El chingón

Por Javier Quevedo Puchal

Honrar la tradición. Esa fue la primera obligación que Reinaldo Guzmán se impuso cuando se hizo con el control de los bajos fondos de Distrito Juárez. Y de entre todas las tradiciones, sabía que ninguna había más importante que honrar a los criminales santificados. Solo así se conseguía control sobre los negocios, todos lo decían: una vez al año, en el Día de Muertos, una ofrenda para saciar la sed de los mártires que en su día abrieron camino. Los ojos de un ciego, las manos de un pordiosero, la lengua de un inocente… así rezaban los tres tributos que «El Chingón» solía pedir desde el altar rebosante de flores y cirios, en el silencio total de sus cuencas vacías y su sonrisa cadavérica.

Así que hoy, tras depositar los obsequios sobre los platillos correspondientes, Reinaldo regresa a casa con la paz de conciencia de quien sabe que ha hecho lo que debía. Quizás haya engañado al Chingón con una de las ofrendas, de acuerdo, pero considera que eso ahora carece de relevancia. Lo importante es que se ha manchado las manos con sangre; eso ha de bastar para demostrar su compromiso. Además, no es que sea culpa suya. Pues si bien le ha sido extremadamente fácil encontrar un ciego y un pordiosero, lo de un inocente ya es menos sencillo, y menos en los tiempos que corren. «Con una lengua cualquiera es suficiente», se repite. Al fin y al cabo, no es tanto al Chingón como a la tradición a lo que él está tratando de honrar.

Reinaldo cierra la puerta del coche y, a menos de una cuadra, ya escucha los gritos desgarrados de su mujer. El corazón se le acelera. Corre calle abajo hasta llegar al portal e irrumpe en casa. El ambiente festivo está cargado de farolillos de colores, la música propia del Día de Muertos aún sonando y, en contraste con todo ello, decenas de familiares y amigos que apenas pueden maquillar el horror en sus miradas. Se precipita escaleras arriba, guiado por una sinfonía de gritos ensordecedores, y entra en el dormitorio. Su mujer está derrumbada en el suelo, incapaz de otra cosa que no sea llorar. El bebé, berreando y retorciéndose en los brazos temblorosos de su abuela, que lo sostiene con una torpeza inaudita, como si fuera la primera vez que lo hace. Reinaldo se acerca con un temor reverente, sospechando lo que ha ocurrido antes incluso de comprobarlo con sus propios ojos. Sin embargo, no es hasta que ve empapado de sangre el mentón de la criatura que por fin lo entiende: en los tiempos que corren. El Chingón ha sabido cobrarse una lengua inocente.

© Copyright de Javier Quevedo Puchal para NGC 3660, Septiembre 2018