VI: SECUELAS
Por Magnus Dagon
La primera página tenía una sola frase: «Entonces, una
bonita mañana de octubre, la Tierra Moribunda se tragó
sus propias entrañas, se sacudió en un espasmo final
y murió». Las restantes doscientas noventa y nueve
páginas estaban en blanco.
Dan Simmons. Hyperion
Sinceramente, espero que si alguno de los que lee esto triunfa en el difícil mundo de la literatura no tenga que tomar la visceral decisión que tomó Martin Silenus, uno de los personajes de Hyperion y narrador de las líneas superiores, cuando su editorial le obligó a escribir la décima continuación de su mayor éxito. Pero seamos realistas y conozcamos el mundo en el que nos ha tocado vivir: las editoriales, como toda empresa, quieren rentabilidad. Necesitan rentabilidad. No es de extrañar por tanto que las continuaciones de libros campen por sus anchas en los estantes de las librerías. Mientras haya alguien dispuesto a comprar la enésima parte de la saga en cuestión seguirán apareciendo. Es por eso que en este artículo trataré de dar alguna vaga y pobre idea acerca de cómo inspirarse en lo que ya ha sido escrito, no sólo por uno mismo, sino por otros también, sin que eso tenga por qué llamarse plagio.
Antes que ninguna otra cosa, mencionar que el fenómeno de las continuaciones no está sólo supeditado a la ciencia ficción y la fantasía, ni muchísimo menos. Hace ya bastante tiempo escuché a alguien de opinión respetable (la verdad, no recuerdo quién era) soltar la perla de que la ciencia ficción y la fantasía son literaturas de menor calidad debido a que se hacen continuaciones, y continuaciones, hasta agotar las ideas y hacer que sean de ínfimo valor literario. La verdad es que el comentario me resultó, cuanto menos, desafortunado. Vamos a ver, eso no ocurre sólo con la fantasía y la ciencia ficción, ocurre con todos los géneros literarios. Sin ir más lejos me viene a la cabeza, como me vino por aquel entonces, La Mano del Muerto de Alejandro Dumas, continuación del El Conde de Montecristo. El Conde de Montecristo es un libro que me gustó no mucho, muchísimo, y a pesar de eso no tuve la más mínima intención de leer la segunda parte, entre otras cosas, porque me parecía innecesaria.
De todos modos, es muy posible que en el pasado las continuaciones fueran algo más inusuales (aunque Homero ya echara mano de ellas en la Ilíada y La Odisea), pero eso se debe, simplemente, a que desde un punto de vista comercial las cosas han cambiado mucho para los libros. Si un libro como el Código Da Vinci resulta rompedor, no van a dejar en paz a Dan Brown hasta que prosiga con las aventuras y desventuras de Robert Langdon. Ya ocurrió en el pasado con Arthur Conan Doyle y Sherlock Holmes, y me disculpo previamente por comparar a semejante mito de laliteratura con el acartonado y lelo protagonista de los libros de Brown. Doyle estaba harto de Holmes, su criatura estaba minando el resto de su trayectoria literaria hasta tal punto que decidió que había llegado el momento de matarle de manera épica y apoteósica. Para ello escribió El Problema Final, un apasionante relato corto en el cual introduce a la famosa Némesis de Holmes, el matemático y genio criminal Moriarty, y les enfrenta en un combate a muerte en las cataratas de Reichenbach, en Suiza. Pero los lectores no permitieron a Doyle cumplir con su deseo. Finalmente Sherlock Holmes fue resucitado, y el desdichado autor tuvo que resignarse a la evidencia de que había perdido un pulso contra su propio personaje. Hay quien dice que a J.K. Rowling va a pasarle algo parecido con Harry Potter. Que está proclamando a los cuatro vientos que sólo habrá siete libros del joven mago de Hogwarts y que la presión la obligará a tener que rendirse de modo parecido a como se rindió Sir Arthur Conan Doyle. Es algo que, de todos modos, acabaremos por descubrir tarde o temprano.
Bueno, el caso es, que me desvío, que eso de continuar y defenestrar los libros no es exclusivo ni de la ciencia ficción ni de la fantasía. Y ahora es cuando le doy la vuelta a la tortilla, de hecho: la ciencia ficción y la fantasía no sólo se autoalimentan, sino que ésa es una de sus mayores virtudes. No me refiero a la millonada de capítulos de Star Trek o Expediente X que existen, sino a algo más sutil, más filosófico.
Centrémonos en la ciencia ficción por un momento. La ciencia ficción, como género literario, es puramente especulativo. Tiene mucho, muchísimo en común con la manera en que los matemáticos trabajamos: ponemos unas premisas, unas hipótesis, y llegamos a una conclusión a partir de ellas. Cuando eso pasa en matemáticas lo llaman teorema; cuando eso ocurre en ciencia ficción lo llaman relato. Es, como me gusta definirla, la fantasía del científico, en tanto que busca empujar un poco más allá los límites actuales del conocimiento y llegar a imaginar inventos, sociedades o mundos que son, pudieron haber sido o serán remotamente probables.
El caso es que en las matemáticas, como en muchas otras ciencias, uno no vive aislado en su burbuja si es que desea realizar una aportación a su cuerpo de teorías. Debe conocer el trabajo de otros, y más aún, debe emplearlo en su propio provecho. Una vez un investigador me dijo que cada científico es como una persona que aporta granitos de arena. Unos aportan muchos, otros unos pocos, cada uno en la medida de sus posibilidades, pero entre todos creamos la montaña. Aunque el símil me gustó, prefiero pensar en la construcción de una casa. Una vivienda es mucho, mucho más que acumular ladrillos y cemento; cada uno que trabaja en ella debe conocer lo que los otros han hecho, no todo, pero sí lo que a él le concierne, y no podría hacer nada trabajando de manera individual. Digamos que si consideramos a la ciencia ficción de tal manera, pienso que editores como Hugo Gernsback y John Campbell son los que tuvieron la idea de construir la casa, otros como A.E. Van Vogt, Isaac Asimov y Robert Heinlein pusieron los cimientos (muchas veces animados y ayudados por los anteriores) y luego, poco a poco, las posteriores generaciones continuaron con su trabajo.
De ese modo, en la ciencia ficción y la fantasía existe, digamos, una especie de hermanamiento de ideas como no la hay en otros géneros de la corriente literaria principal. Pensemos en un maravilloso constructor (perdón, quiero decir escritor) llamado Karel Capek. Este hombre fue el autor de RUR, un libro donde aparece, por vez primera, la palabra robot, un vocablo checo que quiere decir trabajo. Después llegó Asimov con “Yo, Robot” y revolucionó el género gracias a sus famosas tres leyes de la robótica. ¿Debería haber denunciado Capek a Asimov por plagio? Por Dios, no, al menos esa es mi opinión; me parece tan absurdo como que H.G. Wells registrara los derechos de autor de la invención de la máquina del tiempo (y de hecho no fue él el primero en idearla). Entre ambos nació algo que por separado tal vez no hubiera existido jamás. El buen doctor cogió las ideas de RUR y prosiguió con ellas. En la casa del párrafo anterior, Asimov puso un ladrillo sobre Capek, del mismo modo que William Gibson, con el Neuromante, lo hizo sobre Alfred Bester con El Hombre Demolido, novela precursora del cyberpunk.
Siguiendo en esta línea los ejemplos son inagotables, pero uno que adoro en especial es el del ansible, porque más literal y claro que éste hay pocos. El ansible, como muchos lectores de ciencia ficción saben, fue un trasto inventado por Ursula K. Le Guin cuya premisa básica consiste en que podemos transmitir de manera instantánea mensajes a todo el universo a pesar de no poder viajar más deprisa que la luz. Como bien apunta la enciclopedia Golwen, eso provoca curiosísimas paradojas como, por ejemplo, que sea posible enviar mensajes del futuro al pasado, o que si recibimos un mensaje de un planeta en plena guerra interna, para cuando lleguemos a ayudar a los defensores de la justicia y el bien nos espere un dictador que lleva décadas establecido en el poder.
El caso es que el ansible, lejos de ser fruto exclusivo de su creadora, ha sido utilizado por muchos otros autores. Personalmente yo sólo lo he visto en El Juego de Ender y La Voz de los Muertos de Orson Scott Card, donde recibe el mismo nombre y función, pero al parecer, y siempre según Golwen, otros autores han sido Elizabeth Moon, L.A. Graf, Vernon Vinge, Dan Simmons y Philip Pullman.
De modo que, después de estos preliminares, trataré de contar algunas maneras posibles de aprovechar el trabajo de otros:
1) Trabajemos en equipo. Ideal si tienen amigos escritores que poseen inquietudes creativas similares. La idea es simple: la unión hace la fuerza. El asunto es que en torno a una idea básica, tal vez incluso en torno a un relato básico, se amplía el mundo, o el concepto, o la premisa del mismo hasta crear todo un nuevo cuerpo argumental, rico en variantes. Mucho ojo, no me refiero a lo que han hecho Brian Herbert y Kevin J. Anderson con Dune o a las continuaciones de Fundación más allá de la muerte de su autor, que ya en vida había sido presionado para proseguir la inacabable saga. En esto, el autor está vivo y bien vivo, y es un participante activo del experimento, por lo que no se corre el riesgo de traicionar su espíritu. O al menos, si muere, él ya da su consentimiento para que se siga con la historia.
Las ventajas de este procedimiento son que al haber más cabezas pensantes la riqueza de ideas es inmensa. Por otro lado, la variedad de estilos literarios y la diferenciación entre unos y otros puede dar lugar a una riqueza literaria enorme. El mejor ejemplo que se me ocurre son, sin lugar a dudas, los mitos de Cthulhu. Si bien nadie duda que semejante bombazo es obra del maestro del terror H.P. Lovecraft, un hombre dotado de tanto talento que fue capaz de hacernos creer que el Necronomicón fue en verdad un libro escrito por un árabe loco durante las cruzadas, sus amigos escritores, entre los que se encuentran Robert E. Howard y Clark Ashton Smith, fueron con toda seguridad parte importante del proceso. Con el paso de los años se ha llegado a conformar lo que se conoce como los mitos de Cthulhu, y en verdad son una mitología, porque al ser obra de varios autores existen distintos puntos de vista, distintos aspectos, contradicciones e incluso varias versiones de un mismo hecho, aspecto esencial de una mitología que un solo autor nunca suele tratar. Tolkien creó un mundo increíble, pero su solidez lo hacía, a veces, demasiado hermético. Si quieren imitar a Tolkien, más que crear un mundo enorme del que es casi imposible saberlo todo, mejor trabajen con otros. Eso sí, si cada uno de ustedes trabaja tan duro como lo hacía el propio Tolkien, entonces me avisan, porque el resultado quiero leerlo con mis propios ojos.
2) Cambiemos ideas. Esta es, para mí, una de las maneras más hermosas de trabajar con otros. Hasta tal punto se confía en el potencial socio, que le ofreces una de tus ideas, ni más ni menos, y él hace lo propio con la suya. La primera ventaja es que quieres hacerlo bien y eso hace que te lo tomes muy en serio, por lo que, por lo menos, se empieza con las pilas cargadas. La segunda ventaja es que el resultado, desde un punto de vista creativo, gana considerablemente. Uno puede pensar que si cogemos dos ideas, las cambiamos y luego trabajamos sobre ellas, no van a diferir tanto del hecho de que cada uno trabajara en la suya por separado. Al fin y al cabo, es algo así como si cada autor trabajara a medias en su relato, mientras que del otro modo lo haría en su totalidad. Bueno, eso no es así. En absoluto.
En primer lugar, desarrollar una idea entre varios lleva más lejos que entre uno solo. En general me gusta mucho contar a mis amigos (sin darles mucho la paliza, claro) aquellas ideas en las que estoy trabajando. Al hacerlo, no sólo se me aclara la cabeza (la mejor forma de ver si una idea funciona es ver si puedes vendérsela a un oyente y captar su entusiasmo), sino que el receptor de tu cháchara te sugiere alternativas. Si tuviera que enumerar una lista de los relatos que han recibido aportación externa de algún amigo con alguna clase de sugerencia, creo que acabaría antes si directamente enumerara todos los que he realizado. Y mis amigos no se dedican ni siquiera a escribir, pero es que yo soy de los que piensan que en cuanto tienes un poco de curiosidad por el mundo que te rodea las ideas empiezan a aflorar por sí solas. Hay mucha gente que, al saber que escribo, me dicen algo del tipo «pues hace tiempo que tengo una idea que consiste en…». Esa clase de gente podría desarrollar la idea por sí sola, pero si no lo hacen es porque les falta la otra cualidad que considero esencial para escribir: necesidad de comunicar a otros. Pero creo que me estoy desviando del tema central.
Orson Scott Card decía que la mayoría de sus relatos y libros al final nacen como unión de más de una idea. No se debe confundir unión con suma; contar varias cosas en un relato suele inducir a confusión y el lector se pierde (cosa que, en un libro, es sin embargo más flexible; ahora mismo, sin ir más lejos, recuerdo El Club Dumas de Arturo Pérez Reverte, con dos tramas paralelas). La unión consiste en que las ideas se funden al final en una sola. Esta clase de efecto se puede conseguir al cambiar las ideas con otros. Hay que renunciar a algo, no obstante. El receptor puede desvirtuar el germen inicial hasta tal punto que lo hace irreconocible. Es por eso que si uno desea donar una idea a otro, que sea algo que no ha desarrollado demasiado, o bien que haya decidido abandonar, o bien que no considere adecuado a su estilo. Pero si ya la tiene encarrilada, entonces es probable que lo pase mal al ver lo que otro hace a su «criatura».
Un ejemplo curioso de esto es uno de los experimentos más maravillosos que he visto jamás, y se trata de un videojuego llamado The Dig. Este videojuego partió de una idea de Steven Spielberg, que quería hacer con él uno de sus famosos Cuentos Asombrosos, pero se disparó el presupuesto y consideró que merecía un tratamiento más notable que ser reducido a media escasa hora de duración. En eso que años después decidió pasarle el testigo a George Lucas, quien, por medio de Lucasarts, la compañía de videojuegos responsable de verdaderas obras maestras en el género de la aventura gráfica, llevó el proyecto a buen puerto, contando para ello entre otros con Orson Scott Card a los diálogos. El videojuego, con una música bellísima y una escenografía magistral, fue un éxito rotundo y se considera todo un clásico, hasta tal punto que hace pocos meses se reeditó. Pero la cosa no quedó ahí, y el escritor Alan Dean Foster noveló el juego, creando un libro más que correcto, de gran calidad. Algunos rumores apuntan a que Lucas y Spielberg planean llevarlo a la gran pantalla, pero los rumores, como siempre ocurre con estos dos pequeños emperadores del celuloide, son débiles y escasos.
3) ¿Qué hubieras hecho tú? Creo que con eso está clara la idea. Regresar a los clásicos, al trabajo de otros, pero desde un punto de vista crítico. No continuar, sino recrear. Ser original, que no quiere decir hacer algo nuevo, sino volver a los orígenes. Aunque puede parecer que uno tiene la mitad del trabajo resuelto, en realidad no es tan fácil. Hay que tener la suficiente vista como para extrapolar lo que uno desea tratar desde una óptica distinta (robots, viajes en el tiempo, elfos con espadas…) y no recurrir a una mera repetición de ideas.
Hubo un tiempo en que llegué a pensar que todo escritor de ciencia ficción debería crear su propia historia de robots, su propia historia de viajes en el tiempo, su propia historia cyberpunk, etc. Como si estuviera obligado a hacer crecer un poco más esos pilares básicos. Ahora no creo que tenga que ser así, pero sí que considero formativo para el autor que, al menos, se plantee cómo lo haría si alguna vez se pusiera a ello. Sobre todo, porque de ese modo puede ser capaz de identificar su propio estilo, puede ver que aunque está apoyado en temas que, incluso, son considerados agotados por muchos, el mero hecho de ser él y no otro el que los aborda ya les otorga un estilo irrepetible.
Más aún, cambiar de estilo puede ser lo innovador. La impronta personal puede bastar para otorgar interés a una idea repetida hasta la saciedad.
Por poner un ejemplo personal (me he ido resistiendo, sí, pero ya no puedo más), siempre he sentido admiración por un relato de Brian Aldiss llamado “El Botón de Pausa”, donde describía un aparato que frenaba el primer impulso inicial de adrenalina cuando uno está, como se dice, a punto de estallar. El relato era de un optimismo incluso atípico en la ciencia ficción: el índice de maltratos a mujeres descendía, el tráfico era más civilizado, las relaciones entre personas habían mejorado hasta niveles inimaginables. Quise regresar a dicha idea, pero con mi estilo propio, y justo al revés que Aldiss, le imprimí un toque terrorífico y fatalista. No por eso plagiaba a Aldiss, ni mucho menos. Tampoco trataba de contradecirle (adoro, de hecho, su visión esperanzadora). Sólo intentaba enfrentarme a la idea desde mi propio punto de vista.
4) Autorreciclaje. Ya puestos, ¿por qué no regresar a las propias ideas de uno? Eso sí, hay que tener mucho sentido crítico, e incluso cierto sentido del humor y del ridículo, para ser capaz de partir de cero a partir de las propias ideas. Sin embargo, afortunadamente, la gente cambia, y su manera de ver las cosas también, por lo que echar la mirada atrás sobre un relato no quiere decir, ni muchísimo menos, que lo anterior nos parezca malo. De todos modos esto es muy personal de cada escritor. Hay quien dice que una vez acaba algo no puede ni leerlo (como García Márquez) y otros, sin embargo, lo retocan de manera casi compulsiva (como hacía Ernest Hemingway). Yo me refiero a un término medio.
Por otro lado, está la posibilidad de desarrollar argumentos que en relatos previos no eran más que historias tangenciales. Otra cosa que es posible hacer es, si uno no está muy seguro de cómo va a funcionar cierto personaje o idea, tratar de recrearlo en un relato corto para ver si sabe darle el toque adecuado o cómo de cómodo se siente con ello. En el fondo, claro, pretendes de ese modo basarte en ti mismo en el futuro, aunque lo hayas orquestado todo para que sea adrede.
Y por último, antes de despedirme, mencionar un libro que para mí resulta el mejor ejemplo de cómo el hecho de que un autor continúe la obra de otro no siempre es sinónimo de mediocridad. Me refiero a La Esfinge de los Hielos de Julio Verne, secuela de La Narración de Arthur Gordon Pym, la única novela de Edgar Allan Poe, en la cual el genio del terror, a través de un extraño y críptico final, invitaba a los novelistas a que la continuaran. Verne recogió el testigo y se supo mantener a la altura y, más aún, fue fiel por completo a su propio estilo sin traicionar el de Poe.
Y esto es todo por ahora. Hasta la próxima y, como siempre, espero haber resultado de ayuda a algún autor a la caza y captura de nuevas motivaciones artísticas.
© Copyright de Magnus Dagon para NGC 3660, Agosto 2016