Por José Luis Forte
Los espectros me acompañan por el día y me adormecen con sus apagadas voces en la noche. Desde pequeño he sentido su presencia a mi alrededor, voces fantasmales contándome tristes historias de dolor y desesperación pues son las almas de quienes todavía no han partido del todo las que escucho. Los que han sufrido una violenta muerte, su hálito congelado por lo imprevisto condenando sus días a un eterno vagar. En el atardecer es cuando el ruido se hace más atronador, un huracán de palabras que solo con la costumbre he logrado mitigar. Puedo concentrarme pese a ese rumor incontenible que forma un espeso mar de fondo en mi conciencia. En ocasiones una voz destaca de las demás y es entonces cuando extraigo uno de mis cuadernos de notas y me preparo para dejar por escrito su historia. Sé que perderé la consciencia y solo un tiempo indeterminado después despertaré habiendo rellenado hoja tras hoja con algún relato imposible. Siempre personas anónimas, fragmentos grises de vida sin importancia con un pasado que ya a nadie puede interesar. Pero no fue así en una ocasión.
Muy entrada la noche me desperté convulso y sudoroso, con la necesidad imperiosa de sentarme a mi escritorio y prepararme a recibir el mensaje. Abrí una libreta sin estrenar y esperé a que ese espíritu antiguo hiciera su entrada en mi cuerpo. Sentí un escalofrío inusual seguido por un temblor que logró asustarme, pero pronto perdí el sentido. Al volver en mí encontré varias hojas cubiertas por una apretada escritura que identifiqué como griego, si bien algo distinto al que aprendí en mi época de estudiante. Llevé las notas a una buena amiga especialista en lenguas clásicas que tardó varios días en pasarme la traducción. El texto que me entregó, al que apenas he sometido a una somera adaptación para hacerlo más fluido, es este que ustedes pueden, si lo desean, leer a continuación.
En la oscuridad en la cual ahora me hallo, rememoro a mi amada Ariadna sentada bajo la fronda del jardín con un ovillo de lana entrelazando sus dedos. El sol dibuja arabescos con sombras de hojas en su rostro mientras extiende sus manos hacia mí y me entrega el extremo del hilo. Lo tomo y me estremezco al contemplar de nuevo sus ojos que brillan en el atardecer, su etérea belleza, Ariadna tan joven, como yo. Una princesa. Un futuro rey. El cielo de la lejana isla de Creta, el esplendente mar azul que la rodea, sus olivos refulgentes al sol y la visión del cabello de mi adorada ardiendo al contraluz me devuelven la esperanza y siento cómo retornan a mí las fuerzas en este dédalo de pasillos y habitaciones asfixiantes. Avanzo convulso, asfixiado por mefíticos vapores, iluminado por una antorcha que mantengo en alto abriendo camino ante mí. En este oscuro laberinto he entrado en busca del Minotauro, esa criatura mitad hombre mitad animal a la que todos temen y a la cual entregarán ofrendas de oro, frutas exóticas y muchachas y efebos virginales, regalos de mi padre para el rey Minos que acabarán en las profundidades de este nefando lugar. Atado a mi muñeca mantengo el hilo que me entregara Ariadna, gracias al cual cuando derrote a la bestia lograré hallar el camino de vuelta. Y así es que mientras un paso sigue a otro y a este otro más en las tinieblas, el recuerdo de la belleza de Ariadna es mi único consuelo.
Mi cuerpo desnudo brilla de sudor y adelanto la pesada maza de guerra ante una revuelta de la interminable caverna. La espada golpea mi muslo al ritmo del avance y el escudo redondo que heredara de mi madre me protege la espalda. Los muros del laberinto rezuman ahora un líquido que me hace pensar que podré beber un poco de agua, pero al acercar mi rostro compruebo su viscosidad y en mi lengua arde como el plomo derretido. Todo se ilumina de un rojo fulgor y una respiración bronca y gutural ahoga el siseo del sebo quemándose en el extremo de mi antorcha. La deposito en el suelo apoyándola en la pared. Ya no necesitaré más de su luz, no al menos hasta que mate al Minotauro, pues el laberinto está invadido por sus fuegos a partir de aquí. Un olor agrio a descomposición me hace más difícil respirar, pero entre las vaharadas pestilentes aún permanece el aroma de Ariadna que pervive en el camino de hilo que voy dejando tras de mí, el débil trazo veteado que promete mi salida del laberinto. Tras un nuevo recodo, he perdido la cuenta de cuántos he dejado atrás, a lo lejos veo brillar dos puntos de luz que parecen respirar al ritmo de mi propio aliento. Se encienden y se apagan y de nuevo vuelven a destacarse más rojos y más profundos que la propia tonalidad sanguinolenta de las cuevas. Las llamas que exhalan las fauces del Minotauro me sirven de guía para llegar hasta él.
No sé cómo, pero de repente la criatura está frente a mí, creí sorprenderla, pero es ella quien me atrapa con sus ojos vidriosos. En posición de alerta interpongo la maza entre nuestros cuerpos dispuesto a golpear. Doblo mis rodillas y espero el más mínimo de sus gestos para lanzarme sobre él. El Minotauro da un paso y de los orificios de su nariz salen dos pequeñas llamitas. Emana una luz rojiza, como si todo él fuera de fuego, y quedo sumido en el estupor al comprobar que sonríe. No lo hace con la seguridad y la prepotencia de quien se promete vencedor en una pelea, sino con la afabilidad del solitario que agradece la compañía. Me mira y sus ojos son terribles, pero no abandona su sonrisa. Extiende uno de sus brazos hacia mí y, abriendo sus dedos, la mano monstruosa del Minotauro muestra en su palma dos dados. Imagino, por su sucio color blanco, que tal vez estén fabricados con huesos humanos. Restos de las víctimas sacrificiales a él entregadas por el cruel rey Minos. Sabe que he venido a matarlo, pero él no quiere luchar.
Se sienta frente a mí y me invita a hacer lo mismo. Mientras lo hago compruebo que la sala en la que estamos está repleta de viandas y tesoros. Miro hacia atrás y veo el hilo de Ariadna que de mi mano se pierde tras el vano de la entrada que acabo de traspasar. El Minotauro sirve vino en dos grandes copas y lanza los dados. Reímos y bebemos y no sé cuántos días con sus noches pasamos así. Las botellas se multiplican a nuestro alrededor, algunas se vuelcan y derraman el rojo líquido que refulge como sangre de una herida abierta en el suelo de piedra y tierra. Los dados giran y no importa quién gana o pierde en cada envite. El tiempo se dilata y no hay horas, pero de pronto intuimos que la celebración llega a su fin. Su historia de soledad es casi tan terrible como la mía y siento que debo acabar ya con su atroz existencia. Nos enfrentamos entonces y adivino que mi victoria será amarga. De un ágil salto me abalanzo sobre él con la maza entre mis manos. Su sonrisa no desaparece, ahora sé que es por resignación a su destino.
Detiene los dos primeros golpes con sus gigantescas manos, pero el tercero impacta en su antebrazo y el hueso se astilla con un sonido sordo al tiempo que mi maza se parte por el mango. Apenas su pesado extremo ha tocado el suelo cuando ya he sacado mi espada y arremeto contra él de nuevo. El monstruo sigue defendiéndose alzando las palmas ante mí, no ataca, no responde a mis acometidas con sus puños ni apunta sus afilados cuernos a mi pecho. El humo de sus fuegos ha espesado el aire de la habitación y una neblina enrojecida por salpicaduras de sangre inunda la atmósfera. Mi arma corta y desgarra, y el Minotauro resuella con furia sin abandonar su actitud defensiva. La hoja pulida con aceites y barnices se astilla a cada incisión hasta quedar inservible. La arrojo lejos de mí y entonces me abalanzo sobre la bestia golpeando con mis puños. Carne contra carne, nudillo contra hueso partiendo sus costillas, doblegando a la criatura ahogándola en su estertor. El fuego de sus hollares se refleja en los húmedos muros y en el espejo oscuro el Minotauro cae arrastrando su sombra tras de sí, encogiéndose en un ovillo sobre el que se ha enredado mi hilo guía. Y es entonces, justo con el sabor de la victoria inundando mis labios, cuando siento la opresión en mi pecho, cómo el cordón que me une a la vida exterior también se ha retorcido sobre mi cuerpo y me ata y une mi destino al del caído Minotauro. Este agoniza hincado en sus rodillas y su mirada se cruza con la mía sin comprender por qué la ofrenda de tiernos jóvenes se ha tornado en su muerte. El hilo salvador atrapa mi cuello y me ahoga. El Minotauro yace muerto en el suelo sobre un charco de sangre. Ya no hay fuego que ilumine la escena y la oscuridad nos envuelve. Con los últimos destellos tomo los restos de mi espada y corto el hilo para poder respirar.
Pasan las horas y no puedo moverme. He intentado liberarme del lazo mortal que nos une, pero no he sido capaz de separarnos. Arrodillado junto al cadáver del Minotauro inclino mi cabeza y dejo caer los brazos exangües, la espada descansando en el suelo con la empuñadura aún aferrada en mi mano. Ya no veré mi vuelta alzando velas blancas en mis barcos desde Creta rumbo a Atenas. Quizá cuenten leyendas sobre mí, de cómo derroté al Minotauro y yo yací victorioso junto a él. O de cómo pude escapar del laberinto tras derrotar a la bestia gracias al hilo de mi amada. Pero atrapado en la más profunda oscuridad, el recuerdo de Ariadna es ahora mi único consuelo.
© Copyright de José Luis Forte para NGC 3660, Abril 2019