El frío de las cimas nevadas empezó a bajar al lago, como todos los atardeceres de verano.
Al ponerse el sol el espejo de agua se convirtió en una profusión de ondas rojizas. Tonos de ese color tiñeron el cielo, la tierra y el agua, más acá y más allá del espectro de la visión humana.
Bajo esta luz un joven alto, apuesto, de andar impulsivo, caminaba por el sendero de un bosque demasiado cuidado para ser natural. Se dirigía sin dudar al mirador sobre el barranco que limita el lado este del lago, en cuyo borde, protegido por una baja pared de piedra, está la silla de ruedas de un hombre que mira al poniente.
El pie del caminante golpeó una piedra, y dos ojos, uno brillante y el otro artificial, se volvieron hacia él, enmarcados por un rostro con arrugas y escasos pelos canosos.
—Seguimos huyéndole al bisturí estético —dijo el joven.
El viejo le sonrió.
—¿Tan pronto te desacostrumbraste a verte… ver mi cara?
Se miraron unos segundos en silencio, recorriendo cada uno los rasgos del otro, con avidez y curiosidad.
—Qué raro que resulta siempre este momento —corearon.
Ambos se rieron, inclinando la cabeza hacia la izquierda, casi al unísono. La misma risa sonora y despreocupada. Los mismos gestos.
—De tal palo… —empezó uno.
—… tal astilla —completó el otro.
Los dos suspiraron y volvieron sus caras al ocaso.
—¿Qué cambios hubo desde la integración anterior? —preguntó el anciano al cabo de un rato de calma.
—Todo lo que a vos te dolió, yo lo siento dormido… Difícil moverse, sin embargo.
—Todavía te falta la rehabilitación muscular.
—Cada vez que me acuerdo de la tuya se me caen las lágrimas.
—A mí también.
—Jajajaja.
—Jajajaja.
—Somos unos…
—Somos unos…
—Ja.
—Ja.
Otra vez se quedaron estudiándose mutuamente, con expresión divertida. El viejo comenzó a negar suavemente con la cabeza antes de hablar.
—Parece que ni mis neuronas envejecieron tanto, ni las tuyas están tan desajustadas como en las otras transferencias.
—Mejoraron mucho esta vuelta.
—Habían pifiado el camino en las últimas décadas.
—Transferencia número cincuenta y cuatro.
—Anochecer número cincuenta y cuatro.
El joven cruzó los brazos sobre el pecho y se asomó por sobre la pared de piedra del mirador. Luego recorrió con sus ojos el lago y finalmente las laderas de las montañas hasta las cumbres nevadas, detrás de la cuales el sol se ocultaba con mayor rapidez. El viejo miraba su espalda recta con cierta ansiedad, pero sin perder la sonrisa.
—¿No me vas a preguntar qué hice desde que me descargaron hasta que hicieron la transferencia?
El joven le respondió sin darse vuelta:
—¿Me lo pensás contar?
—No.
—Uno dulce para el final.
El viejo asintió lentamente.
—Mi recuerdo dulce.
El joven señala hacia las montañas.
—Mirá el sol qué rojo está.
—Llegó el momento, entonces.
El joven se dió vuelta, los ojos brillantes y húmedos. El viejo hizo un gesto suave con las manos, como intentando alejar algo que estuviera entre ellos.
—Rápido e indoloro, te digo siempre. —Mirando hacia arriba, desde su silla de ruedas, añadió—: ¿No me pensás decir cómo va a ser?
El joven ladeó su cabeza hacia la izquierda levemente y esbozó una sonrisa triste.
—No. Mi recuerdo amargo para empezar.
Ambos rieron la misma risa desganada.
—A partir de ahora, soy vos.
—Recordame.
El joven apoyó suavemente la mano sobre la del viejo en un gesto cálido. El veneno se desprendió de la película protectora con que estaba adherido a su piel y empezó a correr por el cuerpo del otro. Era cuestión de minutos a partir de eso.
—Siempre.
© Copyright de Ariel Ledesma Becerra para NGC 3660, Abril 2019