Juego de traiciones – Reed.

 

Por Rafael Rius

Me he despertado, y esta falta de luz me confirma que aún es temprano. Si nos paramos a pensarlo, sea pronto o tarde son conceptos que aquí no significan mucho; creo que es el único lugar en el que he estado, donde las prisas no existen, al contrario, el tempo marcado hace que aflore la angustia, la impotente rabia y la más absoluta de las desesperaciones. Quienes aquí nos encontramos vemos pasar los días sin más. De vez en cuando se alza alguna plegaria pidiendo a gritos el final de esta situación; pero los que como yo llevamos menos tiempo en este sitio, acariciamos nuestra esperanza de cambio, nos negamos a implorar que todo se acabe porque tenemos fe en nuestro destino. Pecaremos de ingenuos y nos haremos los ciegos ante la evidencia captada por nuestros ojos, pero es que la esperanza es lo único que no se pierde, o al menos eso me decían de joven. A mí la vida me ha enseñado a no esperar nada de nadie. Me enseñó que todo lo que uno consigue es porque lo ha trabajado y lo ha ganado; hay que olvidarse de los favores pues estos no existen, al igual que tampoco existen los compromisos ni las amistades desinteresadas… Sólo tú y tus logros, esos mismos que serán lo único que te puedas llevar a la tumba cuando dejes de ver la luz del día, o la de estos malditos focos de tungsteno que tanto daño me hacen cuando son encendidos en la mañana.

¡Pero por favor, deben disculparme! Es que aquí uno olvida sus modales y aún no me he presentado. Empiezo a hablar de mis inquietudes y pequeños problemas y ni siquiera tengo la consideración de contarles quién soy y cómo llegué hasta este lugar. Aunque ahora esté practicando con el putonghua, o si lo prefieren chino-mandarín, un idioma harto complicado incluso para los que estamos aquí, por mi acento descubrirán fácilmente mi procedencia. Me llamo Vítchenko, Víktor Vítchenko. Hace prácticamente cuarenta y dos años que vi la luz por primera vez en Voronezh, una ciudad al sudoeste de la Rusia Europea, y he de reconocer que mi infancia no fue nada traumática, al contrario de lo que al parecer era muy común entre mis compañeros de profesión. Mi padre se ganó la vida como el pequeño empresario cuya carrera se vio llena de altibajos, pero que aun así supo prever en su variable economía el sustento familiar y la educación de su único hijo. Aquella época, albor del siglo XXI, marcó el comienzo de lo que hoy se conoce como Neocomunismo, una farsa de lo que antaño significó para la URSS el comunismo puro que, acosado por las continuas reformas económicas que se llevaron a cabo en el país, dio como resultado su caída a finales del siglo XX. Pero aquella nueva y supuestamente esperanzadora época dejó huella. El proceso de europeización y el camino hacia una moderna sociedad capitalista había dado comienzo y, aunque contó con más detractores que seguidores, su semilla ya había echado raíces tan recias que ni el nuevo sistema político que se instauró con el golpe de estado de dos mil nueve, pudo borrar esos casi veinte años de libre gobierno, por eso mi padre, que había vivido las tres épocas, decía que aquello debería haberse llamado Pseudocomunismo, pues era una simple sombra de lo que éste significó.

Ya fuera pseudo o neo, aquel período de la historia era el que me había tocado vivir y debo reconocer que el sistema instaurado me llegó a dar mucho, tanto como después me quitó, de ahí que me sintiese traicionado por un país al que había amado desde mi ignorancia histórico-política, y me viese obligado a hacer lo que hice para devolverle así el daño que me había hecho… Ahora sé que fui un necio, pero no deseo adelantar acontecimientos, aún no. Si aquí me encuentro es porque era un científico reconocido, eso es obvio, si no jamás se hubiesen interesado por mí y la vida no me habría dado este giro del que tanto  me arrepiento ahora.

Como ya he mencionado, nací en la ciudad de Voronezh, en el seno de una familia de clase media, pero muchos fueron los picoteos que debido a los negocios de mi padre tuvimos que hacer en la clase baja. La economía de la Madre Rusia había sufrido una serie de recesiones como consecuencia de los últimos cambios de sistemas políticos y, mientras más de medio país se moría de hambre o sucumbía al frío, yo no tuve problema alguno para poder llevar a cabo mis estudios. Tras destacar en la enseñanza obligatoria fui admitido en la Escuela de Oficios Industriales Slavyanov. Esta escuela recibía el nombre de alguien que fue determinante en el avance industrial de finales del siglo XIX, un inventor ruso llamado Nikolai Slavyanov, que con su soldadura eléctrica por arco revolucionó la Industria en todo el mundo. Como decía, en la escuela Slavyanov me prepararon para afrontar mi ingreso en la universidad, así , a la edad de dieciocho años, con una beca concedida por la Administración bajo un brazo y mis ganas de aprender y adquirir conocimientos bajo el otro, me trasladé a la capital para estudiar en la prestigiosa Universidad Estatal Técnica Bouman de Moscú. El recuerdo que tengo de aquellos tiempos es inmejorable, saboreé cada segundo de aquella oportunidad que me habían brindado tanto dentro como fuera de las clases. Con la universidad había llegado esa independencia a la que jamás me había enfrentado, y también llegó, como no podía ser de otra manera, ella.

Volga apareció en el tercer año de carrera. Su familia se había trasladado desde San Petersburgo obligándola a abandonar en su ciudad natal sus estudios, y adaptarse al dinámico ritmo de la universidad moscovita. En mi afortunada persona recayó la voluntaria imposición de facilitarle dicha adaptación… Pura suerte, pues fue ella la que se acercó a mí, y en poco tiempo Volga se convirtió en aquella maravillosa compañera que se alojó por igual tanto en mi cama como en mi corazón. Nunca antes, ni nunca después, sentí algo semejante estando al lado de otra persona. ¿Amor? Por supuesto que era amor. Aunque tópico, era cierto que su dulce mirada hacía que el tiempo se frenase a nuestro alrededor, y que cuando sus labios rosados me besaban sintiese cómo la primavera se imponía al reinante frío invernal. Ella fue mi compañera de equipo durante las clases, mi cálida amante durante las noches, mi aire fresco en los momentos duros y mi aliento en la debilidad. Lo era todo para mí y sin ella yo no era nada.

Durante dos inolvidables años ambos fuimos uno, pero, aunque sentíamos que nada ni nadie podía quebrar los lazos que nos unían, fuimos unos estúpidos por llegar a creerlo. Aquellos que me habían subvencionado los estudios no veían bien aquella relación. Apoyándose en estúpidas razones de falta de rendimiento, llegaron a advertirnos de lo perjudicial que para ambos suponía aquella unión… ¿Perjudicial? Pero si aquello era lo mejor que nos había pasado jamás, ¿cómo esperaban que aceptáramos sus necios criterios? Antes de acabar el curso, Volga desapareció. Aquella noche no la habíamos pasado juntos, y me extrañó no verla merodear por el campus por la mañana. Al no presentarse al examen que teníamos al día siguiente, empecé a preocuparme en serio. Pregunté por ella a cualquiera que pudiera haberla visto; llamé a sus familiares, recorrí todo Moscú, acudí a hospitales con un nudo en la garganta, indagué en la policía con lágrimas en los ojos, pero todo esfuerzo resultó inútil; al final quedé rendido sobre un frío banco de piedra, aguantando el dolor que me producía mi abatido corazón. Desapareció sin más, llevada en la noche por aquellos que todo me dieron y que esperaban así que mi rendimiento fuese óptimo… Los mismos que desde ese día me negaron el mayor de los sentimientos y de los mismos que ese día juré vengarme.

Es curioso ver cómo en tu vida ocurren situaciones verdaderamente traumáticas que, por mucho que lo intentes, acaban destrozándote la vida. Son circunstancias de las que difícilmente uno se llega a reponer pero que, si se consigue, esa misma experiencia termina renovándote con más brío; con mayor energía, y si además albergas la venganza en las más profundas cavidades del corazón, entonces no hay nada que te pueda frenar… Eso fue lo que a mí me ocurrió.

Tras mi licenciatura y en espera para obtener el doctorado, mi talento como ingeniero y experto en física de materiales empezó a ser explotado al formar parte de la plantilla del Instituto de Física y Tecnología de Moscú. Allí el trabajo fue intenso, pero no me impidió conseguir mi doctorado a la vez que destacaba por una labor siempre auspiciada por las oscuras directrices que desde la sombra me marcaba el Gobierno. Despunté en el diseño para la División Aerospacial de estructuras metálicas de aleaciones ligeras, que incorporaban un novedoso concepto de memoria térmica, y conseguí desarrollar microestructuras electroactivas y magnetostrictivas para la División Militar; muchos y magníficos trabajos, muchas menciones honoríficas, mucho triunfo profesional… Pero yo me seguía sintiendo solo y, el dolor, como único acompañante, se iba transformando en odio sistemático hacia mi patria. Cuantos mayores éxitos cosechaba mayor era mi necesidad de devolverle a la Madre Rusia todo lo que ella me había hecho; privarle de algo querido e infringirle el mismo daño que me hizo. Y un día, de la mano de un colega alemán y del gobierno de un país, que ni en mis más inverosímiles elucubraciones había imaginado, encontré la forma.

Herbert Bierbichler trabajó durante tres años en el Instituto de Física y Tecnología de Moscú, y allí fue donde entablamos amistad. Tras meses de estrecha cooperación en distintos proyectos, y nuestra relación llegó a traspasar los umbrales de lo profesional hasta recaer en lo personal. Un día, entre vasos medio llenos de vodka, el alcohol nos soltó más de lo habitual nuestras lenguas y acabamos desnudando nuestras almas; sin esperar oír lo que oí, me sorprendió su postura ante la situación en que se encontraba. Había sido trasladado a Rusia por exigencias de colaboración de la empresa alemana para la que trabajaba, reconocía que allí no se encontraba mal, pero criticaba el hecho de que en su país las ayudas financieras del sector público a la empresa privada eran escasas, que las subvenciones prácticamente eran inexistentes y que la descoordinación entre compañías, laboratorios industriales y administraciones públicas, era tal que todo empeoraba en vez de fomentar la investigación y el desarrollo. Estaba ya harto, se reconocía ambicioso y hasta egoísta, decía haber trabajado mucho y duro para no encontrar compensación a tanto esfuerzo. Como amigo lo sentí por él, como ingeniero lamenté oír aquello y comprender la situación por la que estaba pasando la comunidad científica no sólo en Alemania, sino que aquella situación se extrapolaba a todo el Mundo, pero aparentemente con una simple excepción. Herbert finalizó su período de colaboración y regresó a Berlín, a aquella empresa que tan hostigado le hacía sentir. De vez en cuando manteníamos conversaciones por enlace; comentábamos nuestros últimos avances, nuestras relaciones con los demás compañeros, la forma en que nos trataba la vida…, trivialidades en general. Pero un día me asombró con el anuncio de su fuga. No, no se trataba del típico encierro en una mugrienta y sucia celda, naturalmente, pero a su manera sí se sentía cohibido por una prisión que limitaba su sed de gloria; aquella cárcel que le mantenía encerrado se representaba por su país y su huida por la fuga de cerebros que tanto proliferaban últimamente.

—¿A China?

—Sí, a China. Me extrañó que se pusieran en contacto conmigo, pero me explicaron que a través de cierta amiga común conocían mis intenciones. Me hicieron ver que ellos estaban necesitados de gente como yo, genios como nosotros, que no tenía nada que temer, que no sería el primero y que desde luego tampoco sería el último.

—Pero China también posee un gobierno neocomunista. ¿Crees que allí encontrarás lo que buscas?

—Yo también me planteé esa misma pregunta la primera vez que hablamos y vi el interés que mostraban por mis conocimientos, ¿y sabes qué? Pensándolo detenidamente encontré muchas ventajas. Lo bueno de las sociedades neocomunistas es que pueden ser capitalistas para lo que les interesa y sociocomunista para el resto. Ellos están en disposición de pagar por unos secretos y unos conocimientos que de otra forma tardarían años en conseguir… ¿O acaso nunca te has preguntado cómo, de un tiempo a esta parte, han despuntado en todos los campos en cuanto a tecnología e investigaciones científicas se refiere?

—Puede que alguna vez me lo preguntase, sí. Pero más bien creo que tal avance se debe a que el chino es un pueblo autodisciplinado y muy paciente; sembró semillas a base de dar a los más capacitados las facilidades necesarias para hacerse con unos buenos estudios, y ahora les ha llegado el turno de cosechar los resultados. Todos esos avances a los que te refieres se deben única y exclusivamente a su esfuerzo y dedicación, y no a que den asilo político a gente como nosotros.

—Pues yo te digo que te equivocas. Sé de buena tinta que, desde hace décadas, y fíjate bien lo que te digo, décadas, vienen contratando a los mejores y más destacados talentos mundiales a fin de no invertir ni tiempo, ni esfuerzo, ni dinero en desarrollar todos esos innovadores proyectos suyos, que a saber si lo son o no, y que la han colocado entre los países tecnológicamente más avanzados.

—De ser así nos habrían llegado desde China noticias de científicos europeos o americanos vanagloriándose de sus logros en este país oriental, y eso no ha pasado.

—Secretismo absoluto. Piensa que los chinos son orgullosos y muy tradicionales con lo suyo. Si se supiese que todos esos avances que se les han atribuido no fueron gestados en su totalidad por ellos, se convertirían en el hazmerreír de la comunidad científica mundial, aparte del terrible daño que sufriría su pueblo, algo que no olvidarían y por supuesto no perdonarían.

—No sé… Parece tan irreal.

—Pues es un hecho. Yo ya lo tengo decidido. Sé que las condiciones son buenas y me encuentro a falta de un último contacto con un agente del Partido para concretar mi marcha… Si quieres puedo hablarles de ti. Si luego no te convence su oferta, no te conviertes en apátrida y continuas como hasta ahora, lamentándote de lo que tu nación te hizo.

—Eres un jodido mamonazo…

—Un jodido mamonazo que te comprende y sabe cómo te sientes, recuérdalo.

Pese a mi negativa a que intentara solucionar mis problemas, Herbert no me hizo ningún caso y habló al Partido Neocomunista de China de mí. Les contó lo de mi tormento interior, lo de mi sed de venganza, la imperiosa necesidad de traicionar a mi país, y otras muchas cosas más… Lo sé porque el hombre que se puso en contacto conmigo varios meses más tarde lo sabía todo sobre mí. Se hacía llamar Dimitri, y aseguraba ser un colaboracionista del PNCh que por expresa petición de un amigo común debíamos concretar una cita para abordar cierto tema. Reconozco que, en ese momento, y pese a toda aquella necesidad interior mía, me asusté y reaccioné como lo haría un hombre atemorizado; corté el enlace de comunicación rogándole que me olvidasen y me dejasen tranquilo. Un par de días más tarde Dimitri se volvió a poner en contacto conmigo, algo que acabé agradeciendo tras esas cuarenta y ocho horas de profunda reflexión. Como no podía ser de otra manera, convenimos en vernos en un lugar público, tal y como había visto hacer en las viejas películas de espías, y la Plaza Roja fue el lugar escogido.

Una especial emoción me invade con el recuerdo de aquel encuentro. No es que el hecho de encontrarme con un colaboracionista para que me ayudase a desertar y a traicionar a mi país fuese algo que me llenase de gozo, pero ese cariño me viene como consecuencia de que entonces ya era consciente de que aquella cita en la Plaza Roja sería lo último que podría saborear de mi preciada tierra. Mi opinión hacia mi patria seguía siendo la misma, pero deben darme la razón en que las coloridas cúpulas de la Catedral de San Basilio, el majestuoso Kremlin donde descansan la monumental Campana Zarina y el enorme Cañón del Zar aún virgen de disparar, e incluso la propia y extensa Plaza Roja en la que me encontraba, no tenían la culpa de mi desgracia. Tampoco volvería a ver de nuevo Voronezh, pues la mínima respuesta a mi retorno sería la prisión. Así que aquella mañana saboreé como jamás lo había hecho todas aquellas bellezas erigidas por los hombres y que a mis ojos se entregaban tan desinteresadamente.

Aquella cita me sorprendió. Yo, desde mi ignorante nerviosismo, intenté actuar de forma disimulada ante la presencia de Dimitri, pero éste se limitó a comportarse como si de dos amigos charlando nos tratáramos; mejor así, pues aquello me infundió confianza para afrontar la decisión que había ya tomado. Paseamos durante mucho rato por la hormigonada orilla del río Moscova, tratamos las razones que me impulsaban a hacer aquella locura y me hizo ver la imposibilidad de mi vuelta atrás una vez hubiese completado mi traición, a lo que yo le contesté con asombrosa firmeza que ya había contado con ello. También hablamos del lugar donde viviría, al menos al principio, de lo que de mí se esperaba y de lo que yo conseguiría a cambio. Aceptar aquel proceso conllevaba entregar ciertos secretos industriales y mi servicio a cambio del descanso de mi corazón y la oportunidad de volver a respirar… Visto así no resultaba tan mal trato. El colaboracionista aparentaba ser un hombre joven que no sobrepasaría la treintena, era inteligente y se limitaba a dar la información importante como si se tratase de la cosa más normal. Pero de aquella interesante conversación hubo una parte que me sorprendió de veras y me dejó helado.

—Beijing es un buen lugar para vivir y como dispondrá de momentos de ocio podrá dedicarse a conocer la ciudad.

—Una vez estuve allí…

—Ah ¿sí?

—En un congreso sobre el comportamiento de los materiales piezoeléctricos. Aunque fueron tres días, entre las conferencias, las comidas, las cenas… ¡Uf! Demasiado intenso para ver lo que la ciudad me ofrecía, aun así, visité la Plaza de Tiananmen, pero era de noche y no vi volar ninguna cometa… Eso sí, cuando regresé a Moscú la Plaza Roja ya no me pareció tan grande.

—Pues se perdió cosas verdaderamente curiosas, como el Templo de los Lamas y su Buda de dieciocho metros de alto; las famosas Tumbas Ming, uno de los mejores tramos conservados de la Gran Muralla China…

—Y la Ciudad Prohibida, que me hablaron de ella y de sus nueve mil novecientas noventa y nueve habitaciones. ¿De verdad hay tantas?

—Contadas, numeradas y catalogadas una a una.

—Eso sí que me gustaría verlo.

—Bueno, pues si es su deseo ahora tiene la oportunidad. Es la ocasión, y tiempo no le faltará para visitarla… Pero hay una cosa que si accede a venirse con nosotros debe comprender. Le daremos prácticamente todo lo que nos pida a cambio de su inteligencia, pero le exigiremos una cosa más. Verá, el chino es un pueblo fragmentado en muchos sentidos, con una población cercana ya a los dos mil millones de personas; se encuentra repartido por todo el globo bajo la influencia de distintas culturas y religiones que de manera progresiva hacen que las tradiciones se vayan perdiendo con el tiempo. A estas influencias debemos añadirles la multietnia y las distintas inclinaciones religiosas que irremediablemente acaban generando focos de xenofobia entre gentes del mismo pueblo… Si una familia de etnia Han practica el Budismo, tenga por seguro que no responderá bien ante unos vecinos de la misma etnia pero que sean Taoístas, o que siendo Budistas también, provengan de etnia diferente. Budismo, Taoísmo, Islamismo, Catolicismo, Protestantismo…, combine todas esas religiones con cincuenta y seis etnias diferentes que existen en el pueblo chino y entenderá lo que quiero decirle. El nivel sociocultural y el estatus social no es que ayuden mucho, y sí promueven tal diversidad. Por todo ello, desde hace tiempo se viene desarrollando un plan estratégico totalmente reservado y aprobado por la Asamblea Popular Nacional a través del cual se pretende conseguir la reunificación del pueblo chino, y la recuperación de sus tradiciones a través de lo que les hace más vulnerables; su orgullo y el honor.

—Comprendo, en mi última conversación con Herbert hablamos algo de ello. Llevan tiempo admitiendo talentos extranjeros y de ahí el impresionante avance que muestran en todos aquellos campos relacionados con la ciencia y la tecnología. Pero, aparte de impulsar su nación desean que aquellos que aportan sus conocimientos queden en el más absoluto anonimato, así todos piensan que han sido ustedes los artífices de tales logros y el orgullo de ser chino se va apoderando del pueblo que poco a poco retorna a sus tradiciones mientras van eliminando esas barreras xenófobas que tanto temen… Pero por mí no deben preocuparse, yo no busco la fama ni el triunfo, sólo deseo hacer mi trabajo…, de hecho, después de esto me sentiré mucho mejor en el anonimato.

—Veo que lo ha comprendido, y eso facilita lo que tengo que decirle. Vivimos una época audiovisual en la que los enlaces de comunicaciones han llegado a ser tan perfectos que, si uno de nuestros taikonautas se saca un moco en la órbita de Marte, al minuto esa imagen ha llegado a todos los hogares del Mundo, siendo vista, y sobre todo creída, por miles de millones de personas… ¿Ve a dónde quiero ir a parar? El anonimato no está mal, pero es una mala opción; necesitamos mostrar al Mundo a los verdaderos artífices de tales logros, deben ser ellos mismos y no unos farsantes a los que coaccionan con preguntas sobre el tema los que puedan descubrirlo… Necesitamos hacer magia y transformar a esos genios en chinos.

«Transformar a esos genios en chinos…». Aquellas palabras de Dimitri me sobrecogieron. ¿Qué se proponían hacerme?, ¿la cirugía acaso? Enseguida me explicó el procedimiento que empleaban. Siguiendo la tónica general marcada desde hacía ya tiempo, habían conseguido excelentes adelantos en el entendimiento de la bioquímica humana, así que me aseguró que si me sometía a una terapia de aminoácidos sintéticos se obraría aquel milagro. Yo de bioquímica no es que sea muy docto, pero entre mis escasos conocimientos y sus explicaciones, venía a ocurrir más o menos lo siguiente: Los aminoácidos son los principales elementos que componen las proteínas, por lo que una sucesión de aminoácidos forman una proteína. Estos elementos se encuentran unidos entre sí por unos enlaces denominados peptídicos, de ahí que la terapia consistiese en introducir ciertos aminoácidos sintetizados en el laboratorio entre tales enlaces para variar la morfología de las proteínas originales y transformarlas en otras bien distintas que potenciasen con su mutación ciertos procesos en el organismo. Algunas variaciones afectarían a hormonas concretas de naturaleza proteica que regularían entre otros procesos el decrecimiento de mi sobrada estatura a una medida más acorde con la de los chinos. Otras proteínas modificarían ciertas estructuras corporales como mi piel, volviéndola más hacia una tonalidad parda amarillenta, o transformaría mi pelo variándolo del castaño al negro y lacio. También alzaría más mis pómulos y dotaría a mis ojos de la oblicuidad característica en esta raza. Según Dimitri el proceso resultaría lento y progresivo, pero del todo indoloro, y aseguraba que estaba avalado por todos aquellos que antes que yo decidieron un buen día cambiar de vida.

Por supuesto le mostré mis dudas sobre ese milagroso proceso.

Enseguida comprendí que él conocería de antemano cuál sería mi reacción, pues estaba claro que no había sido yo el primero en mostrarle sus dudas. De su abrigo extrajo un pequeño tubo en cuya cara interna del tapón se encontraba una pequeña cuchilla. Lo desenroscó y con total frialdad se sajó en uno de sus dedos; después volvió a cerrar aquel tubito y me lo entregó. Con aquel gesto pretendía entregarme su sangre y la prueba de que lo que me había dicho era del todo cierto. Dejando a deber un par de favores que nunca podría devolver, conseguí que me analizaran aquella muestra cuyo resultado marcaría el rumbo que seguiría mi vida. Un varón asiático de treinta y siete años de edad, metro setenta y dos de altura, pelo negro y lacio, típicos ojos oblicuos…. Nada que ver con lo que representaba Dimitri, con su metro noventa, su pálida piel, sus sonrosadas mejillas, su pelo rizado castaño claro, y sus ojos… La terapia basada en aminoácidos había logrado la magia necesaria para transformarle en un ruso típico, esa misma magia que a mí me convertiría en chino.

Beijing, o al menos eso fue lo que me dijeron; ahora agradezco el haber visto la Plaza de Tiananmen aunque resultara un nocturno placer. Desde mi llegada a este lugar he vivido encerrado y me temo que jamás volveré a ver la clara luz del Sol, no volveré a sentir más su calor porque no creo que salga de aquí con vida.

La fuga del territorio ruso se pudo calificar de exitosa. Durante su desarrollo temí por si éramos interceptados, pero una vez más mi experiencia limitada a viejas películas de espías influyó negativamente en la lucidez necesaria para aquel momento y me defraudó el descubrir que no íbamos a ser perseguidos entre fugaces y esporádicas ráfagas de armas de fuego. La verdad es que me sentí decepcionado; aquel se había convertido en uno de los momentos más importantes de mi vida y resultaba haber pasado totalmente desapercibido. Pero aquella noche de fuga únicamente marcaba el inicio, pronto se darían cuenta de lo que había sucedido, del daño que Víktor Vítchenko les había ocasionado aquella noche, y entonces sería cuando pusiesen precio a mi cabeza… O al menos eso era lo que yo deseaba.

Estas instalaciones son, indudablemente, una base militar acondicionada con todo lo necesario para operar como un laboratorio científico. Las primeras semanas que pasé aquí me sentí como una cobaya humana; decenas de pruebas, cientos, miles… Quizá no tantas, pero lo cierto es que acabé perdiendo la cuenta y opté por resignarme a pasar por aquel trance lo más sumiso que me fue posible. Tras un largo período de tiempo y cuando mi euforia inicial ya había desaparecido por completo, recibí con agrado aquella noticia. Un polipéptido, o cadena de muchos aminoácidos, había sido sintetizado especialmente para mí en condiciones de microgravedad, para ello tuvieron que elaborarla en la Xing Zhong Yang, la estación espacial que permanentemente mantenía China en órbita terrestre. Aquella proteína acababa de llegar y resultaba ser fundamental para concluir el proceso de redefinición estructural de mi cuerpo. ¿Concluir el proceso? ¡Pero si aún no había notado ningún cambio!

El día en que me operaron será uno de esos días que se guardan en la memoria para hacerme recordar constantemente lo que me impulsó para llegar hasta esta situación. Aquella cadena peptídica debía ser injertada directamente en la médula para que surtiese efecto, algo de lo que jamás me habían hablado pero que, llegados a este punto, me parecía estúpido pensar siquiera en el hecho de poder negarme a tal intervención. Lo que recuerdo del momento en que desperté… nunca podré olvidarlo.

—¿Hola?, ¿hola? Doctor Vítchenko… ¿Puede oírme?

—Sí —dije tumbado y desde el profundo abismo en que se había convertido mi cabeza.

—Perfecto entonces. ¿Cómo se encuentra?

—No muy bien… Algo… mareado…

—Son sólo simples efectos secundarios de la intervención, pero eso no debe de preocuparle ahora, en unos minutos pasarán. Debo decirle que la operación ha sido todo un éxito.

—Me… alegro… ¿Dimitri?

—Sí, aquí estoy. Veo con agrado que no ha perdido su memoria… Eso es bueno, sí señor, muy bueno.

—¿Qué… qué hace aquí?

—Verá Víktor, éste es uno de esos momentos críticos del proceso en los que se requiere cierta supervisión presencial por parte de un delegado del Consejo de Estado. Usted es muy importante para nuestros intereses y debemos asegurarnos de que todo salga como es debido. El doctor Wuin ya me ha puesto al corriente de cómo se ha desarrollado la intervención y el resultado nos hace muy felices.

—Me siento… débil, no puedo moverme, no tengo fuerzas…

—Bueno, eso no es del todo cierto.

Recuerdo claramente pese a mi aturdimiento que a un gesto de Dimitri el doctor se marchó, y como entonces, manipuló con un mando el mecanismo de la cama hasta que ésta se elevó para quedar en pronunciada inclinación vertical. Un sistema de servorruedas me sirvió como medio de locomoción.

—Verás, no te caes porque unas cinchas te sujetan el cuerpo a la cama, son muy resistentes pero suaves a la vez, así no te provocarán ningún tipo de ulceraciones.

—Pero… no las noto.

—Eso es porque no puedes. Al principio, con los primeros, se utilizó anestesia epidural entre la C6 y C7, pero en las cervicales el espacio epidural es sumamente estrecho, casi inexistente, y la mayoría de las veces acababa por causarnos problemas. A ello también se le suman los lamentables descuidos por parte de algunos enfermeros a la hora de reponer la anestesia. Como todo eran problemas y para nuestros fines nos daba igual, optamos directamente por seccionar las distintas ramificaciones de la médula y producir una tetraplegia inducida y controlada. Sí amigo mío, ahora mismo únicamente puedes mover la cabeza, el resto de tu cuerpo está… prácticamente vegetativo, pero como puedes ver respiras perfectamente y todo… ¡Vaya! Veo en tus ojos que te estás dando cuenta de lo que pasa y que no alcanzas a comprender el porqué. Bueno, no te preocupes que enseguida te lo explico para que lo veas todo claro —recuerdo el momento en que abrió la puerta y accedimos a esta estancia, una inmensa sala llena de cientos de camas, cada una con un pobre desafortunado como yo—. Éste será tu hogar ¡Ah, lo siento! Pero creo que no podrás ver la Ciudad Prohibida. Aunque aquí tampoco lo pasarás tan mal, ya verás… Mira, dos filas más a la derecha de donde te vamos a colocar se encuentra tu amigo Herbert Bierbichler, así podréis hablar y contaros experiencias nuevas.

—¿Por… qué? —Apenas se trató de un susurro.

—Perdona, pero es que me disparo al hablar y me olvido de lo verdaderamente importante. ¿Recuerdas nuestra conversación en la Plaza Roja? Allí te hice ver que el pueblo chino jamás aceptaría que su avance tecnológico y científico fuera motivado por «agentes extranjeros», aquello lo entendiste bien y hasta cediste a cambiar tu rostro y tu físico para poder cumplir tu venganza y preservar a la vez el orgullo de mi pueblo. Pues bien, si entendiste eso, ¿qué es lo que ahora te sorprende? Jamás admitirían impostores, compréndelo. La terapia con aminoácidos sólo sería un enmascaramiento, escondería la verdadera realidad de que nuestro país se estaba llenando de falsos chinos y eso, a la larga, podría descubrirse con una simple prueba de ADN, algo que echaría por tierra todo el trabajo que venimos realizando durante décadas. Tú lo sabes, examinaste mi sangre y pese a mi aspecto descubriste que realmente era chino; pues con la terapia podría pasar lo mismo, pero a la inversa. No, los inventores, descubridores, científicos, todos ellos deben ser chinos en su origen, con un ADN convincente y no traicionero… y por eso estáis todos aquí.

—Maldito hijo de perra. —En aquel momento sentí que lo poco que me quedaba de este mundo, desaparecía. Acababa de ser de nuevo traicionado, ahora por la nación que me ofrecía cobijo. Sólo deseaba despertar de aquella pesadilla, algo que por desgracia sigo haciendo.

—Mira, no creas que en tu estado nos eres un estorbo, que va, todo lo contrario. Nos facilitáis nuestra labor. Aquí tenemos dos sectores bien diferenciados. Vosotros sois lo que llamamos «Criadero», y en otro lugar que jamás verás tenemos lo que denominamos «La Incubadora». Uno de nuestros grandes avances en Bioquímica fue la posibilidad de invertir el proceso de creación de un organismo humano. No fue nada fácil, pero ese logro original sí fue totalmente chino, y como tal, vimos la manera ideal de explotarlo. Te resumiré de forma sencilla en lo que vas a participar porque sé que ésta no es tu especialidad y me gustaría que comprendieses la grandeza de lo que hemos logrado. Todos sabemos que la información genética de un organismo se encuentra en su ADN, pues bien, a éste se le van uniendo nucleótidos y bases nitrogenadas hasta formar el ARN que es el encargado de interpretar la información almacenada en el ADN. Con esta información produce las distintas proteínas que como ya sabes participan en todos los procesos de creación y regulación del organismo. Pero nosotros le hemos dado la vuelta a dicho proceso. El primer paso era sintetizar las proteínas adecuadas que se ajustasen a nuestros fines; eso dejó hace tiempo de ser un problema. Ahora es el punto en el que vosotros entráis en este juego. Con esas caras proteínas modificadas en vuestro interior, vuestro cuerpo sintetiza cadenas de un ARN capaz de duplicar la información concreta de vuestro genoma que os hace ser tan especiales… Disposición genética para el análisis, para la retentiva, un alto coeficiente intelectual, inquietud investigadora, imaginación, predisposición al trabajo… Esas cadenas de ARN contienen en esencia las cualidades que han hecho que destaquéis como los talentos que sois. Disponiendo de esas cadenas específicas nos quedaba aún otro gran reto, y la solución de éste llegó de la mano de la Ingeniería Genética y de la clonación. Conseguimos clonar ejemplares a los que nos gusta denominar neutros, son jóvenes de ambos sexos cuya información genética se encuentra incompleta en espera de vuestros regalos genéticos. Tus receptores cuentan con unos diez u once años, cuando le introduzcamos las cadenas de ARN éstas se acoplarán en los huecos dejados a expreso en su genoma clonado, y será entonces cuando la magia surja y ambos ácidos nucleicos intercambien sus funciones para que el ADN traduzca el mensaje de vuestro ARN, y genere las proteínas necesarias para que estos niños, en unos años, sean tan destacables como ahora lo eres tú… Podría decirse que serían como tus hijos, pero chinos al cien por cien. Te aseguro que funciona, pues a primeros de siglo se empezaron las primeras pruebas y te aseguro que casi cincuenta años después hemos conseguido una tasa muy alta de éxito. Para el Mundo, el pueblo de China volverá a ser lo que antaño fue, de hecho, superará cualquier expectativa… y todo ello nos habrá sido posible gracias a gente como tú, Víktor.

La expresión dejar sin habla había cobrado vida en mí de tan aterrado como me encontraba. Negar la evidencia no me serviría de mucho, pero su última frase agradeciéndome mi «participación» en aquel horroroso plan, ya no pudo hacerme más daño. Aquel día me sentí derrotado… pero ahora todo ha cambiado. Algunos de mis compañeros de sala me han enseñado a pasar el tiempo aquí encerrado; cuando peor me siento me reconforta el recordar aquellos dos maravillosos cursos al lado de Volga, aunque ello me lleva a otros análisis. Reconozco que desde que desapareció aquella mañana de examen, sólo he visto traición en mi vida, un juego de deslealtades en el que nadie se libra de participar y en el que, como suele ocurrir, siempre pierde el más débil. Esta sala está llena de débiles con sueños rotos, pero, aunque el resultado final no fuese el deseado, yo conseguí mi objetivo: logré apuñalar a mi patria igual que ella me apuñaló a mí. Además, estoy seguro de que los secretos que entregué a los chinos, les hará a ellos mucho más daño del que nadie me pueda hacer ya a mí. Ahora he de aprovechar lo único que me queda, el recuerdo de mi amada, y consolarme con algo de tediosa charla con mis amigos y colegas que, por cierto, ya debe estar cerca la hora del amanecer…

—¡Eh! Herbert… ¿Estás ya despierto o eres el de esos ensordecedores ronquidos?

© Copyright de Rafael Rius para NGC 3660, Octubre 2017