Vacaciones de una terrícola moderna

 

Por Sara Martínez

El lunes comenzó el que yo esperaba que fuera el viaje de mi vida. Estaba entusiasmada: ¡por fin podría ir más allá del cinturón de asteroides! Mi chico y yo teníamos todo preparado: habíamos reservado una habitación en el Complejo Interplanetario de Recreo Astrorelax. Me moría por darme un merecido respiro en sus instalaciones de lujo, y también por explorar y conocer de cerca los planetas exteriores. Con esto en mente, afronté las esperas en el Cosmopuerto NeoBarajas. Eran parte del proceso. Y un aburrimiento… Pero chico, es lo que hay. Tras ser registrada por cuatro seguratas que por poco me dejan en bragas —En serio, miradme. Tengo cara de pringada. No soy una genio del mal— al fin conseguimos que nos dejaran subir al transbordador de pasajeros. A partir de ahí, todo normal, ¿no? Más quisiera. ¡Qué coñazo, por Dios! Veintitrés horitas de trayecto sin escalas. ¡Oh, sí! ¡Pura felicidad!

No ayudó mucho que a mi lado tomara asiento un marciano asqueroso y mugriento. Dese una ducha, amigo. De verdad, no es difícil. Creo que lo puede intentar. El muy guarro se quitó botas y calcetines —como en su puta casa, tú— y acomodó sus pies apestosos en el respaldo delantero. Delicioso. Después de una jornada insufrible y eterna y de echar las rabas un par de veces, por fin llegué a mi destino. Nunca el aire fresco me sentó tan bien. ¡Qué placer! Nos guiaron a nuestro dormitorio: la maravillosa Suite Luxury Plus. Francamente, para el pastizal que nos dejamos… pues no la encontré para tanto.

El martes, tras una siesta absurdamente breve y aún rendidos de agotamiento, decidimos volver a ponernos en marcha y sacar buen provecho de la tarde. Nos desplazamos a las lunas de Júpiter, ya sin disimular la emoción. Más en concreto, fuimos a la afamada Colonia Galileana 5. La capital de Ganímedes tiene renombre, y confirmo que con razón. Es preciosa, moderna, rutilante; una explosión de vida, color y luces. Sus altísimos rascacielos metálicos cosquillean los cielos de cristal. Su arquitectura es de ensueño; sus vistas del gigante gaseoso, acojonantes. Todo iba como la seda. Yo me encontraba extasiadita. La tarde perfecta. Y entonces me dije: «Verás cómo viene alguno y la jode». No me equivoqué.

La cosa se torció cuando se nos apegó cual lapa un alienígena «sordo». Sí, exactamente: un alienígena «sordo». Muy «sordo», sí. Vete a cagar. Que son una estafa ya es bien sabido; de lo que una no tenía ni idea era de lo cansinos que pueden llegar a ser. Desean tu dinero. Todo. Alegando representar a la Asociación de Aliens Sordomudos y Cojitos, Niños Huerfanitos, Gatitos Abandonados y Todo Lo Que Da Penita, el muy mamón pretendía que le donáramos nuestra firma y… ¡treinta solares! Sabiendo que oía a la perfección, le mandé a la mierda (solo un poquito). En terrícola y en ganimediano mal chapurreao. Pero él erre que erre. Tres horas se pasó convertido en nuestra sombra. Tres horas de rabia y dolor. Sin palabras; solo esa sonrisita perenne. Hasta nos lanzaba besitos. Parecía una épica guerra de voluntades: «Si tú eres terca, yo más». No sabía el tipo con quién se había topado: yo no iba a ceder ni muerta. Resumiendo, tuve que contenerme para no acabar donándole una hostia. Con la mano bien abierta; generosa y magnánima, dada con mucho amor. En su lugar, le volqué en la cabeza un batido (muy apetitoso, eso sí). Fue lo más satisfactorio que hice en todo el día. Lo entendió hasta siendo «sordo».

El miércoles teníamos un plan ideal, aluciflipante, cojonudo. Con los ojos haciendo chiribitas, fuimos a ver los anillos de Saturno. El tour panorámico en cohete de paseo es allí toda una tradición. Un poco caro, pero simplemente es un must. Vamos, pa’ quedarte sin aliento. Nos permitía apreciar desde muy, muy cerca cada partícula, cada anillo. Su insólita belleza, su danza silenciosa… Un espectáculo sin par. Deslumbrada y sobrecogida por tal visión, hice lo que tenía que hacer: me arranqué a sacar miles de holo-fotografías para capturar el momento. «Esta vez sí», celebré. «Un día genialmente genialicioso. Lo presiento». ¿Para qué cojones pensaré cosas bonitas? ¡Si es que soy muy gafe, joder! Estaba tan feliz disfrutando de cada matiz, cada pequeño detalle…, cuando a mi móvil con holo-cámara de alta definición le dio por chuscarse.

¿Por dónde empiezo? ¡Ah, sí! ¿Qué os parece esto?: ¡¡AAAAAAAAAAARG!! ¡Si ese cacharro era nuevo! Pero no es solo eso, es que encima… seriously? ¡Muy oportuno el chismecito! A ratos no soy consciente de lo adicta que soy a fotografiar mis viajes. Cuando viajo, mi holo-cámara es una extensión de mi ser. Somos inseparables. Si bien sabía que un buen puñado de instantáneas continuaba a buen recaudo en la memoria extraíble, aquello apenas logró mitigar mi frustración. Ir a un lugar tan hermoso y no llevarte cuatrillones de holo-fotografías es como… como… No te convalidan el viaje, coño. ¡Eso es como no ir! A pesar de que a la postre conseguí agenciarme una holo-cámara desechable, el caso es que me pasé la mañana de morros. Era superior a mí. Mi novio dice que debo centrarme en el presente. Maravillarme, sentir. Pero el presente es efímero. ¡Las fotos no! Señor, qué prado de pena…

El jueves fuimos a darnos un garbeo por Tombaughia, capital de Plutón. La gran metrópoli se me antojó muy especial: sublime y bella, pero vibrante. Aquí y allá convivían en armonía las más punteras infraestructuras con estampas entrañables y tradicionales, templos, monumentos y parques. Me encantaba: magia sin destilar, como en las páginas de una novela. Lástima que ahí quedara todo el equilibro: las tensiones eran palpables. Nos lo habían advertido en más de una ocasión: al pasear por Plutón, los odios del viejo conflicto sin resolver se clavan como cuchillos. Están ahí, invisibles mas tangibles. Se huelen. Hienden el aire, impregnándolo de una extraña incomodidad. Raro. Muy desagradable.

Conocíamos la regla de oro, esa que se ha de acatar al dedillo: al hablar sobre Plutón, siempre nos referiríamos a él con términos neutros. Sería un astro, un mundo, un cuerpo celeste o —más neutro, imposible— un lugar. Había dos cosas que nunca podía ser: ni un planeta, ni un planeta enano. La cumplimos. Vaya si la cumplimos. Nada temíamos más que avivar los fuegos de la legendaria disputa abierta entre planetistas y enanistas. Así que yo me pregunto: ¿por qué? ¿Quién leches fui yo en mis vidas pasadas? ¿Torquemada? ¿Hitler? ¿Kortupiflox el Chunguérrimo? ¡¡QUÉ ASCO DA TODO!! ¡¿POR QUÉ?! No menos de siete horas nos tuvieron de rehenes en un jodido atentado. Un comando ilegal de planetistas radicales la lió parda. ¡Qué guay! «Vamos al supermercado», dijo mi novio. «Comeremos baratito», dijo. Baratito, por aquí. Aún no he terminado de jiñarme viva, lo juro.

El viernes, después del traumón del quince con la puñetera banda terrorista, tomamos la decisión de no estresarnos mucho: anhelábamos descansar. Optamos por pasar el día entero a lo nuestro, en el complejo de recreo. Al fin y al cabo, Astrorelax ofrecía alternativas de ocio estupendas. Sin prisas y sin reloj, nos perderíamos por sus áreas comerciales, y nos deleitaríamos con la flora exuberante de sus invernaderos. Cuando el estómago comenzara a protestar, iríamos a comer. Después de llenar la panza en un buen restaurante, echaríamos una cabezadita. A media tarde podíamos regalarnos con una visitilla al spa. Pasaríamos nueve siglos en el jacuzzi, arrugaditos cual pasas. Olvidadísimos los malos tragos, nos dirigiríamos a cenar. Era un proyecto sencillo, sin grietas ni fisuras. ¿Qué podía fallar?

Falló algo. ¡Desde luego que falló! Algo llamado Asdkasftafftaffpwiff. El gilipollas redomado definitivo. Sí, ese. The one and only. Parece coña, ¿verdad? Pues no lo es: ¡nos cruzamos con mi prima! Y —cruel desgracia— por donde anda mi prima Petra también anda Asdkasftafftaffpwiff. Al parecer, los tiernos recién casados siguen de luna de miel. No es de extrañar: además de tontolculo, Asdkasftafftaffpwiff es rico. Nació con un fortunón bajo el brazo (no es que se haya ganado ni un tarín). Nada entre verdes. Estornuda y llueve pasta. Hasta defeca billetes. Claro está, no podía permitirse menos que una escapadita de un mes. El millonario y su esposa. Esto…, fetén. ¡¿TE ESTÁS QUEDANDO CONMIGO?! En serio, cacho cabrón, muérete. Púdrete. Disuélvete en el espacio. Que te folle un hombre-anfibio con sida o algo (bueno, mejor no. Pobre hombre-anfibio). O sea, ya sé que hablo por hablar, pero… ¡¡MIRA QUE HAY SITIOS EN EL COSMOS!! Vete a tocar los huevos a Próxima Centauri, no sé… Y, de paso, no vuelvas. Se nos acoplaron los dos sin titubear. ¡Así se hace! ¡Con un par! La vocecita de idiota de Asdkasftafftaffpwiff todavía me persigue en sueños.

El sábado, para qué lo vamos a negar, ya estábamos p’al arrastre. Sin embargo, no nos quisimos rendir: lo íbamos a exprimir. Tratando de enderezar tan ridículamente desquiciada semana —y, ya puestos, dando esquinazo a Asdkasftafftaffpwiff— nos marchamos de excursión. Nos recorrimos los fascinantes alrededores de Urano y Neptuno. Impresionante en extremo, el paisaje espacial era un orgasmo visual. Nuestra amable guía nos acompañó a Tritón, satélite de Neptuno. Aterrizamos en un pueblecito muy cuco, y allí fuimos a almorzar. Matamos el tiempo en un bodegón célebre en todo el Sistema Solar por sus tapas de pescadito frito (que están de muerte, chaval. ¡Qué brutal!). Dejando de lado que nos clavaron un riñón y tres cuartos por las bebidas —condenadas trampas para turistas— tampoco es que me pudiera quejar. Admito que me empecé a relajar. Nos dimos una vueltita, sin más. Con calma, sin enormes pretensiones. Quizá no todo estuviera arruinado.

Ay… ¿Cuándo asumiré la realidad? ¡La madre que parió a la ley de Murphy! Si algo puede salir mal, saldrá mal. O peor: será una calamidad. Llegaba el instante de regresar al punto de encuentro con los demás. Los minutos se nos habían ido volando… ¡Menuda barbaridad! No obstante, no nos preocupamos tanto: si hay transporte público, hay salvación. Como es evidente, ignorábamos que hubiera… ¡una huelga de conductores! Imaginaos el papelón. ¿Lo imagináis? La catástrofe total. Ni un metro en funcionamiento, ni un triste transbordador urbano… Una tragedia. Sin hablar tritoniano, llamar a un levitaxi era misión imposible. Y… en fin, no teníamos ni pajolera idea. Lo llevábamos fatal. Nos tocó, en conclusión, marcarnos un sprint de cerca de media hora. Acojonados, con miedo a que nos dejaran en tierra, o… bueno, en Tritón. Por si aquello no fuera suficiente, parecía ser que el calefactor de la cúpula microatmosférica de aquella población se había averiado. Siendo Tritón uno de los astros más fríos en esta sección del universo, pegarnos la carrera del milenio a cincuenta graditos mandaba narices. Sudando la gota gorda, más despojos que personas, con la lengua fuera, nos las apañamos para reunirnos con el grupo… y ahí caímos muertos.

Para el domingo, ya no me cabía duda: no hay lugar como el hogar. Rumbo a casa, un manantial de alivio borbotaba en mis entrañas. Arrellanada en mi asiento de cualquier manera, me puse a reflexionar…

¿Me concederían unas nuevas vacaciones para olvidar las vacaciones?

© Copyright de Sara Martínez para NGC 3660, Abril 2018