Por Sara Martínez
Recuerdo el día que conocí a Tulio. Se coló en mi vida sin avisar, como suelen hacerlo todas las cosas buenas que lo cambian todo de golpe. Llegó como un terremoto, me sacudió y puso mi mundo patas arriba. Tulio… Mi amigo peludo. El loco terminal. El filósofo. ¿Cómo olvidarlo? Las memorias fluyen desde el desván de mi mente tan frescas como aquella tarde, con la vividez de algo que sucediera ayer, intactas pese al paso del tiempo. Si acaso, quizá gocen de un mayor colorido que muchos recuerdos recientes. No es de extrañar, por supuesto: hablamos de Tulio. A veces, aún pienso que fue un sueño.
Rebobino mi cabeza y me lleva a un atardecer melancólico y extraño. Era un día de esos: un día un poquito chof que invitaba a dar vueltas al tarro. Como ocurría a menudo, tenía la percepción —no muy errónea, al fin y al cabo— de que esta absurda existencia no tiene sentido. Los porqués lo invadían todo. Con la intención de ordenar la maraña de ideas que anidaban en mi interior, había optado por irme a dar un paseo. Y allí estaba, sola en un parque. El aire me hacía bien, pero no el suficiente. El caos reinaba en mis entrañas. Necesitaba algo más: un empujoncito que me ayudara a sanar por dentro.
Aquel fue el momento en el que el bueno de Tulio decidió hacer su entrada triunfal. Todavía resuena en mis oídos su voz tan entrañable, ronca y socarrona:
—Tu jeta me inquieta, nena. ¡Menudas ojeras! Te nombro zombi del mes. O sea, quiero decir…, ¿has visto el careto que me llevas? ¡Das yuyu, colega!
Tan brutalmente desvergonzada intervención me pilló en la luna de Valencia; resultó tan súbita que incluso di un respingo y pegué un gritito de sorpresa. Escaneé los alrededores en busca del origen de aquellas palabras, solo para tener que bajar la mirada. Parpadeé, muda de estupor. Además de bastante retaco, mi interlocutor era un ser insólito, una criaturilla estrafalaria e imposible, digna del mejor cuento de hadas. Me froté los ojos, temiendo ser víctima de algún tipo de alucinación. Pero él continuó allí, obstinado y tenaz, con pocas ganas de abandonarme.
Se trataba de un individuo regordete, bípedo y vagamente humanoide. Sin embargo, su naturaleza era para mí una incógnita absoluta. Casi todo su cuerpo se hallaba cubierto de un tupido manto de pelaje, exceptuando el rostro y las manos y los pies, con uñas gruesas pero cuidadas. El pelo era en su mayor parte de color musgo, con una honrosa excepción: el área de la cabeza ostentaba una melena de un bello negro azabache. Lustrosa, casi leonina, lucía aseada y peinada con devoción. Por debajo del mentón se fundía con una especie de barba bien arreglada. Su semblante fue, no obstante, lo que más llamó mi atención de todo el conjunto: de un suave marrón tostado, era peculiar, casi cómico, extravagante. Me fijé en la nariz, de una tonalidad verde similar a la de su cuerpo. Larga y algo aparatosa, cabalgaba un poco por encima de los ojos. Estos eran azulísimos, redondos, descomunales. Algo impresionante. La composición se veía enmarcada por un par de graciosas orejas caídas.
Sonrió. Dos colmillitos romos como perlas asomaron entre sus labios. Para ser sincera, tenía cara de idiota. Parecía un idiota majo.
—Cariño, ya sé que estoy como un queso. No hace falta que me mires así. Lo comprendo: destilo sex appeal por todos los poros de mi piel. Es un hecho. Pero podrías disimular una pizquita. Me vas a hacer sonrojar. Tan solo soy un humilde supermacizorro que viene a hacerte compañía. —Liberó una sonora carcajada; me tendió la mano y se presentó—: Me llamo Tulio. Soy un trol. Un trol del flow. O… bueno, así es como me defino.
—¿Un… trol del flow? —repetí con un hilillo de voz, medio fuera de juego.
—Sí, bueno… Técnicamente soy un trol a secas. Pero es una larga historia. Un viejo amigo me apodó así en una ocasión, y… ¿yo qué sé? Me gustó. Va conmigo. Como se suele decir, me arrastra el flow de la vida. Me muevo, viajo, trotamundeo, hago cosas. Y crezco por el camino. —Se encogió de hombros—. Está escrito en mi ADN. Me encanta ser como soy.
Algo en su desparpajo hizo que me relajara. Comencé a encontrarme a gusto.
—Vamos, que eres un espíritu libre: bohemio, auténtico e irresponsable —dejé caer con una risita.
—¡¡EEEEEEEEEEEEEH!! Bonita, no vayas por ahí. —El trol del flow se apresuró a explicarse—: Soy responsable. Tengo una misión. Y me la tomo muy en serio, lo puedo jurar. Ya llegarás a entenderlo. —Me guiñó un ojo enigmáticamente—. Pero venga ya, no hablemos de mí. Amiga, sabes que te he notado un pelín mustia. Cuéntame, ¿qué te preocupa?
Me sentí molesta por un segundo: se estaba tomando muchas confianzas. Aun así, el caso es que su voluntad de levantarme el ánimo era genuina.
—No es nada… Bueno, es todo —confesé por fin—. La realidad es un asco. Nunca hay por dónde cogerla. Todo es un lío. Jamás nos lo pone fácil. No sé por qué hay tanto caos en el universo. Tragedias, estrés, problemas… Todo es un sinsentido de proporciones épicas, y eso no mola. ¡No es justo!
Tulio se dedicó a reflexionar un instante. Se atusó la barba en silencio. Parecía barajar diferentes respuestas a mi enorme drama existencial. Se recostó con tranquilidad al pie de un árbol, instándome a hacer lo mismo. Un rictus de hilaridad se adueñó de su boca antes de que pudiera evitarlo.
—Así que esa es tu gran tribulación: el mundo no gira a tu conveniencia. Pues traigo muy malas noticias: ¡nunca lo hará! No es así como funciona. Muchacha, la existencia es como es: confusa, rarísima, incoherente. La naturaleza tiende al caos; también la vida. No serás tú quien lo cambie. Me dices que todo es un sinsentido. Caramba, ¡desde luego que lo es! Las cosas no son como te las pintan las pelis. Vivir no siempre es sencillo. Te esmeras en trazar tu perfecto plan vital, tus sueños y expectativas, y esperas que el universo te ponga la gloria en bandeja… ¡Bendita inocencia! Lo más seguro es que con tu plan se limpie el culo. Sin remordimientos, ¿eh? Lógicamente, podrás alcanzar muchos logros. Pero no sin plantar batalla.
Aquello me cayó como un jarro de agua fría.
—Discúlpame una pregunta. ¿No se suponía que ibas a… no sé… consolarme? —inquirí con desconcierto.
Tulio rompió a reír a mandíbula batiente.
—Permíteme terminar —replicó—. Todo es una cuestión de perspectiva. No te me desmoralices. Lo que pretendo que veas es que no puedes exigir cuentas al universo. Porque eso es como pedirle peras a un peral… Un peral que se cree olmo. La armonía universal, el orden, la justicia cósmica, el equilibrio… Querida, eso son cuentos bonitos. Los adoramos, ¡pero son ficción! La actitud con la que tú pasas por esta jaula de grillos, ahí está la clave. Escucha a tus emociones. Sé honesta con ellas, pero no dejes que te ahoguen.
—Ya… Divino. ¿Y eso cómo se hace?
—¡Abrazando el sinsentido, mujer! Declararle la guerra no servirá de nada. Existe. No va a marcharse. Acéptalo. Hazlo tuyo. Sé sinsentido. Moldéalo a tu manera. Aprenderás a domarlo… de vez en cuando. Será rebelde a menudo. Cuando sientas que doblegarlo no está en tus manos, cuando sea tozudo y cruel, esfuérzate en superarlo. Se te hará duro, pero los golpes se curan. Cabréate, llora, cágate en todos los muertos de alguien. Frustrarse es humano. Entonces estarás lista para continuar tu ruta. Da un paso adelante.
»¡Ah! ¿Quieres un último consejito? La locura está infravalorada. Mantente loca. Es una forma excelente de mantenerte un poco cuerda. La locura es inherente al alma. Quien diga que no está tarumba, miente. Aquí todos estamos locos. Yo estoy loco. Tú estás loca. Ya lo dijo un sabio. Además, descubrirás que es la monda lironda aflojarte unos cuantos tornillos. —El trol fingió que se desatornillaba el cráneo—. ¡Chica, todo son ventajas!
Se arrellanó en la hierba con sosiego. Yo lo observé sin decir nada más, intentando asimilar tanta filosofía. Era un tipo muy curioso. Llegué a pensar que se iba a quedar roque allí mismo, pero saltó de improviso:
—Pues no sé a ti, pero a mí me ha entrado hambre. ¿Te hace una hamburguesota?
Fue dicho y hecho. Regresamos a la ciudad, charlando de nimiedades. Al deambular por sus calles Tulio hizo alarde de un extraordinario don: a pesar de la excentricidad de su apariencia, tenía la habilidad de pasar pasmosamente desapercibido, como un viandante cualquiera. No es que la gente no fuera consciente de su aspecto tan singular e inaudito; era, simple y llanamente, que lo asumían con demasiada normalidad. Quizá pestañearan con cierta perplejidad, tal vez lo miraran raro. Pero el concepto enseguida calaba en su mente, y no le daban más vueltas. Algunas personas caían rendidas ante su jovialidad contagiosa; otras proseguían sus quehaceres vespertinos, y no había más que hablar. Así pues, compartimos un ratito agradable. Dejé de lado mis penas. ¿Cómo acabé por ofrecerle vivir conmigo? Todavía es un misterio.
Tulio pertenecía a todas partes, pero no era dado a atarse a ninguna. Como buen trol del flow, no acostumbraba anclarse mucho tiempo en el mismo lugar. Con todo, puso de manifiesto su intención de explorar mi región más a fondo; necesitaba, por tanto, alojamiento. Y sucedió. ¿Por qué no? Era un compañero de piso excepcional, tremendamente apañado. Cocinaba como los dioses, cosía mejor que yo, me limpiaba la casa. Dormía en el sofá cama, el cual afirmaba que era comodísimo. Cada mes me proporcionaba un dinerillo para sufragar los gastos extra. Sin embargo, nada añoro más que la alegría que aportaba al hogar. Dotado de una espontaneidad maravillosa, siempre era el rey de la fiesta. Su personalidad era mágica, magnética, casi sobrenatural. Cabría decir que su principal superpoder era el de incitarme a ser yo misma.
Por influjo de Tulio resurgió de mis profundidades la Niña Interior. Conecté con otra yo un poquitín más salvaje, más pura: mi yo más chiflada. Nunca la había desterrado del todo, pero tendía a avergonzarme de ella. Algo en Tulio me impulsaba a romper sus grilletes. La dejé volar a sus anchas. Haría falta un libro de extensión considerable para lograr documentar el abanico de idioteces inconfesables que osamos hacer juntos. Hacíamos el ganso en público. El truco consistía en no pensar. Gritábamos a todo pulmón chorradas que harían ruborizar al más pintado. Cantábamos cancioncillas a cuál más ridícula. ¿Madurez? ¿Eso qué es? Tulio defendía la teoría de que crecer implica atreverse a ser un crío. Quedaron grabadas a fuego en mi corazón nuestras veladas de karaoke: Tulio, graznando como una urraca moribunda, destrozaba todos los temas.
Pero no solo empecé a divertirme más, renunciando a los pudores. Encontré el coraje para aferrarme al timón de mi vida con mucha más fuerza. Tulio me iluminaba como un faro: vi quién era y quién deseaba ser. Con la verdad como vela, no volví a dejarme engañar por vientos adversos. La opinión ajena comenzó a importarme menos. ¿El qué dirán? A mí plin. Mi propia senda se abrió frente a mí, más brillante. Y la pisé con firmeza. No desoía los buenos consejos: escuchaba a quien me guiaba bien. Pero resolví ignorar los cantos de sirena y los fantasmas del miedo. Con mis objetivos claros, con el valor fruto del autoconocimiento, me vi capaz de tomar mis propias decisiones. Mías y de nadie más. Me lancé por los derroteros que yo quería, y no por los que debía. Con más frecuencia de la que creía posible, me llevaban a buen puerto.
No sin asombro, una mañana advertí que ahora sabía por dónde andaba. Aunque el caos seguía ahí, lo contemplaba a través de lentes diáfanas. Busqué senderos entre los escollos, y aquello me ayudó a dar con un rumbo. Planeaba todo menos a ciegas, si bien también me gustaba improvisar. Esa nueva seguridad no tardó en hacerse patente en mi entorno cercano. Empapó diversidad de ámbitos de mi vida, y pronto se hizo visible. Mi trabajo, por ejemplo, adquirió otro cariz más amable y humano. Yo misma resplandecía de un modo distinto. Mi luz llevaba mi sello. En casa, con la familia, con las amistades…, el cambio se hizo evidente. Ya no era un cascarón a merced de la tormenta. Capitaneaba mi nave. No significaba aquello que los embates de las olas no fueran terribles; no obstante, me sobreponía a ellos con más calma, y rara vez me arredraba.
Me propuse, además, exprimir al máximo cada día. Sin descuidar mis numerosas obligaciones, no me olvidé de quererme. Trabajaba duro y estudiaba con ahínco, pero también me otorgaba paréntesis de respiro, tan esenciales para conservar sano el juicio. Aunque hubiera mil tareas pendientes, ¿acaso mimarme no era importante? Reservé ratos para aquellas actividades que me recuerdan que estoy viva. Escribía, dibujaba, leía, veía series, soñaba con ganas. Me consentía dar rienda suelta a mi fantasía en cuanto atisbaba ocasión. Me perdía por los barrios de la capital o paseaba por el campo, deleitándome en paladear el aire fresco o las caricias del sol. A veces, incluso me regalaba el atrevido lujo de echarme una siesta. Dominé el noble arte de no sentirme culpable. Me ayudaba a estar centrada. Así conseguí marcarme otras metas, como cuidar mi cuerpo en condiciones. De forma inexplicable, solía sacar tiempo para hacer algo de ejercicio.
Me prometí viajar más, y lo hice. Viajar siempre es motivo de ilusión. Nuestro planeta está salpicado de rincones plenos de infinita belleza. Me aventuré a zambullirme en más ambientes únicos, más tierras, más experiencias. Atravesé fronteras, aprendí historia, admiré hermosos paisajes. Tulio me acompañaba dondequiera que fuese. ¿Qué podía esperar de él? Inquieto nómada, aventurero incansable, el trol lo pasaba en grande. Disfrutábamos al límite cada minuto. Éramos dueños del mundo. Nos recreábamos en las culturas, la gastronomía, los pequeños detalles. Cierto es que mi bolsillo sufrió un tanto. Perdí ahorros, pero gané vivencias. En cualquier caso, decidí dejar de ser tan comedida con mi dinero. Aparte de invertir más en viajes, aposté por comprar cosas bonitas. Dentro de mis posibilidades, me animé a concederme más caprichos.
Me las arreglé, en definitiva, para reconciliarme con el cosmos (todo lo que puede una reconciliarse con un cosmos tirando a grillado). Nuestra relación no era perfecta, pero ya no discutíamos tanto. Me acostumbré a tolerar sus desplantes con temple, pues eran inevitables. Despojada de la pesada carga del pasado, mis dudas y mis temores, experimentaba una inusual ligereza, liviana cual globo de helio. Me pregunto si fue por eso por lo que los meses transcurrieron a toda pastilla. En lo que dura un suspiro, nos vimos festejando la Noche de San Juan.
Tulio se había empeñado en que fuéramos a celebrarla a un lugar especial. Nos habíamos acercado a una playa preciosa. La magia impregnaba el aire. Varias hogueras ardían con solemnidad, voraces lenguas de fuego que lamían la oscuridad con fruición y danzaban, volubles y apasionadas. Las olas, unos metros más allá, también bailaban a su propio ritmo. Era un espectáculo fascinante, hipnótico. Yo lo observaba en silencio. Extraje una libreta de mi bolso y garabateé una lista de deseos: aspiraciones humildes, simples, realistas. La suerte no viene. Se busca. Con todo, aquel ritual me servía para establecerme propósitos nuevos. Me sobraba margen de mejora personal. No me faltaba entusiasmo. Arranqué la página del cuaderno y la arrojé a las llamas, satisfecha. Ellas, agradecidas por el alimento, la devoraron con ansia.
Recuperé mi asiento y me entregué a jalear las piruetas de Tulio. El trol brincaba sobre las hogueras con un ímpetu que daba gusto verlo. No las saltaba: las sobrevolaba. Hacía gala de un talento innato. Para su baja estatura, demostraba una agilidad digna de mención. Reía como un niño tras cada aterrizaje, revolcándose en el suelo. Cuando se reincorporaba, saludaba al público con teatralidad.
—¡La estoy gozando como los enanos! —reconoció aproximándose a mí—. Este sitio es ideal. ¡Te lo dije! Siente la energía. ¿Puedes sentirla? Tengo arena hasta en lo más profundo del ojete, pero merece la pena. Te lo advierto: en una de estas explotaré de emoción, nena. ¡¡ESTOY FLIPANDOOOOOOOOOOOOOOOOOO!!
Me entró un repentino ataque de risa.
—¿Desde cuándo eso es una novedad? —le increpé—. Tulio, hijo, tú naciste flipando. Se te da de puta madre. Pero está siendo una noche increíble, en eso te voy a dar la razón. El aroma a renovación, el cielo estrellado, el romance entre el fuego y el agua…
—¿Y tú? ¿No vas a pegarte unos saltos?
—¡Aprecio mi integridad física!
—Tranquila. No soy quién para forzarte…
—Hmmmm…, hombreeee… Quizá esa hoguera chiquita…
El primer salto ahuyentó mis recelos. El resto salieron solos. Posteriormente, sería el océano el que nos acogería en su seno. Nos desprendimos de todo lo viejo: las espinas, los malos sentimientos. Se desvanecieron mar adentro, meciéndose en el purificador oleaje. Con extrañeza, reparé en que no tenía demasiado que dejar atrás. Había ido limpiando mi aura por mis propios medios. Estaba impecable. Pese a ello, me sentó bien la purga. De pronto me acometió un pensamiento: me encontraba muy conforme con mis circunstancias. No me podía quejar.
Retornamos a nuestro cuarto al amanecer, y allí dormí a pierna suelta. Cuando desperté, el trol ya no estaba allí. Tulio se había esfumado. Localicé una nota en la mesilla:
He de irme a dar por saco a otra parte. Has progresado mucho, pequeña saltamontes. Te toca navegar sola. Has sido una de mis favoritas, pero hoy nuestros caminos se separan. Que el tocapelotas del universo te sea propicio.
Con cariño,
Tulio
Y entonces lo entendí: Tulio tiene una misión. Y se la toma muy en serio.
© Copyright de Sara Martínez para NGC 3660, Septiembre 2018