Toda esta increíble historia comenzó de la forma más inocente y caprichosa que imaginarse pueda. Los Kent, una familia honesta y decente como pocas, tuvieron que marchar de forma precipitada y abandonar la pequeña ciudad a raíz de cierto estúpido incidente sin importancia, relacionado con una leve disputa casera. El minúsculo altercado se saldó con dos familiares muertos y otros cuatro heridos graves, por lo que la noticia ni tan siquiera fue tenida en cuenta para la edición del Telediario de las nueve. Todo ello, con ser monótono y carente de interés, nos sirve para llegar al meollo del asunto: la casa de los Kent fue puesta en venta y, dos semanas más tarde, una nueva familia ocupaba el lugar.
Resultaron los nuevos inquilinos una gente no en exceso habladora, aunque con una apariencia amable, tranquila y cortés. Sus miembros se componían de un matrimonio todavía joven y de dos hijos de unos diez a doce años, respondiendo todos ellos bajo el patronímico común de Parker. La mujer, una rubia teñida que pestañeaba de forma continua con un inusitado furor, pronto se dio a conocer entre el vecindario al conseguir estrellar su utilitario al tercer día contra la enorme marquesina de la parada del autobús. Aquel pequeño percance sirvió para que su vecina, la señora Murdock, a pesar de su manifiesta miopía, se prestara a declarar como testigo en su favor y la invitara a tomar una copita de brandy en su cocina con un fin exclusivamente medicinal. Las dos mujeres acabaron vaciando una botella entera y se distendieron en consideraciones personales sobre sus respectivos cónyuges. No es de extrañar, pues, que al día siguiente todo el barrio supiera que el señor Parker resultaba un individuo algo raro y que su santa esposa se encontraba en un gran estado de desesperación y a punto de abandonarle de forma definitiva por el peculiar y extraño comportamiento que observaba aquel hombre. Al parecer, como la mismísima señora Parker había confesado entre sollozos, aquel era el tercer cambio de residencia que había efectuado la familia en lo que iba de año. Resultaba que, en cuanto las anteriores comunidades descubrían las peculiares aberraciones inherentes en el comportamiento del señor Parker, éste y su familia eran conminados a abandonar de inmediato las comarcas donde estaban asentados.
Ante semejante noticia tan alarmante, todos los vecinos de la zona se sintieron inquietos y preocupados. ¿Qué clase de horribles y macabras atrocidades debía cometer aquel personaje siniestro para ser considerado como persona non grata en todos los lugares por los que había pasado? De inmediato se procedió a convocar una asamblea extraordinaria de vecinos, aprovechando la fortuita circunstancia de que en el cine del barrio proyectaban un festival con todas la películas de Rambo y la asistencia quedaba garantizada. El alcalde, quien también habitaba en aquella zona, asistió en persona para presidir la asamblea, aunque advirtió que todo aquello resultaba informal. Era un cincuentón rubicundo y enorme que ostentaba la fama de haber violado a varias criadas e, incluso, al gato persa de una de ellas. Cuando acabó la proyección y se encendieron las luces, se alzó con solemnidad de su asiento y, carraspeando para llamar la atención, tomó la palabra.
—Todos sabemos el motivo de esta reunión —anunció con gesto adusto—, pero ante todo debo aclarar que, sin saber nada en concreto de las actividades de nuestro nuevo vecino, no podremos adoptar ninguna medida legal de presión.
—¿Y eso qué importa? —tronó la furiosa voz del señor Wayne, un potentado que se había hecho de oro explotando a una colonia de negros, a quienes pagaba sueldos de verdadera miseria—. Yo tengo hijas pequeñas y no estoy dispuesto a exponerlas a ningún tipo de contacto con un loco pervertido.
—Podemos hacer como con aquel grupo de feriantes, el año pasado —arguyó el señor Xavier, otro prohombre del lugar—; les sacamos de la comarca a golpes de palo y no se han atrevido a volver más por aquí.
—Pero Paker puede tener influencias —objetó el alcalde—; vale más que actuemos sobre seguro. Necesitamos descubrir qué es lo que hace antes de tomar una decisión.
—Estoy de acuerdo —le apoyó el señor Summers, quien gozaba de fama de tener buen ojo en los negocios, aunque estos no fueran muy limpios—, después de todo puede que nuestro nuevo vecino no sea una mala persona. Yo conozco a más de uno que pega a su mujer y no por ello pienso que debiéramos echarle de nuestro vecindario. Son cosas de la vida.
—Por supuesto —asintieron los demás, medio convencidos ante aquellos excelentes argumentos.
—Propongo que enviemos un…ah…espía para que observe a Parker y así descubriremos si sus actividades son inocuas o realmente es un ser depravado.
La propuesta fue aceptada sin vacilar y se designó al señor Murdock, debido a ser el vecino de al lado, para que aquella noche se acercara y observara todos los movimientos del sospechoso. El designado aceptó a regañadientes, a pesar de que precisamente no resultaba conocido por ser un hombre sin miedo. Pero como no se atrevió a llevar la contraria a la mayoría, hizo de tripas corazón y se dispuso a cumplir el encargo. Horas más tarde, el personaje se deslizaba de forma subrepticia rumbo a la casa de los Parker. Fue la última vez que alguien vio vivo al pobre Murdock. A la mañana siguiente fue encontrado su cadáver en el jardín de los recién llegados, cerca de una ventana. El forense dictaminó que el hombre había fallecido a consecuencia de un tremendo shock, desencadenante de un paro cardíaco. En otras palabras, había muerto de terror.
Esta vez los vecinos se reunieron en el Ayuntamiento, a puerta cerrada. Una opresiva atmósfera de preocupación volaba por encima de sus ceñudas cabezas.
—Murdock no era un hombre muy valiente —murmuró Wayne—, pero de eso a morir de miedo hay todo un abismo. Debió ver algo en verdad horrible para acabar de aquella forma. Yo vi su cara y les aseguro que estaba por completo desencajada.
— Cierto —confirmó Xavier—, no podemos tomarnos a broma este trágico suceso. Ese Parker debe ser un individuo muy peligroso.
—He estado realizando indagaciones —manifestó Richards, el alcalde—, y la verdad es que he descubierto datos muy curiosos. Ese tal Parker no suele practicar ningún tipo de deporte, ni tan siquiera ha solicitado una licencia para portar armas de fuego. No pertenece a ningún club de veteranos ni acostumbra a frecuentar bares o tabernas. Le he visto varias veces jugando con sus chicos en el jardín y nunca a juegos bélicos. Por otra parte, me he enterado que no tienen televisión ni vídeo en su casa y que suelen salir a pasear por lugares descampados y solitarios. El tipo, por lo demás, parece algo misterioso: no fuma ni bebe y jamás le hemos visto sonreír o flirtear con la criada.
—Es curioso —manifestó Wayne, estremeciéndose ante aquellos extraños hechos—. Por mi parte he descubierto que cada noche se encierra en una habitación de la casa y, bajo la única luz de una lámpara, pasa grandes horas en silencio ocupado en alguna misteriosa tarea.
—¡Esa es la habitación bajo cuya ventana hemos encontrado el cadáver de Murdock! —tronó Xavier con un frenético bramido.
—Entonces resulta evidente lo ocurrido — resumió Richards, el más inteligente del grupo—, nuestro fallecido amigo vio lo que ese pervertido realizaba en su guarida y murió bajo la impresión.
Los cuatro prohombres se contemplaron en silencio, indecisos ante aquel cúmulo de fantásticas e inquietantes noticias. Por fin fue Summers quien tomó la palabra.
—Supongo que debemos ir todos juntos esta noche —manifestó con resolución—, entre los cuatro superaremos sea lo que sea y acabaremos con esta horrible situación. Llevaremos armas y no dudaremos en utilizarlas si es necesario.
Los demás asintieron en un sombrío silencio. Algo les decía que aquella iba a ser la aventura más peligrosa en la que iban a verse metidos. Tal vez, cuando volviera a despuntar el sol, alguno de ellos no estaría con vida para contarlo.
Se encontraron cerca de la casa de Murdock cuando el reloj del campanario hacía sonar sus doce tañidos. Se estrecharon las manos en silencio, demasiado emocionados para articular palabra, y emprendieron la marcha hacia la horrible morada de aquel extraño y bestial ser que les atemorizaba. Wayne iba a la cabeza, sus duras pupilas perforando la noche, mientras Richards, Xavier y Summers le seguían de cerca con los labios apretados en una común y fina línea de pétrea determinación. Estaban dispuestos a enfrentarse al horror, cualesquiera que fuera éste, y vencerlo por el bien de toda la comunidad.
No tardaron en llegar ante el jardín de la casa de los Parker. Con gesto nervioso, saltaron la pequeña cerca y atravesaron el mullido césped en dirección hacia la oscura edificación. Observaron en silencio que no había el menor atisbo de luz en toda la planta. De súbito, Wayne se puso tenso y señaló con trémula mano hacia delante. Los demás miraron hacia allí y sintieron una misma oleada de pánico recorrer sus espinas dorsales. Frente a ellos se hallaba la ventana bajo la que había aparecido el cuerpo sin vida de Murdock. Una gruesa cortina la cubría por completo, pero a pesar de ello una tenue hilera de luz se escurría por entre una rendija, indicando que había alguien dentro de la habitación.
Se acercaron nerviosos e intranquilos hasta tocar con la mano la cortina. Como se trataba de una calurosa noche estival, la cristalera estaba abierta y una suave brisa mecía levemente la recia tela que cubría la obertura. Los cuatro hombres escucharon en silencio y les pareció percibir una suave y queda risita proveniente del otro lado. Xavier, el más imaginativo del grupo, tragó saliva con dificultad y se desplomó desvanecido. Wayne pudo agarrarle a tiempo y depositó su cuerpo en el suelo con cuidado y sin hacer el menor ruido. Richards y Summers se miraron en una muda pregunta y, al unísono, se abalanzaron sobre la cortina, penetrando en la estancia. Al instante se dejaron oír gritos de horror y un estrépito de cristales rotos. El alcalde, con expresión de infinito horror, volvió a saltar la ventana hacia fuera y se alejó corriendo y gritando como un poseso. Wayne, a quien el peso de Xavier había imposibilitado todo movimiento, quedó quieto y expectante, aguardando la aparición de Summers. Pero sólo un quedo sollozo podía oírse. El hombre, intrépido hasta el fin, sacó una pistola de su bolsillo y, sin pensárselo dos veces, flanqueó también la abierta ventana. Siendo una persona de acción, no trató de averiguar nada; cuando sus pupilas vieron a Summers caído en tierra y gimoteando como un poseso y a Parker de pie, en medio de la estancia, mirando hacia ellos sin parecer comprender nada, comprendió que su salvación estaba en su rapidez. Amartilló el arma y abrió fuego contra el estático dueño de la casa. La primera bala le dio de lleno en la cabeza, haciéndosela estallar como una sandía madura. Otro proyectil se incrustó en su pecho y un tercero le alcanzó en un costado, cuando ya caía cadáver. Wayne suspiró al comprender que había ganado y se acercó a su balbuceante compañero. Una simple mirada le hizo comprender que aquel pobre desgraciado había perdido la razón, tal vez igual que el huido alcalde. Una curiosidad morbosa se apoderó de su ánimo. ¿Qué perversión podía ser la que aquel diabólico sujeto perpetraba en aquella sala, algo capaz de matar o volver locos a hombres tan curtidos?
Con sumo cuidado, inspeccionó la estancia. Se trataba de una pequeña habitación cuyo único mobiliario consistía en un mullido sillón y una lámpara de pie, junto al primero. Wayne se percató de que algo había caído de las manos de Parker cuando le había disparado y yacía semioculto en la sombra del mismo sillón. Extremando las precauciones, se acercó al objeto; algo en su contorno le resultaba vagamente familiar. Por fin, dando un grito de horror, lo reconoció. Era un libro.
—¡Dios mío! —gimió, horrorizado por las nauseas— ¡Estaba leyendo! ¡Se escondía aquí para leer! ¡Qué abominación!
© Copyright de Joan Antoni Fernández para NGC 3660, Diciembre 2016