Por David P. Yuste
Fue en la habitación de Jesús, ese espacio tan bellamente cuidado en detalles y que con tanto mimo y cariño se había encargado de preparar meses atrás, donde Gabriela sintió por primera vez esa extraña sensación de soledad.
Le golpeó de improviso, a traición. Una emoción intensa y sofocante, en contraposición a la felicidad que debía albergar por ver su sueño cumplido.
Rodeada por aquella percepción invasora que complementaba de alguna manera nociva los adornos de la pared de su hijo recién nacido, Gabriela notó un olor rancio, que provenía de un punto concreto al otro lado de las puertas del pequeño vestidor, y que recordaba ligeramente al del agua estancada. Cuál fue su sorpresa, que absorta todavía con estos pensamientos, el olor desapareció apenas hubo dado dos pasos hacia su interior cuando trataba de localizar su origen.
Unas horas más tarde, ya sentada a la mesa dispuesta para la cena, Gabriela procedió a relatar el suceso a su esposo Miguel. La mujer se afanaba en explicarlo con tantos detalles como recordaba, a la vez que intentaba que sonara lo más coherente posible, quizás con la esperanza de que su marido supiera dar una explicación a lo acontecido.
Pero de poco le sirvió.
Durante todo el tiempo que pasaron juntos, tan solo recibió su indiferencia como respuesta. Ni siquiera se molestó en levantar la cara del plato mientras le hablaba, demostrando quizás al menos y de esa forma, un fingido interés. Tan solo el eco de la radio rellenaba el inmenso vacío y el frío que les separaba como un amargo y contaminado océano repleto de rencor. Esa actitud insensible hacia su persona le dolía más que ninguna otra cosa. La hacía sentir como un espectro, algo que era poco menos que la sombra del recuerdo de lo que una vez fue para él. Como una imagen que se volvía difusa si te empeñabas en no mirarla hasta que finalmente desaparecía.
Gabriela, resignada, esperó a que su marido diera cuenta de la ensalada y después se conformó con recoger la mesa en el más absoluto mutismo. Miguel no tardó en levantarse y con las mismas, cogió su chaqueta del perchero y volvió a salir a la oscuridad de una noche velada y sin estrellas.
Una única lágrima rodó por la mejilla izquierda de Gabriela, ligera y pesada a la vez, como un peñasco desplomándose desde la cima que eran sus ojos. Miró una última vez hacia la puerta como si esperara algo, sin embargo, Miguel ya no volvió más.
Tardó todavía un poco en darse cuenta de que Jesús ya no dormía. Su suave respiración había sido sustituida por el balbuceo único e incomprensible de los bebés. Gabriela miró a su derecha, buscando el vigila bebés. Una punzada de pánico atenazó su corazón, que comenzó a latir descontroladamente contra su pecho. En la pantalla del dispositivo se observaba una panorámica que abarcaba la mayor parte de la habitación del bebé. En el centro estaba la cuna, y casi podía apreciar los deditos de Jesús que reía y levantaba las manos hacia el espacio que se abría ante él. Pero nada de eso la había atemorizado. Lo que de verdad había provocado su reacción, fue la mujer que se mantenía de pie, muy quieta, plantada frente a la cuna.
El miedo y la confusión le insuflaron la energía que necesitaba para subir las escaleras que separaban la cocina de la primera planta. Ni siquiera se dio cuenta. A medida que ascendía portaba en sus labios el nombre de su pequeño. Cuando llegó hasta la puerta se encontró la habitación desierta. Temerosa y con los ojos palpitantes miró en todas direcciones a la vez que se acercaba hasta Jesús. El niño parecía ajeno a la escena que acababa de presenciar. Sin embargo, Gabriela estaba segura de lo que había visto.
De nuevo, el olor a carnaza podrida inundó sus fosas nasales embotando su sentido del olfato. Esta vez parecía más intenso que la primera vez. Asqueada y sintiendo un ligero mareo, se giró para volver hasta la cuna. En ese momento, un sonido intenso con connotaciones dolorosas, y que se parecía demasiado al grito distorsionado de una mujer, comenzó a retumbar por las paredes. Tenía connotaciones metálicas y enseguida adivinó de dónde provenía. Inclinó el rostro y miró el vigila bebés que todavía sostenía en una de sus manos. Lo que vio en la pantalla le hizo dudar de su propia cordura. Un ojo inmenso abarcaba toda la pantalla, moviéndose, parpadeando y clavando su mirada ciclópea en ella. Un nuevo estallido de furia que se traducía casi en un aullido saltó del aparato al que seguía aferrada. Fue algo inhumano, casi sacado de una fosa lejana y ancestral, un lugar alejado de todo lo natural y lo creíble para su mente racional.
Gabriela soltó el aparato. Luego, corrió hasta la cuna y envolviendo a Jesús en la manta bajó a toda prisa una vez más los peldaños que la separaban ahora de la sala de estar. Después se acurrucó en un rincón apretando a su hijo con fuerza contra su pecho. Sentía miedo, pero había algo más. De nuevo esa mezcolanza triste y llena de desesperanza comenzaba a apoderarse de ella. De forma involuntaria apartó un poco el edredón en el que llevaba envuelto a su pequeño. Esperaba encontrar la valentía que necesitaba en el rostro regordete de aquel bebé al que tanto amaba. Sin embargo, al retirar un poco más el cobertor no encontró nada. Gabriela se levantó desconcertada, y poniéndose en lo peor, abrió del todo la envoltura que sostenía. Esta cayó de sus manos liberándola así del peso inexistente que había portado entre sus brazos.
Entre hipidos y un manto que le velaba la vista y que solo le permitía ver con claridad con cada pestañeo, comenzó a llamar a Jesús. Vagó por la casa sin saber muy bien que era lo que hacía. Finalmente volvió a ascender por última vez aquella escalera que la separaba de la verdad. Allí encontró una escena familiar, pero del todo desconocida para ella. Una mujer mecía en sus brazos a un recién nacido.
Fue entonces cuando un violento torbellino cargado de sentimientos y sensaciones enfrentadas, perforaron sus sentidos y se clavaron en ellos como si se trataran de un centenar de agujas. Primero sintió un amor dolorosamente puro. Supo sin duda que se trataba del cariño que profesaba por su pequeño. Pero junto a ese cariño había también una rabia ilógica y brutal. Una furia desmedida que la obligaba a tensar y arquear la espalda como si se tratara de un gato herido. Y tristeza, una tristeza tan enfermiza y compacta que amenazaba con envolverlo todo. Al pensar de nuevo en su hijo, sintió algo incomprensible: un fuerte rechazo. Peor aún, lo que advirtió fue una profunda y vergonzosa repulsión.
Gabriela cerró los ojos con fuerza, pero su cabeza comenzó a revelarse contra ella. Algo pugnaba por salir al exterior y parecía que estaba ganando la batalla. No quería dejarlo aflorar, no de nuevo, pero sabía que tampoco podía guardarlo en su interior por más tiempo. Al final, y pese a sus esfuerzos, volvió a recordar aquel fatídico día.
Su hijo ya no estaba allí, ni en ese ni en ningún otro lugar. En realidad, hacía mucho tiempo que ninguno de ellos habitaba ya ese hogar. Su pequeño y amado Jesús había muerto asfixiado. Su frágil y delicado cuerpo se había retorcido durante unos segundos interminables y luego dejó de respirar para siempre. Ella misma lo había sepultado bajo un enorme almohadón, inmersa en una aguda depresión postparto según habían dictaminado los médicos. A continuación buscó el revólver de su esposo Miguel, guardia civil de profesión. Todavía podía sentir el regusto metálico del cañón dentro de su boca, recordaba incluso con inaudita claridad el momento antes de apretar el gatillo y terminar con todo. El sonido del mecanismo del percutor justo antes del clic definitivo…
Luego la oscuridad la rodeó de nuevo.
Con este pensamiento martirizándola, Gabriela se relegó hacia la negrura que envolvía la parte más alejada del corredor hasta que simplemente desapareció en él.
dCicerón dijo en cierta ocasión: «La vida de los muertos perdura en la memoria de los vivos».
Puede que fuera a eso a lo que se refiriera el orador romano cuando entonó esa frase. De lo que no cabía duda, era de que el alma de Gabriela permanecería maldita mientras quedara una sola persona en este mundo que recordara su terrible crimen. Hasta ese día vagaría con su desdicha entre los vivos, anhelando tener lo que ellos poseían y que sabía que por desgracia no volvería a atesorar jamás.
O quizás sí…
Entretanto, la joven y nueva propietaria del adosado seguía acunando a su retoño amorosamente entre sus brazos. En ningún momento se percató de unos ojos rencorosos y llenos de envidia que comenzaban a emerger desde las tinieblas del pasillo, y que observaban con lujuria y cierta esperanza al nuevo miembro de la familia.
© Copyright de David P. Yuste para NGC 3660, Marzo 2020