El último paseo

 

Por Cristina López

Recuerdo que aquella primavera tardó en llegar. La brisa del invierno se alargó bien entrado el mes de mayo y las lluvias no terminaban de aflojar. Nubes negras cubrían un cielo creando en ocasiones un ambiente más bochornoso que frío, pero siempre inoportuno para la fecha en la que estábamos. Así que el entretiempo surgió de repente. Como una bomba estallaron los botones de las flores del jardín, los frutales se tiñeron de color y la pradera empezó a rebrotar. Luego, el calor secó la humedad de la tierra. Fue entonces cuando al fin pude retomar mis ansiados paseos.

Solía caminar hasta St. James, ese precioso parque que se encontraba a tres manzanas de mi casa. Más bien de la residencia familiar, ya que aún soy joven para tener la mía propia. Me gustaba aquel lugar, pues siempre encontraba un rincón para cada instante. En ocasiones buscaba el jaleo de los niños al jugar y otros días prefería curiosear, que no fisgonear, a otros paseantes. Fantaseaba con idear cómo serían las vidas de esas personas ajenas, me imaginaba poniéndome en su piel. Sin embargo, casi siempre escogía pasear en silencio, contemplar el esplendor de esos prados verdes llenos de diminutas vidas. Observar los distintos insectos que suben y bajan por esas largas y enormes hojas para el pequeño tamaño de esos parásitos. De vez en cuando me sentaba en algún banco a escuchar. Cerraba los ojos para afinar mi oído y entre todos los sonidos intentaba aislar alguno. Separaba el canto de un pájaro, por ejemplo, de entre todos los demás. Entonces intuía sus movimientos por el cielo en función de la lejanía del sonido, de su murmullo, luego abría los ojos y rastreaba a mi compañero de vuelo.

Si le cuento todo esto es para que vea que mi vida se sucedía siguiendo una rutina en su mayor parte sencilla. Para que usted sea juicioso en un posible veredicto y cuente con el máximo de los detalles posibles, que si bien ahora le podrían parecer irrelevantes, el grado de precisión en mi explicación podría ser transcendente.

Como le digo, salía de casa antes del almuerzo y después de mis tres horas diarias de lección. Sí, me levantaba temprano, pues siempre me ha gustado alargar las mañanas. No sé si usted pensará lo mismo, pero son mucho más agradables para hacer tareas. Las tardes, para mí, son perezosas, sobre todo cuando el sol comienza a caer. No siempre iba sola, pues a mi hermana mayor, Rose, le gustaba acompañarme. Que quede claro que Rose es la única hermana que tengo, solo puntualizaba que se trata de la primogénita. Me consideraba su confidente y Rose aprovechaba la soledad de los paseos para narrarme las disputas con mi madre. Las dos cuentan con el mismo carácter peleón, en el buen sentido de la palabra, y sus diálogos no podían ser de otra manera que a base de gritos. Siempre ocurría así. Solían vociferarse mutuamente hasta que mi padre, saciado de tantos alaridos, hacía callar a Rose. De esa forma se terminaban las disputas. Sin embargo, mi hermana acababa de conocer al que pronto será su marido. Si no me falla la memoria, que no es lo mismo que la cabeza, en un par de meses, pasada ya la Navidad, contraerán matrimonio. Desde entonces Rose prefiere pasear junto a él. Además la estupidez de su enamoramiento había terminado incluso con las discrepancias familiares que tanto nos unían a nosotras. Mis padres, al contrario que yo, estaban contentos, pues aunque Rose tenía una carrera brillante por delante en el campo de la medicina sin la necesidad de un marido, su prometido descendía de una familia con nombre y bien posicionada. Esta nueva situación provocó que Rose y mi madre acercaran posturas, por consiguiente esta última primavera todo era distinto. La supuesta madurez de mi hermana hizo más palpable nuestra diferencia de edad, y pasó a comportarse más que como una hermana como una madre. Aquello me irritaba, como puede usted entender, además, si me permite la expresión y que Rose no me oiga, la situación me parecía irrisoria, pues poco más de dos inviernos separaban nuestro nacimiento.

Bien, me centro ahora en Ambrose como me está pidiendo y concretamente en el día que le conocí. Aunque más apropiado sería decir que le vi por primera vez, yo estaba en uno de esos antiguos asientos del parque. Un banco de madera, con la pintura desconchada en fragmentos, me procuraba descanso de un paseo inusualmente duradero. No lo escuché venir y tampoco percibí su llegada a pesar de tener mis ojos completamente abiertos. Una intensa fragancia me delató su presencia. Esa fragancia fresca y ligeramente dulzona, algo entre ropa limpia, jabón y un penetrable olor a canela. Recuerdo que un estornudo se inició en mi nariz manteniéndome en suspense durante segundos, para concluir con la decepción de un intenso picor. Enseguida me giré hacia él. Tenía que haberlo visto usted, porque cualquier descripción, por muy fiel y detallada que pueda proporcionarle, será insuficiente para que alcance a hacerse una idea de tanta belleza. Su pelo espeso caía sobre su frente dibujando cenizos tirabuzones por encima de unas cejas también muy pobladas. Esa nariz afilada y estrecha completaba un rostro tan encantador como nacarado. Sin duda una piel así de blanca solo podía indicar que procedía del norte o de algún otro lugar, por ejemplo, de un país escandinavo. No habría podido adivinar su edad. Usted, digo. Yo tampoco, debo de serle sincera, pues lo mismo tenía veinte que cuarenta años. A sus ojos claros le acompañaban unas tenues ojeras. Le hará gracia esto que le voy a decir ahora: me gustaban esas pequeñas bolsas oscuras alrededor de sus párpados. Contrastaban con el claro de sus pupilas. Además parecían estar allí siempre, formaban parte de él. No crea usted que sus ojeras surgían de síntomas de cansancio. Ambrose contaba con una vitalidad sorprendente, aunque de eso le hablaré después. Y no puedo olvidarme de decir algo sobre su ropa. Siempre impecable con su camisa blanca de botones oscuros que combinaba a la perfección con unos pantalones color añil.

Así que allí estaba Ambrose, de pie, mirándome mientras yo me sonrojaba y sin ser mi pretensión provoqué en él una media sonrisa. No creo que sea muy oportuno decir aquí lo que sentí. Quizá, si se tratase usted de una amiga, la conversación me llevaría por otros derroteros, pero si al menos pudiese dejar que mantenga eso para la escasa intimidad que me queda…

Esa fue la primera vez que me crucé con Ambrose. No hablamos. Ni siquiera nos saludamos con un gesto cortés, pues debo decirle que aunque hubiese querido no habría salido de mí palabra ni mueca alguna. Él continuó su camino y yo me quedé allí quieta, un buen rato, recomponiéndome de aquel encuentro mientras mis uñas levantaban la pintura desconchada del banco.

Esa noche no fui capaz de dormir, ya que su atrayente rostro se personaba en mi mente por más que intentase olvidarlo. Recreaba su figura delgada alejándose por el camino, con paso firme y sin mirar atrás. Una parte de mí deseaba que no siguiese adelante, que parase. No obstante se habría dado cuenta de lo estúpido de mi bochorno. Si ahora lo pienso, fue mucho mejor así, aunque eso acrecentase una obsesión a todas luces incomprensible para mí, así que supongo que mucho más ambiguo será para usted.

Voy a continuar contando mi historia como hasta ahora, de una forma sincera e intentando ignorar que la mentira o la omisión de algunas cosas me serían más que favorables. Quiero que sepa que soy consciente de esto. Sin embargo, creo de veras que si silencio esas partes usted nunca llegará a entender mi situación.

El día siguiente de lo que yo creía que había sido nuestro primer y fortuito encuentro, no podía pensar en otra cosa que en volver a ese mismo banco del parque. Estaba segura de que Ambrose repetiría su ruta, o al menos así lo sospechaba o lo esperaba. Me encontraba intranquila y mi ansiedad debía de ser tan palpable que hasta Gerard tuvo que llamarme la atención. Había dejado el grifo de la pila abierto y los cubiertos del desayuno sin guardar. Gerard se encargaba de todo, pero no me gustaba llamarle mayordomo. Bueno espero que aún siga trabajando en la casa porque para mí es como un familiar, incluso le aprecio mucho más que a otros con los que en pocas ocasiones he coincidido. Ahora le llamo tío, pero en una disputa con mi padre, cuando yo era tan pequeña como para que solo el relato de mi madre haga que lo recuerde, quise que Gerard ocupase su lugar. Siempre ha sido atento conmigo, ya sé que en eso consiste su trabajo, aunque créame que es algo distinto. Nadie, excepto él, ha tenido siempre en cuenta mis opiniones y sentimientos, pues todos aquellos mayores que yo, pensaban por mí. Mi madre es quien me convenció de que aquel hombre no podía ser mi padre porque era mi tío y yo, ya adulta y sabiendo que no existen lazos sanguíneos que nos unan, no quise que dejara de serlo. Esa es la historia de por qué Gerard es tío Gerard, ya no sé si antes lo había contado, pero si no lo había hecho me parece algo importante.

Volviendo a la historia que debo abordar, aquella jornada las clases matutinas que tomaba en la casa familiar fueron del todo infructuosas. Por más que intentaba poner atención a las distintas materias, solo podía pensar en que llegase la hora para salir a pasear. Sin embargo, aquel día no apareció. Estuve más de una hora por los alrededores del punto en el que nos encontramos, me senté a esperar, hasta que apuré por completo mi paciencia. Supongo que usted creerá que estoy demente, y a la vista está que no es el único que lo piensa en este maldito sitio. Yo misma descubro una parte de estupidez al contarlo, sobre todo al escuchar de viva voz mis propias palabras, no sé si le pasará igual: lo de oír un pensamiento que le parece muy veraz hasta que lo expone en alto. Aquel día regresé a casa con una obsesión mucho mayor que antes de marchar, y aunque no vi a Ambrose en meses, mi obnubilación no hacía más que aumentar. Ahora no puedo entenderlo, porque solo con verlo unos segundos había creado infinidad de recuerdos. Olores, el aroma a arroz con leche, por ejemplo. Rostros. Sueños. No crea que fue ese el único día que lo busqué, pues durante esos meses, todos los días, esperaba encontrarlo. Si quiere que le diga la verdad, hasta ahora nunca lo compartí con nadie. Ni con mi hermana Rose, ni con mi mejor amiga que vive en uno de los primeros números de la calle donde se encuentra mi casa familiar. No podía hablar de él a nadie. No sabría decirle por qué. Quizás, en parte, me sentía ridícula por esa especie de capricho sin sentido. Sé que hay cosas de mi relato que no favorecen en nada mi situación, sin embargo, llegados a estos términos, creo que he de ser fiel a la verdad, al menos a la mía, que es la única que conozco… Más de cientos de veces, en la alameda, miré hacia atrás esperando encontrarlo…

Así pasó la primavera y parte del verano. No fue hasta el mes de agosto, cuando el calor inundaba mi cuerpo de desgana, que volví a ver a Ambrose. En esa ocasión había dejado el camino y me había adentrado en el verdor del prado, con mis zapatos en la mano y un pequeño cobertor para no manchar mi atavío, me senté a descansar. Piense que era algo habitual, pues por mucho que calentase el sol yo seguía cumpliendo mi rutina. Es cierto que en ocasiones mi madre intentaba disuadirme de mis paseos, pues los rayos son malos a esas horas y la piel puede resentirse. No obstante, piense que esas salidas eran el aliento frente al ambiente cargado y claustrofóbico de casa. De modo que allí estaba yo, sentada, con el sombrero sobre el césped y arreglándome el pelo antes de sacar la lección de repaso, pues al día siguiente tenía un examen de francés. Si quiere que le cuente algo, y esto por favor no lo apunte, me gustaba estudiar francés, pues en un par de años quería viajar a Paris. Pero no solo para conocer la ciudad, pues no soy yo de tener esos caprichos turísticos tan poco económicos. Quería quedarme allí. Lo había pensado en serio. Una temporada. Quizás un año completo. Me habría gustado probar suerte en un sitio donde la influencia de mis progenitores no tuviese alcance. Esta es la primera vez que lo cuento, pues lo guardaba como un secreto. Mi padre nunca me habría dejado marchar. Mi plan iría por la excusa de mejorar un idioma para mí muy bello. No sé por qué me mira así, pues no creo que exista nadie al que no le guste la tonalidad y musicalidad que tienen las palabras de un francés bien pronunciado. Buscaría un trabajo y un lugar donde vivir. No soy ninguna ingenua, sé que no es nada fácil adaptarse a otra ciudad, pero necesitaba intentarlo…

Entonces, mientras yo retiraba el sudor de la frente que me había ocasionado el sombrero, noté una presencia observándome. Allí se encontraba. En el camino de tierra, con la misma postura recta e inflexible que ya había visto en la otra ocasión. De verdad que parecía resplandecer. Me miraba. Ya sé que suena ridículo, mas parecía haberme encontrado después de estar meses buscándome. Usted me preguntará cómo puedo yo saber eso. Lo único que puedo responderle es que lo descifré en su rostro. Se relajó y me sonrió ligeramente. Ambrose nunca gesticulaba demasiado. Luego de unos minutos o una eternidad me habló:

—Buenos días, ¿me permitiría que la acompañase en su descanso? He traído agua fresca, podría sentarle bien con este bochorno. —Su voz, esa que siempre había imaginado grave y profunda, tenía una tonalidad tan dulce y suave… que me conquistó.

Yo tardé en contestar, después de tanto tiempo buscándolo me había quedado sin palabras, así que simplemente asentí con un gesto y me aparté hacia un lado de la manta por si quería apoyarse en ella. Pero Ambrose no quiso invadir mi espacio, cosa que yo agradecí de veras, simplemente apoyó sus rodillas en la pradera. ¡No crea que no pensé en aquellos pantalones de un azul claro teñidos de verde! Pero usted entenderá que eso se quedó para mí.

Estuvimos mirándonos un rato, esos ojos claros… nunca había visto unos iguales, hipnotizarían a cualquiera. Incluso a usted, que parece un hombre serio que se sale muy poco del protocolo. Después se fijó en mi cuaderno, cosa que me produjo sofoco, pues he de confesar que mi letra no se caracteriza por ser bella y redonda, más bien se espiga y se tuerce al mismo tiempo que sumo las palabras. Tampoco he dado mucha importancia a la estética en el saber.

—Si lo necesita puedo ayudarla con el francés. —Me sorprendió que desde esa distancia distinguiese la materia, pero tampoco quise darle más vueltas. Me pareció muy educado, e interesante, porque aunque hablaba poco, no decía nada fuera de contexto.

El tiempo que pasamos fue reducido y tampoco crea usted que llegó a contarme cosas muy íntimas de su vida. Insinuó que había viajado bastante y que el francés no era el único idioma que dominaba a la perfección. Todo esto me hizo pensar que no tenía mi edad, pues alguien con veinte años no cuenta de esa forma el paso del tiempo. Me pareció que no le daba importancia, que había llenado su vida con múltiples vivencias que presentaba lejanas. Creo, y esto es una opinión, que cuando eres joven toda experiencia cobra una valiosa importancia. Eso debe cambiar con la edad. Los años dan lugar a una normalidad muy poco interesante desde mi punto de vista.

Antes de marcharse me ofreció un trago de agua. Desde luego existían varios motivos por los que no lo podía rechazar, la primera porque soy bien educada y de momento no he podido rebelarme ante eso. Lo tengo bien arraigado, mis padres han de estar contentos por ello. La segunda razón era que estaba sedienta, la lengua se pegaba en mi paladar cada vez que quería hablar, así que como si se tratase de un cántaro, sin apoyar mis labios en la botella, intenté beber a chorro. Y ahora le voy a contar lo que ocurrió, pues no he pasado un sofoco más grande en mis veintidós años de vida. El agua escurrió desde mi boca, bien abierta, a mis mofletes y desde allí a mi camiseta, que al menos era oscura. A mi rostro subió un calor que provenía del mismísimo infierno. Ambrose medio sonrió mientras me ofrecía un pañuelo que había sacado del bolsillo. Después se marchó.

Aquel día volví a casa feliz pese a mi torpeza. Entré por la puerta y Gerard intuyó que mi alegría procedía de mi examen de francés.

—Aún no he tenido el examen, tío Gerard —le contesté tan perpleja como nerviosa, pues había olvidado por completo el repaso de las lecciones de francés.

Aquel examen no fue ni mucho menos sobresaliente, pero la señorita Adeline tampoco le dio mucha importancia a ese pequeño bache en mi excelente evaluación. Sí, mi profesora se llamaba así, no entiendo por qué pone esa cara, pues era originaria de Lyon. La verdad es que solo su nombre la delata, pues cualquiera habría pensado que ella es tan oriunda como nosotros dos.

A partir de ese día mis encuentros con Ambrose fueron casi diarios. Al principio solo nos encontrábamos de forma fortuita, y luego lo convertimos en una rutina. Siempre en el mismo banco de pintura blanca desconchada. Oculté a todos mi relación, que parecía profundizar en algo más que una amistad. Aunque no quiero detenerme en detalles, tardamos mucho en darnos el primer beso, y nuestros encuentros íntimos fueron casi inexistentes. Ambrose no era muy anticipado en las artes amatorias. Describiría esos encuentros como torpes e inexpertos. Entiendo que usted pueda no creerme, pero quiero que mi testimonio sea fiel a lo que le cuento, así que haga el favor de proceder a poner exactamente lo que le digo.

Nadie habría aceptado a Ambrose. Quizás, en el fondo, ni yo misma lo aprobaba. Esto me ha costado tiempo asumirlo, pero creo que aún debo trabajar los prejuicios con los que me han adoctrinado mis progenitores. Piénselo, no sabía nada de él, era un extraño con el que estaba teniendo un flirteo, pero del que me había enamorado. Cuando nos despedíamos, casi siempre a causa de mis horarios, solo pensaba en volverle a ver. Todo parecía una locura sin sentido.

Nos vimos durante meses hasta que yo caí enferma. Para entonces el otoño había terminado con el calor y el jardín se había teñido de colores marrones. Me gustan mucho esos tonos pardos y amarillos de esta estación, aunque no siempre se puede salir a pasear. Como le digo, una mañana me levanté indispuesta y las tiritonas sacudían todo mi cuerpo. Mi hermana Rose practicaba con mi posible diagnóstico, mientras tío Gerard cuidaba mis vomitonas. Mis padres habían embarcado unos días atrás en un crucero por el Mediterráneo, lo hacían todos los años, y este no iba a ser distinto.

Tardé en darme cuenta de cuál era mi dolencia casi más de quince días. Tampoco compartí aquello con nadie, mi única inquietud era encontrarme con Ambrose. No había podido hablar con él durante el tiempo de mi padecimiento, entenderá usted que necesitase verlo. Y aquella mañana me pareció perfecta. Rose se había marchado a pasar el día con su prometido y su familia, ya que estaban preparando la boda, y salían a comer al campo para probar un posible menú. Un sitio muy atildado, pero disimulado por un escenario silvestre. Esos lugares son mucho más habituales de lo que a mí me podría parecer. Así que aquel día solo el tío Gerard pudo reñirme. No estaba de acuerdo con que me marchase a pesar de que mi afección había cesado.

Salí de casa decidida a ver a Ambrose por última vez. Si tenía en cuenta mis nuevas circunstancias sabía que nuestra separación era inevitable. Esos días sin verlo me permitieron pensar, además, el encantamiento del inicio de nuestra relación había acabado algo más que enturbiado, dañado…  Como si la horrible realidad hubiera caído sobre mí de golpe. Podría explicarlo como la aparición de una madurez forzosa y solitaria. Siempre se dice que hay cosas que cambian tu vida para siempre. Ahora, sentada aquí frente a usted, pienso en la verdad de esas palabras que solo existieron para mí en el pasado como un comentario manido.

Recuerdo que me fui más temprano de lo habitual. Había mucha gente en la calle, pues era domingo y yo vivo en la avenida principal, en el número cincuenta y dos. La multitud se agolpaba en los puestos de fruta disputando por su turno y los gritos de las ofertas se alzaban por encima de la música del organillo. Ahora que lo pienso, quizás aquella armonía saliese de las manos de algún acordeonista. Yo me había arreglado como cualquier día festivo merece, pero también, no puedo negarlo, con la intención de verme guapa, pues más de dos semanas en cama sin que te de la luz del sol, hágame caso, te dejan un poco demacrada. Había pellizcado mis mejillas en el baño y utilicé mi carmín rojo para dar volumen a mis estrechos labios. Gerard me miró con la misma desaprobación que lo habría hecho mi madre, sin embargo, él no poseía ningún mando sobre mí que hubiera podido impedir mi salida.

—Venga pronto, no me gustaría que una recaída pudiera agravar su situación. —El pobre tío Gerard… ahora, si echo la vista atrás, pienso que quizás tendría que haberle hecho caso. Pero así no es como se sucedieron las cosas, y yo sabía muy bien que no padecía enfermedad alguna.

Me dirigí hasta el lugar donde habían sucedido todos nuestros encuentros. Como entenderá, dada mi situación y a la vista de la decisión que había tomado, estaba más nerviosa que nunca; me sudaban las manos y mi corazón parecía galopar en mi pecho. Allí estaba. Ambrose se había sentado en el banco, algo cabizbajo, una postura no muy común en él, siempre tan erguido… ¿Sabe? En ese momento me sobrecogió un sentimiento de culpa, tan grande que esperé unos segundos para presentarme frente a él con las ideas de nuevo tan claras como estaban antes de salir de casa.

No me miró a los ojos, no levantó la vista, no me vio, sin embargo, sabía que era yo. Entonces comenzó a hablar.

—Pensé que no volvería a verte. —Su voz sonaba vacilante. Me senté despacio, a su lado mas evité que nuestros brazos se rozaran. No quería tocarlo. El acercamiento iba en mi contra, pues mi atracción hacia Ambrose era muy superior a cualquier problema o decisión que quisiese tomar. Esperé a que continuara hablando, al menos merecía el desahogo por semanas de incertidumbre.

—He venido todos los días. Te he esperado desde el amanecer al anochecer, hasta creer enloquecer. No podía ir a buscarte. No tenía forma alguna.

—He estado enferma. En la cama. Siento no haber podido… —Quería explicárselo todo, pero las lágrimas callaron mi garganta. Entonces, por primera vez, me miró.

No parecía el mismo Ambrose del que me despedí semanas atrás. Su rostro había desmejorado, pues lo que antes eran unas hermosas bolsas en sus ojos, se habían convertido en verdaderos huecos negros que hundían unas pupilas azul celeste ensangrentadas. Me miraba… ¡No sé cómo me miraba! ¡Estaba tan desconcertado! Le extrañaron mis lágrimas, un lamento incomprensible para Ambrose. Yo empecé a sollozar con los ojos ya secos, de mi boca no salía palabra alguna mientras él insistía en preguntar.

—¿Estás bien? ¡Estás bien! —Eran palabras nacidas de la ansiedad más que de la preocupación, ya que sonaban fuertes y nerviosas. Atrás quedó la dulce armonía de su voz.

No sabía cómo explicarle aquello, nuestros encuentros íntimos fueron escasos y la profundidad de estos hacían dudar que algo así hubiese acontecido. Así que agarré su mano fría y la puse en mi vientre. Su cara era de una total confusión, pero ya se podía notar mi tripa hinchada. En ese momento presioné con más fuerza y le miré a los ojos, esperaba que lo entendiese sin necesidad de verbalizarlo, y su piel helada traspasó mi blusa. Yo dejé de empujar, pues comenzaba a hacerme daño, pero él continuaba presionando mientras su rostro se desfiguraba. Comenzó a gritar.

—¡No puede ser! ¡Imposible! ¡Imposible!

Tuve que apartar su mano con un golpe, ¡creí que me iba a atravesar! Me levanté muy nerviosa. Yo ya no entendía alarido alguno. Esos gruñidos salían de un lugar mucho más profundo que de su garganta. Entonces ocurrió algo. Sin esperármelo se acercó a mí. Yo quise apartarme hacia atrás, pero no me dio tiempo a evitar que agarrase mi brazo y pusiese ahora la palma de mi mano sobre su pecho. ¡Nada! No sentí su corazón golpear excitado. No percibí resquicio de vida en aquel cuerpo aterido. Le miré por última vez. Su cara estaba deformada y sus labios se habían ocultado aspirados por unas fauces carentes de sus antiguos blancos dientes. Estaba completamente desfigurado. Los frondosos rizos habían desaparecido y la calvicie había alcanzado su rostro desfigurado.

Comencé a correr. El miedo hizo que me precipitara sobre los arbustos marcando mis brazos con todos estos arañazos que ve. Acorté mi camino por el césped y cuando tuve el valor de mirar hacía atrás, algo que se semejaba a Ambrose me perseguía. La ansiedad me hizo acelerar. No fui capaz de girarme una vez más, no lo necesitaba, sentía su presencia en mi espalda, cada vez más cerca, en mi nuca, advertí la brisa gélida que desprendía esa entidad monstruosa.

Me apresuré entre la gente, ¡no sé ni cómo les esquivé! Pero al fin llegué a casa. Abrí la puerta y antes de cerrar de nuevo con llave comprobé que no estaba allí. Por un momento respiré con alivio, hasta que de pronto pensé en algo. ¡Las ventanas! Comencé a gritar llamando a Gerard para que viniera a ayudarme, mientras corría de habitación en habitación cerrando cada uno de los enormes miradores de la casa. En ese momento no pude evitar pensarlo. Él estaba dentro. Ambrose había llegado antes que yo. Me asomé al jardín y vi a mi tío Gerard arreglando los setos, ajeno a todo. Quise avisarlo, pues no sabía si corría peligro, pero el pánico se apoderó de mí y aunque no sabía si una puerta y un pestillo impedirían la entrada a Ambrose, me encerré en uno de los baños. Cuando mi mano pasó el cerrojo, me desplomé en el suelo. Estaba exhausta. Los pinchazos de mi vientre superaban a los de mis piernas temblorosas.

Poco a poco recuperé el aliento. Todo mi ser se estremecía mientras las últimas imágenes de Ambrose bombardeaban mi mente. En ese momento miré hacia el lavabo. En la repisa, debajo del espejo, en una caja de plástico trasparente, vi dos largas navajas de afeitar de mi padre. Me toqué la tripa. Sentí pánico al pensar qué era aquello que tenía dentro de mí. El terror cuando entendí que algo que descendía de lo muerto crecería gracias a mis entrañas. Que yo misma lo alimentaba. Que se nutría de mí. Es entonces cuando me desnudé. Tiré la ropa a un lado, en el suelo, me levanté y me acerqué al lavabo. Miré mi rostro demacrado en el espejo. Tenía restos de carmín por toda la cara y las lágrimas habían hinchado mis ojos. Entonces agarré el estuche translúcido y saqué una cuchilla. Me tumbé en el suelo, palpé con los dedos cuál sería el mejor lugar. El punto exacto en el que mi tripa se empezaba a hinchar. Clavé en mi carne el extremo más punzante y empecé a cortar. Si le soy sincera no sentí dolor, no me asustó la sangre recorriendo mi cuerpo, quería acabar con aquello y ese anhelo era mayor que cualquiera de las torturas que un ser humano pueda aguantar.

Ahora voy a repetírselo a usted una vez más. Sí, me desmayé, pero antes de perder el conocimiento, lo vi. ¿Me escucha? Abra bien los oídos y continúe apuntando. Lo vi. Aún lo sigo viendo cuando cierro los ojos.

Me desperté aquí. Pasé unos días sin saber dónde estaba, sedada, dormida, pero luego me explicaron que me encontraba en un hospital mental. Me he dado cuenta de que a ustedes, los de la bata blanca, no les gusta llamar a esto manicomio. Pero es donde me han encerrado. En un hospital a uno no lo encarcelan, ni le ponen correas, ni le drogan. Me han pedido más de una vez que cuente mi historia. Aquí la tiene de nuevo. Pero ustedes quieren escribir el final. Uno en el que no hay feto. En el que no existen los demonios. Lo dibujan como el desenlace de un intento de suicidio fallido. Cuentan que no cerré la puerta. Que el pestillo no estaba pasado. Que quizás pensé en tirarme por la ventana porque se encontraba abierta. Que le debo mi vida a tío Gerard, y esto quizás sea lo único que tiene de verdad su discurso. Nunca he querido quitarme la vida, ustedes, todos, erráis en vuestros pensamientos. No es mi diagnóstico por mucho que os empeñéis. Yo solo deseaba continuar con mi vida. Viajar a París…

Pero una y otra vez contaré mi historia, la única que aconteció. La repetiré tantas veces como ustedes me lo pidan aunque me pierda la boda de Rose, aunque llegue la primavera y no pueda acudir a pasear. Sé que no saldré de aquí si sigo diciendo la verdad. He pedido hablar con Gerard. No sé por qué miente, pues si él me salvó, como todos dicen, tuvo que verlo cuando me encontró. Tenía al monstruo en mi mano.

© Copyright de Cristina López para NGC 3660, Marzo 2019
[Especial Féminas 2019]