Chicalgul

 

Por Paco Torpeyvago

Toni Campobasso deja el libro junto a la baraja y la cerveza, y se echa el sombrero hacia atrás. Va impecable, con su traje de algodón ligero verde claro, camisa blanca y corbata esmeralda. La chaqueta está apoyada en el sillón de mimbre. Mira hacia quien entra por la puerta de enfrente.

Elea sale del dormitorio en bragas. Toni, sin moverse apenas de la silla, le pone un güisqui con mucho hielo:

—¿Ya se ha ido? Ni siquiera lo he oído salir.

—Hace rato. Ha sido un poco soso el chaval.

—Un día Pietro se va a enterar y vamos a tener un disgusto. —Le ofrece la bebida.

—¡Já!, no; creo que se lo imagina. Otra cosa es que estuviese con un hombre de verdad. —Elea se acerca hasta Toni. Como no es muy alta y ahora no lleva tacones, le resulta fácil colocarle los pezones en la misma cara—. Lo que no sé es por qué no te apetece hacerme compañía.

Quizá porque Toni tiene recuerdos de una infancia con una abuela italiana y otra judía polaca que todas las tardes se ponían juntas a hacer labor y a contarle a su nieto las truculentas historias, mitos o leyendas de súcubos, brujas y fantasmas que buscaban la perdición del hombre con la lujuria, desarrolló una especial prevención hacia las mujeres peligrosas. O, simplemente, que Elea es la corista querida de Peter Blackhand Bara, su jefe, al que solo los allegados llaman Pietro.

—¿Porque soy tu guardaespaldas y no tu guardaconejo?

Ella lo mira con sonrisa agria y se da la vuelta para ir hasta la ventana. Insiste en tentarlo con un exagerado batir de caderas. Se lleva la mano libre a la nuca para ahuecar el cabello y refrescarse oreando el cuello; se apoya en el alféizar de la ventana abierta. Muestra todos sus encantos desde ese ángulo. Los colores brillantes del neón nocturno la iluminan.

—Haces mal en rechazarme. Todos los hombres que lo sean darían una mano por poseerme.

—Si como desearte, te deseo, pero yo no perdería la mano. Primero tu novio me cortaría la polla y luego el cuello.

Ella vuelve la cabeza hacia él. Sabe que se le ven las tetas a pesar de la postura, postura que le realza el trasero. Y sabe que Toni la está mirando.

—Solo tienes que cogerme y tomarme Toni. Ahora mismo o mañana. Pero tienes que hacerlo. No me gusta que me rechacen y estoy harta de medio hombres que me dejen más caliente que al principio.

—¿Cómo sabes que te satisfaré?

—Toni, si no te hubieses tirado a la mitad del cuerpo de baile… —Sonríe perversa. — Anda, tómate otra cerveza, que me visto y nos vamos. Hoy hemos estado viendo Casablanca otra vez, ¿vale?

***

 

El escuchimizado Joe Ingrassia conduce y Rotmensen, «Rot», silencioso como siempre, se sienta detrás. El gordo y el flaco. Vamos por una carretera hacia la que, a su vez, bordea el lago Michigan por el lado sur, más allá de Gary. Allí cerca hay un buen sitio para esconder fiambres y no es la primera vez que el jefe nos manda algún trabajillo por ahí; esta vez es algo especial. El cebo es que el aspirante a cadáver nos va a estar esperando con algún encargo fingido. Pero se trata de Ingrassia y no hay tal cebo. Según me dijo Pietro, ha puesto la mano sobre billetes que no son suyos. Cuando me mandó el encargo me dejó claro que iba a estar desarmado: su revólver descuidado, como todo él, estaba encima de la mesa. No sé con qué excusa logró que el siciliano lo dejase allí.

Llegamos, cuesta abajo, a la curva y aparcamos el coche junto al quitamiedos blanco de madera medio podrida. Seguimos la cuesta durante unas cuantas decenas de pasos hasta una barandilla oxidada que da a una obra para inspección del alcantarillado. Una enorme arqueta de registro antes de que la mierda llegue al lago, allí abajo. Cuando voy a sacar la pistola para volverme a por Joe, me doy cuenta de que la víctima soy yo. Seguro que la mala puta de Elea le ha contado alguna historia a Pietro para resarcirse de mis negativas.

Rot ya casi ha sacado su revólver, por lo que prefiero defenderme a sacar el mío. Le tomo la muñeca del arma, se la retuerzo con las dos manos hacia arriba. A pesar de lo corpulento, es lento de reflejos y no se esperaba el ataque. Suena un disparo de su 32 entre los dos y a él le desaparece media nariz y el poco cerebro que tenía. Tarde, pienso que el arma de Joe no es el revólver, que lo lleva casi de adorno, sino un estilete que me clava en mi lateral izquierdo varias veces. Cuando me vuelvo hacia él, intenta hacer lo mismo en el pecho, a pesar de que pongo los antebrazos por delante. Me ha matado. Me toma por el hombro derecho antes de que caiga al suelo, me apoya en la barandilla y me arroja al fondo de la arqueta tirando de una pierna hacia arriba.

***

 

Debían haber pasado muy pocos minutos desde que caí y menos que me quedaban de vida; me estaba desangrando muy deprisa.

Mi cara tocaba un fango viscoso y frío, maloliente sobre el hormigón y oía la corriente con las miles de mierdas de los habitantes de los alrededores pasar junto a mí. Al otro lado del canal podía intuir los zapatones y las perneras vueltas, pasadas de moda, de Rot y a varias ratas que se movían corriente arriba con prisa, ocupadas en sus asuntos. Joe se había deshecho de los dos de la misma manera. El muy torpe no había acertado con ninguno en la corriente principal, pero cualquier subida de nivel se nos llevaría por delante. Pietro le recompensará bien.

Vi que aún se movía alguno de los pies de Rot. Pero no por sí mismo.

Las ratas.

No andaban.

Huían.

De algo.

Y recordé las historias. A Rot lo estaban devorando y no eran animales. El olor a cera añosa, como los muebles de la casa vieja, invocó desde mi memoria infantil a esas viejas historias de necrófagos y devoradores de almas. Sabía lo que había allí.

Necamáh —dije—. ¡Necamáh!

La vieja palabra de mi abuela para invocar apenas salía de mi cuerpo. Sí, me moría muy deprisa.

Necamáh, quiero ser como vosotros, cumplir mi venganza.

Un silencio primero y un movimiento cerca de mi cabeza fue lo último que recuerdo.

 

***

 

Es la misma curva por la que habíamos bajado cuando me mataron, muy cerca de donde aparcamos el coche. Sé que Pietro conduce su coche un sábado sí y otro no hacia la reunión medio informal con sus iguales, sin secuaces, en una finca cercana a Valparaiso, después de presumir de coche y de novia en la ópera. Un Auburn Speedster del 36, color crema, precioso; es lo único que realmente envidiaba de mi exjefe: su descapotable.

Ahí lo veo bajar. Seguro que son ellos. Podría reconocer los faros pese a la distancia y la velocidad. Cuando les salgo al encuentro, lo hago por su izquierda, cerrándole la salida de la curva. Apenas se oyen los frenos antes del destrozo del quitamiedos. Voy, sin prisas, tras las huellas del coche.

Los faros aún iluminan el fondo donde había unos árboles junto a la arqueta de nuestro hogar. Conforme paseo, la veo. Elea tiene una posición rara, doblada la espalda en torno a un arbolito. Es muy, no, era muy flexible, pero la postura, con la coronilla pegada a los talones, o entre los talones, mirándome, y con el tocón en medio confirma el uso del pasado. Aunque soy el novato del grupo, puesto que esta es mi venganza, tengo preferencia: de Pietro, paso, pero con ella, necrofilia y necrofagia.

¿Siempre será así de fácil conseguir alimento para el grupo?

 

***

 

El chaval mantiene la linterna de petaca debajo de su barbilla. La luz de la hoguera alumbra al resto de mini exploradores.

—Cuentan que hay una curva junto al lago Michigan, que cuando pasan coches por ahí los sábados de luna llena, se les aparece un hombre joven de pantalones verdes y camisa blanca ensangrentada. Entonces, el coche se estrella y desaparecen todos para siempre…

—¡Anda ya! Y si no aparecen, ¿cómo se conoce la historia?

© Copyright de Paco Torpeyvago para NGC 3660, Octubre 2019