Por Carlos Romeo
«Al contrario, el camino del impío es como la tiniebla; pues no ven donde tropiezan».
(Proverbios, 4, 19).
Se despierta de golpe y abre los ojos como si se hubiera precipitado pero él no es capaz de discernir nada. Todo está en silencio y éste es tan grande que puede distinguir un apagado murmullo, el de los ruidos de su propio cuerpo, así como el batir rítmico de su corazón. Deja pasar un tiempo pero nada sucede.
Se desvanecen en el olvido los retazos del sueño con aquellas conversaciones absurdas con gente que no ha visto en mucho tiempo, una aparente infidelidad sólo sentimental y aquella agobiante certeza del examen pendiente de química al que debe presentarse sin haberse preparado. El pasmo que le provocan estas situaciones oníricas se disuelve para dejar espacio a nuevas preguntas sin respuesta.
Es cierto que es raro que no haya nada de luz. «¿No me habré vuelto ciego?», se interroga Adrián tumbado en la cama. Conoce su casa de memoria y lleva su mano derecha al despertador, que tiene una bombillita que ilumina la esfera cuando es preciso. Aprieta el botón correspondiente y comprueba algo aliviado que puede ver. «¡Qué tarde es!», es lo que acierta a pensar al observar las manillas para luego darse cuenta de que la falta de luz natural a estas horas tampoco es normal.
Se sienta en la cama, se calza las zapatillas, enciende la lámpara de la mesilla y se levanta para acercarse a la ventana de la alcoba. Aparta las cortinas pero aun así no entra nada de luz. Abre una hoja del ventanal y lo primero que nota es el enorme frío que llega desde el exterior. Sube las persianas para despejar la vista pero ante él no hay nada en absoluto, sólo una negrura total, la ausencia de cualquier atisbo de luz. Esto le atemoriza tanto que cierra de golpe el ventanal retrocediendo de espaldas hasta toparse con la cama.
Con el contacto del mueble reacciona y se dirige a la puerta, quiere abrirla pero entonces siente una gran reluctancia a hacerlo. Se detiene y toca el pomo casi acariciándolo pero sin atreverse a cogerlo con firmeza. Tarda en decidirse. Está de pie ante el umbral, respira hondo, cierra los ojos, agarra el pomo y lo gira sin dificultad. Nota un escalofrío en su espalda mientras su respiración se acelera y le atenaza un nudo en la garganta. Entonces sucede que no tira de la puerta hacia él sino que se aparta de ella. Acto seguido enciende la lámpara que cuelga del techo de la habitación y ésta se ilumina por completo.
Adrián se vuelve para dirigirse de nuevo a la ventana. Posa una mano en el cristal para percibir lo frío que está. Para su asombro, la luz que sale de su habitación no es capaz de iluminar nada que esté en el exterior. Él sabe que no debería ser así. Recuerda que a la derecha del ventanal está uno de los muros del edificio y otras ventanas pero no puede ver nada de eso. Tampoco hay luces en las ventanas cercanas. Recuerda que es tarde y que debería escucharse el ruido del tráfico de la calle o el rumor de los vecinos de arriba. Pero no es así, ya que sólo le acompaña el silenciootoor sus propios movimientos.
El desconcierto le lleva de vuelta al lecho, donde se tumba acurrucándose bajo una postura fetal ya que está abrumado por la angustia de la situación. Tiene frío y se arropa bajo una manta. Adrián pasa un tiempo difícil de cuantificar hasta que el hambre y las necesidades fisiológicas le llevan de nuevo y con urgencia hacia la puerta.
Vuelve a coger el pomo con su mano derecha y lo gira para después atraer la puerta hacia sí mientras siente su corazón desbocado. Teme perder el conocimiento así que intenta calmarse respirando lentamente antes de abrir los ojos al hueco de la puerta despejada. En el pasillo no hay más que tinieblas y desde allí entra frío en la habitación aunque no en la misma medida que cuando lo hizo al abrir la ventana. No obstante, se acerca al umbral para detenerse en el borde del mismo. Asoma su cabeza pero no es capaz de ver nada ya que la luz de la habitación no es capaz de iluminar el pasillo, si es que éste sigue estando ahí.
Respira hondo de nuevo antes de adelantar su pie derecho más allá del umbral. Pisa y así comprueba que hay un suelo de consistencia gomosa que cede un poco bajo su peso. Adrián sale de su habitación hacia lo que sea que se encuentre ahí. Con su mano derecha se agarra al marco y extiende el brazo izquierdo, el cual no es capaz de palpar la pared de enfrente. Sin embargo, con la derecha logra encontrar un tabique gomoso más allá de la puerta que acaba de franquear.
Así, Adrián avanza por el pasillo paso a paso, morosamente. Calcula el lugar por donde éste debía girar en ángulo recto a la derecha. Llega allí y, efectivamente, encuentra una esquina. Mira hacia atrás sólo para ver el hueco de la puerta abierta alumbrada que no lograba iluminar las sombras. Su imagen es la de un trapecio blanco sobre fondo negro.
Él se anima a avanzar hacia la oscuridad y así rodea la esquina. Avanza a ciegas, con pasos discretos, mientras empieza a tropezar con blandos objetos que se muestran indefinibles. No parecen muebles sino partes de seres vivos, sensación que se vuelve certeza al sentir cómo él mismo es manipulado por manos que no parecen humanas. Le palpan, le apartan de su camino, todo ello en un estricto silencio que sólo es roto por sus propios quejidos angustiados. Adrián se aplica a la gomosa pared que está a su derecha y sigue avanzado sin recular con la esperanza de encontrar la puerta del cuarto de baño. Los cuerpos de esos seres que le tocan sin sobarle parecen multiplicarse y cada vez le resulta más difícil progresar sin rozarlos. No están revestidos de piel, ya que parecen al tacto muñecos animados de tacto gomoso y lampiño. Tanto se agobia Adrián que grita y al hacerlo estos seres se retiran. Manotea ante sí y no logra tocar nada. Entonces palpa la pared para encontrar finalmente una puerta. La abre y se introduce en su interior con presteza. La cierra tras de sí y apoya su espalda en ella. Busca con su mano izquierda el interruptor de la luz hasta dar con éste. El cuarto de baño se ilumina y allí todo parece normal.
Se sienta en el inodoro e intenta calmarse, se lleva las manos a las sienes mientras sufre temblores en las extremidades. Adrián recuerda lo que debe hacer y empieza a respirar hondo y con lentitud. Una vez repuesto su propio cuerpo le trae a la memoria el motivo para estar ahí y él actúa en consecuencia. Después, se lava las manos para seguir con la cabeza. Al acabar se seca la cara ante el espejo con una toalla de mano. Es entonces cuando se da cuenta de la existencia de unas finas líneas negras, casi invisibles, que rodean sus ojos, las narinas y la boca. Se acerca al cristal para verlas con más detenimiento y al hacerlo ve cómo en las puntas de los dedos también existen esas líneas. Asustado, coge un cepillo de uñas y con algo de jabón se restriega las yemas de sus dedos con frenesí. Se dedica a ello metódicamente, casi con saña, pero las líneas no se borran. Busca la botella de alcohol que tiene por ahí, empapa con éste un algodón y se lo aplica a la punta de los dedos pero no consigue nada con ello. Vuelve a echar una ojeada en el espejo y recibe una impresión que le atenaza la garganta. Las líneas se alargan y se vuelven más gruesas casi a ojos vista. Se mira las manos para observar los pulpejos detenidamente. Sí, es verdad que esto sucede. Sí, lo negro avanza, crece, se expande. Abre la boca para constatar que pasa lo mismo con la mucosa de los labios y que también las líneas empiezan a invadir las conjuntivas.
«Es una pesadilla, debo volver a la cama», dice para sí Adrián en su desesperación. Ya no puede pensar más, así que lleno de terror e incertidumbre abre la puerta del baño y sale al pasillo profiriendo alaridos y gritos inarticulados mientras corre haciendo grandes aspavientos para apartar a los muñecos gomosos que allí se pudieran encontrar. Consigue lo que se ha propuesto, ya que apenas antes de tocarle se apartan al estar avisados por las voces desaforadas. Adrián choca con la blanda pared del pasillo en el lugar en el que giraba en ángulo recto. Tuerce hacia su izquierda para ver cómo el trapecio de luz blanca parece fluctuar y alejarse. Ya sin gritar corre hacia la luz mientras la oscuridad cambia ante él, como si avanzase apartando ante sí girones de niebla primero gris y luego blanca, para volverse gris y luego negra, pero no del todo, como si avanzase por un túnel cuyas paredes están formadas por indefinidas ondas de niebla mostrando oleadas de diversos tonos de gris. A pesar de lo rápido que avanza, le cuesta llegar a la puerta de la habitación. Un recorrido que suele durar segundos lo realiza en minutos hasta que, exhausto, se planta en el umbral. Para.
Adrián no puede explicar qué siente pero ahora la reluctancia que le invade es a salir del pasillo de los jirones fluctuantes de humo y niebla. Nota el blando contacto de uno de los muñecos y es en ese momento cuando entra en la habitación y cierra la puerta tras de sí. Al darse la vuelta, observa que tanto el marco de la puerta como el suelo junto a la entrada están tiznados con rayas negras que semejan raíces. Retrocede ante esta visión hasta dar con la cama, pierde el equilibrio y cae en ella de espaldas.
Una vez allí Adrián desfallece y cae en un duermevela en el que su mente entra y sale de la conciencia hasta quedarse dormido a pesar de su angustia. Experimenta un sueño que ha empezado antes de dormir ya que puede ver con los ojos cerrados un pasadizo orgánico en cuyas paredes avanzan ondas y todo ello está iluminado de rara manera. Las diversas ondulaciones del color negro desembocan en explosiones blancas atravesadas por todas las variedades del gris en una sucesión rápida y aparentemente inacabable de olas y estallidos de color, como si fueran flores que se abren de todas las formas posibles en un mundo cuasi bicolor donde los jirones de gris se entreveran con el negro y el blanco mientras las ondas avanzan sin cesar hacia delante peristálticamente, sin un atisbo de la meta a alcanzar. Sucede esta forma hasta que todo termina por completo y de golpe con la cegadora irrupción de un estallido de color blanco sin tacha. Con esto cesan los sueños aunque el hombre sigue dormido un tiempo.
Mientras tanto, las líneas negras que parten del umbral de la puerta se elongan y ensanchan para terminar de cubrir por completo todas las paredes, el techo, el suelo y lo que contiene la habitación; y esto sucede en paralelo con la transformación del cuerpo de Adrián, que sufre los mismos cambios. Ambas evoluciones, la del hombre y la de su entorno, culminan al mismo tiempo y a la vez que el destello de blancura cegadora con el que finalizó el sueño del durmiente. Es en ese momento cuando acontece la mutación definitiva.
Pasa un tiempo que es difícil de cuantificar.
Está tan silenciosa la habitación que el mero hecho de que Adrián abra sus ojos, el leve sonido de la apertura de sus párpados, resuena como una explosión en una cámara forrada con espejos. El sobresalto termina de despertarle y lo hace para llevar su ánimo al asombro: todo a su alrededor es blanco. Se levanta para abrir la ventana y así darse cuenta de que lo que existe ahí fuera es un conjunto de ondas y remolinos lechosos. No abre las hojas del ventanal. Más bien se vuelve para observar que en la habitación todo es níveo: la ropa de cama, la mesilla y la lámpara que cuelga del techo. El hombre avanza hacia la puerta y acciona el interruptor de la luz pero no consigue demasiados cambios aparentes en la iluminación de la estancia. Es más, quizá se han intensificado unas extrañas sombras que aparecen tras los muebles o debajo de ellos, oscuridades sólo relativas, ya que no hay negrura aquí, sólo matices del blanco.
Adrián está ante la puerta y se dispone a abrirla sin atisbos de inquietud en el momento de disponer la mano en el pomo. No obstante, se detiene al observar sus dedos sin uñas, convertidos en unos cilindros gomosos de puntas redondeadas. Escudriña su cuerpo, que es blanco, liso e imberbe, de una apariencia que recuerda la de un muñeco de caucho albino. Se tienta el pecho para no encontrar ni los resaltes de su musculatura ni sus pezones. Sus manos bajan por un vientre que carece de ombligo, y aún más abajo no encuentra nada que palpar, ni convexidades ni concavidades. Apenas es consciente de que está desnudo como un muñeco desvestido.
Despliega pues la hoja de la puertaque se abre a un pasillo ahora níveo y brillante, de paredes esponjosas, y que está repleto de figuras que son como él, maniquíes blancos y animados. Dentro de su mente aparece una nota de bienvenida. No es una palabra sino un concepto que se asoma a su psique. —«¿Sois vosotros?», piensa, para después recibir una oleada de afirmaciones en su cabeza. Lo que siente no es una avalancha de síes sino una marejada de la noción que expresa esta palabra. Esto le abruma, le paraliza por un momento.
Les observa. Advierte que aunque son todos similares no son idénticos entre sí ya que encuentra pequeñas diferencias en la envergadura y la fisonomía. Todos estos seres desnudos y andróginos tienen una complexión fina y delicada sin los atributos de la feminidad. Se centra en sus cabezas exentas de pelo, en sus caras en las que narinas y bocas no son más que rendijas que dejan entrever blancas sombras, mientras que los párpados encierran algo de oscuridad ya que los orificios no son tales sino hendiduras. Adrián se lleva las manos a la boca, donde sólo encuentra surcos de mucosa húmeda tras los labios en una boca pequeña y casi inexistente donde no hay dentadura ni maxilares, sólo un espacio de mucosa yugal.
—«¿Soy como vosotros?» —les interroga con el pensamiento recibiendo como contestación otra marea de síes conceptuales.
—«¡Ven con nosotros!» —le dicen mientras extienden sus manos hacia él.
Da un paso, cierra la puerta y al hacerlo ésta desaparece disolviéndose en la pared del pasillo. Ahora él es uno más en medio de muchos iguales. Se le acercan para abrazarle. Él se da cuenta de que es un contacto muy agradable, casi adictivo. Incluso alguno de ellos le besa en los labios y el placer que le inunda es aún mayor.
—«¿Cómo distinguiré a unos de otros?» —es la cuestión que planteaante la cual sufre una fuerte intrusión en su mente de exclamaciones extrañadas, incluso sorprendidas.
—«¡Todos somos iguales! Tú eres yo y yo soy tú, nosotros somos nos» —es la respuesta del grupo.
—«¿Y qué haremos?» —es la pregunta de quien fue Adrián.
—«Ser, existir, gozar. Olvídate de tu nombre y de tu pasado. Sólo somos nos y sólo existe el ahora» —son las ideas que anidan en su pensamiento.
El grupo empieza a moverse y él se une a éste, confundiéndose con los demás para siempre.
Nunca se volverá a sentir solo ni singular.
Escrito en Madrid entre el ocho de Noviembre y el trece de Diciembre de 2016 a partir de una idea de Rafael Pacha.
© Copyright de Carlos Romeo para NGC 3660, Enero 2017