Pedro Bulano no sabía conducir un auto, y lo peor de todo es que temía conducir uno. De modo que se convirtió en el viajero favorito de autobuses y taxis. Ninguno de ellos tenía idea de que llevaban consigo a un auténtico fenómeno; podían pensar que se trataba de un hombre que había extraviado su vehículo o que le había sido retirada la licencia por conducir en estado de ebriedad. Tenía el dinero suficiente para adquirir uno sin ningún problema, pero el hecho de sujetar el volante y controlar un artefacto de más de una tonelada de metal lo aterraba.
Su psiquiatra de cabecera, el doctor Huepes, preguntó en una de sus tantas sesiones:
—¿Aún no se decide a pagar un curso de manejo?
—No, y no quiero hacerlo —dijo Bulano—. Ya tengo suficiente con intentar manejar los carritos de los supermercados. Intento no chocar con otros carritos y no golpear a la gente al pasar, pero siempre lo hago. ¿Qué significa eso, doctor?
—Un miedo al control ajeno, desde luego. ¿Tiene ida de cuál ha sido la causa de este miedo, señor Bulano?
El aludido guardó silencio.
—Tal vez el automóvil representa un aspecto de su vida que no puede controlar —continuó el doctor Huepes—. ¿Sufrió un accidente de auto? ¿Sus padres lo obligaron a conducir uno?
—No, nada de eso. Siendo niño me agradaba coleccionar autos a escala. Ya sabe: pequeños vehículos de colección. Tuve un Jaguar, un Mustang, un Pontiac… Pero por alguna extraña razón abandoné ese gusto.
—¿Y por qué lo abandonó?
—No lo recuerdo.
—Pero aún puede subirse a un utilitario, ¿verdad?
—Oh, eso sin duda. Mientras no me obliguen a conducirlo, todo está bien.
El doctor Huepes golpeó su bolígrafo en el borde de la libreta y cruzó su pierna izquierda sobre la derecha. Consiguió levantar la vista y escrutar a su paciente. Notó tensión en los ojos de Bulano: reflejaban a un hombre que tenía que soportar la vida moderna impuesta.
—¿Cree que pueda superarlo? ―preguntó Bulano.
—Debo admitir que es muy extraño; nunca había atendido a un hombre o mujer con una grave fobia a conducir. Su caso es único y bastante curioso. Hoy en día cualquiera puede aprender a conducir. Niños de doce y trece años conducen sin ningún problema. ¿Qué tan importante es que aprenda a conducir?
—Muy importante. Acabo de ser contratado por una compañía constructora, pero me exigen que sepa conducir.
El psiquiatra guardó silencio y se aclaró la garganta. Se puso en pie y caminó de un lado a otro dentro del consultorio. Interrumpió su andar y dijo:
—Tardará en ver resultados, señor Bulano. Pueden pasar cinco meses sin ningún avance. Inclusive un año, año y medio. Es muy difícil determinar un periodo de tiempo.
Bulano exclamó:
—¡Ni siquiera puedo esperar un mes!
El doctor Huepes intentó suavizar sus palabras:
—Me temo que su recuperación no será tan pronto como usted desea. Es mejor que olvide ese trabajo y busque otro.
—¿Pretende decir que no hay más opciones? Debe haber una. ¡Una!
El doctor meneó la cabeza. Insistió en el periodo de tiempo que llevaría la recuperación de Bulano.
Este último pagó el honorario por esa sesión y salió de ahí con la cabeza baja.
***
Caminó con las manos en los bolsillos, sin alzar la vista. Se sentía trastornado por el diagnóstico del doctor. Le acobardaban las avenidas y la velocidad como algunas personas sentían lo mismo por las ratas, las alturas o los espacios abiertos. La sensación de conducir un automóvil, aun tratándose de una simulación virtual, lo enfermaba.
Para Bulano su propósito no era adquirir estatus o renombre. Se trataba de algo mucho más íntimo: control por lo vasto. Pero las dimensiones y el peso de un armatoste eran algo difícil de manejar. No sentía como parte suya las luces delanteras y la retaguardia. Perdía con facilidad la visión de lo que sucedía al frente. Los mecanismos eran complejos, diseñados con el propósito de entorpecer al usuario en su control sobre el vehículo. También debía lidiar con el carácter de otros conductores. Podía encontrarse con toda una gama de personajes dispuestos a hacer de su viaje un infierno: jóvenes irresponsables, mujeres vanidosas, ancianos con problemas de la vista, conductores temperamentales y chóferes de transporte público sin la más mínima cultura vial.
Casi todas las noches soñaba con manejar un automóvil, y lo peor de todo es que estaba siendo obligado a hacerlo. Lo ponía en marcha, sin ayuda de nadie. Al salir a las calles todo cobraba un ambiente fugaz y bastante surrealista: las autopistas eran enormes pistas de luz intensa, los demás autos transformados en armaduras de aluminio y cromo proyectados en líneas horizontales.
Por breves momentos, Bulano sentía poseer el vehículo, maniobrarlo, someterlo a su voluntad. Entonces sucedía un inevitable choque de fuerte impacto. Bulano salía del coche, sin un zapato, con el estómago revuelto, la sangre escurriendo por la boca y un hematoma en la frente. Algunos transeúntes y otros conductores arribaban de todas partes con el fin de lincharlo, luego de acabar con la vida de alguien más a causa de su imprudencia.
Lejos de intentar escapar, Bulano pensaba en ese coraje colectivo como una muestra de justicia. Él no estaba capacitado para manejar un automóvil. Las autoridades lo calificarían como un peligro para la sociedad; la misma sociedad podía señalarlo como un monstruo.
Tardó una hora y media en llegar a casa. Se tomó un baño y miró el televisor por un largo tiempo. Las escenas de acción en las que aparecía una persecución de autos lo perturbaban. No tardó ni un segundo en cambiar de canal. Lo mismo sucedía con los anuncios. Tuvo náuseas.
Apagó el televisor y se hundió en las sábanas de la cama. No pudo conciliar el sueño. Miró los edificios a través de la ventana de la sala. En poco tiempo las personas despertarían para ir a dejar a los niños a la escuela y se enfilarían luego a sus atestadas oficinas. Para eso, harían uso de sus automóviles.
Por la mañana respondió al teléfono.
—Diga.
—Señor Bulano, soy el doctor Huepes. Creo que tengo una solución.
—¿Una solución?
—Así es. No se trata de ninguna terapia. De hecho, la solución no es psicológica, sino neuronal.
—No sé si…
—Anote la dirección: Avenida Solar, número 515. Es este jueves por la tarde. Se trata de una gran oportunidad.
Bulano frunció el entrecejo.
—Me está asustando, doctor.
—De ninguna manera. ¿Qué dice? ¿Cuento con usted?
Bulano se debatió incluso contra su sentido común. Llegó a la conclusión de que no tenía nada que perder.
—De acuerdo —dijo—. Lo veré ahí.
—Perfecto —exclamó el doctor Huepes—. Aumentaré sus días de incapacidad para que no tenga ningún problema en su trabajo. En menos tiempo de lo que usted imagina lo veré conduciendo hacia la playa.
Bulano se alegró ante la buena noticia. Pensamientos positivos acudieron a él. Durmió con más calma esa noche.
***
Verificó hasta tres veces la dirección escrita en el papel sin dar crédito alguno. Se trataba de una agencia de autos de una afamada marca extranjera. Dentro de ella dio comienzo una fiesta con cócteles, banda musical, ejecutivos de traje, animadores, edecanes y toda clase de personas importantes.
Bulano contempló aquel ambiente sin atreverse a entrar. Arrugó el papel y lo arrojó al suelo con desprecio. Dio media vuelta y se dirigió hacia la estación de metro.
Un grito lo hizo detenerse en seco. Enseguida escuchó su nombre:
—¡Bulano! ¡Hey, señor Bulano! ¡No se vaya!
Giró y se encontró con el doctor Huepes que venía a la carrera.
—No pensé que me fuera a citar en un lugar así, doctor.
—Tiene que estar aquí, señor Bulano. Ahora mismo harán la presentación de un nuevo modelo de auto que saldrá al mercado el próximo año. Creo que está hecho para usted.
—Lo siento, doctor —dijo Bulano, un poco más calmado—. Me temo que no puedo hacerlo. Yo no…
—Tonterías —dijo el doctor Huepes―. Véalo y juzgue usted mismo. Un importante ejecutivo de la marca se mostró interesado en su caso. —Tomó a Bulano del brazo y lo condujo adentro. Enseguida Bulano se vio invadido por varias luces, sonrisas, copas de vino, bandejas con refrigerios, vestidos entallados, música con el volumen muy alto… Quiso que el doctor Huepes aclarara todo el asunto, pero fue imposible.
En poco tiempo ocupó un asiento. Cortinas de terciopelo rojo impedían ver qué sucedía del otro lado del escenario. Proyectores de luz recorrían todo el recinto como si se tratara de un evento único. Trompetas y clarines se escucharon desde las bocinas. En seguida apareció un hombre alto, de traje azul, mentón cuadrado y una hilera de dientes perfectos que hacía juego con el pañuelo que se asomaba en el bolsillo de su fino saco.
Al hablar por el micrófono, su voz salió disparada en todas direcciones:
—Gracias. Muchas gracias. Bienvenidos a la presentación del nuevo modelo de King Tec, marca número uno en producción de automóviles en América y Asia. —El presentador no dejaba de moverse sobre el escenario, sin quitar la mirada al público presente—. Es una combinación del diseño Rey de King Tec y la tecnología Sky Inteligence. Están presentes todos los componentes a nivel externo e interno. Y está el tema de la tecnología Sky Inteligence: un conjunto de ciencias aplicadas en el motor, chasis, carrocería y transmisión el cual hace que este vehículo sea un cuarenta por ciento más eficiente, con cero por ciento de emisiones y treinta por ciento más de potencia. Contiene dos litros de presión y dos motociclos automáticos. Tenemos el mejor servicio, el mejor taller. Mejoró el servicio de vitrinas con repuestos y accesorios. Y no sacrifica lo más importante: el placer de conducir.
»Puedo decir, sin temor a equivocarme, que esta novísima tecnología marcará un nuevo comienzo en la interacción conductor-automóvil. Pero la pregunta es: ¿dónde está la interacción? Permítanme explicarlo.
»En este siglo el hombre ha roto casi cualquier marca de velocidad, y la comodidad al manejar un auto es todo un lujo. Los diseños van y vienen, así como las dimensiones de los coches. Los conductores deben hacer verdaderos esfuerzos económicos en cuanto se presenta cualquier tipo de desperfecto. Y qué decir de la interacción con otros conductores: ésta los coloca constantemente en inminente peligro. Pues bien, nosotros pensamos en nuestros clientes y también en estas amenazas.
»Nuestro nuevo modelo puede diagnosticarse por sí solo y hacer saber al conductor las dimensiones debido a su sistema nervioso integrado. Esto evitará choques tan sólo con una orden de nuestro cerebro.
»Señoras y señores, les presento el nuevo Rey Fantasma 5000».
Las cortinas corrieron a los costados. Estacionado dentro de una superficie circular de goma se hallaba el automóvil. Era plateado, aerodinámico, una gota de mercurio detenida después de escurrirse. Las llantas eran bastante anchas y los cristales presentaban una opacidad que le otorgaba elegancia. Estaba construido con el fin de provocar una tormenta en la carretera.
Bulano vaciló. Aquello no era nada del otro mundo. Tampoco era una fuerte razón que justificara su presencia allí.
Un periodista preguntó en qué consistía esa interacción conductor-automóvil. La escotilla del coche se levantó por sí sola. El presentador, con un ademán, dijo:
—Véalo usted mismo.
En su interior todo lucía con normalidad, excepto el hecho de que carecía de volante y palanca de velocidad. Tampoco existían indicadores ni pedales. Ni siquiera asientos.
—Pero… —comenzó el periodista, aún con la duda reflejada en el rostro—, ¿cómo lo controla? Quiero decir, ¿por qué no tiene asientos?
El presentador se tocó la sien derecha con un dedo y dijo:
—Todo se controlará desde aquí. Hemos eliminado los comandos entre las ondas cerebrales y la máquina misma. Ahora la conexión es simultánea. El auto tendrá terminaciones nerviosas en cada uno de sus componentes, logrando así que los propios conductores interactúen en su totalidad con un automóvil.
—¿Está diciendo que este vehículo convierte a su ocupante en una especie de ciborg?
El presentador se irguió y, con una demoledora calma, dijo:
—Así es. Si ha de existir un aparato electromecánico con el que el hombre interactúe al ciento por ciento, ese debe ser el automóvil. Ha permanecido con nosotros desde hace más de ciento cincuenta años. ¿No les resulta lógico, señoras y señores, que así sea destinado? Ustedes saben lo que se siente estar al frente de un volante: control total y adrenalina pura.
Bulano se revolvió en su asiento. El doctor le puso una mano encima y dijo:
—Tranquilícese, Bulano, aún no ha…
—¡Yo no pienso someterme a eso!
—Hablaremos con el director general de la marca y algunos técnicos. Esto será una nueva vida para usted.
—¡Seré un monstruo!
—Ya lo es, Bulano. Su extraña fobia se ha encargado de convertirlo en uno.
***
Luego de la presentación, Bulano fue conducido al salón principal donde se encontraban presentes varios ejecutivos. Miró a cada uno, pero ninguno de ellos reparó en su presencia.
Todos ocuparon sus asientos. Uno de ellos tomó la palabra:
—Ha sido un éxito la primera etapa. Aún faltan tres etapas más para consolidar esta marca como la mejor fábrica de automóviles en el mundo. El nuevo Rey Fantasma 5000 será lo mejor que le ha ocurrido a esta industria desde que Henry Ford construyó el primer prototipo.
—Dirá que sólo faltan tres grandes y costosas etapas —dijo una voz. El ejecutivo que había tomado la palabra primero contempló al responsable de aquel comentario con una mirada de amonestación.
—No creo que el costo sea un problema —dijo el ejecutivo—, no si primero experimentamos con las posibilidades de interacción. Estoy seguro que en quince años cada automovilista será dueño de un Rey Fantasma 5000. Y su inversión tendrá un bajo costo.
—Esos experimentos —dijo una voz a lo lejos— ayudarán en…
—En sensibilizar al automóvil. Disculpen, quise decir al automovilista. Bueno, lo que sea.
—¿Piensa que alguien se ofrecerá como voluntario para esa operación?
—Doctor Huepes, ¿es este hombre su paciente? ―preguntó el ejecutivo―. ¿Quiere ser tan amable de presentarlo?
Todos observaron a Bulano; por primera vez fueron conscientes de la presencia de dos miembros ajenos a la Mesa Directiva. Bulano se sintió estudiado. Pensó que algo maligno se percibía en cada uno de esos rostros.
El doctor Huepes se puso en pie y dijo:
—Permítanme presentarme. Soy el doctor Juan Huepes, psiquiatra del Centro de Ayuda Familiar y Personal A.C. El licenciado Fontamara me contactó hace dos semanas luego de exponerle un caso peculiar. A mi lado se encuentra el señor Pedro Bulano, el cual padece un trastorno conocido como amaxofobia: miedo a conducir. A menudo se manifiesta en ataques de pánico. Diversos individuos que padecen de amaxofobia se quejan de ansiedad y agitación en los días y horas previos a conducir un vehículo. Puede presentarse en distintos grados hasta el extremo de afectar la vida social del individuo, por ejemplo, evitando salir si no hay alternativas de transporte. Clínicamente es catalogada como fobia específica o trastorno de ansiedad causado por un miedo irracional a la exposición de objetos o situaciones específicas y, en casos graves, a representaciones.
El doctor Huepes tomó asiento de nuevo y esperó a que su análisis terminara de hacer mella en los ejecutivos. Algunos se sujetaban la barbilla; otros no dejaban de asentir con falsa aprobación. Bulano reconoció al licenciado Fontamara como el mismo presentador. No lucía tan animado y tan de buen humor como al principio. Recibió de él un matiz analítico y ambicioso que dejó pasar la primera vez.
Fontamara apuntó a Bulano con la vista y preguntó:
—¿Se lo ha explicado?
—No del todo —respondió el doctor Huepes.
Fontamara se dirigió a Bulano con una sonrisa:
—Amigo, déjeme decirle que usted es un hombre afortunado. Su problema es cosa del pasado.
Bulano no respondió.
—¿Es cierto que no ha conducido un auto en toda su vida, amigo?
—Lo intenté una vez, pero no funcionó —respondió Bulano por fin.
—Probablemente sintió mucha ansiedad, ¿verdad?
Bulano asintió, como un niño al que le costara responder la pregunta de un adulto.
—Casi todo su historial psiquiátrico tiene que ver con su fobia a conducir —explicó el doctor Huepes.
—Sí, por supuesto —admitió Fontamara—. El automóvil es hoy en día el reflejo del hombre. Lo que hizo que se adaptase a él fue una necesidad por cambiar sus tiempos, acortar las distancias, acercar a las personas. Pero tengo que admitir que a nadie se le ocurrió pensar que tal vez el hombre, en su afán por sentir la adrenalina, hacerse de un poder y estatus en la sociedad, pudiera utilizar al automóvil como un dispositivo que desencadenara una sensación materialista, por no decir fetichista. Nunca pensamos en todas aquellas personas que, por una razón u otra, sienten pánico al conducir. El siguiente paso acabará por siempre con este temor.
—¿Qué es lo que desean de mí? ―preguntó Bulano.
—Es bastante simple: usted será convertido en un auto.
Bulano se estremeció.
—Usted es un hombre común y corriente —comenzó Fontamara—, aunque su fobia lo haya convertido en un paria. Estoy seguro de que lo toman por un loco.
—No me agrada la forma como lo dice.
—Le pagaremos mucho, lo suficiente para soportar la operación. Y lo más importante de todo es que no volverá a tener fobia a conducir. Se familiarizará con el mecanismo, las marchas, las velocidades…
—¿Les divierte mi caso? —preguntó Bulano, indignado.
—No, por supuesto que no —dijo Fontamara. Trazó una línea recta en sus labios sin expresión alguna—. Créame que, para una compañía que se dedica a la fabricación de automóviles, el hecho de conocer a alguien que no pueda disfrutar de nuestro producto nos preocupa. ¿Se imagina lo que podría sentir un laboratorio farmacéutico, una institución de salud, una asociación civil al saber que un hombre es inmune a los efectos de los antibióticos? ¿No cree que podría ser frustrante? Harán lo que esté en sus manos para ayudar a ese hombre. Nos apena bastante su situación. Debe ser difícil tener que recorrer a pie la ciudad cuando podría hacerlo en un auto. ¿Sabe?, se sorprendería de todo el valioso tiempo que ha perdido.
—Entiendo.
—Vamos a ayudarlo con su problema. Queremos que confíe en nuestros ingenieros. ¿No le gustaría aparecer en los anales de la historia como el primer hombre en ser transformado en un automóvil? Por Dios, debe tener más visión, amigo. ¿Acaso no ve el alcance de todo esto?
Bulano se encogió de hombros. Enseguida, Fontamara caminó alrededor de la mesa circular.
―Puede rechazarlo, desde luego. Pero el análisis psicológico que nos proporcionó el doctor Huepes augura que usted puede superar su fobia en, digamos, diez años. Los trabajos de hoy en día requieren a alguien que domine el volante, un requisito equivalente a saber leer y escribir. Debido a su incapacidad para conducir se verá rebasado por un nuevo avance tecnológico que volvería a relegarlo al atraso y al aislamiento. Puedo asegurarle que esto empeorará a través de los años. —Se colocó detrás de Bulano y susurró—: Puede irse de aquí, si así lo desea. Ande, váyase, está en todo su derecho. Yo podría conseguir a una persona al borde de la desesperación, y no me refiero a una que comparta su fobia. No. Me refiero a una que tome sin dudar este maletín con dinero.
Del otro lado de la mesa, a través de una cinta transportadora, apareció un maletín de cuero negro. Fontamara lo tomó y abrió los broches. Mostró el contenido a Bulano y sonrió.
Los ojos de Bulano adquirieron un brillo inusitado. Fontamara cerró el maletín y lo colocó en la cinta. Todos miraban con expectación la respuesta de Bulano. El doctor Huepes tocó su hombro, animándolo, mientras su paciente lo consideraba.
—¿Puede revertir el procedimiento? —preguntó Bulano.
—Desde luego, si ese es su deseo. Usted volverá a ser el mismo de antes, excepto que ya no sufrirá más. ¿No es así, doctor Huepes?
—Aprenderá a conducir, señor Bulano —corroboró el psiquiatra.
Bulano guardó silencio y analizó la situación. Después de unos largos momentos de expectante silencio, dijo:
—¿Cuándo se iniciaría la operación?
Fontamara se adelantó hasta él y estrechó su mano. Habían llegado a un acuerdo.
***
No era fácil para un hombre asumir que su carne iba a ser arrancada y sustituida por acero, cobre, aluminio, plástico, fierro y vidrio. Bulano no estaba seguro del proyecto. Otros de los reclutas habían participado en el programa, atraídos por la fama o el dinero. No era este el caso de Bulano. En cuanto hubo comprendido el objetivo de los directivos de Rey Tec, las implicaciones y las oportunidades se mostraron claramente ante él. Era un nuevo comienzo. Significaba abandonar algunos planes, postergar otros. Pero también podría adquirir la superación laboral y económica que tanto había anhelado.
Dos meses antes de la operación, Bulano consumió alimentos a base de vitaminas y le fueron suministraron antibióticos. La mayor parte del tiempo se encontraba en un estado soñoliento dentro del hospital. La comida racionada que recibía logró que bajara de peso. Sentía que en cualquier momento se desvaneciera, pero tenía que reconocer que la comida era saludable y que poco a poco estaba siendo desintoxicado de sustancias insalubres.
Cuando se encontraba consciente, Bulano respondía a medias. Después, se limitaba a escuchar las novedades, todas ellas referentes a la transformación. Sin embargo, no tenía el ánimo de hacer preguntas debido a su delicado estado.
El día de la operación, equipos de protésicos y cirujanos comenzaron a hacer intervenciones jamás hechas a un ser humano. Bulano yacía extendido como una rana a punto de ser diseccionada. Las ráfagas heladas que circulaban por los pasillos lo sacudieron. Le costaba respirar y abrir los ojos. Todo su sistema nervioso fue sondeado y analizado por un ordenador médico.
Sus visitantes ―cuando les era permitido― hablaban con él y en ocasiones lo trataban como a un espécimen de laboratorio. Escribían algunas anotaciones, murmuraban algo entre ellos y se retiraban. Bulano pareció mirarlos a través de un espejo que distorsionaba sus figuras. Mantuvo la boca semiabierta, a la espera de algo revelador.
Sus terminales nerviosas no encontraban los puntos correctos para moverse o sentir algo. Si alguien se hubiera atrevido a hundir un cigarro encendido en el dorso de su mano, él no hubiera sido capaz de sentirlo. Su piel comenzó a desprenderse ante sus ojos. Retiraron extremidades y órganos que ya no necesitaría. Su cerebro y espina dorsal fueron bañados con su propia sangre en un tanque cristalino. Todos los conductos se adaptaron a electrodos y mangueras hidráulicas. El cuerpo de Bulano, incluso después de haber sido transferido a una pileta con solución acuosa, terminó en una cámara de conservación. Sangre y neuronas se acoplaban a aceites y válvulas. Bulano perdió todo sentido.
La operación fue larga y bastante delicada. Los cirujanos y técnicos electromecánicos acabaron exhaustos en el suelo de la sala de operaciones, transformada en un taller mecánico.
Alguien hizo girar la llave de una abertura. Bulano despertó por completo sin dejar de emitir gruñidos.
Sintió que se encontraba en otro cuerpo. Intentó levantar las piernas, pero solo provocó una aceleración no calculada. Su corazón —mejor dicho, su motor de ocho cilindros— bombeaba al igual que el de un caballo pura sangre. Podía sentir el engomado de los neumáticos. Abrió los ojos, pero en su lugar apareció una franja horizontal.
El doctor Huepes y Fontamara se acercaron. El segundo, expectante, escuchaba la «respiración» del vehículo que no era otra cosa que un ronroneo de motor.
—Señor Bulano, ¿nos escucha?
—¿Quién está ahí? —preguntó la voz de Bulano.
—Soy yo. El doctor Huepes. Van a iluminar más la sala. Si le molestan las luces, solo hágalo saber.
—Veo una figura. Creo que es usted. Pero no estoy muy seguro.
Fontamara intentó tocar la carrocería, pero el doctor Huepes se lo impidió.
—Todo está bien, señor Bulano —dijo el doctor—. Dígame, ¿cómo se siente?
—Extraño. Me siento muy extraño.
—¿Puede ser más específico?
—Bueno —dijo la voz con timbre electrónico—, me siento rígido. Es como si me sostuvieran las manos y no me dejaran moverlas. Estoy mareado —pasó la mirada por toda la habitación. Su visión se limitaba a simples borrones y siluetas sin definir.
—Por favor, señor Bulano —dijo el doctor Huepes—, no se mueva. Aún se encuentra en estado delicado.
—¿Cómo puede decir eso? —preguntó indignado Fontamara—. Necesita aflojarse, sentir el camino.
Los reflectores en el techo aumentaron de intensidad. Bulano distinguió más luz y menos sombras, aún sin acostumbrarse.
—Ahora puedo verlos —dijo, con una voz quebrada—. Se nota diferente… Distingo colores y más formas.
—¿Puede moverse?
Bulano hizo el esfuerzo. El automóvil tembló un poco. Enseguida, los neumáticos se movieron por sí solos con suave lentitud. No emitió sonidos de ningún tipo. Uno de los ingenieros reclamó algo, pero Fontamara no prestó mayor atención: se sentía fascinado de ver al nuevo modelo tomar la iniciativa de esa forma.
—Es todo —sentenció Bulano—. No puedo mover las piernas.
El doctor Huepes aclaró su voz y dijo:
—Señor Bulano, siento decirle que sus extremidades le han sido retiradas. Usted lo sabía. Ya lo habíamos platicado con anterioridad.
—¿Mis piernas? —Bulano intentó mirar la parte inferior del vehículo, pero fue inútil: su ángulo de visión hacía imposible mirar algo más que el frente. Intentó hacer lo mismo en la parte superior, pero obtuvo los mismos resultados. Entonces, sin esforzarse en ello, percibió la pared y la gente alrededor de él. Sabía con exactitud dónde estaban posicionados los objetos y las personas presentes. Sentía su cabeza embotada y bastante débil.
—Localice sus nervios —ordenó Fontamara—. Intente encontrar las terminales correspondientes.
Bulano tanteó al azar; no tenía idea de dónde hallar los puntos requeridos. Concentró todo su ser en sí mismo. Para su sorpresa halló una serie de impulsos electromecánicos, tan salvajes y, al mismo tiempo, sofisticados, que le resultó imposible creer que eran suyos.
―Recuerde que su masa y composición han cambiado ―señaló Fontamara―. Ahora responde a una velocidad distinta; kilómetros por hora, por así decirlo.
—¿Dónde está mi cuerpo?
—No se preocupe, está siendo conservado en nuestras cámaras. Todo volverá a la normalidad, ya lo verá.
El auto probó el acelerador. Esta vez comenzó a temblar con más fuerza. Todos dieron un paso hacia atrás y se retiraron de la parte delantera del auto. El taller comenzó a llenarse de sonidos semejantes a truenos y resoplidos mecánicos.
—Las puertas… —musitó el doctor Huepes—. ¡Abran las puertas!
Alguien accionó una puerta corrediza. De pronto, la luz de la luna se filtró en el interior. Bulano quedó hechizado por aquella imagen que colgaba del firmamento. La luz hacia brillar con fuerza la pista. Bulano avanzó, decidido. Percibió el camino de concreto bajo los neumáticos. No había forma de que perdiera el equilibrio ya que su gravedad media oscilaba sobre cuatro soportes de goma. Sin embargo, al topar con una jardinera, el parachoques se abolló en la parte delantera del auto.
—Lo siento —dijo, apenas consciente de su error.
—No se preocupe —dijo el doctor Huepes con amabilidad—, lo está haciendo bien.
Bulano condujo alrededor de la pequeña pista a media velocidad. Se sintió cómodo y excitado con su marcha. Cuando se alejó a considerable distancia del taller, una voz ajena invadió su cerebro. Al instante se dio cuenta de quién se trataba:
—Soy yo —dijo Fontamara—. Me estoy comunicando con usted a través de su aparato receptor. Siga avanzando, señor Bulano. Puede atender mi llamada y conducir. Es tan fácil como caminar.
—Todo parece ir bien —dijo Bulano.
Fontamara hizo una pausa mientras reflexionaba.
—Creo que sí —dijo por fin—. Hasta ahora marcha bien. Pero no quiero engañarlo, Bulano: estamos al borde de lo desconocido. Espero que todo salga bien. Sin embargo, hasta el momento no parece haber problemas.
Bulano se preguntó si podía aumentar la velocidad. Entonces aceleró. Se dio cuenta de que la pista no era suficiente para su verdadero alcance.
Salió de la pista, en dirección a la carretera. La voz de Fontamara estalló con enfado:
—Oiga, ¿que está tratando de hacer? ¡Regrese!
—Sigo probando —dijo Bulano, con voz segura.
Ya en la carretera aceleró. Podía sentir el viento cómo daba de lleno en su nueva armadura. Se sorprendió al reconocer que la energía era recabada por diminutos paneles solares.
Fontamara y los ingenieros intentaron detenerlo, pero resultó inútil: la salvaje proporción de cromo y aluminio no obedecía órdenes, no después de que su nuevo cuerpo se adaptara a las reglas de la ingeniería automotriz.
***
Bulano recorrió la ciudad. No existía lugar que no deseara conocer. La velocidad y él se habían fusionado en una fuerza contenida que ahora hacía ebullición y se desprendía de él como una bomba. No tuvo miedo de recorrer las calles, ni siquiera de rebasar los demás autos. Para Bulano se trataba de simples obstáculos. La sensación de poder lo divertía.
Pero su falta de experiencia resultó ser un factor a considerar: invadió el carril confinado al autobús, se pasó el alto en cinco ocasiones, realizó vueltas prohibidas y no cedió el paso a los peatones.
Bulano regresó al taller luego de salir el sol. Los guardias lo dejaron entrar a las instalaciones sin alarmarse y lo informaron enseguida. El doctor Huepes y Fontamara salieron a la pista a recibirlo.
No fue sino hasta que el auto se detuvo cuando Fontamara, con las manos en la cadera y un rostro severo, preguntó:
—¿Dónde estaba? ¿Qué fue toda esa exhibición en la calle? Ignoró las reglas de tránsito. ¿Quién se cree que es? ¡Alguien pudo resultar herido!
Bulano habló con voz fría y calculada:
—Siento mucho las molestias que he ocasionado, señor. Debía probar la potencia del motor. Funciona mejor de lo que yo esperaba. Me siento mucho más sano y vigoroso que antes.
—Lo han identificado, Bulano —dijo Fontamara—. La policía sabe que usted partió de nuestras instalaciones. Nos han hecho saber a cuánto asciende el costo de las multas.
—Creo que me excedí. No volverá a ocurrir —dijo Bulano con una voz despreocupada.
—La Mesa Directiva está molesta conmigo —exclamó Fontamara—. No piense que saldrá bien de esta, ¿entendió?
—Me alegra saber —añadió Bulano— que los directivos muestran preocupación hacia el nuevo proyecto. No hay nada más satisfactorio que sea tan importante para ellos como lo es para mí. Aunque pienso que se me debió dar a conocer el reglamento de tránsito de la ciudad, ¿no lo cree así?
—¡Y un carajo que no lo sabía! ¡Todo el mundo sabe, por sentido común, cuáles son las reglas de tránsito!
Bulano no se alteró en lo más mínimo.
—Me temo que no es así. Las reglas concebidas por la autoridad tienen un efecto nulo para mí. El proyecto debe, desde un principio, incluir estas reglas para no alterar el orden como yo lo he hecho esta noche.
Fontamara permaneció mudo al escucharlo hablar de esa forma. El doctor Huepes no dejaba de contemplar el coche. Al mismo tiempo meditaba acerca de la la extraña transformación que había ocurrido en su paciente.
—Regrese al taller, Bulano —dijo Fontamara en tono cansado—. Hoy hemos perdido un día muy valioso. Aún sigue en pie mi advertencia. El que no conozca las reglas no quiere decir que tenga que romperlas.
El automóvil se quedó quieto por algunos momentos hasta que, sin decir nada, dio la vuelta con suma lentitud y se dirigió al taller.
El doctor Huepes y Fontamara intercambiaron una mirada.
—No me agrada la forma en la que habla —observó Fontamara—. No parece un conductor sino…
—Una máquina, es lo que quiere decir —completó el doctor Huepes—. Yo también estoy preocupado; no esperaba que fuera a suceder esto.
—No era mi intención convertir a los conductores en máquinas. Quería hacerlos más sensibles, pero no de esta forma.
—Entonces permítame hablar con él. Es muy importante saber si seguimos tratando con un ser humano…
Fontamara se pasó un pañuelo sobre su frente llena de sudor.
—No creo que encontremos algo humano, doctor Huepes. Me parece que hemos creado un monstruo de Frankenstein. Para él, nuestra lógica es absurda; cuestiona a la autoridad y las reglas. ¿Qué le hace pensar que pueda escucharlo a usted?
—De acuerdo. Esa fue la primera insubordinación, pero su comportamiento no era de rebeldía, sino de total cuestionamiento. No se trata de un niño desobediente o de un animal enjaulado: es un ser humano entrando en otro estado de conciencia. Puedo decir casi con toda seguridad que el proyecto no es viable. De encontrar algún fuerte trastorno, sugiero revertir el proceso.
Fontamara estuvo a punto de protestar —había muchos billetes y una campaña publicitaria de por medio—, pero se contuvo. Su cansancio le hacía perder el juicio. Optó por despedirse del doctor Huepes y pensar con la cabeza más fresca.
***
Luego de arribar a su mansión ubicada en la zona residencial de la ciudad, Fontamara se sirvió una copa de brandy y lo agitó con elegancia sobre su mano derecha. Se recostó en un sillón, presa del cansancio y del estrés. Apuró la bebida. Cuando se dispuso a servirse otra, alguien llamó al comunicador privado. Debía tratarse de una queja con respecto a la salida abrupta del taller del nuevo modelo.
Tocó el comunicador y dijo:
—Diga.
—Disculpe la hora, señor —dijo la imagen dentro del globo—. Ocurrió algo imprevisto mientras…
Luego de escuchar la noticia del técnico encargado, Fontamara exclamó:
—No puede ser. El lugar está cercado. ¿Cómo es que él…?
—Traspasó la valla. Lo estamos monitoreando a través del sistema satelital. Va rumbo al norte, señor.
Fontamara cortó la comunicación. Hizo una pausa. Siguió sentado en el sillón, con el rostro duro, pensativo. Algo se revolvió en su estómago. Se preguntó si el auto podía tener un desperfecto, si Bulano podía quedar trastornado de por vida, si…
Encendió el visor público. La voz del conductor del noticiero lo alarmó:
—El automóvil sin identificar ha recorrido el tramo que comprende la intersección estatal con el Puente de Oriente, y parece que no tiene intenciones de detenerse. Ignoró señalamientos y una caseta de cuota. No se ha podido identificar a la persona que lo conduce. Su velocidad es de ciento cuarenta kilómetros por hora. No ha obedecido ninguna advertencia de los patrulleros. Se descarta que esté siendo conducido por un hombre bajo los efectos del alcohol o de las drogas debido al buen manejo que tiene del auto.
Fontamara se llevó una mano al rostro, como si ese ademán fuera a desaparecer la pesadilla que estaba viviendo. Bulano no solo había escapado de los talleres, sino que ahora había llevado su anarquía automotriz para proclamarla en las autopistas.
En la pantalla observó al coche correr sobre el asfalto, iluminado por la luz parpadeante de las torretas de las patrullas. Había huellas de la persecución plasmadas en el toldo y en las puertas: ralladuras, hundimientos y cristales rotos. El auto había costado millones y ahora estaba siendo reducido a simple chatarra.
Una idea pasó por la cabeza de Fontamara. Apagó el visor público y miró absorto al frente, con el labio inferior apretado y los puños cerrados. La patente del nuevo modelo podía ser perdida una vez que las autoridades identificaran que pertenecía a Rey Tec, pensó. Los daños tendrían que ser cubiertos por la compañía así como las demandas presentadas por terceros afectados.
Esto podía ser el comienzo del derrumbe, pensó. La Mesa Directiva no soportaría el escándalo.
Cuando llegó a los talleres, lo primero que hizo fue lanzar una reprimenda, tanto a los técnicos como a los guardias. Enseguida pidió explicaciones.
El encargado en jefe se adelantó un paso y comenzó:
—Nos encontrábamos estudiando el comportamiento del cerebro ante el nuevo cuerpo. Todo iba bien hasta que apareció esto, señor. —Mostró una gráfica con el registro neuronal de Bulano en las últimas horas.
—¿Qué significa esta línea? —preguntó Fontamara, impaciente.
—Fue justo el momento en que escapó. Destrozó las cadenas y saltó la plataforma.
—¿Hay alguna forma de detenerlo?
—Yo…
—Vamos… ¡Piense! La policía y la prensa sabrán tarde o temprano que transformamos a un hombre en un auto. El gobierno se hará del control de él y exigirán la patente. Podremos cubrir las demandas, pero no la perdida de algo tan valioso.
El encargado enmudeció. Pasó saliva con fuerza y alcanzó a decir:
—El parche de seguridad… Lo instalamos justo después de su primer escape. La señal es automática…
—¡Hágalo! Y deshágase de toda evidencia. Queme todo lo referente a Bulano y al automóvil.
El encargado soltó una bocanada de aire y se dirigió a la consola. Despegó un cierre de seguridad. Mantuvo el dedo encima del botón, pero no se atrevió a tocarlo. Fontamara no soportó su duda. Apartó de un empujón al encargado y oprimió con fuerza el interruptor.
No ocurrió nada, no al menos dentro del taller. El localizador perdió la señal. Sin dejar de mirar con el ceño fruncido, el encargado preguntó con voz grave:
—¿Qué le diremos al doctor Huepes? Bulano era su paciente.
Fontamara regresó a la calma, pero aún no se quitaba de encima toda la presión. Ya tendría que dar un informe detallado a la Mesa Directiva sobre lo ocurrido, ya los escucharía y enfrentaría las consecuencias.
Reparó en la pregunta del encargado y dijo:
—Dígale que el cerebro no se pudo adaptar al mecanismo sensible. Argumente que había desperfectos. Esto… esto pudo ocurrir en cualquier momento.
—¿Y el cuerpo? ¿Qué hay del cuerpo?
Ya en la puerta y sin girarse para mirarlo, Fontamara respondió:
—Deshágase de él. Pedro Bulano nunca pisó estas instalaciones. ¿Entendió?
***
Los bomberos aparecieron a los pocos minutos de la explosión. Apagaron las llamas y encontraron metal fundido, partes carbonizadas y cristales rotos sobre el asfalto. No hubo ni la más mínima pieza intacta.
—¿Dice que no hay víctimas? —preguntó el jefe de protección civil.
—Ninguna —respondió un bombero.
El doctor Huepes apareció cerca de ahí intentando encontrar algo vivo, algo humano entre toda la maquinaría retorcida. Incluso ahora, con la pena que lo embargaba, le resultó difícil darse cuenta de que en aquel momento su angustia estaba llegando a su fin.
Observaron el humo alzarse en la noche de estrellas. El doctor Huepes pateó un pedazo de lámina. Algo en el suelo llamó su atención. Se inclinó y lo examinó con detenimiento. Era curioso que una de sus luces todavía parpadeara.
—¿Qué es eso? —preguntó el jefe de protección civil.
—Un contador digital de kilometraje —respondió el doctor.
—Pero ¿qué necesidad tenía de correr a doscientos kilómetros por hora? No lo entiendo.
El doctor Huepes respondió:
—Deseaba sentir el viento en su cabello.
© Copyright de Mauricio del Castillo para NGC 3660, Diciembre 2018