Por Raelana Dsagan
Ganador del concurso Pasadizo.com
El día pareció llegar antes aquella mañana, tiñendo el cielo de un tono celeste muy claro, extraño. Una suave niebla blanca se elevaba desde el suelo difuminando las dunas lejanas, como si se contemplaran a través de un velo. El aire no soplaba. Los hombres de la tribu conocían los augurios y se iban llamando unos a otros, en susurros, intentando no despertar a los que no podían acompañarlos, aguantando la excitación en silencio. Ese día iban a cazar un dragón.
Leonard se había alejado un poco y contemplaba el pequeño poblado de inestables tiendas, dispuestas en círculo desde la duna más alta de los alrededores. Su disposición cambiaba según el viento. Hechas con tiras de piel de dragón, protegían el lugar sagrado del pueblo: la Fuente Eterna junto a la que la Gran Madre y los niños más pequeños pasaban los días.
Ya nadie lo llamaba Leonard, ahora era Llerand, lo más parecido a su nombre que aquellos hombres podían pronunciar con sus lenguas resecas. Altos y esqueléticos, de largos brazos y esbeltos cuellos, sus pieles cobrizas resistían el brillo del sol sin necesidad de conjuros para preservarlas. Sin embargo se cubrían el cuerpo con tiras de piel de dragón. Leonard no había querido poseer ninguna aunque se las ofrecieron, llevaba todavía su larga falda amarilla y negra, cada día más deshilachada y descolorida, y el símbolo de la magia tatuado en el pecho.
Hacía ya un año que vivía entre ellos. Un año desde que Llorne lo encontró vagando en el desierto, intentando evitar el camino a las montañas a las que no deseaba volver. En las montañas le esperaba la muerte y de Aeresya había huido. Allí, en medio del desierto, había encontrado algo que se parecía a la vida aunque aún no podía participar en ella. Por eso no había aceptado las tiras de piel de dragón, por eso se mantenía aparte.
Leonard los contemplaba desde lejos. Llorne, llamado ahora El Grande por haber encontrado un extranjero en el desierto, se acercaba a veces y se sentaba a su lado con las piernas cruzadas. Juntos miraban el desierto durante horas, la mayoría de las veces sin que ninguno de los dos pronunciara una palabra. Llorne pensaba que era su deber no dejar al extranjero solo, se sentía responsable porque él lo había encontrado. Leonard miraba a Llorne y veía que ese joven tranquilo pertenecía al desierto, mientras que él no pertenecía a nada.
Aquel día Llorne fue uno de los primeros en levantarse y salir de su tienda a descifrar los presagios escritos en el cielo. Su mirada recorrió la distancia hasta que encontró la silenciosa figura de Leonard a lo lejos. Agitó la mano para indicar que lo había visto y se volvió a meter de nuevo en la tienda, impaciente. Leonard sabía qué estaba haciendo: llamar a su llorkex, que aún estaría bajo tierra, buscando en las corrientes subterráneas el agua que los mantenía con vida a ambos. El parásito, en perfecta simbiosis con su compañero humano, respondería a su llamada y se acomodaría en los huecos que había practicado en la piel de Llorne a lo largo de los años. Leonard no había dejado que ninguno de aquellos parásitos lo tocara. Los hombres del desierto no lo entendían. Leonard pasaba sed, sí, muchas veces, pero perder su carne y su sangre era un lujo que no podía darse. Era un hechicero, a pesar de todo. No podía dejar que su cuerpo se debilitara y perdiera su fuerza. Era capaz de alejarse del mundo que conocía e internarse en el desierto, podía pasar hambre y sed, hablar con los hombres del desierto que lo habían acogido, fingir que podía llegar a ser uno de ellos algún día, pero no podía renunciar a la magia. La magia era lo que lo sostenía, el centro de su vida. Le habían tatuado el símbolo en el pecho cuando apenas tenía seis años y no recordaba un momento de su existencia en el que la magia no estuviera presente. Y no podía compartir esa magia con ningún otro ser vivo. Los hombres del desierto no eran capaces de entenderlo y Leonard no había intentado explicárselo.
A veces le parecía que Llorne lo entendía, cuando lo miraba con aquellos ojos grandes. Al menos Llorne no le hacía preguntas ni le presionaba en nada. Lo dejaba solo cuando necesitaba estarlo, se acercaba otras veces a él y, si le preguntaba algo, no le molestaba que no contestara. Le contaba historias de su pueblo y le hablaba de la caza del dragón.
Si no hubiera visto las tiras de piel, Leonard habría pensado que eran mentiras, mitos de un pueblo primitivo que necesita tener sueños y creencias, pero había tocado la piel del dragón, le habían enseñado cómo se curtía y cómo se le daba la forma que necesitaban y Llorne le había enseñado qué lugares eran buenos para la caza y cuáles eran malos. Y ahora llegaba el día, más pronto de lo que había previsto. Sentía curiosidad, los dragones eran seres de leyenda. Él era un hechicero, podía dominar los poderes del mundo; la magia estaba a su alcance, pero aquellos hombres primitivos cazaban dragones y él ni siquiera los había visto. No estaba seguro de creer en su existencia hasta que los viera, hasta que mirara a los ojos a un dragón.
Oteó el horizonte, buscando los signos que los demás veían y que él no conseguía separar de los de un día normal. El viento era quizás algo más fuerte y el sol más débil, pero todavía era temprano. Miró hacia abajo, el pueblo hervía de actividad.
Con cuidado, deslizándose sobre la arena sin dejar huellas, Leonard bajó hasta el pueblo y se mezcló con los hombres que se preparaban para la caza. Algunas mujeres se habían despertado y sujetaban a los niños para que no interrumpieran los preparativos de sus mayores. Los pequeños no podían participar en la caza del dragón, ni siquiera los adultos podían elegir si participaban o no. Los hombres sorteaban quién se quedaría en el poblado para protegerlo y quienes saldrían de caza. Nunca se había dado el caso de que ninguno de los guerreros regresara con vida, pero podía ocurrir y tenían que estar preparados.
Desde su tienda, Llaveerna convocó a algunos guerreros. Los mejores. Los que no podrían participar en la caza aunque sus nombres salieran en el sorteo. Ellos tenían los semblantes sombríos, pero obedecían y se quedaban junto a Llaveerna, detrás de ella, que contemplaba los preparativos con sus pequeños y penetrantes ojos. Durante un segundo las pupilas del hechicero y de la Gran Madre se encontraron. Ella sentía curiosidad hacia él, siempre la había sentido. Y Leonard también sentía una enorme curiosidad hacia ella. Era imposible que hubiera tanta fuerza en un organismo tan anciano y frágil. La fuerza de Llaveerna no estaba en el cuerpo, sino en la voluntad. A Leonard le había llevado casi un año descubrir eso. No sabía qué habría descubierto ella de él, sus ojos continuaban siendo tan interrogantes como al principio, pero ahora podían llegar mucho más profundo. Llaveerna quería arrancarle los secretos a base de miradas, como hacían las Brujas de Aeresya. Leonard estaba acostumbrado a poner barreras, pero con Llaveerna se resquebrajaban. De todas formas no parecía importar. El poder de la mujer estaba muy diluido o no podía usarlo. Si hubiera podido ya lo habría descubierto todo sobre él.
¿Acaso había algo por descubrir? Algo que no fuera evidente. Había llevado muchos meses la argolla al cuello que lo identificaba como un esclavo fugado, hasta que un día le había pedido a Llorne que se la quitara. El símbolo mágico estaba tatuado en su pecho y el color de su falda indicaba la posición que había ocupado. Algo le decía que Llaveerna era capaz de interpretar todas estas señales, pero ella parecía buscar algo más. Quizás algo que ni él mismo sabía que llevaba dentro. Leonard le sostuvo la mirada, con frialdad. A veces apartaba la barrera, invitándola a entrar y a descubrir ese gran secreto que ella creía que tenía, pero en esas ocasiones ella se retiraba. Miraba desde lejos, pero no pasaba al interior.
«Como hago yo en su pueblo», pensó Leonard. «Somos invitados tímidos que no queremos abusar de lo que se nos ha dado».
Llaveerna fue la primera en retirar la mirada, cuando la leve inclinación de Leonard en señal de respeto se produjo. La Gran Madre estaba preocupada por su pueblo. Habían resistido al tiempo, al desierto y a muchos dragones, pero cualquier día podía ser el último. Llorne corría hacia él, sus largas piernas dando zancadas y levantando la arena a su alrededor.
—¿Estás listo? –le preguntó arrastrando las palabras como solía hacer, como si las pensara una a una antes de pronunciarlas. Llorne era un joven de ojos audaces y curiosos, siempre dispuesto a buscar y aprender. Si hubiera nacido en las montañas habría llegado a ser un poderoso hechicero.
«Pero has nacido en la arena, Llorne, has nacido en el desierto dorado y lo llevas clavado en la piel, tan profundamente como tus pequeños amigos azules».
Leonard nunca había visto un llorkex antes, igual que no había visto un dragón. En las montañas no existían, en Aeresya eran leyendas. El desierto es la tierra de las leyendas. Los peligros proceden del desierto, el mal procede del desierto. No podemos sobrevivir en él. Sin embargo, los hombres del desierto eran los más frágiles que Leonard hubiera visto nunca. Si ellos podían sobrevivir, si se adaptaban a la arena como si fuera una segunda piel… ¿Por qué se aferraban los hechiceros a las montañas como si no hubiera vida lejos de ellas?
Llorne sonreía y lo miraba.
—Estoy listo –contestó Leonard asintiendo con la cabeza y dejándose guiar por el hombre que lo había salvado de morir en el desierto. ¿Habría muerto si Llorne no lo hubiera encontrado? ¿Cuánto habría sobrevivido en soledad? ¿Habrían acabado con él la sed y el hambre o simplemente se habría vuelto loco, perdido en la inmensidad de la arena?
Leonard nunca lo sabría. Allí le habían enseñado a resistir y a sobrevivir. Tenía el suficiente talento para adaptar sus hechizos a su nueva situación, para aprender la tosca lengua del pueblo que lo había adoptado, para crearse una nueva vida.
—Sin embargo, me mantengo aparte, solo, como si tuviera miedo de ser uno de ellos.
—¿Qué? –Llorne lo miró sin comprender. A veces, cuando Leonard se expresaba en su lengua, Llorne sabía que las palabras no iban dirigidas a él y se preguntaba a quien iban dirigidas. Los hombres del desierto nunca pronunciaban palabras que no fuera necesario decir.
—Estoy impaciente por ver al dragón –contestó Leonard, adelantándose y uniéndose a los demás. Una larga fila dispuesta a emprender el camino después de recibir la bendición de la Gran Madre.
¿Creía realmente que iban a cazar un dragón? Leonard deseaba creerlo, pero lo dudaba. Buscaba explicaciones razonables, quizás algún otro animal de piel parecida, quizás lo que ellos llamaban dragón era algo muy distinto del animal que poblaba las leyendas. Sin embargo lo que iban a hacer era algo real, los hombres se estaban preparando. Se dejó contagiar por el nerviosismo de sus compañeros y se mezcló entre ellos como si fuera uno más, preparado para afrontar cualquier peligro. Sus ojos verdes buscaron a Llorne y sonrieron al ver al joven hijo del desierto frotarse las manos con la arena antes de salir del poblado.
Era una costumbre que no entendía. La arena era la misma en todas partes, la arena lo rodeaba todo. Se acercó a Llorne y se arrodilló a su lado, con gesto solemne lo imitó, pero sin que sus manos rozaran la arena que aquellos hombres tanto reverenciaban.
—Te ríes de nosotros –le recriminó Llorne sin mirarlo a los ojos, hundiendo sus manos en la arena.
—¿Y qué vas a hacer?
Llorne no contestó, sus manos seguían sumergidas en la arena cálida, entonces las sacó y en ellas llevaba un puñado de granos dorados que dejó caer sobre las palmas extendidas del hechicero antes de que este pudiera apartarlas. Leonard no hizo nada, dejó que resbalara entre sus dedos para volver de nuevo al suelo.
—¿Qué ocurrirá ahora? –le preguntó a Llorne, cuando las manos volvieron a estar vacías.
—Ahora la arena te ha bendecido, querrá que vuelvas con ella. Y volverás.
Leonard no pudo evitar que una sonrisa de suficiencia apareciera en su rostro.
—Todo es arena, Llorne, nunca nos alejamos de ella.
—Eso es arena –respondió Llorne, señalando a lo lejos—. Esto, es el pueblo.
—¿Y en qué se diferencia?
—Esta arena la hemos pisado, nos conoce. Esa arena no.
Leonard se incorporó y miró al horizonte, a la lejanía. Era un ritual extraño que hablaba de un tiempo anterior, un tiempo donde la arena no cubriría toda la tierra, un tiempo donde los hombres distinguirían su hogar por el polvo que llevaban en sus pies. ¿Cuándo sucedió aquello? No podía preguntarlo. El tiempo era para ellos una sucesión de estaciones, ninguno conseguía ser demasiado viejo para darse cuenta de su transcurso.
Ninguno, excepto Llaveerna. Pero con ella no podía hablar.
—¿Dónde encontraremos al dragón, Llorne?
—Al norte, los dragones siempre salen por las dunas del norte.
Las montañas estaban al sur. Los dragones estaban en el norte. Tal vez por eso nunca los habían encontrado y se habían convertido en seres de leyenda. Leonard admitía que podía ocurrir, pero al mismo tiempo pensaba que era ridículo que en Aeresya no conocieran la existencia de aquellos animales míticos. Miraba al horizonte y se lo preguntaba una y otra vez. ¿Existían realmente? Los ojos azules de Llorne le decían que sí y quería creerlo, aunque su alma siguiera siendo escéptica.
Los hombres se pusieron en marcha, hundiendo sus pies en la arena y caminando hacia el norte. Leonard los seguía sin hacer preguntas, tan silencioso como ellos, consciente de que aquella caza tenía un componente místico que se le escapaba.
Caminaron durante horas hasta que el sol abrasador llegó a lo alto del cielo, entonces se pararon a descansar y reponer fuerzas. Estaban cerca, muy cerca, y los hombres se hacían gestos en silencio y preparaban las redes para que todo fuera perfecto.
Leonard apenas probó la comida. Al cabo de un momento se alejó un poco de ellos para contemplarlos mejor y se sentó sobre una duna con las piernas cruzadas bajo la amplia falda. Su mirada esta vez no se perdió en la inmensidad del horizonte sino que se fijó en los movimientos que hacía cada uno de ellos: cada hombre era una parte de la red que tan cuidadosamente estaban preparando.
Se habían sentado formando un círculo, con los largos hilos dorados de la red extendidos entre ellos; hacía sólo unos minutos Leonard también estaba allí abajo, acompañándolos, pero era una pieza suelta. Se había salido del círculo y ahora los contemplaba desde el exterior. Siempre era así. El estaba fuera, mirando, esperando. ¿Por qué no podía sentarse a su lado y reír como ellos? Coger un extremo de la red y ayudar a tensarla, como estaban haciendo los demás. No se sentía uno más y tenía que esperar a que Llorne viniera a buscarlo, a que lo invitara a sentarse a su lado. Incluso entonces se sentía extraño rodeado de todos aquellos hombres a los que podía entender pero que no lo entendían a él.
Descendió de nuevo al círculo y se sentó junto a Llorne. Aceptó el cabo que le ofrecieron, pero simplemente lo sostuvo en sus manos, jugando con él. Nadie le recriminó que no hiciera nada. Ellos también eran conscientes de la diferencia.
—¿Dónde viven los dragones, Llorne? –se atrevió a preguntar, rompiendo el silencio. Los hombres lo miraron pero no estaban enfadados, esperaban la respuesta. Aquellos hombres silenciosos siempre estaban deseando escuchar leyendas.
—Viven debajo de la arena, nadan en los grandes ríos y evitan a los llorkex cuando bajan a buscar agua.
—¿Y por qué suben a la superficie, Llorne, si viven tan bien bajo la tierra? –«si allí nadie les da caza», quiso decir, pero no lo hizo. Quizás existieran más animales míticos debajo de la arena.
—Salen para poner huevos. De los huevos nacen pequeños dragones que se hunden bajo la arena cuando notan el calor del sol. Los huevos no se pueden comer, son venenosos.
—¿Se puede comer un dragón?
—La carne del dragón alimentará al pueblo un año, con su piel haremos vestidos y tiendas, con sus vísceras ungüentos y con sus huesos, armas.
Llorne exhibía una gran seguridad al hablar de ello y algunos hombres asentían a sus palabras. Ninguno de ellos parecía pensar en la posibilidad del fracaso. Leonard sin embargo la tenía muy presente.
—¿Y si no lo atrapamos, Llorne?
—Siempre lo atrapamos, Llerand. La fuerza de la Gran Madre viaja con nosotros. Mañana al amanecer verás al dragón.
Cuando el sol volvió a descender continuaron el camino, siguiendo esta vez el curso de las estrellas. Llelven guiaba la expedición, era uno de los hombres más altos que Leonard había visto nunca y su fuerte mandíbula se apretaba cada vez que su llorkex se movía sobre su piel. Había visto ya treinta meses de Ausencia, sus cabellos habían encanecido y su frente se había arrugado. Llaveerna lo había mirado con sus ojos profundos antes de darle su bendición. Algunos habían pensado que no lo dejaría partir, pero lo hizo. Si sobrevivía, no volvería a cazar al dragón nunca más.
Caminaron durante horas hasta que algo cambió en el entorno. Al principio Leonard no supo qué era. A su alrededor nada parecía haber cambiado, sin embargo, la arena tenía un olor distinto y el aire se había detenido. Sus compañeros también lo notaron e inmediatamente Llelven dio la orden para que se detuvieran.
—Ya hemos llegado —susurró Llorne, sin poder contener su impaciencia—. El dragón vendrá al amanecer.
Aquel era el momento más delicado, el más peligroso. Los Llorkex abandonaron los cuerpos de sus compañeros humanos y se hundieron en la arena buscando el preciado líquido que absorbían para ellos. Los hombres quedaron indefensos y solos en medio de una arena que no habían pisado nunca. Desnudos, esperando la llegada de un ser de leyenda que podía acabar con ellos sólo con el batir de sus alas.
Llelven pareció sentirse libre cuando su llorkex abandonó su cuerpo y agitó los brazos para que sus compañeros no se dejaran llevar por el nerviosismo. Con cuidado les instruyó sobre cómo debían colocar la red y distribuyó a los hombres alrededor de ella. Siete de ellos quedaron aparte, esperando. Llelven les dio largas lanzas hechas con hueso de dragón y les deseó suerte. Después miró a Llerand que había observado todos aquellos preparativos con curiosidad e interés.
—Llorne llevará la lanza —le dijo Llelven, acercándose al hechicero.
—¿Y qué haré yo?
—Nada, observarás y aprenderás.
—¿Qué va a ocurrir?
La boca de Llelven hizo una mueca, como si quisiera sonreír y no supiera cómo hacerlo.
—Yo no cuento las historias tan bien como Llorne, hechicero. Vamos a cazar un dragón. No intervengas.
—¿Por qué?
—Porque no crees en los dragones.
Llelven se alejó hasta su puesto y cogió la red por el punto central. Los hombres se agacharon y esperaron, encogidos sobre sí mismos, en silencio. El dragón estaba cerca y ellos estaban solos.
El viento soplaba cada vez más fuerte y los Llorkex regresaron a la superficie cargados de agua y energía. Todos estaban preparados, ya sólo faltaba el dragón.
Leonard se situó en el lugar que le indicó Llelven sin protestar. Llorne estaba de pie sobre una duna, rodeado de otros jóvenes armados con lanzas como él. De vez en cuando miraba hacia atrás, hacia Leonard, preocupado más por el hechicero que por el dragón que pronto se le vendría encima.
«Esto es tan importante para ellos que casi prefiero permanecer al margen. No me importa no estar ahí, Llorne. Os espero, y os ayudaré desde la distancia».
Leonard se preguntó si sus deseos llegarían al corazón del hombre que lo había ayudado en el desierto. Agitó la mano para desearles suerte y Llorne volvió a concentrarse en la arena que había bajo sus pies. Los granos diminutos comenzaban a deslizarse hacía abajo, rodando por la pendiente hasta ir llenando poco a poco la depresión que rodeaba la duna. El movimiento de la tierra, por una vez, no seguía la dirección del viento e incluso Leonard en la distancia pudo notar el leve temblor de la tierra bajo sus pies.
—El dragón. Es el dragón. Es verdad que existe.
Llorne inclinó una rodilla sobre la tierra, expectante. Sus compañeros lo imitaron, preparándose para cuando la cabeza de la criatura asomara abriendo la arena. Las lanzas en ristre, preparadas, los músculos en tensión. Los llorkex hinchados, cubriendo las pieles de los hombres como un manto de vello azulado.
Tras unos intensos momentos de angustia, el animal apareció. Lo primero que asomó a la superficie fue el hocico, husmeando el aire. Después emergieron los ojos, amarillentos, cubiertos por una velada membrana blanquecina que se desprendió al primer parpadeo dejando a la vista dos enormes huecos negros rodeados de un brillo dorado que, poco a poco, adquiría reflejos esmeralda. El animal aspiró el aire del desierto y de su hocico salió una nube vaporosa que se extendió como una niebla a su alrededor.
Llorne apretó la lanza con fuerza, nervioso. Estaban tan cerca que no habrían podido fallar aunque lo hubieran intentado, pero no podían atacar hasta que la hembra hubiera dejado atrás su hogar de arena, o la perderían. Tenía que ser paciente y esperar.
Esperar. Los minutos se hacían eternos y, desde la distancia, la falda amarilla y negra de Leonard se agitaba con el viento como una bandera que les indicaba dónde tenían que mirar. Llorne no podía evitar que sus ojos se volvieran hacia él cada cierto tiempo, a pesar del peligro que suponía cualquier distracción. Cuando las alas coriáceas surgieron de la arena y se extendieron sacudiendo el fino polvo que había arrastrado desde las entrañas de la tierra, Llorne tuvo que cerrar los ojos. El silencio era imprescindible, la paciencia inevitable. La tormenta de arena pasaría antes de que la hembra lograra sacar la cola y entonces ya sería suya. ¡Iba a cazar un dragón! ¡Ahora!
Con un grito poderoso que salía de lo más profundo de las entrañas, Llelven dio la orden que movilizaría a sus hombres. No hacía falta nada más. Todos estaban entrenados y preparados, dispuestos para cumplir su cometido. Desde lo alto de las dunas, los lanceros enviaron sus armas directas hacia la cabeza del animal. Si tenían suerte podrían dejarla ciega; si no la tenían, el animal se volvería hacia ellos y los paralizaría con su mirada esmeralda. No podían dejar que eso sucediera. Una vez desarmados, los hombres corrieron hacia el desierto dejando atrás la enorme mole enfadada.
«¿Qué hacen?» —pensó Leonard— «Corren en círculos».
Desde su posición privilegiada, Leonard pudo ver como los lanceros se separaban corriendo en siete direcciones distintas para después dar la vuelta y regresar hacia donde se encontraban el resto de sus compañeros. La dragona escogió su víctima y la persiguió. De su garganta salió una bocanada de fuego y el hombre cayó al suelo entre gemidos de dolor. Leonard dejó su puesto de observación y salió corriendo.
El animal no esperó a ver morir a su primera víctima y rápidamente se volvió hacia la siguiente aspirando de nuevo el aire del desierto para convertirlo en fuego. Llelven salió de su escondite y gritó una nueva orden, los lanceros que aún corrían se lanzaron al suelo estrellando sus rostros contra la áspera tierra. El fuego les pasó rozando y el animal se elevó en los aires buscando una mejor posición para atacar.
Ya no tuvo tiempo. A una nueva señal de Llelven los hombres se levantaron extendiendo la red que lo atraparía, a la siguiente carga la dragona se encontró atrapada en una inmensa tela de araña que se agarraba a sus escamas como una segunda piel. Los hombres giraron y corrieron, rodeando al animal, envolviéndolo con las tiras de dragón que con tanto esmero habían tejido.
Enfurecida, la dragona volvió a escupir fuego pero las fuertes tiras de la red no se resintieron. Dragón adulto, lo reconocía. Tiras de dragón adulto que la atrapaban y la inmovilizaban. Ella se convertiría también en una de aquellas tiras si no conseguía soltarse.
Se retorció, forcejeó, luchó. Extendió las alas hasta que quedaron completamente paralizadas, clavó las uñas en todo aquello que se le acercaba hasta que, agotada después de horas de lucha, se dejó caer al suelo levantando toneladas de polvo a su alrededor.
Los hombres habían desaparecido. Se habían marchado y la habían dejado sola. De su vientre tres pequeños huevos luchaban por salir. No era el lugar adecuado. No era un nido. Sus hijos no sobrevivirían en aquel lugar inhóspito y duro. Con cuidado, escarbando en la tierra hasta que consiguió hacer un pequeño hueco para depositar sus huevos, la dragona sufrió sabiendo que iba a morir bajo aquel cielo estrellado que no conocía.
—Ha muerto.
Leonard había corrido hacia el hombre herido y había empleado todos sus conocimientos para intentar salvarlo pero no había podido hacerlo. No contempló la captura del dragón, no sintió la alegría que compartían los nómadas del desierto. Leonard atendió uno a uno a todos los heridos y cerró los ojos de los muertos. Llorne apenas tenía unos rasguños, Llelven hubiera podido perder un brazo si no lo hubiera atendido a tiempo, otros no habían tenido tanta suerte. Cuando pudo por fin acercarse al dragón era ya noche cerrada.
Los hombres se habían alejado hasta una distancia prudencial. Veían al animal en la distancia, luchando por liberarse. Al cae la noche pareció tranquilizarse, pero tampoco entonces se acercaron a él. Cuando Leonard avanzó unos pasos en su dirección, Llorne le cogió del brazo para detenerle.
—Es peligroso acercase, Llerand —le dijo—. Todavía es muy fuerte.
—Quiero verlo –contestó Leonard y siguió avanzando. Llorne le siguió porque era su deber. Su responsabilidad. Caminaron durante un buen rato hasta que las facciones del dragón se hicieron visibles en la noche. El animal tenía la cabeza baja, las alas encogidas sobre sí mismas, como si deseara regresar a la tierra de la que había salido y no supiera cómo hacerlo.
—Así que esto es un dragón —comentó Leonard cuando estuvo a su altura. No intentó tocarlo. Tenía la piel pardusca y verdosa, cubierta de escamas que habían brillado a la luz del sol, los párpados cerrados pero no dormía. No sabía por qué pero Leonard lo intuía, igual que podía ver en la oscuridad aquellas alas que se movieron imperceptiblemente cuando sonaron sus palabras.
—No dejes que te mire, su mirada está maldita.
—¿Qué está haciendo? ¿Por qué ha dejado de luchar?
—Tiene que poner los huevos.
—¿Dónde los pondrá?
—Los enterrará en la arena.
—¿Qué hacéis con los huevos?
—Los dejamos aquí. Nacerán en el mes de las lluvias.
Leonard comenzó a girar, admirando al animal desde todos los puntos de vista posibles. En ese momento hubiera deseado poder tener los útiles de dibujo a su alcance, aunque la precisión necesaria para plasmar la grandeza de esa criatura él no la poseía.
—¿Los dejáis nacer?
—Las crías se harán grandes y entonces las cazaremos. Es un círculo. Si rompes el círculo no queda nada.
Leonard extendió la mano hacia el dragón. Llorne no podía verle en la oscuridad así que no podía regañarle esta vez. La piel del animal estaba fría al tacto, como si no tuviera sangre en su interior. Un animal sin corazón, eso decían las leyendas. Los ojos esmeralda de la hembra se abrieron y lo miraron. Leonard se encogió. Había magia en aquella mirada. Debería haberlo supuesto: para los nómadas, la magia siempre era maldición.
—¿Quién eres tú?
La voz resonó en su cabeza como un susurro, como si llevara muchos años sin usar ese lenguaje con nadie. Era una voz de mujer, suave, cálida, agradable. Una voz curiosa en vez de enfadada.
—¿Puedes liberarme?
—No, no puedo —la voz de Leonard contestó con auténtico pesar.
—Eres distinto. Tú ves en el corazón de los dragones y yo puedo ver en tu corazón. ¿De dónde vienes? ¿Quién eres?
—Compartimos la magia del mundo, nos reconocemos por ella.
—¿Quién eres? —preguntó la dragona por tercera vez.
Leonard suspiró, y apartó la mano del cuerpo escamoso del animal.
—Soy Leonard, soy un hechicero.
—Hechiceros, seres de leyenda. Nunca había visto un hechicero.
—Yo nunca había visto un dragón.
© Copyright de Raelana Dsagan para NGC 3660, Octubre 2017