Por Jaime Santamaría
Historia perteneciente a La Galaxia Bidena
Bándar fue el nombre de su nuevo hogar; un planeta que había recibido recientemente el calificativo de apto para la vida humana. Obreros a destajo, aventureros de fortuna, huidos de la justicia, funcionarios y una guarnición de soldados eran las tribus habituales que se atrevían a pisar y estrenar un planeta recientemente adaptado a cambio de la recompensa económica imperial. Entre estos, Alejandra, portando una mínima bolsa con sus pertenencias más personales, colaboró en la creación de un nuevo rincón habitable en aquella galaxia que el ser humano reclamaba como suya.
Gracias a la formación recibida de las religiosas Alejandra pudo entrar a servir como doméstica de un burócrata, el cual sólo medía el tiempo por el dinero que era capaz de amasar minuto a minuto antes de que le permitieran abandonar aquel lugar en busca de otra veta que esquilmar. Sola, ingenua e indefensa, pasó a convertirse en la sierva y el juguete sexual de este hombre que la esclavizó sin miramientos en un mundo con una única ley: la que dictaban los más fuertes. Sin embargo, una crisis biológica se cernió implacable sobre los colonos; una feroz oleada que trajo muertes y enfermedad. Alejandra quedó postrada en la camilla de un atestado hospital que no daba a basto con los afectados por aquella virulenta infección y que a ella le hizo perder la visión sin futuro de cura.
Desenterrando este hiriente pasado y a pesar de su avanzada bursitis, Alejandra rezaba ahora de rodillas en la basílica de Urús en un reclinatorio alejado del baptisterio donde una réplica de la gran roca primigenia, tocada y bendecida por el gran pontífice, servía de icono para que los feligreses elevaran sus plegarias. En el planeta Nadín, capital del Imperio, se encontraba la que se consideraba la primera formación sólida tras la desaparición del caos y las tinieblas iniciales. La anciana aferraba en su mano un pequeño talismán bendecido, mientras recordaba aquellas vivencias y sufrimientos en Hilm y Bándar, postrada ante quien la habían enseñado a adorar, dando gracias por la vida y aquellos sacrificios que Dios la enviaba como prueba de santidad y afianzamiento de fe.
«He aquí tu sierva, cúmplase en mí tu dictamen», repetía una y otra vez.
Ya fuera de la iglesia, descendió por una escalinata de piedra que conducía hasta una resguardada plazoleta cercana al cauce del manso río. Asida con una mano a la barandilla y con la otra a su radio-bastón guía, Alejandra bajaba los desgastados escalones recordando vívidamente cómo la población del adaptado planeta Bándar, presa del apocalíptico destino que los aguardaba, huyó hacia las naves de evacuación en busca de un preciado asiento. Ciega como consecuencia de la pandemia, era zarandeada de un lugar a otro como una muñeca de trapo hasta que una fuerte mano masculina la aferró en medio de aquella anarquía. Huyendo del condenado planeta, asumió con su eterna resignación el periodo de cuarentena en una estación espacial, hasta que a ella y a su ángel custodio les permitieron retornar a un nuevo planeta. Yumg se convirtió con el tiempo en su esposo y lazarillo. La enseñó el gusto por la lectura, le dio una posición acomodada y la escasa felicidad que recordaba haber recibido en su vida adulta. Sin embargo, Yumg murió inesperadamente de un infarto y Alejandra de nuevo quedó abandonada a su suerte.
Con una pingüe renta asegurada, había pasado sola los últimos treinta años estándar. Una vejez macerada en su oscura y silenciosa celda interior. Asistida por una mujer que la ayudaba, recibía por estas fechas la comida que necesitaba mientras su asistenta se ausentara por vacaciones. Todo quedaba almacenado en un congelador o en alacenas convenientemente señalizadas. Hastiada, ni leía las noticias en su ordenador adaptado, ni se comunicaba con persona alguna. Tan sólo repasaba en su pantalla táctil para ciegos los miles de relatos que a ella tanto la hacían soñar con otras vidas, otros destinos posibles.
Sentada en un banco de madera, bajo la fresca sombra de un gran árbol que perdía alguna de sus hojas resecas por el ardoroso sol consumía horas y horas mientras la ciudad se sumía en un sofocante calor pegajoso como el lametazo de un rumiante. Pesado hasta casi impedir la respiración.
La escasa brisa traía desde hacía días un olor putrefacto y rancio a través de la rivera del río. Se sentía cansada de luchar, agotada y sin ánimo por seguir adelante. Con una mano sobre otra, recostada, se sumió en un sopor y posteriormente en un letargo que ya nadie perturbó jamás.
La escafandra del hombre, uniformado con un traje de aislamiento, no permitía ver su cara al completo mientras hablaba con su compañero.
—¿La despertamos? —preguntó a su superior, ignorando que la mujer había muerto.
—No es necesario —contestó tras una pausa—. Incinerémosla. Después de inspeccionar su apartamento y los restos orgánicos, todo está suficientemente claro.
—Capitán, ¿sabría ella que fue la causa de la muerte de toda la población del planeta Urús? —el teniente era joven y estaba impresionado por la magnitud de lo ocurrido.
—La muerte es ciega y sorda cuando llama a nuestras puertas, al igual que ella ha sido ajena desde hace mucho tiempo a lo que acontecía a su alrededor.
Desde la escotilla de la nave espacial, una mirada contempló la sucesión de cincuenta fogonazos cegadores que asolaron toda la superficie de Urús. Tras la purga, el planeta se convirtió en la tumba de muchas de las acaudaladas familias que solían viajar a menudo desde el cercano e intransigente planeta Hilm que había alumbrado a Alejandra.
Viajeros procedentes de sus vacaciones en Urús habían transportado el virus hacía jornadas hasta Hilm. Tras la muerte, también, de toda su población, ambos planetas quedaron clausurados durante quinientos ciclos como precaución.
Urús y Hilm fueron borrados de todos los mapas estelares, sustituidos por una señal que indicaba la prohibición de acercarse a sus yermas superficies.
© Copyright de Jaime Santamaría a para NGC 3660, Junio 2017