Por Juan Antonio Fernández Madrigal
—Verás —dice la doctora—: Hay muchas formas en que las personas pueden ser miradas. Si aciertas con el modo adecuado de mirar a alguien podrás encontrar su belleza, o su fealdad, o sus contradicciones. O quizás nada, como si no hubieses mirado. El maravilloso misterio de la humanidad, y su autopoiesis, es que cada persona mantiene unidos dentro de sí un gran número de rostros a los que les obliga a convivir porque el resultado es ese ser humano.
»Es eso lo que lo hace imposible para las víboras de las formas: esos rostros son usualmente, profundamente contradictorios. No son reconciliables el rostro del miedo y del héroe, pero ambos viven tras la expresión de un niño. No puedes comprender por qué una persona puede ser generosa y egoísta, malvada y altruista, fría y cálida, pero todo ello se hará realidad, incluso a la vez, en su interior. El profundo secreto de los seres humanos yace en que son el resultado de unir facetas tan incompatibles, quizás el único ejemplo existente de ese tipo de unión cósmica.
La luz del crepúsculo entra revelando motas de polvo flotantes, viajeras del espacio inexplorado, desde el ventanal ennegrecido y roto de la abadía hasta el suelo de baldosas gastadas y cubiertas por los desechos de la erosión. El cristal de la campana que hay en el centro, sobre el pedestal, protege un cubo de memoria milenario, único insulto al interior por lo demás deshabitado y quemado de la bóveda. El dedo de la doctora brilla bajo la luz cuando intenta acercarse al holovídeo. En el interior de la campana de cristal, la proyección de la parte de la historia de la humanidad que emerge del cubo sigue su ciclo inmutable.
—Me gustaría tocarlos…
El rostro de quien sólo la doctora llama emperatriz contempla su indecisión con extrañeza.
—No puedes tocar la proyección, aunque fueras capaz de levantar la campana de cristal.
—Expreso sólo una necesidad.
—Te gustaría encontrar uno de ellos. Interés científico. Supongo.
—Habéis viajado mucho para acabar de nuevo en este principio, que es falso como todos los principios que se pretenden revivir. Habéis viajado mucho para reconstruir este holovídeo insustancial. Habéis viajado mucho y seguís sin encontrar lo que buscáis.
La emperatriz encoge los párpados y las pestañas tostadas entrelazan dibujos de colores en sus retinas. La soberbia de la doctora se le hace muy difícil de tolerar. A veces.
—Si no fueras obra de Nos nos desesperarías del todo y no habrías vivido tanto —concluye mientras se vuelve y camina hacia la salida. Poco después siente la presencia brillante y desnuda detrás de ella, siguiendo sus pasos a una distancia constante.
* * *
—Mira, en la corteza: una marca hecha por un humano en la antigüedad —señala la emperatriz.
—Hay muchas formas de ver las cosas. Un mismo átomo es distinto a través de su ciclo temporal. Una molécula muta. Una marca trazada en la corteza de un árbol es amor.
—Qué estás diciendo.
—El amor humano, querida emperatriz mía, necesita expresarse; es la necesidad máxima de estar fuera de uno mismo, la comunicación total. Por supuesto, y como no podía ser de otra forma en un humano, es también la preservación absoluta de la existencia propia. El amor, pues, es su especie. No hay ser que se pueda denominar humano sin él. Fíjate: los sentimientos son contradictorios y la persona, de nuevo, los obliga a convivir en uno sólo. Pero a éste lo lanza hacia el exterior con fuerza, inconscientemente, esperando que le sea devuelto amplificado. El amor es absoluto, y, aunque existan millones de sus formas y grados, todas ellas tienen algo en común para ser humanas: tienen que ir de dentro hacia afuera, y lo tienen que sacar todo, y tienen que ser compartidas a cambio únicamente de amor.
—Quien grabó eso le hizo daño al árbol.
La doctora acerca los labios a la marca.
—El que grabó esto ha querido transmitir su amor, y yo se lo devuelvo al árbol.
* * *
—Tienes razón en que una vez, al principio de esta saga, vinimos aquí —recuerda la emperatriz—. Una de Nos… nuestra antepasada.
—Lo siento.
—¿El qué?
—Que hables de una de Nos como individuo, que no la consideres ya parte de Nos. Por tanto, murió, si no físicamente sí para las víboras. ¿Cómo sigue la historia?
—Buscó la verdad, como tú, que has sido creada sólo para eso, y, como tú, como Nos, no encontró nada. La humanidad es demasiado confusa. Sin embargo, vivió de muchas formas. Se hizo una con y de las criaturas humanas en múltiples ocasiones, se acercó a ellos incluso hasta el nivel molecular. Los quiso. Los traicionó. Disfrutó de sus tiempos cortos teniendo ella una vida que a cualquiera de ellos le hubiera parecido eterna. Una vez, al principio de todo, lloró, rio, huyó de sí misma y regresó para mirarse en un espejo de plata en menos de lo que tardaba el satélite de la Tierra en dar una vuelta.
—Y no encontró lo que buscaba.
—Amó. Odió. Mató y concedió el perdón y la vida. Despreció y también se hizo dependiente de ellos. Durante años. Siglos. Milenios.
—Y no se encontró. Si se hubiera encontrado, no habría sido expulsada de Nos. Y tú ahora no seguirías perdida —sonríe la doctora.
La emperatriz llega al final del sendero y se vuelve.
—¿Por qué insistes en nuestra desgracia?
* * *
—Ah… Un ciclo ha terminado y habéis vuelto.
El hombre está sentado en una roca junto al arroyo que golpea como cristal contra piedra. Sus ojos marrones contemplan la belleza perfecta de ambas.
—Estás rígida, emperatriz —constata la doctora. Las pestañas almendra la vuelven a mirar entrelazadas y levemente rígidas—. Defensa y ataque al mismo tiempo —insiste—. Mala forma de encontrarse a uno mismo… —Luego se vuelve hacia el hombre, y le dice:
—El ser humano es débil. Su fuerza reside en el control de su debilidad. Voluntad: el ser humano, realmente, no es más que la voluntad que consiga tener.
El hombre sonríe mientras las escucha, y, al mismo tiempo, tiembla de frío y humedad.
—¿Crees que deberíamos eliminarlo, como hicimos con su Umma para que murieran de hambre nuestros machos? —anuncia la emperatriz, mientras alza el brazo sobre sus pechos desnudos para apuntarle. La uña delicadamente pulida recoge el brillo de los rayos del sol como una pulida lápida. La doctora responde con suavidad:
—Sigues sin entender nada. No tenéis solución, magníficas víboras de las formas.
—No puedes matarte a ti misma —interviene el hombre.
—Explícate.
—Con sumo placer, emperatriz. Habéis intentado matar a los humanos, amar a los humanos, copiar a los humanos, mezclaros con los humanos… Habéis establecido a los humanos como vuestra razón de ser, hipnotizadas por lo que esta especie tan inferior posee y vosotras no. Os habéis convertido, por tanto, en menos de lo que érais al principio. Ahora, no sois más que un sueño.
—Cómo te atreves.
—Hice un buen trabajo: hasta las muecas te sientan bien —sonríe el hombre—. He terminado el ciclo. Sólo eres un sueño que vuelve a mí. Un sueño que ni siquiera ha descubierto que no sabe que lo es. Tienes miedo.
—No… ¿No?
—De no encontrarte nunca, magnífica víbora de las formas, la que adopta todas las formas pero ninguna a la vez que otra, por tanto, sin forma. No puedes encontrarte a ti misma porque no eres humana. No tiene sentido aquello que buscáis, pero os habéis definido en base a eso solamente. Qué terrible error.
La piel de la emperatriz se arruga por el frío de fuera y de dentro. El brazo tendido se agazapa de nuevo bajo la cascada de cabellos almendra.
—¿Estás desafiándome? Puedo bailar la danza de la muerte para ti, hombre.
—El ser humano es el conglomerado definitivo —interrumpe la doctora mientras forma un dibujo en el suelo con las hojas caídas de los árboles, agazapada tras una cascada de cabellos negros—. Todas las formas están en él. Es la multiforma incoherente pero duradera, el conglomerado último.
—¡Cállate! ¡No haces más que repetirte sin llegar a ninguna parte! —grita la emperatriz.
—Las víboras de las formas —continúa la doctora, haciendo caso omiso— no reúnen las apariencias que adoptan. Cambian de una a otra sin mezcla alguna. Esa es la debilidad de las víboras de las formas.
—Como todos los seres débiles, en tu debilidad es donde debes buscar tu fuerza —concluye el hombre—. Me gusta la compañera que habéis creado…
—No es tan fácil —protesta la emperatriz—. No puedes encontrar nada si tienes que encontrarlo todo de golpe.
—¡Buen intento! —exclama la doctora.
La emperatriz piensa en silencio. Se acerca al hombre y las uñas afiladas acarician su rostro con delicadeza, que aparentemente responde al contacto.
—No me lo pones más fácil que en todos los milenios anteriores —dice.
—Esta vez no había monjes, ni niñas, como en el primero. Nada más que tú, en realidad. Ya es un avance.
La proyección que hasta entonces tenía el cuerpo de la doctora se desvanece en el aire como si no hubiera consistido más que en una nube de rocío. La recreación de la abadía donde todo comenzó se va transformando también en tramas regulares y líneas de perspectiva, que se fugan hacia ninguna parte. El sol y la luz se van apagando. La emperatriz parece dudar también, pero aguanta un poco más.
—Un beso.
Cuando sus labios se apartan de los de su creador, la víbora de las formas desaparece. El hombre se yergue entonces y continúa su ascenso por el arroyo, hacia la cueva donde tiene sus sueños y luego los escribe.
© Copyright de Juan Antonio Fernández Madrigal para NGC 3660, Enero 2018