Por Montse Rius
Desde pequeña me aterraba el fuego. Sin causa aparente, mis pesadillas se tornaban color rojo intenso y agitaban mi pobre corazón de niña, haciendo que deseara la llegada del apacible amanecer.
Quizá por eso, aquella extraña (para mí) costumbre de mi madre la noche de todos los santos, me causara tanta inquietud. Una vez al año, pacientemente, preparaba sus velas y mariposas y las encendía, como almas iluminadas, sobre cuencos con aceite, honrando así a sus difuntos.
A pesar de mi corta edad, me preocupaba que esa iluminación, tan precaria y básica, se mantuviera toda la noche sin vigilancia. Y me revolvía en la cama pensando en el brillo tintineante de la llama solitaria en la madrugada.
Cuando crecí y me fui de casa, olvidé la tradición y con ella, mi aversión al fuego. Tuve una vida relativamente feliz hasta que, el pasado año y, sin hijos que me hicieran el trance más soportable, perdí a mi compañero.
Esa noche de todos los santos, algo encendió mi memoria olvidada y quise recordarlo con la misma luz que su alma siempre había desprendido, así que preparé una balsa de aceite con velas en su tazón de porcelana preferido.
¿Qué sería de aquellas ánimas de las que nadie se acordaba una noche como esta?
Acurrucada en el sofá, observé el espectáculo hipnotizador de las pequeñas luces hasta que, suavemente, el sueño me venció. No lo vi llegar.
Quizá fuera mi pierna la que, accidentalmente, golpeara el tazón haciendo volcar todo su contenido sobre la inflamable moqueta del salón. Quizá, el hálito nauseabundo de algún alma en pena, envidiosa de no tener su propia luz, fuera la que empujara rabiosa las velas encendidas.
En pocos minutos, un universo rojo, caliente, doloroso, me envolvió, quemando mi esencia en esa noche de todos los santos.
Ahora soy yo la que vago, una vez al año, buscando la vela encendida que alguien prenda para acordarse de mí.
Que Dios te proteja si tú no lo has hecho.
© Copyright de Montse Rius para NGC 3660, Noviembre 2017