llevo mucho tiempo aquí. No podrías imaginar cuánto. Todos los que he conocido me han repetido, con ligeras variaciones, lo mismo: No es difícil llegar a la conclusión de que, al igual que hay una forma de entrar, de perderse entre las calles, debe existir, cuando menos, una forma de salir. Desde que yo llegué, he visto extraviarse a muchos. Al principio, igual que tú, todos se han refugiado, todos nos hemos refugiado, en la incredulidad, para caer más tarde en la desesperación, en el terror. A todos nos ha asaltado repetidamente la idea del suicidio, acompañada a menudo de otras mil cosas horribles que hacen desbordarse los ojos. Sí, pequeña, todos hemos derramado amargas lágrimas, todos hemos sido, en algún momento, el mismo espíritu doliente que ahora habita tu alma —El hombre le ofreció su pañuelo sin que ella acertase a ver de dónde lo había sacado. Por un instante, tuvo la impresión de que siempre había estado allí, en la mano que se le tendía como un puente hacia la serenidad. Pero su mente trabajaba a toda velocidad y no podía demorarse en tales detalles. Todo era demasiado increíble y a la vez terriblemente real. Debía haber algún modo…
—Pronto te acostumbrarás —siguió diciendo él—. Deja que sea tu guía. Es mucho lo que puedo enseñarte. Y además… he sido designado para hacerlo.
—¿Designado? ¿Por quién? ¿Qué nuevo misterio…?
—En realidad no se trata de una designación en su sentido más estricto. Verás, funciona así: Hace unos días soñé, o mejor dicho, presentí tu llegada. Una fuerza desconocida, que actúa desde el interior, me ha mantenido inmovilizado justamente ahí donde me has encontrado. Estaba esperándote. No te conozco, jamás antes te había visto, y sin embargo, es como si supiera de ti todo cuanto puede saberse. Esa fuerza que me ha obligado a permanecer ahí parado durante días nos mueve a todos de idéntica manera. (Exceptuando acaso a los Merodeadores) Es por eso que, al sentir sus efectos, decimos que hemos sido designados, como si ese mandato irresistible proviniese de una entidad superior que organizase nuestra existencia, disponiendo a su capricho los destinos de cada uno y también del conjunto de los Caminantes.
—Dices que soñaste mi llegada. Es posible dormir, después de todo.
—Solo en cierto modo. Al principio resulta bastante duro, pero después de un tiempo de aclimatación, nos acostumbramos a lo que aquí llamamos letargo. Viene a ser un estado semejante al sueño que nos permite descansar sin perder la verticalidad. De cualquier otro modo sería imposible. Las aceras son demasiado estrechas como para permitir la cabida de un cuerpo acostado, y en la calzada existe el riesgo de sufrir un accidente, como te expliqué antes. Por otra parte, ya has podido comprobar la hostilidad de los Habitantes hacia quienes tratan de hallar el ansiado descanso en los escalones de acceso a sus hogares. No es mejor la suerte de aquellos que, con gran esfuerzo, consiguen encaramarse al alféizar de alguna ventana buscando allí su acomodo. No solo es casi imposible mantener el equilibrio aun sentándose de costado, sino que los Habitantes, que parecen estar de guardia constantemente, les expulsan de allí apenas han conseguido estabilizar su posición.
—Los Habitantes… —ella parecía pensativa.
—Ellos no descansan. Viven en permanente alerta, como si sus vidas dependiesen de la defensa de sus viviendas, por deterioradas que estén. Apenas alguien esboza el tímido pensamiento de sentarse ante una puerta, cuando ya uno de ellos está preparado al otro lado para salir y evitar, usando la violencia si es necesario, que el Caminante pueda siquiera recostarse un minuto. Para ellos somos intrusos a los que hay que mantener lo bastante alejados para que nuestra presencia no pueda poner en peligro su condición de Habitantes.
—Pero son viejos y débiles. Tal vez estén enfermos. ¿No podríamos acaso entrar en cualquiera de esas casas y ocuparla por la fuerza?
—No —respondió él sombríamente—. Eso es imposible (ni siquiera los Merodeadores se han atrevido a intentarlo jamás). Por si el mero hecho de quedar condenados al encierro permanente en el interior no bastase a disuadirnos de tal idea, hay otras dificultades insalvables. Sabemos que en cada casa habitan varias personas. La que se encuentra más cerca de la entrada, y por ende, la que trata de expulsar a los intrusos, es la de mayor belleza. ¿Te sorprendes? Esa abominable anciana que has conocido tiene fama de ser una de las más hermosas entre todas las Habitantes. A pesar de ello, no es necesario que te recuerde el asco que su visión ha llegado a inspirarte. Yo mismo, en una ocasión en la que, despreciando la náusea, traté de penetrar en el interior de una vivienda, logré ver al segundo Habitante y la impresión estuvo a punto de lanzarme en brazos de la más exasperante locura. Tardé varios días en reponerme del horror que me inspiró aquel ser tan espantoso, aquel engendro de los demonios. Se dice que hubo un Caminante que, pleno de valor, se introdujo en una casa con los ojos cerrados, llegando al exacto Centro, donde se encuentra, según los rumores más extendidos, el Último Guardián, aquel que de ser vencido puede albergar en su casa a quien logre derrotarle y a cuantos este desee llevar consigo. Al pobre hombre lo sacaron inmóvil, blancos los cabellos, abiertos los ojos de par en par. Ahora está en el Instituto, frente a una de las puertas laterales, como una estatua. Sentado para siempre en extraña postura. No está ciego pero no ve, no está muerto y sin embargo no vive. Es un vegetal absoluto. La muerte, quizá, hubiese sido un descanso para su alma atormentada por la vida en las calles. Ahora sufre el peor de los castigos, el más aterrador de los infiernos.
El hombre guardó silencio durante algunos minutos, como sopesando el exacto sentido de sus propias palabras. La muchacha, que comenzaba a aceptar su destino con una resignación nacida del sueño que comenzaba a apoderarse de ella, recordó entre brumas lo sucedido con el muchacho que se alejó corriendo y le habló de ello a su eventual acompañante. Este, algo sorprendido, contestó:
—No sé a qué muchacho te refieres. Al único que vi pasar cerca de ti fue a un anciano con una larguísima barba blanca. Ahora que lo dices, recuerdo que, en efecto, parecía canturrear algo, pero tampoco a mí me fue posible comprender sus palabras. Por lo que he oído decir, es uno de los Caminantes más antiguos, y siempre trata de avisar a la gente de lo peligroso que resulta vagar por estas calles. Dicen que perdió la razón hace años. Por eso no se da cuenta de que su advertencia es estéril, pues solo aquellos que ya se han perdido pueden escucharlo, y a estos, por desgracia, ya no les reporta ninguna utilidad.
—Pero se alejó corriendo —insistió la muchacha—. ¿Qué anciano hubiera podido correr de ese modo? A pesar de que le perseguí con toda la velocidad que me permitieron mis piernas, me fue imposible alcanzarlo.
No pudo ver la sonrisa que había nacido en los labios del hombre al escuchar ese comentario. Llevaban ya un buen rato caminando juntos, sin dirección. El silencio apenas se veía perturbado por los pasos lentos que resonaban sobre el humedecido suelo.
—Todo es un problema de adaptación —dijo él, rompiendo la calma—. Las cosas son aquí de una forma completamente distinta a como solías percibirlas. El tiempo transcurre a otro ritmo. Las distancias nada significan, ni los nombres. Formamos parte de un todo que nos resulta incomprensible. El muchacho que dices haber visto no era tal, sino, como ya te he explicado, un viejo chiflado. Lo que te pareció velocidad no era sino un caminar lentísimo. Tardó una eternidad en llegar a la siguiente esquina, pero tus piernas, todavía faltas de la destreza que proporciona el largo peregrinaje por las calles, aún desarrollaban menor rapidez. Cuando creíste correr, apenas avanzabas. Si creíste gritar, tu voz era un susurro. Ahora mismo, me cuesta un tremendo esfuerzo igualar mi paso al tuyo.
La muchacha enrojeció levemente, pues un par de veces había estado a punto de rogarle que caminase un poco más despacio, ya que tenía grandes dificultades para no rezagarse.
Una niebla espesa, húmeda, cubría ahora todo, de manera que desde el centro de la calzada, por donde ambos caminaban, resultaba casi imposible ver las casas de uno y otro lado, a pesar de tratarse de una calle estrecha, como todas las que les rodeaban en aquel cruel laberinto sin puertas a la vida.
La chica, acurrucándose de forma inconsciente contra el hombre, murmuró: «Tengo frío». Entonces él, con un movimiento súbito, ligeramente cómico en su aparente solemnidad, sacó del interior de su gabán un abrigo enorme, un abrigo de mujer feo y antiguo, ajado y descolorido como si hubiese sido usado con asiduidad. Pero ella lo aceptó con la misma gratitud que hubiera podido mostrar ante el más lujoso visón y se lo puso al instante sobre la fina blusa, sintiendo expandirse en pocos segundos un agradable calorcillo por todo su cuerpo. No le importó que la prenda fuese demasiado grande y arrastrase los faldones por el suelo de piedra, ni que las mangas colgasen casi un palmo más abajo que sus manos, ni el olor a ropa largamente encerrada. Solo pensaba en su hogar lejano mientras un dulce sopor iba invadiéndola, solo soñaba hallarse muy lejos, en medio de calles desconocidas, protegida por el brazo del hombre, caminando, caminando, caminando…
Una voz a su derecha la sacó del adormecimiento en que se hallaba sumida, una suave voz masculina muy cerca de su oído. En su recién recuperada consciencia tuvo un primer impulso de alegría, creyendo que había despertado por fin de la siniestra pesadilla… Pero las palabras que escuchaba desvanecieron su euforia. El hombre seguía caminando a su lado y le hablaba:
—Una de las cosas más importantes que debes aprender es la siguiente: Bajo ningún concepto has de volver la vista atrás mientras caminas. No me preguntes los motivos. Yo mismo los ignoro. Lo único que puedo decirte es que hubo quienes desafiaron este precepto. Todos ellos se trastornaron de forma que perdieron el don de la palabra. La voz se ahoga sin haber llegado a salir de la garganta. Algunos tratan de explicarse por gestos, pero de un modo tan torpe y lento que resulta imposible captar el significado de sus desesperados intentos por comunicarse. Pasan días sin comer. Se olvidan de caminar durante semanas, y al tratar de reanudar la marcha, sus piernas han perdido toda costumbre y lo más que consiguen es arrastrarse a medias, agarrados a las paredes, cayendo al suelo en la mayoría de los casos, con grave riesgo de ser atropellados. Con suerte, algún otro Caminante les ayuda a incorporarse y vuelven a quedarse parados sobre sus débiles piernas, apoyados en cualquier muro, aparentemente insensibles a cuanto les rodea. Esta situación, ya irreversible, suele prolongarse hasta que un día, de repente, amanece y han desaparecido, sin que nadie vuelva a saber de ellos. Hay quien tiene la sospecha de que es el Vigilante, en un rasgo de piedad impensable a la luz del día, quien se los lleva para enterrarlos en el jardín del Instituto, pero esto no es sino una de las múltiples hipótesis que corren de boca en boca por todo el Barrio. (También hay quien afirma que tales desapariciones solo pueden ser obra de los Merodeadores).
Mientras escuchaba la voz serena de su acompañante, la muchacha se distrajo un par de veces. Algo le impedía concentrarse y no atinaba a discernir la causa de su distracción. De repente, lo sintió en las entrañas. Era el hambre. Notó un gran vacío en el estómago, algo que no recordaba haber sentido jamás, un hambre voraz, gigantesca, apocalíptica, un hambre como de siglos, y además… la sed. Su garganta estaba seca, la sintió como un árido desierto en el fondo de su boca, un desierto en el que nunca hubiese existido una gota de agua, siquiera un misericordioso cactus. Por un instante, pensó que no podría volver a hablar si no tomaba de inmediato algún líquido.
—Tengo hambre y sed —susurró—, ¿podríamos comer algo? ¿O es qué también eso nos está vedado?
—De nuestro sustento, aunque te parezca increíble, se ocupan los Habitantes. Veo que te sorprende, pero así es. Esas mismas personas que con tanta maldad nos desalojan de las puertas de sus casas y nos castigan con la sola visión de sus horribles rostros, esos seres crueles que serían capaces de empuñar la más atroz de las armas para impedirnos el acceso a sus amados hogares, esos deshechos humanos que nos gritan las peores obscenidades, esos esperpentos cuyo simple aliento parece estar cargado de quién sabe qué agrias maldiciones, ésos son los que diariamente nos facilitan la comida sin pedir nada a cambio. Tres veces al día, en esos mismos escalones de los que siempre se nos expulsa, ellos colocan un plato de comida, un vaso con agua y unos cubiertos. Porque el número de casas es superior al de Caminantes, muchos de estos platos quedan intactos, a pesar de que en ocasiones, el cansancio y el hambre acumulados nos empujan a consumir más de una ración.
—¡Qué gente más extraña!
—Lo más curioso, si lo pensamos bien, viene luego, en el momento en que los Habitantes salen a recoger los platos vacíos. Un observador atento puede percatarse entonces de la insondable tristeza que empaña los ojos de aquellos cuya generosidad no ha servido a nadie. Es como una angustia irreprimible que, por un momento, hace parecer más humanos, menos espantosos, sus abominables rostros. Si, venciendo la natural repugnancia, se les mira fijamente en esos breves instantes, se puede percibir la verdadera naturaleza de sus caras, la hermosura que llegan a encerrar tras esa capa de fealdad que acaso sea voluntaria. Diríanse más jóvenes y amables, hasta sus ropas adoptan un nuevo aspecto, más elegante. La duda desaparece tras un parpadeo. Entonces la sensación de dulzura que haya podido empezar a formarse en nuestros corazones ansiosos se disipa de inmediato y los ojos vuelven a desviarse ante el aspecto amenazador que nuevamente rezuman sus semblantes. Se ha sabido de Caminantes que, a causa de su escasa experiencia, se han dejado engañar por la aparente bondad de sus momentáneos anfitriones ahogados en tristeza. Llevados por esa impresión, conmovidos por el noble gesto presenciado, han llegado a acercarse a ellos para rogarles hospitalidad. Como es natural, siempre han sido rechazados de la manera más brusca, con las más atroces palabras, pronunciadas con un odio tan profundo como la tristeza sentida un segundo antes. A la mañana siguiente, no obstante, un nuevo plato rebosante descansa en cada escalón esperando ser consumido.
—Pero… Es inexplicable.
—Existe una viejísima leyenda oída en susurros, mil veces olvidada, otras tantas discutida y negada, pero siempre presente, como una enfermedad. Se dice que los Habitantes, en tiempos remotos, también fueron Caminantes. (Explicación que suele ser esgrimida para explicar su amabilidad en lo que se refiere a la comida. Habiendo pasado por ese sufrimiento, tratan de evitárnoslo). Las casas, según esa teoría, habrían estado vacías o simplemente no habrían existido. Parece ser que (acaso urgidos por la acuciante necesidad de ocultarse de los Merodeadores) se fueron uniendo en grupos reducidos y ocupándolas o construyéndolas (según los diferentes puntos de vista). Al principio, no fueron muchos los que participaron del nuevo orden, pues ignoraban los nuevos peligros que podría ocasionar la ocupación, pero a la vista de que nada malo parecía ocurrirles a los que se habían decidido por transformarse en Habitantes, muy pronto fueron muchos quienes se decidieron a cambiar sus hábitos nómadas por el confort prometido por la simple idea de un hogar protegido del viento, la niebla y la frialdad de la noche. El precio, que entonces aún no podían sospechar, fue excesivo. Se marchitó su juventud a gran velocidad, sus cabellos encanecieron, sus rostros perdieron todo rastro de belleza y se convirtieron en esos que ahora no pueden mirarse sin experimentar un sincero horror (aunque esto, como ya he insinuado antes, muy bien pudiera ser tan solo un mecanismo defensivo destinado a prevenir cualquier peligro proveniente del exterior, pensando quizá en la crueldad de los Merodeadores). Mas no terminó ahí el castigo sufrido por su terrible pecado, por la insolente desobediencia a un código nunca escrito pero no por ello menos inflexible. Hubo algunos que, lejos de resignarse a la lógica evolución de los hechos, trataron de regresar de nuevo a las calles, pero ya sus ojos no podían soportar ni siquiera la poca luz existente en las zonas de sombra, el frío dejaba cruentas marcas en su piel y el mero acto de caminar unos pocos pasos exigía de ellos un tremendo esfuerzo del que tardaban horas en recuperarse. Por otra parte, una exagerada lentitud regía todos sus movimientos. De ese modo, tardaban días en cruzar una calle. El proceso era irreversible así que, a pesar del terror que les inspiraba la idea de permanecer encarcelados en las casas por el resto de sus días, hubieron de resignarse al encierro, a gozar del calor y la protección de un hogar y a un cómodo lecho donde dormir en las frías noches, pero a cambio de no poder abandonar ya nunca aquellas pálidas viviendas de paredes húmedas y grisáceas, de permanente oscuridad. De ahí su malhumor y su rabia desatada contra nosotros, que a pesar de las penalidades que debemos sufrir, aún podemos movernos veloces sobre los adoquines, que podemos vagar libremente por el Barrio aun cuando existan unos límites que no hemos aprendido a rebasar.
La niebla se había disipado un poco y ambos pudieron ver, en la casa que quedaba a su derecha, un plato de comida todavía humeante que alguien acababa de poner allí. Compartiéndolo, lo apuraron con rapidez. Caminando unos pasos, llegaron frente a otra puerta y repitieron la operación anterior, quedando plenamente satisfechos, lo cual le pareció muy extraño a la muchacha, ya que el contenido de los platos consumidos era más bien escaso. Pero no hizo ningún comentario, como si de pronto nada tuviese importancia. Después, reanudaron su lenta marcha sin dirección. Volvió a caer la niebla, como si solo se hubiese levantado un momento para permitirlos alimentarse. Volvió a caer la niebla oscureciendo aún más las calles silenciosas en las que, de vez en cuando, podía oírse el chirrido de los frenos de un automóvil lanzado a toda velocidad o el maullido de un gato al ser atrapado por un muchacho travieso (o peor, por los temibles Merodeadores). Sin embargo, no era posible distinguir a los otros Caminantes que pasaban a escasos palmos de ellos, tan cerca que, de haber extendido el brazo, hubieran podido tocarlos. Algo más tarde (el tiempo se había convertido en algo esponjoso, sin medida) ella volvió a escuchar la voz a su lado:
—Mira allí, a tu derecha. ¿No ves un resplandor?
En efecto, al fondo, tras la niebla, podía intuirse la silueta iluminada de una gigantesca puerta de goznes enmohecidos y unos agudos hierros en forma de lanza apuntando hacia el cielo. La muchacha no necesitó hallarse demasiado despierta para saber que se estaban acercando a la entrada de un Cementerio.
—¿Tanto hemos caminado? —preguntó. Vio entonces, en el centro justo de la puerta, una enorme cruz negra, cuya inescrutable opacidad destacaba aun en medio de la oscuridad de la noche carente de estrellas. El tamaño de la cruz era tal que rebasaba los límites de la puerta, por lo que resultaba complicado distinguir la una de la otra, como si de alguna manera formasen parte de una unidad mística cuyo significado escapara a los sentidos del visitante ocasional. En medio de la húmeda neblina, se fueron acercando con lentitud hasta encontrar un hueco entre la cruz y el umbral. Por él penetraron en el desconocido recinto. Solo algunos metros más adelante, pudo darse cuenta la muchacha de que había amanecido. Si hubiese sido preguntada a ese respecto, no habría sabido concretar en qué momento había sucedido. En realidad, si lo pensaba bien, tenía la extraña sensación de que siempre hubiera sido de día, aunque por otra parte, recordaba nítidamente la agobiante oscuridad que les envolvía en el instante que vieron la gran puerta que, a pesar de hallarse en las tinieblas, era fácilmente reconocible en la distancia. Esa misma oscuridad de la que ellos surgieron con los ojos clavados en los afilados hierros cuyos extremos superiores no les fue posible distinguir entre la noche y la niebla.
Pero ahora, en el interior del Cementerio, todo era luz, y a pesar de que la niebla no se había disipado del todo y no permitía gozar por entero de la visión del dorado disco solar, podía verse, por el contrario, a mucha gente paseando entre las tumbas con absoluta tranquilidad. No era menos cierto que no se tenía en aquel lugar la típica sensación de ansiedad que suelen despertar la mayoría de los cementerios convencionales. Por el contrario, se respiraba un ambiente de paz imperturbable que, de algún modo, incitaba a respirar profundamente y a seguir caminando sin prisa por los estrechos senderos de tierra. Pudieron divisar a muchos hombres inmóviles, de pie entre las lápidas, rodeados de innumerables cruces, como estatuas sin tiempo y sin otra misión que la de permanecer allí, quietos, por los siglos. Todos ellos iban vestidos con un curioso uniforme, formado por un frac demasiado ancho y una gorra de aspecto militar, aunque bien mirado, sus múltiples colores eran demasiado chillones, lo que les otorgaba un aspecto bastante cómico dentro de su aparente solemnidad.
—Son los Vigilantes menores —explicó el hombre—, están aquí para impedir que las lápidas puedan servir de asiento o de tálamo a los Caminantes. Nunca duermen. Apenas se mueven y son increíblemente poderosos. Solo en el remoto caso de que alguien ose quebrantar las reglas se les puede observar en acción. Entonces son implacables. Si sorprenden a alguien tirado sobre el suelo, le zarandean con violencia e incluso le golpean con rabia entre agudos insultos y soeces palabras que no parecen propias de unos personajes tan ridículos. Todo lo demás, como puedes comprobar a primera vista, ha sido construido en vertical y se pierde en las alturas, de forma que no pueda ser utilizado para sentarse y mucho menos como lecho. Puesto que el final de las construcciones verticales no puede verse, a nadie se le ocurriría la insensata idea de intentar la escalada, y aunque alguien desafiara la razón y probase a ascender por las casi verticales paredes, lo más probable es que en la cima no haya nada excepto una cruda arista.
Ella contemplaba en silencio todo aquello que el hombre le iba describiendo con su pausado acento. No pudo evitar el pensamiento de que aquel lugar parecía bastante más acogedor que el laberinto de calles. Como si estuviese leyendo su mente, él prosiguió:
—Hay muchos que, cansados de buscar una hipotética salida entre las calles, deciden quedarse aquí definitivamente. Se respira mejor, el camino es menos incómodo y no exige la continua atención del Caminante para no verse arrollado por un automóvil (o peor, sorprendido y llevado por los Merodeadores). Los días son largos y las noches extremadamente cortas, tanto que apenas pueden apreciarse a no ser que se esté acostumbrado a las variaciones que se producen en el interior, completamente diferentes a las del Barrio. Pero hay, no podía ser de otro modo, una contrapartida: En este lugar es imposible, así está escrito, hallar una salida. En las calles el frío es constante y la luz del sol apenas puede verse muy de cuando en cuando, mas existe la esperanza. Quedarse aquí equivale renunciar definitivamente a la libertad. Quienes permanecen en el Cementerio un tiempo determinado ya no pueden abandonarlo nunca. Pero no te asustes. Nosotros hemos entrado en calidad de visitantes y si no nos demoramos, no tendremos problemas en encontrar otra vez la puerta, lo cual no siempre es fácil, ya que su ubicación cambia constantemente. ¿Nos vamos?
—Sí, creo que será lo mejor. Siempre podemos volver aquí si queremos, ¿no?
—Bueno… En realidad no es tan sencillo. No vayas a creer que te he traído aquí a propósito con la intención de mostrarte el Cementerio. Ha sido (como la totalidad de las cosas, buenas o malas, que ocurren en el Barrio) algo casual. Nadie puede predecir dónde le conducirán los propios pasos. Cuando se ha estado en algún lugar, se cree conocer el camino, pero al tratar de regresar en otro momento, se descubre que ya todo es diferente y ya no es posible encontrar aquello que se busca. Mucha gente no ha estado jamás en el Cementerio. Otros, en cambio, vienen a diario, pero no es su voluntad, ni la costumbre, lo que los trae de vuelta. No es cuestión de habilidad o de memoria. Es más bien como si el lugar mismo los invitase a quedarse, atrayéndoles día tras día y deslumbrándoles con el apacible aspecto soleado de los caminos de tierra blandita y esas flores que nunca llegan a marchitarse. Paradójicamente, son estos, los que vienen más a menudo, los que casi nunca optan por quedarse. Otros, en cambio, deciden permanecer aquí desde el instante mismo en que franquean la puerta. Por lo general son aquellos que poseen una voluntad débil, que no se sienten capaces de enfrentar el frío de las calles y la hostilidad de los Habitantes. En el transcurso de unos días, se opera en ellos un cambio tal que ni sus más íntimos amigos, si es que puede hablarse de amistad en un sitio como este, son capaces de reconocerles.
Sin apenas percibirlo, se encontraron fuera del extenso recinto del Cementerio. La muchacha, pensativa, caminaba con los ojos fijos en el suelo, asistiendo con incredulidad a la sutil transformación que se estaba produciendo justo delante de ella. El camino de tierra y cascotes, salpicado por algunos brotes de hierba pálida y amarillenta, se iba convirtiendo ante sus ojos en una amplísima calle asfaltada, resquebrajada y ennegrecida como si hubiesen esparcido carbón. Entonces, al levantar la vista, pudo reconocer, bajo la opaca luz del atardecer, algunas naves industriales que parecían abandonadas. Hubiese podido afirmar, sin la menor duda, que se trataba de un polígono industrial. Por un momento, creyó hallarse de nuevo en una zona conocida. Exclamó:
—Pero… ¡si esto es…!
—No, no lo digas —gritó el hombre, llevando con rapidez su mano a la boca de ella—. Nunca digas lo que tus ojos ven. ¿Acaso es posible que ambos veamos una misma cosa? ¿Cuándo, a través del tiempo, ha sido así? No pestañees y corre. Tal vez haya llegado tu hora de escapar a esta pesadilla. —durante el brevísimo instante que duraron estas palabras, el hombre había empujado con fuerza a la muchacha en la dirección que seguía su mirada, justo hacia el lugar donde sus ojos permanecían aún fijos, abiertos de estupor, pero su movimiento no fue lo bastante rápido y ya ella, en medio de su confusión, había parpadeado, destrozando la escena para siempre.
Nuevamente las sombras se habían adueñado de todo. El Cementerio había desaparecido por completo, lo mismo que la efímera visión de la muchacha. Ni siquiera resultaba visible el resplandor oscuro de la cruz, aquel negro resplandor que les había guiado en medio de la noche sin estrellas, de la interminable noche sin luna ni esperanza. Solo quedaban las calles, grises, estrechas, húmedas, miserablemente pobres y antiguas, angustiosamente solitarias. Las larguísimas calles y el hombre a su derecha como un talismán divino, como un ángel custodio protegiéndola. Y ella, carente de fuerzas, helada por la humedad que desprendía la niebla, resignada y abatida, sumergida ahora en una especie de sueño semiconsciente, sin dejar de caminar y fatigarse, pero al mismo tiempo descansando, durmiendo, soñando…
Soñando multitudes que pululaban por anchas y lujosas avenidas repletas de luz y de cristal; soñando parques fabulosos llenos de niños que jugaban formando un ensordecedor estrépito con sus risas y sus gritos y el ruido de los columpios al balancearse arriba y abajo, y hasta el bote rítmico de una pelota rebotando sobre la suave y verde superficie de césped; soñando aire puro que respirar, lejos de todas las ciudades, en el mar, bajo la brisa nostálgica de todos los atardeceres, en la sierra, gozando con la sublime contemplación de las montañas que aún guardaban restos de la nieve caída en el invierno y también aquellas otras, cubiertas de espesos bosques de árboles frondosos y lozanos, habitados por ardillas y osos y zorros que se escondían en sus madrigueras al sentir la presencia humana, y más arriba aún, donde las montañas se mostraban completamente desnudas, talladas en piedra gris, gris como sus propios pensamientos, como sus esperanzas, gris como las calles que la rodeaban, gris como la fea fachada gris que sus ojos contemplaban ahora, lejos ya de las nebulosas regiones del sueño. Una suave luz se filtraba entre los altísimos muros que flanqueaban la calle por la que ahora caminaba, mas la niebla no había desaparecido por completo, por lo que apenas se notaba la diferencia con el día anterior, con los días que sin duda habrían de seguir.
Guiada por la naciente costumbre, miró a su derecha, buscando con la vista la elevada silueta de su compañero, pero a su lado no había nadie. Con un ligero estremecimiento que hipócritamente atribuyó al frío, estiró el brazo hasta tantear la pared. Durante un rato, su desconcierto la privó del uso de la palabra. Después, con cierta timidez, se atrevió a llamar:
—Oiga, no me deje sola, por favor. Me da miedo la soledad. ¡No se esconda! Por favor. ¡Salga de donde se haya metido, por lo que más quiera! ¡Hábleme! No puede imaginarse la angustia que siento. Ni siquiera sé su nombre. No juegue más conmigo, por favor. ¡Vuelva! ¡Estoy asustada! Hace mucho frío. Por favor, no me abandone…
Las palabras se habían ido transformando lentamente en llanto. Desde muy lejos, apagada, triste, grave, casi ahogada, se oyó la voz:
—Por desgracia, es inevitable mi partida. Mi misión ha concluido. Ya sabes cuánto yo puedo enseñarte. No existen otras reglas, excepto las que tú inventes. No hay ventajas para nadie. Todos hemos aprendido a sobrevivir en soledad. Puedo asegurarte que ya estás preparada para afrontar todos los peligros que puedan presentarse en tu camino. Lo que aún no conoces, lo aprenderás con dolor y abundantes lágrimas, pero es el único camino. Te prometo que no puedo hacer nada para facilitar las cosas. Así ha sido siempre, así debe ser y así será. Ya conoces tu destino. Camina, camina sin descanso. Otras calles esperan mis pasos. Quizá volvamos a vernos. Ojalá que sea así, pero ahora es hora de separarnos. Adiós y buena suerte.
Y entonces, de pronto, el silencio. El silencio como nunca lo había sentido, el silencio alrededor y dentro de ella como si todo hubiese dejado de existir. Solo el largo camino por delante. La muchacha, con los ojos brillantes, aspiró profundamente el aire enrarecido de los callejones y reanudó su lenta marcha poseída por una resignación de la que nunca se hubiese creído capaz y una tristeza sin llanto royéndole las entrañas. Abajo, en el suelo, el empedrado, sucio e irregular, pasaba despacio ante su mirada, confundiéndose con sus propios pensamientos. La niebla cedió un poco. Un gatito maulló en alguna parte. A lo lejos, en el horizonte estrecho de la calle, parecía brillar, agónica y débil, una pequeña lucecita.
© Copyright de Sergio Borao Llop para NGC 3660, Mayo 2019