La vuelta de Väinö – Reed.

 

Por Carlos Romeo

Los colores del otoño pincelaban de pardo y amarillo los bosques que rodeaban el lago Aanis. Amanecía sobre la residencia del Rey, un enorme caserón situado en una estrecha península granítica que se adentraba en el agua. Nada rompía la quietud del alba salvo el leve batir de las pequeñas olas sobre las rocas. Poco a poco las aves empezaron a elevar el vuelo. En el mástil de la residencia tremolaba la bandera roja y negra de Karjala. Por lo tanto, el Rey habitaba el caserón.

Éste llevaba bastante tiempo despierto, observando el lago por la ventana y mirando hacia el norte. No sabía por qué, pero sufría un extraño malestar, sintiendo una presencia que debía estar en esa dirección, la septentrional.

«¿Podría haber otro Mago? —pensó mientras se volvía y observaba a su amante, dormida en el lecho— ¿Me amaría ella si supiera quién soy en verdad? ¿Si supiera lo que soy? ¿Si desvelara mi auténtico aspecto?»

Él mismo sabía que era un maestro en el sutil arte del disimulo, la mentira y el engaño. Y necesitaba esa maestría para poder, no solo gobernar, sino para poder presentarse ante otras personas. No le bastaba con sembrar indiferencia alrededor de sí para lograr de hecho ser invisible. También precisaba el engaño para cualquier clase de intimidad.

«¿Me amaría si conociera mi verdadera edad?»

Recordaba la gran cantidad de amantes que habían compartido su lecho a lo largo de su vida. Tan diferentes entre sí. A veces tan jóvenes, incluso niñas a las que forzó su doncellez. Recordaba todo aquello, una y otra vez. Cada ocasión era distinta pero en esencia igual. Humedad, semen, a veces la sangre, a veces dolor. La búsqueda de no sabía muy bien qué. La soledad al final, siempre la soledad.

«Ese es el precio de mi naturaleza. He tenido muchos nombres, he ocupado muchos puestos, muchos me dieron por muerto, yo era el rebelde que me derrocaba… Nadie, realmente, me ha conocido».

Se volvió hacia la cama y observó la espalda y las nalgas de la joven aún dormida.

«Nadie me ama. Tampoco tú, que no pones ningún reparo a ninguno de mis caprichos —adelantó una mano como si fuera a acariciar la piel femenina— Tú no buscas mi amor… pero tampoco tengo amor que ofrecerte, no al menos el amor de los hombres —Llevó de nuevo la mano al batín, buscando en un bolsillo—También los dioses tienen necesidades humanas…».

El Rey recordó los actos carnales que protagonizaron ambos. Su propio placer, tan efímero. La ilusión de ese «algo más».

«…pero los hombres no conocen las necesidades de un Dios».

En su mano derecha brilló una daga muy fina, mientras que con la zurda acariciaba los labios de la joven, despertándola.

—¿Que deseáis mi Señor? —le preguntó con dulzura. Luego lamió los dedos que le habían acariciado introduciendo el pulgar en su boca. El Rey acercó su rostro al de la joven y besó con deleite la boca de su amante.

—¿Me amáis? —preguntó sin esperanzas.

—Más que a nadie en el mundo, mi Señor.

—Voy a hacerte un regalo.

—¡Sí! ¿Cuál?

—Voy a mostrarte mi verdadero rostro.

Sintiendo una enorme liberación, el Rey desenmascaró su rostro de todos los encantamientos que lo sujetaban a su aspecto aparente y se mostró tal cual era. La joven no pudo disimular su espanto gritando y chillando como una posesa.

—Has yacido conmigo. ¿Aún me amas? … No temas, mi amada.

El Rey se acercó a la muchacha, la atrajo hacia sí y le clavó la daga repetidamente en su pecho.

—Con este acto yo te libero del dolor del mundo. Créeme, más me duele mi soledad que a ti tu muerte.

La joven murió en sus brazos. El Rey depositó el cadáver sobre el lecho y besó por última vez sus labios. —Adiós, joven amiga—, musitó para sí mientras limpiaba sus manos de sangre en un aguamanil. Tras secarse se acercó al terminal de la red local del palacio y tecleó una serie de órdenes para el Chambelán. Meditando sobre su soledad, con unas lágrimas fugaces en el rostro, el Rey abandonó sus aposentos.

© Copyright de Carlos Romeo para NGC 3660, Septiembre 2017