Los tres de la muerte

 

Por Román Sanz Mouta 

Estáis en busca de una casa para pasar las vacaciones, para volver a sentir el ambiente de pueblo. Para revivir juventudes, ya hartos de la ciudad tan necesaria para tu familia. Romper la rutina y desconectar es el objetivo. Que vuestro hijo pueda sentir y oler una infancia similar a la de sus padres.

Pese a los mapas ojeados, a la hoja de ruta imprimida, al GPS, y a la voz chillona de tu mujer, os encontráis perdidos. Entre casas espaciadas por campos de cientos de metros de cultivo. Un desierto rural.

A lo lejos, caminando de frente a vuestra trayectoria por el borde de la mal llamada carretera, se distingue la figura de un hombre grande acompañado de otro más pequeño, quizás un niño.

A medida que se acercan, la determinación para preguntarles guía y dirección casi desaparece. Es un viejo que no ha perdido tamaño con la edad. Camina recto, con vestiduras andrajosas que apenas contienen su grosor. Y sostenida sobre el hombro y sujeta por su mano derecha, porta un hacha. Junto a él se mueve con torpeza un niño, pegado a su lado; orbitándole. Aferra una pequeña pelota azul en una mano y una manzana entera en la otra muy de color rojo brillante. Está gordo hasta lo mórbido y, por la expresión de su rostro y sus gestos, parece sufrir una discapacidad o enfermedad mental.

Tu mujer te mira preocupada. Vuestro hijo se asustaría si no se hubiese quedado dormido por el aburrimiento de tan monótona travesía.

«Tengo que prestarles mi fortaleza. Demostrar seguridad. Solo por enmendar el error de perderme».

Detienes el vehículo y bajas la ventanilla. Ellos se paran a vuestra altura, y el niño agarra la mano del adulto dejando caer la pelota. El viejo te sonríe desdentado y sigue el esférico con la mirada cuidando de que no se vaya muy lejos. No lo hace.

Correspondes abriendo la boca con una mueca, e intentas hablar rápido para poder continuar. Para llegar cuanto antes. Para escapar de un olor almizclado y penetrante que ya entra en el coche provocando que Elena arrugue su nariz. Haces esfuerzos para contener una arcada y preguntar mientras ambos te miran fijamente.

—Buenas tardes, usted perdone ―no puedes evitar las acostumbradas frases hechas―. ¿Sabe dónde queda la ―te pausas y casi te avergüenza decir el nombre por si te han tomado el pelo― casa del maíz?

Te estudia serio, pero sin abandonar esa extraña y perturbadora sonrisa, tomando una decisión. Lentamente, con cariño, suelta la mano del niño de la suya, recoge la pelota del suelo y se la da para después acariciarle la cabeza. Luego, ese mismo brazo apunta en la dirección que ya seguíais.

—Ziga ezte mizmo camino. Cando legue a una ezquina zigala por zu lado. Olo eze lado. Ez la úqina caza al fondo.

Casi no te da tiempo a darle o darles las gracias, pues al momento se despide y continúa caminando con el infante a su estela, bajo su sombra.

Elena y tú os miramos un momento. Y, con ellos ya lejos, estalláis a reír. Largo. Aliviados.

Suelta la tensión y olvidadas las discusiones, seguís la indicación y no tardáis en encontraros frente a un antiguo e imponente caserón de dos plantas. Una isla de civilización entre el desierto de verde campo y prado.

Habíais visto fotos, pero no esperábais algo así.

Un grito se escapa desde el asiento trasero.

—¡¿¡Esta es la casa!?! ―Cristian, ya olvidado el sueño, mira el edificio con los ojos muy abiertos mientras se despereza.

—¡Ya era hora, dormilón! Sí, esta es. ¿Te gusta? ¿Entramos a verla? ―el tono de voz de Elena denota la ilusión de una madre por hacer algo nuevo. Por compartir. Reiniciar. Necesitáis un cambio.

Vais hacia la puerta tras aparcar. Está abierta, pero, aun así, no te resistes al impulso de llamar por educación. Miráis por el quicio sin atreveros a entrar cuando un ladrido os distrae rompiendo el silencio.

Tornáis la vista como uno solo sin ver perro alguno, para que vuelva a sobresaltaros otro estímulo en sentido contrario, otro sonido, ahora de una voz profunda.

—Hola.

Apoyado en la puerta está el hombre más colosal que has visto jamás. Aparecido de la nada. Viste enteramente de negro, con botas, pantalón y camisa. Pero no es su estatura ni su anchura lo que llama la atención. Tampoco la vestimenta. Mientras parece examinaros, maneja un machete de caza, haciendo juegos de manos sin importar empuñadura o filo.

Te pones delante de tu familia y dais los tres un paso atrás involuntario, como medida de protección.

Él se adelanta para conservar la distancia. Se encorva para poner vuestras miradas a la misma altura.

Contienes un escalofrío.

Aguantas.

Tienes que hacerlo.

Un susurro cavernoso sale de su boca, amplificándose por el aire durante los centímetros entre ambos y perforando tu oído. El de tu mujer. El de tu hijo.

—Os voy a matar. Formaréis parte de mi colección. Y tú, el padre, cabeza de familia, vendrás, a mí, a morir, con una sonrisa.

Casi suena como un verso. Musical. Terrorífico.

Contienes la respiración. Mantienes tu cuerpo entre los tuyos y el extraño. Estás paralizado.

El hechizo se rompe con una risa pura. Inocente. La suya.

—Lo siento —se disculpa—. Sé del aspecto que tengo, y no puedo evitar gastar siempre la misma broma.

Cuesta volver a relajar el cuerpo, recuperar las pulsaciones normales. Frenar el corazón acelerado y asustado. Ha sido como una tormenta de verano. Con la carcajada ha desaparecido el aura siniestra que rodea al personaje, que se presenta y se ofrece a enseñaros la casa.

Recupera vuestra confianza utilizando un extraordinario lenguaje corporal de malabarista junto a sus palabras melosas, especialmente con Cristian. Le enseña sencillos trucos de magia manejando sus dedos a la vez que explica para los adultos la aburrida y común historia del recinto.

Lo resume de forma muy simple.

—La casa costó demasiado dinero. Los dueños tenían muchas pretensiones y no pudieron mantenerla en su momento. Fue un lastre de deudas que se transmitió durante generaciones. Pero el banco nunca pudo quitársela. Siempre se quedó a poco.

Su tono amable parece ganarse el respeto de tu mujer, tú aún desconfías. Es la cadencia de sus palabras, su ritmo y tono. El gigante continúa la explicación.

—Ahora, por obra y gracia de los rumores fabricados durante años, trasladados y multiplicados por esa cosa de internet, la casa se ha convertido en un reclamo para los turistas. Un refugio de miedo. Una leyenda sin contenido. Pero este es un buen sitio para permanecer, al menos, una temporada.

Mientras pasáis de habitación en habitación, a cuál más impresionante, Elena le cuenta el encuentro con los lugareños.

―Son buena gente ―os dice―, pero llevan demasiado viviendo aquí. Están anclados en el pasado y sus costumbres. Y gustan de ello.

Termináis el recorrido de la mal llamada mansión y salís fuera con magníficas impresiones de la residencia y del hombre. Por algún motivo, ahora le percibes como a un amigo. Todos lo hacéis.

Te entrega las llaves y te dice que tiene que marcharse, que espera que vuestra estancia aquí sea grata.

—Recordad que os voy a matar. Que perteneceréis a mi colección.

En ningún momento ha dejado el cuchillo que es un apéndice más. Vaya despedida.

Camina despacio, dándoos la espalda, con el tema cerrado. Hacia vuestro coche. ¿Dónde va?

Un pensamiento te hace gracia. Algo interiorizado. Instintivo.

Ahora has pillado el chiste.

Te ríes mientras corres hacia él. Tu mujer intenta agarrarte sin éxito y tu hijo se contagia con la risa, como hace siempre. Es empatía pura.

«¿Por qué rio?».

El hombre de negro se gira y detienes tu sprint.

Su aura ha vuelto, la sombra. Ya no juega con el arma.

Te observa fijamente. Esos ojos… Su fondo infinito desplegado tras las pupilas. Es un abismo donde caer, donde flotar. Donde perderse para siempre entre estrellas que mueren y nacen, entre incontables estatúas vivas, atesoradas, almas prisioneras. Contienen mil mundos con el horizonte de una boca terrible y hambrienta…

Intentas sostener su mirada hipnótica, deshacerte de sus ataduras mentales, casi cósmicas, con la risa cortada de raíz en tu garganta. En tus pulmones. Con tu organismo paralizado y contraído por el miedo. Por el atisbo de algo incorrecto y terrible.

De reojo ves que el viejo y el niño aparecen junto a la casa. Cerca de la puerta.

Demasiado cerca de Elena y Cristian.

Les avisas para que vengan a tu lado. Gritas en suspiro con todas tus pocas fuerzas. Ahora. ¡Ya! Elena agarra al niño.

El cabrón está entre vosotros y el coche.

Rodeados.

Por un machete.

Un hacha.

Y una pequeña pelota y una manzana.

Empieza el juego casi sin daros cuenta.

Los tres se mueven a la vez. Con objetivos distintos.

Intentando separaros.

Recuperas la movilidad, quieres ser su defensa y escudo. Les protejes cuanto puedes, pero no consigues nada.

El viejo se abalanza y, cuando parece que va a descargar el golpe de hacha sobre tu cabeza, te esquiva y sientes el impacto romo de la empuñadura de madera.

Mareado, controlando la posición de tu familia mientras te fallan las piernas, intentas no perderle de vista. Oponerte impotente.

Sin darte tiempo a reaccionar, demasiado veloz, llega y le hace lo mismo a tu hijo, que se desploma.

―¡NOOOOOOOOOO! ―aulláis tu mujer y tú al unísono.

Por favor, por favor, que solo esté inconsciente.

El hombre de negro se divierte no dejando escapar a tu mujer sin llegar a tocarla; impidiéndola socorrer a Cristian; rescatarlo de los monstruos. Danzando a su alrededor mientras ella aumenta el histerismo y ataca todo uñas y patadas, manos y dientes. La esquiva en armonioso movimiento mientras le cierra caminos, provocando el choque y el roce. No es su primer baile.

Vas hacia él con furia, con venganza, dispuesto a matarlo.

Y aparece el niño gordo.

A dos manos te tira la manzana, que pasa de largo mientras la pelota impacta en tu pecho. Dándole tiempo a caer sobre ti.

Pese a tu supuesta ventaja por edad y tamaño te inmoviliza. Te retiene boca abajo, comiendo suelo, mientras emite unos ruidos guturales de euforia, en un lenguaje inhumano.

El viejo del hacha consigue golpear a Elena con el mismo método, por la espalda. Ella aguanta. No se derrumba. Corre a por su hijo. Vuestro hijo.

Sientes que el peso se libera de tu espalda sacándote de tu prisión de carne.

El giboso y contrahecho niño se abalanza sobre tu mujer tras dispararle primero otra pelota.

Quieres defenderla. Quieres protegerlos a ambos.

Pero te encara el gigante del machete.

No le importas. Quiere a tu hijo. Le empujas intentando pelear, desesperado. Solo alcanzas aire y ganas metros sin saber dónde queda tu enemigo.

Mientras, el niño monstruo está asfixiando a tu mujer. Lo notas, lo escuchas. También cómo la suelta.

Avanzas hacia Cristian acelerando cuando otro golpe en la cabeza te hace trastabillar, desmoronarte, casi sin fuerzas.

Otra vez desde el suelo ves cómo vuestro anfitrión coge a tu hijo, vuestro niño. Incapaz de entender. Incapaz de abandonar a sus padres y escapar. Que se desgañita colgado a pulso, que se retuerce como lagartija y os mira con un amor desconsolado. Esperanzado.

Con una mano, suave, delicado, lo sostiene y lo admira como si fuere orfebrería de cristal.

Y le corta el cuello.

No grita. No sufre. Crees. Su esencia intangible se derrama siendo absorbida por el Coleccionista que lo devora insaciable. Sus ojos siguen abiertos. Preguntándote mudo:

«¿Por qué papá, por qué?».

Lloras y luchas por levantarte mientras el deforme y obeso infante vuelve a convertirte en presa. Un nuevo impacto contundente para ponerte en espera.

Ahora la víctima es tu mujer.

Ya entiendes el juego. La pareja distrae, golpea, inmoviliza, persigue, debilita. Pero nuca asesinan.

Él, El Hombre de Negro, es ejecutor. Depredador voraz. Parece que no puede tocar hasta que mata y se alimenta. En remate final.

Elena llora suplicando. Por su hijo. Por ti. Por ella. Pide clemencia.

El machete entra por la espalda y aparece entre sus pechos. La sangre agota y ahoga sus lágrimas. Cae de rodillas devastada, desgarrada. Vomitando su ánima que pronto se traga el Coleccionista.

― ¡Cristian! ―Lees el nombre de vuestro hijo en sus labios; la desolación en sus ojos ya sin vida.

―¡¡¡ELENA!!!

«Hijos de puta…».

Viene hacia ti.

Eres el último.

Darás guerra.

Arrancas hacia ellos con macabra sonrisa. Con todo lo que te queda incrementado por la rabia. Tenía razón el cabrón.

Se han cansado de jugar.

Tú también.

Golpeas al vacío a la vez que el hacha surca el aire y la pelota vuela bien dirigida. El machete perfora. La manzana sigue impoluta, ahora más carmesí que roja.

Se acabó la partida.

Ahora vuestros cuerpos son abono, raíz, simiente de La Casa del Maíz. Mientras que la voluntad de los tres, separadas, son esclavas del museo nefasto y nefando, la gran colección de no muerte. Dentro de un universo contenido y oculto. Parte de algo más grande.

Que seguirá creciendo…

© Copyright de Román Sanz Mouta para NGC 3660, Noviembre 2019