Windigo

 

Por Fernando López Guisado

Versión corregida del relato incluido en Montaña Rusia (Ediciones Vitruvio, 2016)

 

A finales de octubre se instaló el invierno más agreste que se recordaba en el poblado. Los bosques se transformaron en un desierto laberíntico de nieve derramada desde las cumbres.

Los aldeanos luchaban por readaptar rutinas a las inclemencias de la estación. Por las noches, el susurro de los árboles parecía más denso, el vaho se acumulaba en los cristales revistiéndolos con una pátina de amenaza velada y tinieblas difusas de quien abre los ojos bajo agua cenagosa. La leña húmeda tosía ascuas desde la chimenea de la cantina y apenas se hablaba de otra cosa que no fuesen estragos de la necesidad.

Los hombres siempre iban armados y las mujeres intentaban que los niños permaneciesen en los hogares, soportando sus lloros desde horas antes de caer el sol. La madrugada aparecía entre nieblas transportadas desde los lagos con amargura de actor que pierde un papel protagonista. Los frutales desesperaban en su rezo por sobrevivir latentes hasta la primavera.

Época de soledad y el miedo. La gran hambruna crepuscular.

El «Aliento del lobo», según la cultura india.

Tras un escueto incidente con feriantes no quedó demasiado para entretenerse. El sheriff, cediendo con pereza ante el cacique, temeroso del latrocinio, y a las advertencias del sacerdote sobre el riesgo moral en tiempos de oración recogida, se decantó por la expulsión sin permitirles montar campamento ni exhibir espectáculo. Marcharon en sus carretas chillonas maldiciendo entre dientes y realizando extraños gestos con los dedos bajo las lonetas multicolores que encerraban, según ellos, asombrosas maravillas de lejanos países.

Poco después los caminos quedaron intransitables. Se confiaba en graneros a rebosar y suministros suficientes hasta el deshielo. La mina funcionaba y eso era lo único importante. La desaparición de la mayor parte de la caza desde noviembre no implicaba más que un chismorreo aburrido frente al güisqui.

—Estas cosas van por rachas.

—Pues a mí me resulta raro que no haya animales en el bosque.

—También ellos lo estarán pasando mal en ese infierno nevado.

—Por no haber no hay ni urracas. La espesura parece un cementerio. Me suena a cosa del demonio.

—¡Deja de decir majaderías!

Uno de los mineros más borrachos desapareció en el camino de regreso. Ni su esposa le echó en falta y tampoco a sus palizas. Pero cuando encontraron al capataz —un anciano enfermo que se mantenía en el cargo por su dureza— medio comido no muy lejos de una vagoneta, el cazador innu torció el gesto y miró hacia las cumbres.

No dijo nada salvo un susurro, windigo. Después de la ración de miradas torvas salió de la cantina y siguió a lo suyo, la cosa no iba con él.

Al cacique no le gustó el asunto y pronto acalló el discreto motín a base de reducir turnos y apostar dos guardias con rifles. No volvió a desaparecer nadie aunque un anochecer, entre la espesura, percibieron un sutil balanceo de arbustos y ese estremecimiento de que algo te acompaña, agazapado y paciente. Abrieron fuego, no ocurrió nada salvo un lamento grave que llegó desde los troncos muertos del bosque y se extendió a cada hogar del poblado.

Se volvió a escuchar la palabra indígena, pero el único efecto supuso una homilía soporífera contra el peligro de dejarse arrastrar por las supersticiones paganas.

Diez días más tarde, la cabeza del hijo del herrero —un criollo puro y rubio que no había roto un plato en sus ocho años de vida— apareció en un nicho de nieve junto a otros fragmentos corporales en las inmediaciones de la aldea. Cundió el pánico y todo el mundo se cagó de miedo. Literalmente. Nadie se atrevía a salir a la letrina sin dos armas cargadas y mejor junto a alguien de absoluta confianza que vigilase atentamente mientras le llegaba su turno.

Aquello, lo que quiera que fuese, se acercaba peligrosamente como nube de tormenta. Incluso se aventuraba fuera del bosque.

A los habitantes les dio por censurar la imprudencia de las autoridades por las extrañas y huellas que, claramente, no eran de este mundo. Garras en la nieve, parecidas a las de un lince pero descomunales y deformes, hundidas sobre un granizado carmesí de la sangre del pequeño angelito. Al expulsar a los gitanos, todos brujos, cernieron una maldición funesta y vengativa sobre la aldea.

El innu susurró de nuevo y, en esta ocasión, no hubo tanto problema en escucharle.

Los cuchicheos llegaron a bañarse en el cálido jerez del capataz, agriándolo cuando disfrutaba del día previo al adviento en su sala de trofeos de caza. Casi se daba por hecho que su arrogancia y sed de poder habían despertado al espíritu ancestral de aquella tierra nueva. Si era preciso buscar culpables, todo apuntaba a ellos: los dominantes, siempre cómodos, protegidos, autoritarios.

Wendigo.

El ansia de carne humana de un monstruo inhumano, el manitú de la glotonería, la codicia y los excesos que siempre está buscando una nueva víctima para saciar su hambre ignominiosa.

Alguien aseguró haber divisado al monstruo escabulléndose en la oscuridad. Pelaje sucio, gigantesco, moviéndose como un hombre a cuatro patas, sin emitir un ruido salvo aquel gruñir patético que se arrastraba bajo el agitar de arces y pinos. Sus colmillos, quebrados y hediondos, se estremecían por encontrar pronto una nueva satisfacción efímera para su venganza infinita. Aquella aparición del abismo se cebaba en los más débiles y crueles en las estaciones de frío.

Algunas tribus nómadas le entregaban a los ancianos que no sobrevivirían los rigores del invierno, abandonándolos en la nieve a su destino cuando fallaban definitivamente las fuerzas. También a los delincuentes que trataban de aprovecharse violando las leyes de respeto a Madre Tierra, sacrificio humano para saturar al monstruo que siempre les ronda.

Se empezó a pensar que si la religión tradicional no surtía efecto, quizá fuese el momento idóneo de probar con la nativa, más familiar y poderosa para los problemas endémicos en aquellas tierras.

Los poderes fácticos se estremecieron. Había que ponerle freno al asunto y deprisa. La cosa se había salido de madre. Pronto la cabeza del Wendigo ocuparía un lugar privilegiado sobre la chimenea. La víspera de Nochebuena se convocó una reunión exigiendo voluntarios para una partida encabezada por el cacique, el sheriff y el sacerdote.

Aquel ser, material o extraterreno, tenía los días contados.

Pocos sacaron arrestos para la empresa. El herrero quería vengar a su hijo y necesitaban al médico, un tipo grueso, torpe y atildado, inseparable de su maletín y que apenas sabía montar. El innu, bajo una sonrisa macabra, aseguraba con voz cavernosa localizar la guarida de la bestia. Dominaba mejor que nadie la espesura, así que fue incluido como guía y carne de cañón a regañadientes.

Al ensillar los caballos apareció la maestra de escuela, semejante a un castor con gafas, vestida de negro, a quien nadie había visto sonreír. Ya estaba subida a su anciano burro y no hubo manera de hacerla bajar del mismo aunque no paraba de toser por una extraña enfermedad que nunca explicaba. Afirmaba ser capaz de defenderse sola con el poder de su cultura y resultaba «imperativo que alguien llevase una crónica detallada de aquella pantomima». Su vida se cimentaba en luchar contra la irracionalidad y la tiranía.

Les pareció que sobraban maestras como aquella en el mundo aunque sólo hubiese una, así que no insistieron más porque cualquiera debería tener la oportunidad de elegir su forma de suicidarse; aunque su compañía sería un barrillo en el culo durante la cabalgada.

Fue un difícil ascenso en mutismo incómodo a través de la ladera repleta de arces rojizos y robles. La vida animal parecía haberse desvanecido dejando tras de sí una maraña de vegetación confusa salpicada de nieve.

El innu, a pie, olisqueaba el aire dulzón esfumándose de cuando en cuando como un fantasma inquieto que espantase el mullir de cascos de caballo sobre hojas húmedas y el repiqueteo cacofónico de objetos metálicos que, enganchados a las monturas, rompían el silencio del bosque.

El cacique, el herrero y el sheriff comprobaban sus armas con demasiada frecuencia para unos hombres acostumbrados a pólvora y combate.

El médico sacaba el reloj de cadena del bolsillo aflojándose la camisa y suplicaba tímidamente un descanso para comer por debajo de sus bigotes de morsa.

El sacerdote se aferraba a su Biblia con inquietud de cuervo ante las baratijas de su nido, obsequiando profundas miradas de desprecio a la maestra de escuela que, lejos de parecer incómoda, incluso realizaba esbozos a carboncillo en una libreta mientras se recolocaba los anteojos a cada minuto.

Les embargaba la ambivalente sensación de estar siendo vigilados desde algún refugio invisible fuera de la realidad. Si no alcanzaban pronto la supuesta guarida, terminarían matándose de tan hartos que estaban unos de otros. Los caballos marchaban con desgana, aburridos e inquietos, relinchando a intervalos regulares. El vaho de los alientos y las volutas de tabaco se marchaban fusionándose en una nube heterogénea de racimos traslúcidos, descendiendo la cumbre a media altura.

Una gota cayó sobre el cristal del reloj, otra sobre el boceto de la maestra arrastrando el carboncillo en una lágrima de maquillaje corrido. Siguieron muchas más.  En oleadas intermitentes puntearon los sombreros, el cuero de las alforjas, el metal de las armas, los salmos impresos. Al cielo le dio por arrojarles una cortina de pesar y se parapetaron bajo un saliente de roca. A pesar de que contaban con un equipo bien preparado, sólo el innu consiguió hacer fuego, con dos ramas. No calentaba lo suficiente pero le echaba pundonor.

—¿Es que no se puede avivar un poco? —Se quejó el médico.

—Mucha luz atraería a windigo. Ustedes deciden.

—Se quedará así por el momento. Debemos ser muy prudentes —dijo el cacique.

—Decisión tomada, mismo final.

—¿A qué te refieres, indio? —preguntó el sheriff.

—Decían los ancianos de las tribus que el windigo no se puede matar. Sólo es un reflejo del interior de nuestros espíritus. Somos nosotros quienes lo invocamos y nadie quiere matarse a uno mismo. Las armas pueden frenarlo al principio, porque no está acostumbrado a que se le plante cara. Pero luego se da cuenta de que no hay peligro y se aburre. Se aburre como nosotros. Retoma su misión.

—Pues tú serás de estos parajes del demonio, piel oscura —contestó brusco el herrero—, pero yo soy irlandés. Aquella es tierra de hadas y duendes. Lo que describes, que un relámpago me parta si no es uno de ellos.

Colocó un gran guijarro en el suelo desnudo, a la débil luz de las llamas.

»Allí los matamos con hierro puro. Hasta la Buena Gente puede morir si se le aplasta bien el cráneo antes de que actúen.

Sacó del petate una almádena cabezona y, tras blandirla y hacerla girar cortando el aire, descargó con orgullo un brutal martillazo que convirtió la piedra en gravilla fina.

—¡Qué brutalidad innecesaria! —Repuso con asco la maestra, entre toses.

—¡Madre mía! ¡Bravo! ¡Eso sí que es un golpe certero! ¡Vaya brazo poderoso que se gasta usted querido amigo! —Exclamó con admiración el médico.

—Paganismo absurdo, contrario a las Leyes Divinas —dijo el sacerdote.

—Pues yo espero no tener que llegar a acercarme tanto —comentó el cacique, apuntando al vacío de la noche con su revólver.

—Lo que de verdad tenéis que hacer es no llorar de miedo llamando a mamá cuando lo tengáis delante. Debemos estar muy coordinados. Coordinados de verdad. Atacar todos juntos y sin cuartel —escupió el sheriff con voz ronca.

Se miraron entre sí con tensión del desprecio.

—No importa. Da igual qué hagamos. Vamos a morir todos —susurró el innu y se tendió con un ojo abierto para no decir nada más.

Nadie se atrevió a objetar. Faltaban ganas ante la evidencia. El nativo, envuelto en pieles, no parecía mojarse por el aguacero. Su expresión hueca y triste era la de alguien a quien han arrebatado absolutamente todo y continúa por el mero empuje del instinto, sin importar lo demás.

A excepción del sacerdote, que masculló una breve oración con las toses de la maestra como fondo, el resto permaneció encerrado en sus propios suspiros hasta que escampó de madrugada.

Aún era de noche cuando la lluvia fue sustituida por nieve que se tomaba su tiempo en descender.

Se aventuraron a tientas por una discreta garganta encabezados por el innu. El sendero improvisado desembocaba en un pedregal circular salpicado de placas de hielo y arbustos marchitos, un anfiteatro hendido por la naturaleza entre paredes medio calvas de roca ceniza. Justo en el centro del escenario, sobre un pequeño montículo entre sombras, se abría la entrada de una gruta como una enorme boca de labios agónicos y fofos. Un hedor impuro a vísceras putrefactas y orines de gato emanaba del lugar. Tanto la maestra como el sacerdote se cubrieron la nariz con un pañuelo. Los primeros rayos del sol salpicaron de granate y amarillo cada contorno y silueta, originando un resplandor fugitivo de anticipación y amenaza.

El indio señaló: «Aquí».

Desmontaron, preparándose para el concierto.

El sacerdote ofreció extremaunción indeseada sin respuesta. Decidieron que permaneciese junto a los caballos y la maestra en una terraza a modo de palco, suficientemente lejos de la abertura. Podrían, a la desesperada, arrojar piedras si la situación se torciese.

El resto se apostaría con rifles y revólveres. El médico se ocuparía de recargar munición y atender necesidades de los heridos. El herrero insistió en permanecer frente a la entrada y se negó a utilizar armas de fuego. Quería mancharse las manos con la sangre del asesino de su hijo y creía firmemente que las balas no iban a ser útiles. El innu, que contaba sólo con un tosco cuchillo, se sentó displicente en la salida del calvero con su torva sonrisa para, en caso oportuno, impedir la fuga de la bestia.

El viento silbaba por cada mínima hendidura de aquel circo hacia el agujero negro, que lo succionaba en un vórtice melancólico y apagado. Se calmó sin avisar. Todo quedó en ese silencio de las montañas, turbado apenas por las toses de la maestra y algún desprendimiento ocasional de rocalla.

Agudizaron los oídos hasta el punto de escuchar el latido frenético de sus propios corazones y el imperceptible crujido de la nieve contra el suelo. A veces, un fragmento de la pared se desprendía y bajaba convertido en finos meandros de grava, dándole al lugar un aire de antiguas ruinas de civilización extinta a merced de los elementos que las consumían a cortas dentelladas.

El herrero, despojado de camisa y exponiendo su torso hirsuto, comenzó a perder la paciencia porque nada sucedía. Gritó y el eco de su alarido desafiante rebotó en las paredes obligando a la maestra a cubrirse las orejas con las manos y cerrar los ojos.

Su llamada obtuvo respuesta: un largo gemido, grave y gutural, vomitado desde la entrada de la gruta, donde las tinieblas conformaron un bulto espeso y pardo que pronto se acompañó por el amartillar metálico de las armas. El médico comenzó a chillar «¡El monstruo, el monstruo!». Los demás pidieron silencio. Retornó el rugido lastimero, vibrante.

El alba comenzó a bañar al ser que emergía de la caverna, cojeando pesadamente, casi arrastrándose. El pelaje deslustrado, recorrido por heridas abiertas, cicatrices y enormes calvas producto de cadenas y mala alimentación, caía sobre su envergadura en flecos fláccidos que se bamboleaban como prendas tendidas. Le faltaba un ojo y la oquedad supuraba un líquido marrón rojizo que corría en regueros costrosos por su mejilla. Las fauces a medio abrir dejaban escapar chorros de vaho entre jadeos y estertores. Los colmillos amarillentos, algunos astillados y otros romos, se cubrían de una pátina de sarro en su base por donde chorreaba saliva hasta la nieve en deformes goterones humeantes. Famélico y sucio, los listones naranja apenas se distinguían bajo el barro adherido. Su cola se interrumpía a la mitad en un muñón rosáceo que se acompañaba por el tintineo de un collar del que colgaban ajadas cintas de colores.

Todos apuntaron. El sacerdote comenzó a rezar los salmos en voz alta. La maestra tosió y el indio siguió mirando a la nada sin mover un dedo.

—¿Parece un lince? ¡Pero es descomunal! —dijo el médico.

—No es un lince. Ni ningún animal de este continente. Es un tigre —comentó el cacique mientras le seguía con su arma—. Lo habrán abandonado a su suerte esos feriantes, supondrían que en ese estado lamentable no tardaría en morir.

—Así que nada de wendigo, ni de demonios, ni de hadas. Un tigre enfermo y sólo eso —dijo el sheriff.

—¡Pues ese animal ha matado a mi hijo!

Girando la almádena por encima de su cabeza, el herrero asestó un golpe en la mandíbula con ímpetu de locomotora infernal. El tigre cayó al suelo tras una rociada de sangre y dientes. Trató de levantarse, sostenerse sobre las patas sanas, incapaz de distinguir de dónde había llegado la agresión.

Los demás, confiados, se acercaron interponiendo rifles. El sacerdote seguía gritando salmos y esparciendo agua bendita. La maestra presenciaba la tortura presa de una fascinada ataraxia.

El nativo seguía a lo suyo, como quien espera turno en el banco.

Fue el médico, con un arma de repuesto, quien efectuó el primer disparo. Atravesó tripas, saliendo por el costado contrario para impactar en el suelo de roca. El animal comenzó a defecar una diarrea hedionda y enfermiza. Pero aún trataba de alzarse con valor para plantar combate o quizá salir huyendo.

Otro martillazo. Eco de huesos que se astillan en la pata sana. La testuz vio su peso en la nieve. De nuevo, el bramido lastimoso, grave, asfixiante, que mordía los oídos.

El sheriff desenfundó su revólver y comenzó a encañonar, indeciso, diferentes partes del cuerpo con un ojo cerrado. Se decantó por la garra trasera. A menos de medio metro de distancia apretó el gatillo, invocando al trueno y al gruñido de agonía. Intentando vengarse, el animal ciego dentelleaba el vacío.

El sacerdote seguía recitando y la maestra comenzó a pedir que llenasen los sesos del tigre con plomo, mostrando un rictus de ácido disfrute.

—No —sentenció el cacique—. Quiero esa cabeza intacta para mi colección.

Disparó directamente sobre la tráquea, a bocajarro, mientras apoyaba una pierna sobre las costillas que se elevaban a intervalos violentos por la respiración entrecortada. El tiro le arrancó el pellejo y el rojo de la sangre empapó el colchón de nieve en un cerco que se extendía sin descanso.

No hubo rugido, ni adiós. Sólo ausencia.

El innu comenzó a aplaudir, sentado y fumando su extravagante pipa india.

—¿De qué te burlas? No había ningún monstruo de tus leyendas. Nada. Falacias, supersticiones, embustes. Aquí tienes a tu Wendigo. No es más que carroña de gato gigante.

—No os dais cuenta. Le habéis dado carne. Es algo que se lleva en el alma. Dentro. Nuestros actos lo despiertan. Ahora os mancha el manitú de la crueldad. Monstruos hambrientos de carne de débiles y sedientos de muerte. Llegasteis como hombres pero eso ya no más, sois mala fortuna —rió con su carcajada irónica y cavernosa de otro mundo.

»Vosotros sois ahora windigo.

No pudo decir más. El sacerdote blasfemó, la maestra se subió con desprecio racista los anteojos mientras tosía y el resto, simplemente, abrieron fuego hasta quedarse sin balas.

Tras la ejecución, por si acaso, una almádena dejó la frente del indio convertida en pulpa bajo el sol de invierno el día de Nochebuena. Lanzaron ambos cuerpos a la gruta con la certeza de que los carroñeros no tardarían en regresar pasado el peligro.

La cabeza del tigre descansó en un marco de honor sobre la chimenea del cacique, que pasó el resto de su vida observándola mientras se emborrachaba hasta caer rendido. El servicio llegó a confesar que le susurraba por las noches. Recibía escasas visitas porque sólo les hablaba de su captura predilecta: el windigo. Le encontraron en su sillón la segunda mañana de otoño con un rictus congelado de puro horror.

Al regresar, explicaron a los habitantes que nunca existió un monstruo indígena. Mostraron la cabeza del felino, relatando su dura batalla en la que el innu perdió cobardemente la vida al tratar de huir.

No había que temer y todo volvería a la normalidad.

La nieve se marcharía para dejar paso a la dulce primavera, pero lo malo del pensamiento de la masa es que no obedece a ciclos predecibles. Va a lo suyo, preso por las supersticiones que la dominan y acaban volviéndose en contra de aquellos que las crearon para su propio beneficio.

La siguiente Nochebuena violaron salvajemente a la hija del tendero y se quedó abierto un redil de caballos que huyeron para no volver a ser vistos. Entonces regresó el fantasma, activo y en plena forma, a los labios susurrantes de los aldeanos.

Cuando uno de los mineros, borracho, se ahogó con su propio vómito en un abrevadero vacío, culparon al Wendigo.

No fue el pésimo mantenimiento lo que precipitó una vagoneta vías abajo produciendo un grave accidente con explosión que cerró la mina durante semanas, la precipitó el Wendigo.

Confundió las setas preferidas del médico colocando en su cesta unas muy venenosas. Empujó al herrero que resbaló sobre su forja incandescente, arrebató la voz al sacerdote provocándole mágicamente un bulto en el cuello que en pocos meses se lo llevó por delante entre agónicos dolores y gritos de temor. Encasquilló el revólver del sheriff durante un desacuerdo en la cantina, aunque pronto encontraron un sustituto crédulo y fiel devoto a la causa.

La siguiente navidad cambió el nombre al poblado por el de «Windigo».

La maestra, desde entonces pasionalmente entregada al deporte de la caza, se rompió el cuello al caerse del caballo tras cinco años de guardar secretos.

Casi nunca hablaba del asunto.

Sólo repetía: «desde el principio supe que aquello no terminaría bien».

© Copyright de Fernando López Guisado para NGC 3660, Diciembre 2017 [Especial Navidad]