Todo fluye – Reed.


Por Rodolfo Martínez

 

Here’s another place you can go,
where everything flows.

Lennon & McCartney

 

El griego que dijo que no te podías bañar dos veces en el mismo río no sabía de qué hablaba realmente.

Estúar Ramónez (uno de tantos)

 

I

Me despierto. ¿Qué es esa música? ¿Michael Jackson? No puede ser. Abro un ojo con mucho cuidado. Un rostro extraño sonríe junto a mí.

—Ya va siendo hora de que te levantes, ¿no crees, cielo?

¿Cielo? La observo con atención. No la conozco de nada, es la primera vez que la veo en mi vida, pero tengo la impresión (no sé cómo ni por qué) de que es justamente el tipo de mujer con el que me gustaría casarme, si es que alguna vez decido casarme con alguien, que es otro asunto.

—¿Qué… qué pasa? —pregunto.

Ella sonríe. (Me gusta su sonrisa). Acerca su boca a la mía y me besa. Sus labios son dulces y parecen conocer muy bien a los míos. Definitivamente, si me casase con alguien sería con una mujer como ella.

—Anoche estuviste levantado hasta tarde, ¿verdad?

¿Anoche? ¿Qué estuve haciendo anoche? No tengo la menor idea. Recuerdo vagamente una aburrida cena de negocios con un representante de zapatos ortopédicos.

—Sí… supongo que sí —logro decir cuidadosamente.

¿Quién es ella? No recuerdo que después de cenar me fuese a ningún sitio. Juraría que volví a casa directamente. La observo con más atención. Mis ojos se fijan por primera vez en su cuerpo. Me doy cuenta con sorpresa del evidente abultamiento de su vientre. ¿Embarazada? Dios, debía estar completamente borracho. Yo no ligo con mujeres embarazadas.

—Quita… quita esa música, ¿quieres? —logro decir.

Ella vuelve a sonreír. (Definitivamente, su sonrisa me vuelve loco).

—Siempre estás igual —dice.

¿Siempre estoy igual? Dios, necesito despejarme y rápido. Esto cada vez me gusta menos.

—Voy a darme una ducha.

—De acuerdo —responde ella—. Te prepararé el baño.

Se va, antes de que yo pueda decir nada. Me llevo la mano a la cabeza y me rasco el pelo. Echo un largo vistazo a mi alrededor. Sí, sin duda es mi habitación. Estoy en casa. ¿Quién es ella? ¿Por qué me trata como si me conociera de toda la vida? ¿Qué estupideces hice anoche?

Salgo de la cama. Llevo puesta la parte de abajo del pijama. ¿Qué pijama? Este no es mi pijama. Salgo de la habitación. Quedo petrificado en el umbral, contemplando la sala de estar. Es mi sala de estar, pero no lo es. Yo jamás la habría decorado así. Sin embargo, me gusta. Pero, mierda, eso es lo de menos. No reconozco la mitad de los muebles. ¿Qué está pasando aquí?

—Ya está, puedes entrar. Te haré el desayuno.

Un cuarto de hora más tarde estoy desayunando en la cocina, con ella mirándome. (Me gustan esos ojos grandes y verdes). Tengo en la mano una taza de café. Le doy la vuelta y la miro. Mi nombre está escrito en ella. Dios, qué clase de horterada es esta. Acabo el café. Por mi garganta ronda la pregunta del millón, pero no me atrevo a hacerla, no sé por qué.

—Mamá y el médico van a venir pronto.

¿Mamá? ¿El médico? Venga, por qué no le preguntas de una vez a la tipa esta quién es y luego la largas de aquí, vuelves a poner la casa como estaba antes de esta mañana y te olvidas de todo esto.

—Bien —digo, sin embargo—. Voy… voy a vestirme.

Miro el reloj de la cocina. Ya son las nueve y cuarto. Mi jefe me va a despellejar vivo. Pero cómo voy a irme y a dejar a esta mujer desconocida (y encima embarazada) en mi casa, eso sin tener en cuenta que dentro de poco van a llegar su madre y el médico. ¿Médico? ¿No pretenderá dar a luz aquí? De forma absurda, su imagen pariendo en el sofá inunda mi cabeza. Sonrío. Ella me devuelve la sonrisa. Y me gusta, cada vez me gusta más. Pero todo esto no tiene ningún sentido.

—Voy a vestirme —repito.

Salgo de la cocina. Llego a mi habitación. Allí está mi ropa, cuidadosamente apilada en una silla. Vaya, es de las ordenadas. Empiezo a vestirme. Busco mi cartera. No está en el pantalón. La veo sobre la mesita de noche. La cojo y la abro. Ahí está mi carnet de identidad. No sé por qué, lo saco y le echo un vistazo. Sí, pienso de forma absurda, no cabe duda, soy yo. Esta es mi foto, esta la huella de mis dedos y este mi nombre. Le doy la vuelta. Nacido en tantos de tantos, hijo de tal y cual, estado civil casado, profesión… ¿Estado civil casado? ¿Qué clase de broma es esta? Me doy cuenta ahora de que, en la mesita, junto al carnet, hay un portarretratos. Lo cojo y miro la foto. Somos ella y yo, y por la forma en que vamos vestidos apostaría mi cuello a que alguien nos está declarando marido y mujer.

Me siento en la cama. Oigo sonar el timbre de la puerta. ¿Qué clase de pesadilla es esta? Estoy casado, desde hace algún tiempo a juzgar por la barriga de mi ¿mujer? y acabo de enterarme ahora mismo. La puerta de la habitación se abre. Me doy media vuelta. Es ella.

—Mamá ya viene —dice.

Cojonudamente. Voy a conocer a mi suegra. Y a un médico. ¿Para qué un médico? Para llevarme a un manicomio, supongo, para qué si no. Siento ganas de gritar, de romper algo. Esto no me puede estar pasando a mí; la frase no puede ser más tópica, pero es cierto, no me puede estar pasando a mí.

Me levanto de la cama. Salgo al cuarto de estar. Veo a mi ¿esposa? abriendo la puerta. Una mujer de unos cuarenta y pico años, un tanto gruesa, entra en el apartamento. La sigue un tipo bajo y delgado. El imbécil de Jackson sigue sonando en el tocadiscos, desahogando sus frustraciones con Diana Ross.

—Estu, cariño, ¿cómo estás? —me pregunta mi suegra.

Yo no digo nada. Mi rostro se las arregla el solo para componer una expresión neutra. Ella se acerca a mí y me besa en la mejilla.

—Hoy es el gran día, ¿eh? —se la ve muy contenta—. Ya conoces al doctor Marcovich.

Claro, seguro que le conozco, aunque no tengo ni la menor idea de quién es. El tipo bajito me tiende la mano. Yo se la estrecho.

—Bueno —dice de nuevo mi suegra—. Cuanto antes mejor. Querrás verlo, supongo.

¿Verlo? ¿Ver qué? ¿Es que realmente va a dar a luz aquí, ahora? Asiento con la cabeza. Si en este momento mi vida dependiese de lo que pudiera decir ya estaría muerto. Quién sabe, puede que lo esté.

El médico, mi suegra y mi mujer (Dios, casi estoy pensando que esto pueda ser real) pasan a mi cuarto. Les sigo.

Mi mujer (no mi mujer, ella, sea quien sea) se alza el vestido. Su vientre está cubierto por algo parecido a una faja, con un raro brillo metálico. Se la quita. Veo su piel tensa y palpitante. ¿Es mi hijo lo que ella lleva dentro? No, absurdo. Maldita sea, no les conozco de nada, no tengo ni la menor idea de lo que hacen aquí, en mi casa, quiénes son, por qué me hablan como si me conocieran desde siempre.

El médico cierra los ojos. Acerca sus manos al vientre de ella. Lo toca. ¿Qué mierda está pasando? El tiempo parece detenerse, mientras ese hombrecito gris sigue con las manos sobre el abdomen de mi mujer (no, no es mi mujer). Luego veo como una sacudida, como si el crío le hubiera dado una patada. Y menuda patada. El médico aparta las manos. Abre los ojos. Me mira y sonríe. Mi suegra también sonríe, igual que mi… que ella.

—Espero que sea un gran cirujano —me dice el médico.

Asiento con la cabeza. En mi garganta se ha ido formando una bola amarga. Mi lengua está seca.

—Bien —dice él—. Ahora debo irme. Mi enhorabuena a todos. Siempre es un placer cuando unos padres deciden que su hijo sea médico. Buenos días.

—Espere, doctor, le acompaño —dice mi suegra.

Ella y yo nos quedamos solos en la habitación. Me mira. Se la ve contenta, feliz. Me gusta, Dios, me gusta mucho. Pero no la conozco, no sé quién es, ni qué hace aquí, ni qué significa toda esta absurda mascarada.

 

II

Oh, Dios, la cabeza me late como un tambor enloquecido. Enciendo la luz. Marta no está. Se habrá quedado en casa de su madre. Bueno, tendré que hacerme yo mismo el desayuno. Me levanto y me pongo la parte de arriba del pijama. Salgo del cuarto. Es curioso, hay algo extraño en la sala de estar. Bueno, a Marta le gusta cambiar las cosas de sitio. ¿Por qué no me habrá avisado de que se iba a quedar en casa de su madre? Pronto habrá que elegir la profesión del niño.

Entro en la cocina. Abro el armario en busca de café. Mierda, no queda. Tendré que bajar a la cafetería de la esquina a desayunar. Voy al baño, abro la ducha y dejo correr el agua hasta que esté bien caliente.

Bien. Después de una ducha uno queda como nuevo. Me visto, salgo del apartamento y llamo al ascensor. Le echo un vistazo al reloj. Las ocho. En la oficina no me esperan hasta dentro de un par de horas. El ascensor llega abajo y las puertas se abren. La cara ceñuda del vecino del quinto aparece ante mí. Le saludo con una sonrisa. Salgo a la calle.

A estas horas apenas hay coches. Me gusta: el aire está fresco, las calles mojadas, las luces apagándose. Cruzo la carretera y entro en la cafetería. Me siento en la barra.

—¿Qué desea?

—¿Sirven desayunos?

Me da la carta. Después de un rápido vistazo me decido por el número tres: huevos con jamón, tostada y café. Voy a decírselo al camarero, pero este ya está de espaldas, gritándole al cocinero que prepare un número tres. Bueno, el tipo debe tener dotes de adivino, o quizás el tres es el más solicitado, o a lo mejor no tienen otro, diga lo que diga la carta.

La puerta del bar se abre. Una pareja entra. Ella está embarazada. Me pregunto qué habrán decidido para el crío. Médico, Marta quiere que el nuestro sea médico. No sé. Es una decisión importante.

El camarero enciende la tele. Están dando las noticias. Vaya, el locutor es nuevo. Habla de algo que ha ocurrido en las montañas, hace un par de días. Mientras espero a que me sirvan oigo la noticia.

—Blade Sílvero, un pastor de las montañas ha conseguido lo que parecía imposible. Todos recordarán, sin duda alguna, el helicóptero de Protección Civil que desapareció la semana pasada —en la pantalla se ve un mapa de la zona donde fue visto por última vez el aparato—. Al parecer, se estrelló en las montañas, muy cerca de la propiedad del señor Sílvero quien, ignorante de lo que se trataba se lo comentó a sus vecinos. Todos conocen el tradicional aislamiento de los pastores de las montañas, aislamiento del que rara vez salen. Sin embargo, el señor Sílvero ha accedido a hablar con nosotros.

Hay un corte, y un rostro sonrosado y grueso ocupa la pantalla. El camarero viene con mi desayuno. Mientras ataco los huevos sigo mirando la tele. El hombre de rostro sonrosado está hablando.

—Bueno… Yo no sabía qué era, ¿entiende usté? Pero vi las formas y me pareció… no sé, todo encajó en mi cabeza.

—Y dígame, no se asustó en un principio.

—Sí oh, pues claro. Pero… luego hablé con la gente y me dijeron que lo intentase. Así que fui y a ello me puse.

No están mal los huevos. El pastor sigue hablando mientras bebo un sorbo de café.

—Y no fue nada difícil, que pensé que sí, oiga, pero no.

Ahora la cámara enfoca al locutor.

—Y este es el asombroso resultado. De lo que eran unas simples ruinas de metal calcinado, el señor Sílvero ha sido capaz de reconstruir el helicóptero —en la pantalla se ve un helicóptero como recién salido de fábrica—. Todo parece indicar que el señor Sílvero es poseedor de un alto potencial telekinético. El departamento de Asuntos Paranormales del gobierno ya se ha puesto al habla con él. Aunque el señor Sílvero ignora lo que va a hacer exactamente, ha afirmado que su deber es, sin duda alguna, colaborar con el gobierno.

La noticia se acaba. No digo nada, pero me suena a cuento chino. El camarero me mira.

—¿Qué pasa, cree que es un fraude? —me pregunta.

—¿Es que la expresión de mi rostro es tan evidente?

El camarero me mira como si no supiera de qué estoy hablando.

—¿Qué tiene que ver su cara con esto? Su aura es de clara incredulidad, amigo.

Una sonrisa muere a mitad de camino en mis labios. De qué está hablando este individuo. Doy media vuelta y veo que los ocupantes del local me miran con cara de pocos amigos.

—Bueno… —digo—. No parece muy normal.

—¿Por qué no? ¿Es que un pastor no tiene derecho a desarrollar sus facultades?

—No es eso, yo…

—Eh, oiga, me da la impresión de que usted no sabe de qué estoy hablando.

No digo nada. ¿Cómo he llegado a meterme en esta conversación tan absurda con un camarero que, evidentemente, no está en sus cabales?

—Eh, no siga insultándome —me dice el camarero.

—¿Insultarle? Le aseguro que…

—Hipócrita —dice, y se da media vuelta.

Esto no tiene ningún sentido. Por la tele hablan de un pastor con poderes y el camarero actúa como si pudiera leerme la mente. Un chiflado, fijo, eso es. Decido seguir con mi desayuno. Lo acabo y dejo el importe sobre la barra.

—Buenos días —digo, echando a andar hacia la puerta.

El camarero no se molesta en responderme. Paso junto a la pareja. Les saludo. Me detengo un momento.

—Perdone que les interrumpa —digo—. Mi mujer también está embarazada —ella me sonríe—. ¿Han decidido ya lo qué será su niño?

—¿Decidir? —me dice el marido—. Será lo que él quiera, por supuesto.

—Pero… pero —dudo ante la idea—… ¿no van a llamar a nadie para que le traspase sus conocimientos?

—¿Qué mierda está diciendo? —el rostro del hombre es claramente hostil.

—Quiero decir… —la situación se hace cada vez más irreal—. Llamarán a alguien para que imponga sus manos sobre el vientre de su mujer y le pase sus conocimientos al niño. Lo… lo harán, ¿verdad?

Hombre y mujer se cruzan una mirada. Luego, ambos alzan sus ojos hacia mí.

—¿Qué pasa, por qué no responde? —me pregunta ella.

—¿Responder? No he oído nada.

—Claro, no hemos hablado. Pero le hicimos una pregunta. Usted no se encuentra bien.

No es una pregunta, está afirmándolo. Miro a mi alrededor. Todos están pendientes de mí.

—Yo… yo, mejor me voy. Buenos días.

Salgo a la calle. Les puedo oír, murmurando a mis espaldas, pero no hablan. Sé que no hablan, pero les puedo oír.

 

III 

Una buena resaca, no cabe la menor duda. No debí quedarme hasta tan tarde en lo de Arti. Pero… Bueno, supongo que un día es un día. Enciendo la luz. Miro la hora. Son más de las nueve. ¿Por qué no ha sonado el despertador? Me olvidaría de ponerlo.

Me levanto. Mis ropas están revueltas, tiradas por el suelo. Debí de cogerla buena anoche. Salgo de la habitación. ¿Qué demonios ha pasado aquí? La ventana de la sala de estar tiene las persianas levantadas y lo que se ve por ella carece de sentido. Me acerco a la ventana: un bosque inmenso se desparrama incontenible ante mí. ¿Qué ha pasado con la ciudad?

No sé cuánto tiempo paso, quieto, mirando de forma absurda un paisaje que no puede ser real. Los árboles se extienden hasta donde alcanza la vista, hasta perderse a lo lejos. La mole de una montaña asoma apenas tras ellos. Una broma, tiene que ser una broma, pero de quién y por qué. Temerosamente, extiendo mis pensamientos, tratando de captar otras auras. Pero es inútil, todo está vacío, muerto. Los árboles no son reales, no están vivos; se encuentran lo suficientemente cerca como para que pueda percibir sus auras vegetales, pero no hay nada. No hay un solo ser vivo en el paisaje que se extiende ante mí. Estoy solo.

Un timbrazo agudo me saca de mis reflexiones. Me vuelvo y veo encenderse el monitor de televisión. Un rostro desconocido aparece en él.

—Base a cazador 2b3. Estas son tus instrucciones para hoy: Explorar sector H4. Recomendaciones: cuidado con los patos falsos —su rostro pierde la expresión vacía y sonríe—. Bien, no parece que hoy lo tengas muy difícil. buena suerte, Estu.

Algo extraño recorre mi cuerpo al oír mi nombre salido de unos labios que no conozco. Me siento, o mejor, me dejo caer sobre el sofá. Mis ojos siguen clavados en la ventana, en el paisaje sin sentido y, sin duda, artificial que se extiende tras ella. Por el horizonte, más allá de la montaña, asoma la luna… no, las lunas, hay dos, una un poco mayor que la otra.

El tiempo pasa. Las dos lunas van subiendo lentamente por el cielo. Una bandada de patos negros cruza delante de ellas. Cuidado con los patos falsos, recuerdo. Sigo allí, contemplando un bosque muerto donde debería estar la ciudad. Sigo allí, sigo allí.

 

IV 

Un nuevo día. Mi cuerpo, como el resorte perfecto que es, despierta exactamente a la las ocho en punto. Me pregunto qué me espera hoy. No, mejor no pensar en nada, enfrentarte a todo con la mente limpia, clara. Dios, me gusta este trabajo, no cabe duda.

Salgo de la cama y voy hacia la sala de estar. Un buen desayuno y como nuevo, listo para recibir las instrucciones de hoy. Pondré un poco de música. Voy hacia el reproductor y elijo una cinta al azar de entre el montón que hay allí. La pongo. De pronto, deseo que sea algo de los Zeppelin. Sí, por qué no, escuchar cómo Robert Plant me habla de la mujer que cree haber comprado una escalera al cielo. Al cielo, este es mi cielo. Solo, nadie más que yo a mi alrededor por cientos de kilómetros. The piper’s calling you to join in. Oprimo la tecla de reproducción. Voy a la cocina mientras mi mente anticipa ya la guitarra de Jimmy Page.

Me paro junto a la puerta. Lo que sale de los altavoces no es una guitarra. Es mi voz. ¿Mi voz? No recuerdo haber grabado ninguna cinta.

—Creo que al final he encontrado una clave en todo esto. No sé cuánto tiempo más seguiré aquí. No importa. En cierta forma es maravilloso, y también terrible.

Voy hacia el aparato. Me detengo a mitad de camino, intrigado. ¿De qué demonios estoy hablando?

—Creo que es la habitación. Al principio creí que se trataba de la casa, pero no es así, el resto de los cuartos cambian. Unas veces apenas nada, otras hasta resultar casi irreconocibles. Solo mi cuarto permanece sin cambios. No sé cómo ni por qué, tampoco creo que eso importe mucho. Mejor que borre esto antes de irme, no me haría gracia que el próximo… —mi voz se ríe apenas desde la cinta—… inquilino me chafe el plan. Aun no me lo creo, después de tantos cambios todavía me cuesta acostumbrarme, aceptar que es real y no un sueño —hay una pausa, larga. Oigo un extraño ruido de fondo como… ¿automóviles? No tiene sentido, elegí la simulación de un bosque precisamente porque no soporto los ruidos de la ciudad—. Sí, es mi habitación, ella es lo único constante, permanente en este caos que me arrastra de un lugar a otro. He estado

Suena el timbre de la puerta. ¿Qué pasa? Mis instrucciones aun no han llegado. Rápidamente corro hacia el reproductor de sonido. Lo paro. Abro el cajón bajo él, buscando mi pistola. No está. ¿Dónde mierda la he dejado? El timbre vuelve a sonar. Conecto el intercomunicador.

—¿Quién es?

—Cartero, señor —me contesta una voz átona, cansada—. ¿Me abre la puerta?

—Ahora mismo.

Voy a la cocina. Cartero, ¿eh? La voz estaba conseguida, sonaba casi real. Abro un cajón. Cojo el cuchillo más largo que encuentro. Cartero, se va a enterar de quién soy yo. Abro la puerta. Bien, estará subiendo las escaleras. Pronto llegará aquí y llamará. ¿Usará el timbre? Mejor que no, quedaría frito como un pájaro en un cable de alta tensión. Oigo las pisadas por el pasillo. Ahí viene, llama con los nudillos.

—Tiene usted carta, señor.

Tengo carta, tengo carta, claro que sí, y tú tienes una cita con la muerte. Voy hacia la puerta. La abro. Realmente está conseguido: pequeño, gris, impreciso, con aire cansado.

—Es un certificado —empieza a decir.

No le dejo acabar. El cuchillo se hunde en su garganta. La sangre se escapa en un borbotón que me salpica. Sus ojos se abren como platos. Me miran como si no comprendiese. Luego, la muerte los convierte en vidrio frío y él cae a mis pies. Cierro la puerta. El día empieza bien. Miro la sangre que me mancha el pijama. Empieza bien, muy bien.

No sé cuánto tiempo (seguramente horas) estoy sin hacer nada, simplemente tirado en el sofá, recordando el cuchillo en su garganta, la sangre escapándose, su rostro vaciándose de expresión. Hacía siglos que no mataba con mis propias manos. Es magnífico.

De pronto, recuerdo la cinta, esas palabras extrañas, dichas con mi voz, que hay grabadas en ella. Me levanto y la pongo de nuevo en marcha.

—no sé en cuántos sitios. Apenas consigo recordar cuál era mi mundo original. Quizá incluso he pasado ya por él. No importa. He visto sociedades caídas en la barbarie, lugares en los que los hombres adoraban a las máquinas como si fueran dioses, en los que bastaba un pensamiento para conseguir lo que se deseaba, en los que el mayor bien era un poco de sal. ¿A quién estoy tratando de impresionar? Estás solo, Estu, no hay nadie más, la retórica sobra. No importa. Acabaré de grabar esta cinta, no sé por qué, pero me gusta pensar en voz alta. La habitación, ella es la clave, como un portal, no sé, desconozco la teoría que pueda haber tras todo esto, ignoro siquiera si hay alguna. Pero algo es evidente, cuando se produzca el cambio debo estar en la habitación. Siempre ha sido así, y no creo que vaya a suceder de una forma distinta ahora. El tiempo nunca es el mismo. Minutos, meses, a veces años. Así que no tengo ni idea de cuándo volveré a cambiar. Pero sí sé una cosa. Que los demás… los demás, tiene gracia, los demás yo sigan moviéndose de un mundo a otro, si quieren. Un día, encontraré un mundo que me guste, hecho exactamente a mi medida. No sé cuándo, ni importa, pero algún día lo encontraré. Y ese día saldré de esta casa y no volveré. Quizá entonces ya no se produzca el cambio, o a lo mejor sigue igual, trasladando a mis infinitos otros yo de un universo a otro. Pero eso ya no me importará. Tanto si el cambio se produce como si no, yo no estaré en la habitación. Seguiré en ese mundo que habré elegido y ya no me iré de él. Bueno, es suficiente. Tengo que recordar borrar esta cinta, o llevármela conmigo. Bueno, ya basta.

La cinta se acaba. Dios, debía estar completamente borracho cuando grabé esto. Con un chasquido, el botón de paro automático detiene el girar de la cinta. No tiene ningún sentido: la habitación, cambios, otros yo. ¿De qué estaba hablando?

De pronto, soy consciente de que no estoy solo. Tras la puerta hay murmullos, pasos, gritos. Qué ocurre. A lo lejos oigo una sirena. ¿Una sirena?

Me levanto y busco mi pistola por toda la habitación. No está y me doy cuenta ahora de que la mitad de las cosas parecen fuera de su lugar habitual. Tras la puerta, una voz autoritaria grita que se aparten. Me van a atrapar, maldición, me van a coger después de tanto tiempo. No es justo. Bien, pase lo que pase, no me rendiré. Al fin y al cabo, la garantía del contrato no duraba más de tres meses y me las he arreglado para seguir vivo más de dos años. No es un mal promedio.

Cojo el cuchillo y avanzo hacia la puerta. La abro. Dos hombres uniformados me miran. Antes de que puedan reaccionar, el cuchillo abre el vientre de uno de ellos. Tiro hacia arriba, sajando vísceras, pulmones, buscando el corazón. Algo choca contra mi cabeza. Todo da vueltas. Trato de desclavar el cuchillo y enfrentarme al otro hombre. Algo vuelve a dar contra mi cabeza. Todo se hace negro, negro, negro. Pierdo el sentido.

 

V(I) 

Lo sabe. Ella sabe que no soy su marido. Dios, lo sabe. ¿Y qué puedo decirle, que este no es mi mundo, que vengo de…? ¿De dónde? Hace dos meses yo estaba soltero, en un lugar donde los hijos no nacen con una profesión aprendida en el vientre de su madre, donde… Me mira. En sus ojos (esos ojos que me siguen volviendo loco) hay una acusación no formulada. No eres mi marido, no lo eres. ¿Y qué puedo responder? Es cierto, no soy su marido, aunque de alguna forma extraña sí lo soy. ¿Qué puedo responder?

 

VI(II)

Los médicos están asombrados conmigo. Un hombre que, de pronto, ha perdido sus facultades telepáticas, dicen. Se frotan las manos, al borde del éxtasis. Si supieran la verdad, que yo no he perdido facultad telepática alguna, que, simplemente, jamás la tuve, si les dijera que este no es mi mundo, que nunca lo ha sido. No me creerían; casi puedo oírles: Clásico, ante la pérdida de su mente se protege tras una cortina de humo, aunque supongo que su lenguaje será más técnico, más farragoso, más incomprensible, buscando falsa sabiduría en la oscuridad de sus conceptos. Cortina de humo. Dios, y qué habrá sido de Marta, y del niño. Estará aun buscándome, o habrá tomado alguien mi lugar, alguien similar a mí, idéntico hasta el mínimo detalle, sólo que no seré yo, claro que no, no lo seré, pero ¿se dará cuenta ella, lo sabrá él?

 

VII(III)

Ahí están, en la puerta, tratando de entrar. Mis instrucciones para hoy eran exterminar las lombrices de la cañada sur, sea lo que sea eso. Pero no saldré. en la terraza, lo he visto, hay algo vagamente parecido a un helicóptero. Supongo que es lo que tengo que usar para exterminar las lombrices. Y ellos intentan entrar, no están vivos, no hay aura alguna a su alrededor, ni siquiera el resplandor lento de los vegetales, pero tratan de entrar, lo han venido intentando desde que llegué aquí, si es que alguna vez estuve en otro sitio. Intentan entrar.

 

VIII(IV)

Un juicio rápido y condenado de por vida a un manicomio. Un abogado gordo me defendió ante un tribunal aburrido. Loco. Sí, debo estarlo, supongo, el universo entero debe haberse vuelto loco. Utilizaron la cinta encontrada en mi habitación (la cinta en la que se oye mi voz pero que yo no grabé) como prueba de mi locura. Si ellos supieran la verdad. Porque yo la sé, sí, al fin la sé, mejor que nadie, mejor incluso que ese extraño con mi voz (y probablemente mi cara y mi nombre y puede que hasta mi mente) que planea quedarse en un mundo a su medida. Gracias a él he podido entenderlo. Ahora me doy cuenta de que el cartero que maté era un cartero de verdad, un pobre hombre que no hacía más que cumplir con su trabajo. No estoy en mi mundo, lo sé ahora, no lo he estado desde que desperté aquella mañana y oí una cinta grabada por mí (aunque no por mí, pero sí) contando cosas de las que yo no sabía nada. Estúpido, ¿es que no se da cuenta? O quizá debería decir que yo soy quien no me doy cuenta. No, no lo soy, aunque lo sea. ¿Es que no sabe que en el momento en que él se niegue al cambio todo parará, todos estarán, estaremos atrapados para siempre? ¿Es que no puede ver que en uno de los infinitos mundos posibles no habrá ningún Estúar Ramónez y que en otro de ellos habrá dos? ¿Y cómo reaccionará él, cómo reaccionaré yo cuando nos encontremos, yo y yo, aunque ninguno de ambos sea yo, cara a cara?

© Copyright de Rodolfo Martínez para NGC 3660, Agosto 2016