Por J. E. Álamo
Introdujo la llave con suavidad sujetando el resto del manojo para que no hicieran ruido al entrechocar. Se atrevió a esbozar una leve sonrisa, parecía que iba a conseguirlo. Entornó la puerta aguantando la respiración y, asomándose a la oscuridad del interior, se dispuso a accionar el interruptor. Justo en ese instante la oyó detrás de él, una respiración asmática y el olor, la peste que le envolvió como un sudario.
—Buenas, vecino. Hoy llega pronto del trabajo.
Dio la vuelta encarándola con una forzada sonrisa que no le llegaba a los ojos.
—Buenos días, doña Pasi —Pasi de qué, le había preguntado en una ocasión, pero ella había ignorado la pregunta por lo que no insistió—. Ya ve, el jefe que nos ha soltado antes. Je, je.
Se quedó mirándola como un niño pillado en falta, las llaves seguían colgando de la cerradura y oscilaban tintineando en el espeso silencio que abrazó a los dos: Él cabizbajo, intentado hallar una excusa para meterse en casa, ella con una sonrisa que dejaba sus encías desnudas al descubierto.
—¿Recuerda lo que me prometió?
—Eh, no. Bueno, sí, pero no voy a poder…
El rostro de ella se frunció por completo acusando hasta lo indecible su arrugada expresión. Chasqueó la lengua impaciente—. Ve-ci-no —pronunció lentamente—. Ve-ci-no —No tuvo más remedio que alzar la mirada. Los enrojecidos ojos de la vieja le taladraron.
—Me lo prometió, el chiquillo está esperando.
Se maldijo de nuevo. Hacía meses que la vieja le atosigaba para que pasara un día a casa, para que jugara con su chiquillo. Al principio lo tomó a broma, pero la insistencia de la mujer no daba lugar a bromas. Cuando ella le comentó que tenía un niño, de un pariente lejano que falleció. —Lo tengo a mi cuidado. Y padece una rara alergia que le impide salir a jugar con los demás niños —explicó ella compungida. El le ofreció su expresión más solidaria, aunque por dentro sintiera un escalofrío al pensar en qué consistiría esa rara enfermedad. Luego añadió, tal como le habían enseñado desde pequeño, que si él podía hacer algo…
—Lamentablemente no tengo hijos —concluyó—, soy soltero.
A ella se le había iluminado la cara. —¡Claro que puede! Pase un día a jugar con él. Le encantará. No tema por su enfermedad, es una alergia, pero nada contagioso, se lo aseguro. Recibimos tan pocas visitas —comentó ella con un tono tan triste que él no tuvo más remedio que aceptar, aunque con vaguedad en cuanto a cuándo haría efectiva su promesa.
Sin embargo, a partir de entonces, ella comenzó a atosigarle. Parecía esperarle cuando llegaba de la calle y raro era el día en el que apenas había introducido la llave en la cerradura y no oía el inconfundible Buenas, vecino, acompañado del hedor que salía de la casa: olor a viejo, decrepitud, cosas podridas y algo más profundo que le provocaba desasosiego.
—Vamos vecino. Sólo será un rato. El chiquillo lleva tanto tiempo esperando —la mujer se retorció las manos, ansiosa—. Ya sabe cómo son los críos…
—De acuerdo —accedió él llevado por la promesa. Venga, pensó, jugaré un rato con el puñetero crío y luego si te he visto no me acuerdo—. ¿A qué le apetece jugar? Tengo un ajedrez por ahí y un parchís —se detuvo indeciso—. ¿Qué edad tiene? No soy muy bueno para estas cosas…
Ella le tomó del brazo con una mano seca y de uñas negras y resquebrajadas. —No se preocupe por eso, vecino. A él le encanta jugar al escondite. Está duro, vecino —observó ella.
—Voy al gimnasio —respondió él, sorprendido ante el comentario.
Ella farfulló algo por lo bajo y tiró de él. Se dejó arrastrar al interior de la vivienda donde siguieron un corredor que se adentraba en la oscuridad. Le pidió que encendiera la luz.
—Oh, no puede hacer eso vecino. La alergia, ya sabe. Entre otras cosas, no soporta la luz.
—Como en «Los Otros».
—¿Eh?
—Una película, «Los Otros», ya sabe… Nada, déjelo —sentenció ante el silencio de la otra—. Oiga, no sabía que su piso fuera tan grande —comentó al ver las vueltas y revueltas que daba el pasillo. Pasaron por varias puertas, todas cerradas y ante ninguna se detuvieron.
—Sí, esto, lo reformé… por el chiquillo —respondió ella con tono distraído. La observó, tenía la mandíbula tensa y le apretaba el brazo hasta el punto de clavarle las uñas. Iba a pedirle que hiciera el favor de soltarle, cuando llegaron a un distribuidor. Una vela era la única luz. El hedor había aumentado hasta el punto de obligarle a llevarse la mano a la boca.
—¿Tiene aquí al crío? Por el amor de Dios, el olor… se interrumpió, ella le había soltado y se escurría por el pasillo por el que habían llegado no sin antes apagar la vela.
—Pero, ¿qué hace?
—No se preocupe —le respondió ella. Su voz le llegaba de lejos—. El chiquillo sabe que está aquí. Enseguida saldrá a conocerle. Procure esconderse bien, que le cueste encontrarle…
Doña Pasi corría por el pasillo, no quería estar allí cuando comenzara, a él no le gustaba que estuviera presente cuando jugaba. Los primeros gritos comenzaron cuando llegaba al vestíbulo. Se vieron pronto acallados, dando paso a los crujidos. Ella se cubrió los oídos musitando con lágrimas en los ojos.
—Hasta cuándo, hasta cuándo.
Al cabo de un tiempo en que la casa quedó de nuevo en silencio, oyó que él le llamaba. Sabía que no estaba contento, esperaba que no la castigara.
***
—Buenas, vecinos.
La familia se giró sorprendida por la repentina voz. Doña Pasi se presentó a los nuevos ocupantes del piso y como buena vecina, se ofreció para lo que hiciera falta. Los vecinos correspondieron a su vez con el mismo cortés ofrecimiento. Luego la anciana paseó su mano sana, la otra lucía un aparatoso vendaje, por la cabeza del hijo, un muchacho de unos doce años de edad.
—Tienes que conocer a mi chico —sonrió a los padres—. El hijo de un pariente, murieron y soy su única familia. Le encantaría jugar contigo, ¿sabes?
El chico miró a los padres, le gustaba la idea. Eran nuevos en la ciudad y no conocía a nadie. El padre contestó que eso estaría muy bien, que por qué no se presentaban ya—. Ya sabe, Pasi —Pasi de qué, se preguntó— los críos no tienen problemas para hacer amistad.
La vieja negó con la cabeza. —Me temo que hoy no se encuentra muy bien. Algo que comió no le sentó muy bien.
La madre asintió comprensiva—. Sí, comen cualquier porquería.
—Cierto —asintió la vieja—. Sin embargo, le he prometido que ahora comerá mucho mejor —volvió a acariciar al hijo con ternura—. Mucho mejor, ya lo creo.
© Copyright de J. E. Álamo para NGC 3660, Junio 2017