Por Óscar Bribián
Estoy loco.
La mía es una locura abstracta, difícil de entender o diagnosticar. A ojos de los demás puedo parecer simplemente introvertido, pero cada cual entiende la locura a su manera.
Desde siempre he sido considerado un chico extraño. En todo instituto o escuela se encuentran clasificados el inteligente, el listillo, el tonto, el charlatán, el tímido, el guapo, el feo, el fuerte, el debilucho… y también hay un raro. Siempre hay un raro. Yo era uno de éstos. Tal vez porque desde niño jugaba solo en los recreos, seleccionando minuciosamente arañas que, atrapadas y engañadas por mi superioridad jerárquica, depositaba a su suerte en tarros llenos de hormigas rojas, mientras mis compañeros jugaban inocentemente a policías y ladrones. Poco después, harto de presenciar horribles descuartizamientos entre insectos, cambié las arañas por los cómics de ciencia ficción. Éstos no eran guardados en tarros, sino en cajones cada vez más profusos en mi habitación, y fue mi madre la que decidió un día desmembrarlos todos, arrancando sus espinas dorsales cosidas con hilo blanco y deshojando uno a uno todos ellos como margaritas de pétalos en blanco y negro. Fue el castigo por mi nefasto expediente escolar.
No obstante, mis inquietudes hacia lo fantástico no cesaron, y los cómics evolucionaron irremediablemente hacia una forma más densa: los libros. En este camino adquirí la capacidad sin igual de abstraerme del resto del mundo. Luego comencé a escribir historias en un desusado cuaderno de ejercicios, y esto fundó mi condición de escritor.
Ya en el instituto, simultáneamente a mis primeras lecturas serias y escritos imberbes, heredé por primera vez el apelativo de «loco», y ya nunca logré desprenderme de él. Mi desafecto hacia los alumnos que promulgaron tal apodo facilitó que me desvinculase pronto de cualquier futura amistad. Ahora procuro que el recuerdo no me afecte demasiado. Intento darle menos importancia, porque entiendo que es en la adolescencia y no en la infancia cuando las personas son más crueles inconscientemente, o por lo menos, en la infancia los insultos casi siempre suenan a esparcimiento, mientras que en la adolescencia saben a derrota y vergüenza. Y en esa época de la vida en que se coronan reyes tempranos y bufones pánfilos, a mÍ me tocó el papel de bestia mitológica, triste y solitaria. No encontré mejor consuelo que el de una cada vez más creciente y obsesiva afición por los libros.
En mis escasos años como lector insaciable, he deglutido la nada desdeñable cantidad de doscientos volúmenes anuales, adquiriendo apenas una docena de ellos en librerías, con lo que el mercado editorial actual no tiene por qué agradecerme nada. Sin embargo, sí puedo jactarme de haber sido uno de los pocos lectores que han obligado a trabajar sin mesura a los funcionarios de las bibliotecas públicas. Comencé anotando ceremoniosamente el historial de mis cacerías literarias en una pequeña libreta de anillas. Lo hacía con prudencia burocrática, cuidando la grafía como un aprendiz, aunque más tarde me alié con la informática para organizarme mejor en un archivo de texto. Me gusta la escritura manuscrita, pero soy un fanático del orden. No pude evitar el cambio a peor. De manera que tengo escritos (o tecleados) los cientos de títulos con sus autores, reseñas y valoraciones personales. C’est mi petit trésor. La prueba irrefutable de que no he perdido el tiempo.
He de reconocer que algunas obras han pasado ante mis ojos como un verdadero jeroglífico. Deposité una fe tan ciega sobre todo aquello escrito por autores consagrados, que obvié por completo cualquier pensamiento segregacionista, admitiéndolos todos sea cual fuere su condición. Así, estudié largos ensayos sin comprender una palabra, por la mera liturgia de haberlos devorado en mi soledad kafkiana. No me arrepiento de ello, porque estas obras incomprensibles son, en cierto modo, como los obstáculos en una prueba atlética. Son precisamente las dificultades que se han de superar en una carrera las que verdaderamente determinan la valía del deportista. Es fácil correr. Todo el mundo llegaría a la meta si el camino fuera llano, aunque lo hiciera con más lentitud. Pero son los obstáculos, los obligados saltos o adelantamientos que se encuentran a lo largo de la pista y que obligan a un esfuerzo mayor, los que determinan la capacidad del individuo.
Participar como redactor en la revista de mi facultad, Palabras Escritas, tras varios años como lector pertinaz y escritor anónimo, sirvió para sacudirme de encima todos los instintos de lobo estepario y aliarme con otros jóvenes. Colaboraba con artículos literarios, diseccionando el estilo de Joyce y las brevedades de Monterroso. Aportaba cuentos nacidos de mi imaginación y de vez en cuando me ofrecía para entrevistar a alguna eminencia local. Mi vida parecía normal en ese breve periodo. Combinaba mis facultades como escritor y lector con una renaciente sociabilidad perdida en mi memoria. Pero hace aproximadamente dos días, acudí a visitar a un joven artista cuyo secreto era la envidia de todos los maestros.
Se llamaba Carlos Romani y era pintor. Siendo completamente desconocido había conseguido el primer premio del certamen universitario de arte joven de la ciudad. El día de la presentación de la obra ante los medios de comunicación, a la cual asistí, el jurado reafirmó con unanimidad su decisión: «Hace más de un siglo que esta ciudad no ha tenido un pintor tan grande como Carlos», señaló el rector de la universidad. Hubo algunos periodistas y expertos que, sin ver apenas el cuadro, pusieron en tela de juicio la aptitud de los miembros del prestigioso jurado. Pero nadie que hubiera contemplado de cerca la obra ganadora podría negarle el primer puesto. Producir obras como la de Romani requería un profundo conocimiento de la naturaleza humana y de lo fantástico. Cualquier dibujante experimentado puede salpicar un lienzo de tintes oscuros y proyectar formas terribles para conseguir una escena de terror. Pero únicamente Romani lograba combinar la realidad y la imaginación de forma que fuera igualmente verosímil y espeluznante. Su «Aquelarre» parecía el vivo retrato de una escena real, casi fotográfica. Las tres ancianas meigas en el sombrío claro del bosque no podían plasmarse mejor. Pero era la expresión facial del joven atado al árbol retorcido lo que resultaba más escalofriante. Ni siquiera Goya podría haber dibujado algo con tanta intensidad. Todo él parecía temblar en la imagen, exhibiendo un rictus de terror mientras intuía el ente incorpóreo escondido entre la maleza. Desde el momento en que vi el cuadro percibí que la mente de Romani transgredía los límites de la imaginación, y acerté al comprender que era un genio. Había algo en su estilo que captaba el miedo más recóndito de cada ser humano, y los esquemas cromáticos que empleaba eran capaces de oscurecer incluso una habitación bien iluminada. Cuando le preguntaron por su secreto, él bromeó con que ya llevaba siglos practicando. Guardaba el resto de sus obras en el sótano de su casa, aunque era de este último trabajo del que se sentía más orgulloso. Por eso se presentó al certamen.
Tuve el propósito de entrevistarle para añadir un pequeño éxito en la edición de Palabras Escritas, antes de que recibiera más premios y se convirtiera en un personaje famoso e inalcanzable. Accedió fácilmente, tal vez porque intuía en mí un reflejo de su propia peculiaridad, porque fui el primero que tuvo la oportunidad de visitarlo en su propia casa.
Acudí temprano, en torno a las siete de la tarde, pero el invierno y la lluvia parecían cebarse aquel día especialmente con el casco antiguo de la ciudad. Me adentré en calles angostas y serpenteantes, semejantes a desfiladeros de ladrillo donde las sombras de una oscuridad temprana jugaban agazapadas en las esquinas. Encontré su casa fruto del azar, porque mi intuición nunca fue buena y menos en las tinieblas. No había timbre electrónico ni videoportero, ni siquiera una aldaba que zarandear. Recuerdo que Romani abrió la puerta antes de que yo llamara. Me dijo que estaba esperándome —yo había llegado diez minutos tarde— y me invitó a pasar con el gesto ausente. Era un sujeto delgado y de estatura mediana, con el pelo cobrizo y la piel pálida como la de un vampiro. Su casa, que abarcaba dos pisos y un sótano, estaba sumida en la más completa oscuridad. No empleaba luz eléctrica y las ventanas estaban bajadas. Sólo la luz de cientos de cirios iluminaba las estancias. Decía que todos los sonidos y luces procedentes del exterior lo molestaban y necesitaba estar siempre concentrado, mientras que yo empezaba a darme cuenta de que existían locuras más extrañas que la mía.
Vivía solo. No quiso nombrar a ningún familiar y yo preferí ser discreto. Respondió con evasivas cuando traté de descubrir algo sobre su vida. Parecía una persona taciturna, e incluso caminaba lánguidamente como quien no desea hacer ruido para evitar despertar a quienes permanecen dormidos. No quiso revelarme dónde nació ni su edad exacta, aunque no aparentaba más de veinticinco años y estaba matriculado en la carrera de filología hispánica, a cuyas clases reconoció que no asistía. Ante mis inquietudes acerca del resto de sus obras aceptó gustoso que bajara a verlas. Me prohibió que le hiciera fotos a él o a lo que yo iba a descubrir abajo. Su único objetivo consistía en mostrarme toda su obra en la intimidad de aquella casa, ahora que comenzaba a ser alguien reconocido, pero no deseaba divulgar las imágenes en una revista. Sólo me permitió describir la visita con lo que yo recordara.
Descendimos unas escaleras esculpidas en piedra hasta llegar a una bóveda medieval de paredes enmohecidas. Allí descansaban apoyados contra la pared decenas de cuadros escalofriantes. De este modo comprobé que el talento de Romani era categóricamente superior a todo lo que yo había visto hasta la fecha. Nadie podía igualar sus contrastes de color y la perfección anatómica de sus personajes. Hasta tal punto alcanzaba el cenit artístico que sería inútil intentar describir adecuadamente aquellos cuadros expuestos a todo lo largo de la sala, gélida como un cementerio. En los lienzos podían contemplarse acantilados escoceses con figuras humanas lanzándose al vacío, bosques y tribus celtas en rituales de sangre, catedrales góticas cuyas gárgolas trepaban por los arbotantes, un hombre escribiendo el Necronomicón en una antigua lengua árabe, escenas de batallas griegas protagonizadas por héroes apasionados… todos eran cuadros impresionantes, dignos del Siglo de Oro.
Entonces lo vi. Junto a una puerta remachada en bronce descansaba sobre el caballete su último trabajo. Un oscuro espacio se abría ante mis ojos con hábiles trazos, plasmando una profundidad que mareaba si se fijaba la vista en ella, y a dos personajes de contraria naturaleza. En primer plano un joven semidesnudo avanzaba decidido por el túnel del laberinto, con una antorcha en la mano y una espada corta en la otra. Quedé sorprendido al descubrir que las facciones del personaje eran idénticas a las de Romani, como si el autor hubiese querido autorretratarse en una historia de leyenda. Al fondo del túnel se revelaba una forma monstruosa y cornuda, con dos ojos tan descaradamente humanos como bestiales eran sus pezuñas.
—Lo titularé «Teseo y el Minotauro»— me confesó.
Era extraño ese cuadro. La escena transmitía un aliento tan real, y los rasgos del monstruo eran tan dolorosamente definidos que causaban verdadero estupor. Pero lo más peculiar de la escena no era la estupenda recreación de la antigua leyenda griega, sino la expresión de Romani como protagonista. Ésta era tétrica y maliciosa, de tal punto que se descubría como el verdadero cazador, mientras el monstruo era la presa estremecida y escondida en la oscuridad.
Luego reparé en la puerta que había junto al caballete.
—¿A dónde conduce? —pregunté.
—Es un pasaje que comunica con la Basílica —me dijo.
Yo no quise creerlo, y aquello provocó en Carlos una sonrisa siniestra, semejante a la reflejada en su retrato. Eso me estremeció. Abrió la pesada puerta y mostró ante mi un túnel que descendía con ligera pendiente hasta perderse en la oscuridad más absoluta. Después pudo explicarme que en realidad no sabía a dónde conducía, aunque le habían contado los anteriores dueños de la casa que el pasaje alcanzaba hasta la Basílica y más allá, descendiendo finalmente hasta una profunda sima. Él sólo entraba allí de vez en cuando para inspirarse, aunque sólo había explorado un centenar de metros del recorrido. Decía que la sensación de claustrofobia allí dentro lo ayudaba para imaginar las fantásticas escenas de sus pinturas.
—A veces paso días enteros en el túnel —indicó—, con una lámpara de aceite y fósforos. Y cuando siento que mis ojos comienzan a ver sombras extrañas y mis oídos escuchan repetido el eco de mis propios pasos, entonces vuelvo a ascender hasta la bodega, justo a tiempo para no volverme loco.
Me ofreció echar un vistazo y acepté. Supuse que internarme en aquél recóndito escondrijo me ayudaría a mí también para inspirarme en mis relatos. ¡Quién sabe si alguien había descubierto alguna vez su final! ¿Y si era ése el verdadero secreto que guardaba Romani? ¿Acaso era lo que favorecía su ingenio artístico? Permanecer allí sin más quehacer que imaginar siluetas ocultas, obligando a su mente a resistir una lucha constante entre la cordura y la demencia durante largas horas.
Entramos los dos en el túnel. Ambos sosteniendo una antigua lámpara de aceite de latón en la mano y guardando una cajetilla de fósforos en el bolsillo. Yo habría preferido una linterna, pero Carlos era un individuo enamorado del pasado. Avanzábamos despacio, algo agachados porque el techo apenas alcanzaba la altura de un hombre bajito. Yo andaba en primer lugar aunque él me guiaba desde la retaguardia, informándome si debía girar a la izquierda o derecha. Aquél era un verdadero laberinto de esquinas y bifurcaciones y, mientras caminaba temeroso de encontrarme con algún abismo insuperable, pensaba en quién diablos podría haber excavado aquello. Llevábamos muchos metros avanzando, imposibles de calcular, cuando alguien o algo me hizo tropezar. Caí de bruces al suelo, derramándose el contenido de la lámpara, y en seguida advertí que me había torcido un tobillo. Pude girarme sobre mí mismo y observé horrorizado cómo Carlos caminaba raudo alejándose de mí. Le grité que volviera con todas mis fuerzas pero no hizo ningún caso a mis súplicas. Intenté seguirle pero me resultó imposible. Con él se fue alejando la luz de su lámpara y yo terminé sumiéndome en la oscuridad. Pude escuchar cómo la pesada puerta chirriaba hasta cerrarse y me quedé completamente solo. Procuré no dejarme vencer por el nerviosismo y eché mano de la cajetilla de fósforos que él me había dado, descubriendo para mi fatalidad que sólo había una cerilla. La encendí, y durante los escasos momentos que duró la lumbre pude desandar parte del camino, aunque no logré llegar hasta la puerta. Ni siquiera sabía si ése era el camino correcto, porque habíamos superado varias bifurcaciones y mi orientación era nefasta.
Han pasado unos dos días desde que entré aquí, en el laberinto. Hace mucho rato que no puedo ver la hora en mi reloj digital. He mantenido durante tanto tiempo mis dedos oprimiendo el botón que ilumina la pantalla que mis manos se han entumecido y la pila de litio se ha agotado. Me duele el tobillo, tengo el estómago vacío y la garganta seca como el esparto. Una creciente excitación me hace temblar continuamente. Llevo dos días escuchando el avance de las alimañas. No puedo dormir en esta oscuridad que me envuelve, y mi única defensa es mantenerme quieto como un bebé agazapado, con los brazos y rodillas doblados para intentar ocupar el menor espacio posible y evitar que me encuentren. El corazón me golpetea con violencia en el pecho amenazando con asfixiarme; no ha dejado de latir frenéticamente desde que quedé encerrado. El sudor mantiene mi ropa empapada y pegada a mi estremecido cuerpo cual mortaja. He defecado y orinado en el mismo lugar dos veces, sobre mí mismo, pero el hedor que trasmito apenas me importa. Un terrible dolor de cabeza atrofia mis sentidos. Sólo mis oídos captan sonidos lejanos. Percibo el sisear de las serpientes y el mordisqueo de los grandes roedores, y rezo para que no me hallen. Al cabo de unos momentos escucho el baladro de una bestia y todo a mi alrededor queda en completo silencio.
Soy yo quien ha rugido. Mis brazos parecen más fuertes y los dolores han desaparecido. Me yergo imponente hasta una altura mucho mayor que la mía. El techo bajo ha desaparecido y mis ojos pueden ver en la oscuridad. La silueta que desprendo es más robusta, los hombros se han ensanchado y de mi cuello han brotado músculos duros y abundante vello. Sobre las sienes afloran dos largos cuernos de toro. Mi boca empieza a echar espuma y una extraña vehemencia me invade mientras la sangre corre frenética por mis venas. Comienzo a ponerme furioso mientras lo comprendo todo.
Yo soy el Minotauro.
© Copyright de Óscar Bribián para NGC 3660, Julio 2017