De súbito, rasgando la silenciosa penumbra que me envolvía como una sutil mortaja, el reloj digital de mi muñeca dejó oír su aviso horario. Sobresaltado por el inesperado zumbido, detuve mi paso a la vez que echaba una rápida y aprensiva ojeada sobre la diminuta esfera luminosa; comprobé con estupor que tan sólo señalaba las ocho de la noche. En mi ánimo se acrecentó el apremiante desasosiego que de forma sorda me roía, nacido desde el mismo instante en que yo había osado traspasar el umbral de aquella mohosa verja, guardiana del oscuro caserón hacia el que me encaminaba. Reuniendo fuerzas de flaqueza, comencé a avanzar aprensivo y expectante a través de la penumbra que se cernía sobre el silencioso y tétrico camino de tierra. Era como si se abrieran ante mí unas enormes y negras fauces, cuya hilera de agudos colmillos la formaran gigantescos y ceñudos sauces, los cuales alzaban sus largas y flexibles ramas en un solemne y a la vez ominoso gesto de desafío. Conforme me iba adentrando a través de aquel sendero abandonado, caminando con paso vivo y nervioso, inquieto y tenso ante la intuida presencia de aquellos colosos a un tiempo inmóviles y cimbreantes, noté sobre mi nuca el hálito gélido de una cruel brisa vespertina. El sol acababa de recoger en el ocaso sus últimos rayos de morosa luz, mientras la noche acababa de extender un denso y negro manto salpicado de diminutas y centelleantes lucecitas que parecían brillar de forma maliciosa, envolviendo el firmamento cual si fuera una fría mortaja. Aquello era el comienzo de una helada noche sin Luna, extraña y fantasmal; ante mis dilatados y enfebrecidos ojos el paisaje pareció adquirir de forma abrupta una siniestra y amenazante vida propia, cual si una extraña y arcana magia hubiera imbuido por doquier grotescas y sinuosas figuras que se deslizaban a través de la negrura imperante. Me estremecí de forma involuntaria, tratando de ahuyentar de mi mente una extraña y desagradable sensación de desamparo que allí había anidado. Aceleré todavía más el paso, resuelto a alcanzar cuanto antes el lóbrego caserío que parecía aguardarme al final de la sinuosa senda, arropado entre inquietantes sombras. Una misión ineludible me aguardaba en aquel recóndito lugar y, aún a mi pesar, yo sabía que no podía retroceder y alejarme de allí. Tenía un sagrado deber que cumplir y jamás podría perdonarme a mí mismo si no acometía el propósito que me había traído aquella noche invernal hasta aquellos fríos y silenciosos muros.
Escasas horas antes yo me hallaba confortablemente instalado en mi apartamento de soltero, dispuesto a pasar una noche apacible y reparadora tras unos días de intenso trabajo. Pero aquella calma había sido rota por la intempestiva llamada telefónica de mi antiguo profesor de Química, el siempre venerado doctor Darmian. El ya anciano catedrático, sin poder ocultar una profunda emoción en su ajada voz, me había rogado de forma harto insistente que acudiera con urgencia a su despacho. Al parecer quería tratar conmigo un asunto de vital importancia y en extremo delicado, relacionado con nuestro común amigo y compañero Abel Vázquez. No pude negarme ante aquella extraña llamada, por lo que acudí lo más rápido posible mientras mi mente realizaba cábalas sobre el significado de tan misteriosa urgencia.
Abel Vázquez era, dentro de la rama de la investigación empírica, uno de los biólogos más prestigiosos y sobresalientes que prestaba sus servicios en la Universidad de Barcelona. El hombre estaba considerado como un auténtico genio en su campo, un compendio entre la Física, la Química Orgánica y la Biología; dicha opinión era sustentada por los más altos estamentos, como podía atestiguar la infinidad de becas que con sus trabajos había logrado obtener. No era de extrañar, pues, que tanto empresas privadas de ámbito nacional como multinacional se disputaran su indudable talento, pero hasta la fecha nadie había conseguido tentarle hasta el extremo de hacerle abandonar su cátedra y sus experimentos dentro del marco de la Universidad. Bien era cierto que los órganos rectores se desvivían por complacerle en todo lo posible, creando verdaderas secciones de laboratorio bajo su único y estricto control. En definitiva, Abel era un hombre que había triunfado en la vida y que podía permitirse el lujo de desarrollar sus actividades en el campo que más deseara, sin tener que soportar excesivas cortapisas y rodeado del crédito y la admiración de todos sus compañeros. Y por si todo aquello fuera poco, también contaba con Rosa…
Rosa…
Ella era su más fiel y abnegada colaboradora, su amante esposa, una mujer en extremo bella y encantadora a la que yo también amaba con verdadera idolatración. Mi corazón había quedado prendido en su dulce sonrisa muchos años antes, cuando ambos todavía éramos unos jóvenes y alocados estudiantes de instituto. Durante años enteros la estuve amando en un reverente silencio, hasta que por fin reuní el coraje suficiente para exteriorizar mis sentimientos en forma más tangible, pidiéndola un buen día que aceptara unir su vida a la mía con el vínculo del matrimonio. Pero ella siempre me rechazó; cierto que lo hacía con tacto y delicadeza, pero también con firmeza. Solía decirme que todavía éramos demasiado jóvenes para pensar en atarnos con un lazo tan sólido, que en aquellos instantes ella cifraba toda su energía en los estudios, que ya tendríamos tiempo para aquellos sentimientos más adelante… Hasta que un aciago día Abel y ella hicieron público su compromiso matrimonial. Entonces me sentí herido en lo más profundo de mi ser como nunca he vuelto a serlo en mi vida; un enorme sentimiento de frustración y de rabia se apoderó de mi ánimo y me alejé de ellos, aceptando la primera oferta de trabajo que me presentó una compañía privada de cosmética. En mi fuero interno me sentía traicionado por los dos seres en quienes había depositado mayores dosis de amor y confianza. Durante varios meses les perdí la pista por completo, mi ánimo imbuido dentro de una espiral de tragedia griega que parecía calcinar mis entrañas; después mi nuevo empleo me facilitó una huida digna permitiéndome recorrer otros países y, tras un pequeño éxodo, regresé para encontrarme ante el anuncio de la inminente boda de la feliz pareja. Con el corazón lacerado por el dolor, acudí a sus esponsales persiguiendo la vana idea de que, en el último instante, sucedería un milagro imposible. Pero nada ocurrió y les vi pasar ante mí dichosos y sonrientes, cogidos del brazo en una unión aterradoramente perfecta, flotando dentro de su mundo propio y cruelmente ajenos al sufrimiento del resto de los mortales.
Destrozado por completo, me alejé de nuevo de ellos sin llegar a despedirme; sin esperanza alguna, me sumergí con ahínco en la rutina del quehacer diario, buscando en el trabajo un antídoto al tormento que sentía por mi amor propio herido.
Cinco meses más tarde llegó hasta mí la inconcebible y desgarradora noticia de la muerte de Rosa. Aunque el episodio nunca llegó a emerger por completo a la superficie de la luz pública, todos los indicios parecían señalar que, durante el transcurso de algún experimento realizado por el joven matrimonio, una fortuita chispa eléctrica había hecho detonar un tanque de combustible almacenado en el mismo laboratorio, produciendo una enorme explosión. Semejante violenta deflagración había alcanzado de lleno el cuerpo de la pobre mujer, carbonizándola casi en el acto. Abel, quien se encontraba en el extremo opuesto de la estancia, había resultado también herido, aunque logró salvarse con quemaduras de pronóstico menos grave. Yo pude enterarme por un conocido mutuo que mi antiguo amigo había sido internado en un hospital, del que hacía un par de escasas semanas acababa de ser dado de alta, habiéndose incorporado de nuevo a su puesto en la Universidad. Pero, de repente, uno de sus más preciados profesores me llamaba de forma abrupta y perentoria, conminándome a tratar un delicado asunto sobre su persona. ¿Qué podía haber sucedido?
Darmian era un hombre de edad avanzada, pero todavía poseedor de un indomable fulgor en sus diminutos y miopes ojos. Me recibió en su despacho visiblemente nervioso y azorado. Tras hacerme sentar sin ceremonias, empezó a contarme de forma apresurada que Abel no parecía haberse recuperado psíquicamente de la desgraciada muerte de su esposa y, aunque él mismo era el que había insistido en volver de inmediato a su trabajo, todos los que le rodeaban habían notado un sutil cambio en su forma de actuar. El joven científico se mostraba huraño y taciturno, ensimismado a todas horas en sus propios pensamientos. Tanto el Consejo como sus propios compañeros y alumnos intentaron hacerle reaccionar, devolverle parte de su antigua vitalidad; mas todo fue en vano. El hombre se pasaba horas enteras en el laboratorio donde había tenido lugar la tragedia, removiéndolo todo, lanzando imprecaciones y actuando como si tratara de encontrar algo de vital importancia entre aquel montón de escombros calcinados.
Un día, después de una de sus frenéticas inspecciones sobre el material de desecho, Abel pareció encapricharse de forma súbita con una vieja y quemada silla de madera, una pieza que había quedado dañada y ennegrecida por efecto de la terrible explosión. Sin solicitar el permiso de nadie, el joven se llevó consigo aquella extraña reliquia hasta la habitación que ocupaba en la residencia de profesores y, desde aquel preciso instante, ya no volvió a poner los pies en el laboratorio.
Pero no con ello se arregló la situación, antes al contrario; el desgraciado comenzó a faltar a sus clases de docencia sin motivo ni justificación alguna, pasando días enteros sin probar el menor bocado. En cuanto tenía un momento libre, corría como un condenado a encerrarse a cal y canto en su dormitorio, desde cuyo interior producía una extraordinaria profusión de fantásticos sonidos que empezaron a alarmar a todos sus vecinos.
El problema adquirió mayor relieve cuando Vázquez empezó a realizar singulares experimentos a altas horas de la noche. Era perfectamente visible a través de su ventana una fantástica profusión de titilantes lucecitas, así como resultaban audibles grotescos y estrambóticos sonidos, subrayados por fuertes juramentos que lanzaba él mismo; al mismo tiempo, un penetrante olor a almizcle impregnaba la atmósfera adyacente. No fue de extrañar, pues, que con todo aquel aberrante repertorio de excentricidades una lluvia de quejas inundara literalmente el despacho del rector. Este hombre, a pesar de su talante comprensivo, al final no tuvo más remedio que tomar cartas en el asunto y el mismo día anterior, acompañado por el propio Darmian en calidad de intermediario, decidió sostener una charla clarificadora con el infractor Vázquez. Como de costumbre, éste se hallaba encerrado en su recinto y los dos visitantes tuvieron que aporrear con insistencia la puerta para que el hombre se dignara contestarles.
—Créame, amigo mío —me explicó el viejo profesor con semblante alterado por la emoción del recuerdo—, tuvimos que gritar un buen rato para que Vázquez accediera a abrirnos la puerta y nos dejara pasar a su habitación. Y puedo asegurarle a usted que el espectáculo que se ofreció ante nuestros sorprendidos ojos resultó lo más dantesco que imaginarse pueda. De improviso nos encontramos sumergidos en un auténtico marasmo de aparatos diseminados por el no demasiado espacioso lugar. Varios voltímetros que debían pertenecer a nuestros laboratorios se hallaban esparcidos en frenético desorden, mientras una enorme profusión de cables serpenteaba a través del suelo por doquier, como salvajes lianas en una selva virgen, enroscándose con desaliño ante nuestros pies. En el centro de todo aquel maremágnum se encontraba la silla que Vázquez se había llevado del lugar del accidente, como si estuviera aguardando la llegada de alguien muy importante que debiera tomar asiento en ella, dominando de forma estratégica desde aquel punto toda la profusión de accesorios esparcidos a su alrededor en una inquietante simetría.
«—¿Qué significa todo esto? —el buen rector casi rugió de rabia señalando todo el costoso equipo que yacía diseminado por la estancia—. Estos voltímetros son de un valor inapreciable y deberían hallarse a buen recaudo en nuestros laboratorios. Además, posee usted aquí varios generadores electrográficos que hemos estado buscando con desespero desde hace días. Y ese fotomultiplicador no puede funcionar de forma debida con el insuficiente voltaje que posee esta habitación. ¿Se ha vuelto usted loco, o es que pretende provocar un nuevo desastre?».
«El joven gruñó algo ininteligible en tono zafio y rehuyó nuestras miradas, ignorando cualquier posible justificación que pudiera explicar semejante desatino».
«Tanto el decano como yo le contemplamos con extrañeza, no exenta de cierta conmiseración. Como única prenda de vestir visible llevaba embutida sobre su escuálido cuerpo una vieja, sucia y arrugada bata a cuadros, lucia un cabello enmarañado y lleno de greñas, el pálido rostro cubierto por una barba de varios días y los ojos irritados y hundidos entre dos grandes bolsas que denotaban fatiga y abatimiento».
«—Necesito este equipo —el joven habló con cierta energía, reaccionando y sacando pecho ante nuestras atónitas miradas—. Estoy a punto de lograr mi objetivo; puede que tal vez sea cuestión de un simple par de días más, tal vez ni eso…».
«—¿Qué clase de experimento se lleva usted entre manos? —inquirí confundido—. Sea cual fuere su naturaleza, estoy seguro de que podremos realizarlo en óptimas condiciones dentro del recinto de uno de los laboratorios y no aquí, en esta precaria habitación. Yo mismo estoy dispuesto a prestarle toda mi ayuda, amigo mío, tan sólo conque usted me explique en qué consiste todo esto».
«Durante lo que pareció una eternidad Vázquez permaneció indeciso, como si en su interior luchara contra el deseo de compartir con alguien el terrible peso que parecía lastrar su corazón, la extraña ansiedad que atenazaba su razón, pero al fin se decidió y se mordió los labios con rabia, a la vez que adoptaba una expresión huraña y ceñuda».
«—Vamos, vamos —el decano trató de aliviar la tensión que comenzaba a formarse en el ambiente enrarecido de aquella estancia—, todos nosotros comprendemos que está usted atravesando unos momentos sumamente difíciles. Es por ello que voy a olvidarme de todo cuanto he visto hoy aquí, pero debe usted prometerme que devolverá hasta el último aparato de este costoso equipo a su lugar de procedencia y que confiará plenamente en nosotros. Cuéntenos en qué está trabajando y le ayudaremos sin la menor cortapisa; vamos, Vázquez, ábrase a nosotros sin temor, somos sus amigos».
«Mientras hablaba, el rector iba buscando con la mirada algún asiento donde poder descansar su prominente mole. El único objeto digno de aquel nombre era la desvencijada y ennegrecida silla de madera que parecía haber aguantado bastante incólume los efectos del fuego devastador; con cierta aprensión, el hombre la cogió con una mano para acercarla hasta él y sentarse encima. Pero el joven perturbado, quien espiaba sus movimientos con tensión creciente, lanzó un desgarrador bramido al comprender cuál era su intención».
«—¡NO TOQUE ESA SILLA! —rugió con una vehemencia sobrecogedora a la vez que avanzaba hacia el sorprendido rector. Éste, azorado y sobresaltado, soltó al instante el asiento que ya había alzado en vilo, haciéndolo caer con estrépito al suelo».
El profesor Darmian interrumpió de forma brusca su relato, sacando de uno de sus bolsillos un enorme pañuelo floreado con el que procedió a secarse la frente, perlada por un grueso sudor.
—Entonces —el hombre prosiguió su historia con voz vacilante por la emoción— aquel energúmeno profirió el grito más espantoso e inhumano que he oído en toda mi dilatada vida y se abalanzó como un poseso sobre el buen decano, los ojos iluminados por un salvaje fulgor homicida y el congestionado rostro lívido y espumante. Antes de que yo pudiera rehacerme de mi asombro ambos hombres rodaban por el suelo, apretados en un férreo abrazo y derribando a su demoledor avance todo el valioso instrumental que había diseminado por la habitación. Vázquez asía con las dos manos la garganta del otro, mientras en su torva mirada y en el rictus de su entreabierta y babeante boca podía apreciarse con claridad la firme determinación de acabar con la vida de su impotente víctima. Ésta, jadeante y confundida, la cara amoratada, los ojos enrojecidos y a punto de salirse de sus órbitas, parecía haber perdido toda energía y se dejaba estrangular con patética pasividad.
«Por fortuna logré rehacerme de mi estupor y salí al pasillo, clamando ayuda a grandes gritos. Dos jóvenes estudiantes acudieron en mi auxilio y, entre los tres, logramos reducir a aquel demente. Por fin uno de los muchachos logró conectar un gancho en la mandíbula del agresor, dejándole inconsciente. Aprovechamos aquel instante de reposo para sacar a rastras al rector fuera de la estancia y cerrar la puerta con llave desde el exterior, evitando así posibles nuevas acometidas de aquel loco furioso. Necesitamos cerca de dos minutos para reanimar un tanto al pobre decano, pero finalmente el hombre logró incorporarse y sostenerse por su propio pie, aunque su mirada continuaba siendo un tanto vidriosa. Tosiendo y respirando con dificultad todavía tuvo la presencia de ánimo suficiente para negarse a avisar a la policía, por lo que decidimos dejar a Vázquez encerrado toda la noche con el fin de que pudiera serenarse y recapacitar sobre su sorprendente y peligrosa actitud. Pero esta mañana, cuando hemos vuelto al dormitorio del joven acompañados por dos fornidos profesores, nos hemos topado con la desagradable sorpresa de que nuestro cautivo había logrado escapar durante la noche, quemando la cerradura con algún tipo de ácido, y llevándose con él todo el valioso instrumental que había ido acumulando de forma ilegal. Hay que sumar, pues, a la agresión también el robo. Como usted comprenderá, la situación para Vázquez se ha tornado muy delicada. Es éste el motivo por el cual la Universidad acude a su ayuda; ustedes dos eran muy buenos amigos y tal vez le escuche más que a nosotros y pueda hacerle reflexionar sobre su insensata actitud. Si se aviene a devolver todo el material enseguida, la Universidad no presentará cargos en su contra; de lo contrario, y muy a pesar nuestro, la policía tomará las riendas del asunto y entonces, con toda seguridad, Vázquez irá a parar a la cárcel y quedará desprestigiado».
Yo no podía negarme a semejante petición, aunque sólo fuera por respeto a la memoria de la infortunada Rosa. Así que aquél era el motivo por el cual me encontraba yo desafiando al persistente frío que imperaba en semejante anochecer otoñal, atravesando como un fantasma la suave penumbra que cubría el angosto sendero flanqueado de silenciosos y solemnes sauces, tratando con apremio de alcanzar la entrada principal de la lóbrega mansión, desierta y medio derruida por el paso de los años, que Abel había heredado tiempo atrás de un pariente lejano. Muchas veces, cuando nuestras relaciones eran todavía cordiales, él mismo me había comentado que aquel apartado lugar resultaba un marco idóneo para la realización de experimentos que requirieran una soledad absoluta, debido a la considerable distancia que separaba aquella zona sin urbanizar del vecino más cercano. Pero como mi amigo jamás había contado con la importante suma de dinero que se requería para acondicionar de forma debida aquel ruinoso lugar, tuvo que desistir de su primitiva idea aunque conservó la propiedad con la esperanza de ver venir tiempos mejores. Por todo ello yo estaba convencido de que, en las actuales y particulares condiciones en que mi antiguo amigo se encontraba, no teniendo a dónde acudir, habría optado por refugiarse entre aquellas destartaladas paredes, ocultándose del hostil y amenazante mundo exterior.
Aunque había avanzado con paso vivo me había acercado al lugar procurando no realizar el menor ruido que pudiera delatar mi presencia con indeseada antelación; no estaba dentro de mis intenciones ahuyentar al prófugo antes de tiempo, pues sabía que si se me escapaba de allí, no podría volver a localizarle y tendría que dejar el asunto en manos de la policía. No obstante, la densa oscuridad y el penetrante silencio que envolvían el desolado lugar comenzaron a hacer mella en mi ánimo y me hicieron temer que estuviera equivocado en mis apreciaciones y que, tal vez, después de todo Abel no se encontrara dentro del abandonado recinto. Por fin acabé de recorrer el sendero, topándome con unos gastados escalones de piedra que me apresuré a subir con celeridad hasta desembocar ante una maciza y agrietada puerta de madera de roble viejo que permanecía sólida y estoicamente cerrada ante mí. Mientras recuperaba el resuello aguardé en completa quietud, tratando de captar el menor sonido procedente del interior del sombrío edificio. Durante una breve fracción de tiempo me pareció percibir un lejano y apagado zumbido, pero no podía estar seguro de que no fuera más que una jugarreta de mis propios sentidos. Con cierta vacilación pulsé el gastado timbre sin que se oyera el menor repiqueteo en su interior, aguardando con tensa impaciencia algún revelador indicio de vida.
Los segundos fueron pasando con lentitud sin que aquellas frías paredes despertaran de su profundo sopor, haciendo incrementar en mi interior un molesto desasosiego ante la incertidumbre que no hubiera nadie en la morada. Tras una corta indecisión opté por dar la vuelta a la edificación y tratar de introducirme por la parte trasera, tal vez más accesible que aquel lado de la fachada. Caminé envuelto ya por completo en la oscuridad nocturna, tanteando la pared con la mano extendida y pisando un crujiente sendero de grava que parecía lanzar un extraño lamento bajo el peso de mis pies. De semejante forma llegué hasta la esquina y la giré, quedando sorprendido ante el extraño fulgor que captaron mis asombradas pupilas. Si bien la mansión principal se hallaba del todo sumida en la más completa oscuridad, a una escasa decena de metros de distancia en línea recta desde mi actual posición se alzaba un pequeño y sólido cobertizo de madera, cuya única ventana dejaba escapar por entre sus ranuras un misterioso y potente resplandor anaranjado.
Acuciado por la esperanza y la curiosidad me acerqué a la pequeña construcción olvidando toda precaución, saliendo del camino de grava y atravesando un crecido y desaliñado campo de césped. El lejano zumbido que antes me pareciera haber escuchado cobró consistencia real y fidedigna, proviniendo ya sin ningún género de dudas del interior de aquella escondida chabola. Entonces, cuando me encontraba a unos escasos dos metros de la ventana, percibí con nítida claridad la inconfundible voz de mi antiguo camarada, lloriqueando como un niño asustado. Me detuve para prestar mayor atención y comprender el significado de las inconexas palabras que Abel murmuraba dentro del recinto con frenética insistencia.
—No te preocupes, Rosa —llegó hasta mí con claridad su ansiosa y extraordinaria súplica—. Ya verás cómo todo saldrá bien.
Aquellas palabras me aturdieron por completo. Sentí como si una fantasmal mano helada atenazara mi corazón, desgarrándolo con saña. Hasta aquel mismo instante, en lo más íntimo de mi propio ser, me había negado a admitir que Abel Vázquez pudiera tener perturbadas sus facultades mentales. La antigua amistad que ambos habíamos mantenido todavía alimentaba profundos rescoldos en mi ánimo; yo me sentía en cierto modo camarada en su sufrimiento hacia la pérdida de Rosa, aquella mujer que ambos habíamos amado. Pero aquellas trágicas palabras que acababa de oír me hicieron comprender y aceptar la amarga realidad. Abel se había hundido y su razón estaba resquebrajada bajo el peso de la desdicha.
Extremando de nuevo las precauciones me acerqué al estrecho ventanal y atisbé hacia el interior por entre una rendija de la gruesa cortina de recio tejido que la cubría. Bajo la resplandeciente aunque imprecisa luz anaranjada pude distinguir por fin al hombre que estaba buscando, cuyo aspecto respondía al que me había descrito el profesor Darmian. En efecto, la única vestimenta que lucía Abel era una sucia y arrugada bata de cuadros rojizos y chillones, calzando además unos mugrientos zapatos cubiertos de polvo. Su cabeza hacía pensar en un viejo león herido debido a la desordenada melena que dejaba caer lacios mechones por doquier, mientras sus hundidos ojos brillaban con un fulgor casi demoníaco, subrayando un rostro intensamente pálido y cubierto con una rala barba de varios días. Una nerviosa y estúpida sonrisa afloraba en sus temblorosos labios, confiriéndole el aspecto de un auténtico y genuino demente. Su patética figura se hallaba situada en medio de la estancia, rodeada por una profusión de lo que deduje eran los preciosos aparatos robados a la Universidad, todos ellos conectados entre sí por una inmensa y complicada maraña de cables. Frente a mi antiguo amigo, iluminada por un pintoresco y potente foco de luz naranja, descubrí la que sin duda debía de ser la silla causante de la salvaje explosión de violencia que Abel había manifestado hacia el pobre rector. Inspeccioné aquel vetusto asiento con cierta curiosidad, sin ser capaz de descubrir en dicho chamuscado adminículo qué podía ser lo que había despertado semejante vehemencia en el cerebro afectado del pobre científico.
Decepcionado y a la vez intranquilo ante aquella inspección ocular me aparté de la ventana y aspiré con fuerza el húmedo y frío aire de la noche, estremeciéndome con resignación. No me quedaba más remedio que entrar en escena, era un deber que tenía para con aquel pobre loco, se lo debía después de tantos años de camaradería. Me acerqué pues con decisión a la puerta del cobertizo y la aporreé con cierta violencia incontenida.
—¡Abel! —grité a pleno pulmón— ¡Abre, soy Juan! ¡He venido a ayudarte!
Del interior de la cabaña se oyó una exclamación contenida y el ruido inequívoco de varios aparatos al ser movidos. Tras unos cortos pero angustiosos segundos de espera la puerta se abrió con lentitud y mi viejo compañero apareció ante mí, cansado pero con una mirada malévola y astuta en un semblante tenso y alerta.
—¡Tú! —me espetó con verdadera rudeza— ¿A qué has venido?
—El viejo Darmian me ha pedido que te localizara —le confesé con suavidad—; me ha explicado vuestro pequeño altercado de ayer y dice que la Universidad no va a presentar cargos en tu contra, siempre y cuando devuelvas de inmediato el equipo substraído de sus laboratorios.
—¡Cuánta gentileza por su parte! —Abel lanzó una estridente carcajada sin rastro de humor—. Dentro de muy poco tiempo ya no necesitaré para nada sus malditos aparatos y podrán metérselos donde les quepa. Pero todavía no, aún preciso efectuar algunas conexiones antes de atreverme a realizar la prueba definitiva. Y tal vez también precise algo de ayuda…
Me miró con el ceño fruncido, calibrando en el interior de su mente hasta dónde podía llegar a fiarse de mí y el auxilio que yo era capaz de prestarle. Luego, con gesto impaciente, se encogió de hombros y se apartó del estrecho umbral, franqueándome el paso. Con cierta aprensión penetré en el recinto a través de la angosta obertura, inspeccionando con avidez todo el lugar. Comprobé que los voltímetros estaban conectados a alguna fuente eléctrica y que funcionaban rítmicamente, sintiéndome perplejo al estudiar las conexiones que mi amigo había ido efectuando.
—¿Qué clase de experimento estás realizando? —pregunté confuso ante aquel barullo.
—En palabras simples se trata de una manipulación sobre la energía vital —me explicó Abel con los ojos brillantes por la excitación—, esa aura misteriosa que rodea a todos los seres vivos y desaparece cuando éstos mueren.
—¿La energía vital? —inquirí lleno de asombrado escepticismo— ¿Esa patraña sobre una irradiación luminosa de carácter paranormal que algunos charlatanes de feria dicen percibir alrededor de las personas? ¿Es eso?
—¡No es ninguna patraña! —se excitó aquel perturbado—. Se han descubierto manifestaciones psicosensoriales e incluso motoras en ciertos individuos, llegando en ocasiones a ser preludio de ataques de epilepsia.
—Pero se trata simplemente de sensaciones subjetivas que pueden llegar a ser psíquicas —objeté—. Ello no demuestra en absoluto la existencia de esa aura especial a la que tú aludes.
—¡No tengo intención de discutir ahora ese punto contigo! —tronó mi compañero cada vez más exaltado, haciéndome enmudecer en el acto—. Llevo años investigando dicho fenómeno, descubierto en sus orígenes por Kirlian, y he llegado a conclusiones de lo más sorprendentes. Carezco del tiempo necesario para exponerte todo el largo proceso que nos llevó a Rosa y a mí hasta conseguir los resultados actuales; pero te explicaré lo que se desprende de todo ello, aunque tal vez seas lo suficientemente estúpido para no asimilarlo ya que nunca has poseído un verdadero espíritu empírico. Como sin duda debes saber, todo ser vivo está rodeado de una especie de aura que cambia según su estado de ánimo o de salud. Bien, una vez estudiados los resultados de los experimentos de la doctora norteamericana Thelma Moss y del soviético Inyoushin entre otros, hemos llegado a la conclusión de que esa aura no es otra cosa que lo que los religiosos catalogan como alma, por otra parte tanto tiempo buscada dentro del cuerpo cuando en realidad se hallaba envolviendo a éste.
Al llegar mi amigo a este punto se me ocurrió un buen número de objeciones, pero en vista de su creciente estado de exaltación consideré más oportuno guardar un prudente silencio y asentí en silencio, escuchando con cierto interés aquel estrambótico y delirante discurso.
—Tras largo tiempo de infructuosos ensayos, finalmente logramos determinar la forma en que dicha energía se halla ligada a los cuerpos materiales. Recientemente varios físicos alemanes han demostrado la existencia de una radiación luminosa, de tipo lasérico, emitida por las células. Gracias a un fotomultiplicador se ha podido comprobar la existencia de ese mecanismo lumínico de comunicación intercelular y de la existencia de las partículas portadoras de dicha radiación, a las que se denominó biofotones. Te recordaré que el cerebro funciona mediante impulsos eléctricos, así que la fuente de esa electricidad, según mi teoría, es generada por el aura, como si de un potente motor se tratara. Ello explicaría la evolución del hombre, al ser poseedor de un aura más poderoso que, de alguna desconocida forma, ha ido estimulando el cerebro humano con mayor acierto que las auras de otras especies. Las antiguas culturas orientales ya suponían la existencia de un fenómeno similar, pero nuestra orgullosa ciencia occidental ha ido ignorando olímpicamente semejantes aseveraciones sin dignarse contrastarlas. Pero volviendo al tema que nos ocupa, habíamos conseguido aislar la conexión aura—cuerpo cuando se produjo aquel desgraciado accidente en el laboratorio.
—¡Qué! —exclamé sin poder contenerme— ¡Por culpa de tus estúpidos juegos de aprendiz de brujo Rosa perdió la vida y ni siquiera tienes la decencia de guardar el debido respeto a su memoria!
—¡Necio ignorante! —me increpó él a su vez, sulfurándose— ¿Qué diablos te imaginas que estoy haciendo desde que salí de aquel maldito hospital? Todo esto lo llevo a cabo por ella, por mi querida Rosa.
—¿No te parece que ya hiciste bastante? —le recriminé con acritud, sintiendo que afloraba todo mi despecho—. Por tu culpa ella ahora está muerta y ya nada se puede cambiar.
—¡No! —bramó Abel— ¡No has comprendido nada de lo que te he explicado! Rosa vive todavía, tan sólo su cuerpo fue destruido por la explosión; su energía vital, su aura, todavía sigue intacta.
Un aterrador pensamiento germinó de súbito en mi mente, creciendo con rápida y horrorosa comprensión. Quedé petrificado por la impresión, anonadado al captar toda la inmensidad de lo que aquel perturbado me estaba insinuando.
—¡Sí, así es! —Abel me contemplaba con ojos ardientes y enfurecidos—. Cuando los aparatos se sobrecalentaron y estallaron, produciendo un cortocircuito, estábamos analizando el aura de Rosa. Algo falló entonces y el cuerpo de ella fue alcanzado por la explosión y las llamas, pero su energía vital fue succionada por los instrumentos y lanzada a través del laboratorio. Cuando recobré el sentido repasé en mi memoria todo el suceso y comprendí que si aquella energía había logrado adherirse a cualquier forma no habría flotado hasta perderse y volver al vacío, al Más Allá, o a donde quiera que vaya un aura al producirse la muerte del cuerpo que sustenta. Rosa jamás haría eso, no me abandonaría e intentaría quedar prendida en algún lugar, esperando a que yo pudiera reunirme con ella. Mi angustia fue inmensa durante todos aquellos interminables días de forzosa rehabilitación en el hospital, incapacitado para volver de nuevo al laboratorio y encontrarme de nuevo con mi esposa. Todos vosotros, ciegos estúpidos, la dabais por muerta al contemplar su cuerpo carbonizado; pero yo sabía que ella me estaba aguardando, sabedora de que tarde o temprano yo acudiría a buscarla.
«Y por fin la encontré. Cuando finalmente pude volver, efectué un registro concienzudo por todo el lugar del siniestro y comprendí que solamente podía haberse acoplado al único objeto en toda la sala que provenía de células vivas, o sea de la madera. Rosa había logrado contactar con esta silla, interconectándose con sus células orgánicas, provenientes de un árbol y por lo tanto las más parecidas a las nuestras que allí había. Pero así y todo no es suficiente; al parecer, para que la energía vital pueda interrelacionarse a la perfección con un cuerpo sólido, éste debe poseer auténtica vida, por lo que sólo un terrible y agotador esfuerzo mantiene a Rosa ligada a semejante objeto inerme. Cada instante que transcurre su conexión con el mundo material se torna más intangible y difícil. Es por ello que necesita conectar con una materia más receptiva y acorde con sus necesidades: un cuerpo humano».
Enmudecido por la sorpresa y el horror que me provocaba aquella disparatada historia, contemplé con morbosa fascinación la desvencijada y ennegrecida silla. Aunque todo lo que Abel me estaba contando resultaba de lo más absurdo, semejante narración no dejaba de tener una cualidad impactante y evidenciaba que, como mínimo, él sí creía en la veracidad de su propio relato.
—Pero he debido de calcular mal el tiempo —prosiguió él con creciente ansiedad—, pues tenía pensado robar el cadáver de alguien recién fallecido y tratar de conectar con sus células el aura de Rosa, esperando devolverle de esa forma la vida. Ya no puedo esperar más, noto cómo cada vez resulta más difícil para ella aferrarse a este mundo material, así que tendremos que improvisar para salvarla. Tu presencia aquí, en estos críticos instantes, puede ser considerada como un verdadero milagro, pues es precisamente lo que necesitaba; utilizaré tu cuerpo para el implante, no tengo otra opción, lo importante es que volveré a tener a Rosa junto a mí, no importa bajo qué forma sea.
Sobresaltado ante aquellas amenazadoras palabras me giré hacia él y comprobé con horror que aquel lunático me estaba encañonando con una mugrienta pistola militar mientras sus ojos brillaban de forma siniestra.
—Pero yo no estoy muerto —farfullé tratando de hacerle reaccionar y sacarle de aquel abismo de locura—. ¿Cómo podrá el aura de Rosa interconectarse con mi cuerpo si ya poseo el mío propio?
—Desde luego, el primer paso será deshacernos de tu propio aura —me explicó Abel con pasmosa serenidad—. Como no deseo que tu organismo sufra el menor daño, repetiremos el experimento que estábamos realizando cuando ocurrió el aciago accidente; por así decirlo, desconectaré tu personalidad, aislándola sensorialmente. No temas, por lo que hemos aprendido hasta ahora un aura puede existir sin problemas unido a un organismo vivo. He pensado que no habrá problema de rechazo alguno si te interrelaciono con un árbol, por ejemplo. Incluso puede servirnos para confirmar la bondad de nuestra hipótesis.
Una extraña sensación de irrealidad se apoderó de mi mente. Como en sueños, noté que Abel me maniataba con una gruesa cuerda y luego, demostrando una fuerza sobrehumana hija de su locura, me depositaba sin ceremonias en un rincón apartado del cobertizo. Me dejé llevar, incapaz de reaccionar ante aquel cúmulo de insensateces; sentado en el suelo fui observando los apresurados preparativos de aquel extravagante experimento en el que yo iba a jugar una parte activa y al parecer nada placentera. Mi captor se movía a través de la estancia con auténtico frenesí, comprobando con avidez las conexiones y repasando una y otra vez el funcionamiento de los aparatos. De vez en cuando paraba su quehacer y lanzaba una mirada inquieta y amorosa hacia la vetusta silla, el único objeto inmóvil y solemne en medio de aquel aberrante caos. Semejante actitud comenzó a hacer mella en mi ánimo, aflorando en su seno una amarga melancolía; hasta aquel mismo momento yo había creído amar a Rosa con una pasión arrebatadora e insuperable que empequeñecía cualquier otro sentimiento, en mi fuero interno yo estaba convencido de que me había sacrificado por ella, apartándome de su camino hacia la felicidad junto a aquel hombre que no podía quererla como yo. Pero en comparación con la grandiosa locura de amor que aquel maníaco desplegaba ante mis atónitos ojos, lo mío resultaba un sentimiento diminuto y mezquino. Si algo tenía que admitir en aquellos terribles instantes era que Abel Vázquez amaba a su esposa incluso más allá de la propia muerte. Aquel demente pretendía desafiar todas las leyes humanas y divinas con el único objeto de dar vida al alma de su fallecida mujer, aunque para ello tuviera que hacerla habitar otro cuerpo y otro sexo. Aunque semejante locura fuera del todo imposible no restaba grandeza al gesto. En efecto, se trataba de una gran demostración de amor, aunque previniera de la calenturienta mente de un chiflado.
Aquellos pensamientos me hicieron observar con mayor detenimiento, medio inquieto y medio asustado, la decrépita y castigada silla de ennegrecida madera. Tal vez fue consecuencia de mi propia excitación, la sugestión hipnótica que mi cansada mente empezaba a forjar imbuida por aquella grotesca escena, pero algo sutil pareció cambiar en su entorno. No podía explicar cómo ni por qué, pero aquel trasto chamuscado por las llamas me recordaba a Rosa de una forma tan precisa que me asustaba; era como si la personalidad de ella estuviera latiendo allí de alguna extraña manera. Tragué saliva con pesadez, creyendo que me estaba volviendo loco yo también, mas la inquietante sensación no desapareció, al contrario, fue acentuándose. Yo no podía apartar los ojos del asiento, como si estuviera en un trance imposible de romper. Un estremecimiento de terror me convulsionó; si aquello resultaba cierto… entonces yo estaba condenado a algo peor que la misma muerte. Iba a ser enterrado en vida, ligado a la grotesca y obtusa forma de un árbol, obligado a sentir como un vegetal…
Aquella aterradora idea penetró como un devastador rayo dentro de mi consciencia y me obligó a reaccionar. Comencé a retorcer mis atadas muñecas sin darle importancia al lacerante dolor que provocaba la mordedura de la cuerda en mi carne despellejada, ansioso por liberarme de las ligaduras. Por fin los nudos parecieron aflojarse un tanto ante la furiosa presión a que los estaba sometiendo; no obstante, todavía no se habían ensanchado lo suficiente como para dejarme libre cuando Abel se acercó de nuevo hasta mí y me obligó a incorporarme y seguirle hasta el centro del recinto.
—¡Por Dios! —gemí presa de un creciente pánico, forcejeando con él— ¡No lo hagas, no me mates!
—No voy a matarte —me contestó él con fría determinación, a la vez que me colocaba de un empellón bajo la luz anaranjada del potente foco y accionaba un conmutador que aumentó la intensidad lumínica sobre mi rostro—. Tan sólo voy a desligar tu aura de su cuerpo original y lo implantaré en uno de los sauces que hay alrededor de este cobertizo. Si mi hipótesis es correcta, perderás la noción de tu yo como humano y te adaptarás a tu nuevo cuerpo, dominando su aura inferior. Te espera una experiencia inolvidable, aunque por desgracia para la Ciencia jamás podrás llegar a explicarla a nadie.
Lo que sucedió entonces resulta tan indescriptible que no sé si encontraré palabras para expresarlo con meridiana claridad. Un extraño y desazonador hormigueo se apoderó de todo mi ser y noté como si algo muy en el fondo de mi interior se quebrara. Al instante me invadió una desconocida sensación de lasitud y perdí la noción del peso; mis sentidos parecían haberse atrofiado por completo y tenía la impresión de estar flotando en el vacío, incomunicado por completo del resto del mundo. Pero todo aquello parecía no importarme en absoluto; una placidez extrema se había apoderado de mi ánimo como, si por vez primera, hubiera podido sintonizar con el Universo y formar parte de aquel todo absoluto.
Olvidando la noción de mi propio yo vagué de esa forma imprecisa, sintiéndome a la vez libre e incompleto, como si algo me faltara aunque fuera incapaz de precisar qué era ello. Mis percepciones captaban ¿sensaciones? ¿melodías?; era magnífico. De súbito, algo extraño e irreconocible pareció interponerse en mi errático camino, mezclándose de alguna forma con mi propia esencia y llegando a formar parte de mí. De nuevo volví a ser consciente del peso de una masa propia, pero era una sensación sutilmente diferente a la que aún recordaba; se trataba de una percepción cuasi infinita como jamás antaño había experimentado, indolora y a la vez preñada de inimaginables sensaciones. Notaba una energía incomprensible y borboteante recorrer mi cuerpo… porque comprendí de forma vaga que volvía a poseer un cuerpo. Lo experimenté con lentitud, saboreando cada pequeño descubrimiento; podía extenderme hacia abajo, muy profundo, buscando zonas deliciosamente húmedas y suaves, saciándome de un agradable frescor. Al mismo tiempo, también crecía hacia arriba, facultado con una infinidad de extremidades finas y tiernas, agitadas por el contacto de algo suave y acariciador, inaprensible pero excitante. De repente me percaté de lo hermoso que era mi nuevo cuerpo, creciendo de forma ininterrumpida en varios sentidos a la vez, alimentándose sosegada y metódicamente, sintiendo recorrer por su interior una sangre fría y dulce a un tiempo que trepaba dentro de mí, desplazándose hasta el último rincón en una incesante aventura hacia la permanente creación de vida. Una paz maravillosa como antes no había sentido se apoderó por completo de mi ánimo. Entonces, de una manera confusa, comencé a captar la presencia de otros cuerpos semejantes al mío, cercanos y solemnes. Noté cómo mis extremidades más superiores rozaban otras extremidades ajenas, impelidas por la bamboleante brisa en una especie de ritmo no carente de cierta musicalidad embriagadora. Tal vez, aquello me excitó, fuera posible el contacto con los otros… Intenté controlar mi recién adquirida forma, sopesar todas sus verdaderas posibilidades, cuando, de súbito, todo cambió de nuevo.
Sentí como si la materia bajo mi control se fuera entumeciendo, perdiendo contacto, deshaciéndose de mí. Merced a un acto reflejo traté de realizar lo que, en los seres humanos, podría denominarse un grito de angustia y frustración; pero todo fue inútil. De nuevo algo profundo pareció romperse dentro de mí y volví a sentirme flotar sin la sensación de peso. Una extraña melancolía se apoderó de mi ánimo mientras mis percepciones se desvanecían dejándome en un vacío absoluto y aterrador. Entonces, sin previo aviso, una sensación en extremo desagradable me atravesó; traté de resistirme, rechazarla, intuyendo que algo horrible me estaba sucediendo, notando que la maravillosa percepción del Todo me iba abandonando.
Rechiné los dientes con rabia, sintiéndome abatido y confuso, mirando entorno mío con sorda desesperación. Entonces, con brusquedad, volví a recuperar la noción de mi yo individual. De nuevo estaba en el cuerpo de un hombre, mi antiguo cuerpo. Mis recientes sensaciones se apelotonaron en el cerebro, abrumándome y haciéndome gritar de angustia y dolor. Caí al suelo con pesadez, sollozando de impotencia ante la terrible limitación del cuerpo al que volvía a estar ligado. Una mano se apoyó sobre mi hombro y me zarandeó con brusquedad; aquello me hizo reaccionar y alcé la vista para encontrarme con el desencajado rostro de Abel Vázquez, quien me contemplaba dominado por una intensa y salvaje emoción.
—¡Tienes que ayudarme! —gritó frenético—. Rosa no quiere penetrar en tu cuerpo y no sé por qué.
Yo sí lo sabía. Comprendí en aquel momento que Rosa era libre como yo lo había sido por un maravilloso instante. La furia se apoderó de mí al comprender que me habían vuelto a encadenar en mi limitada celda corporal. Abel debía de haberme desatado anteriormente, por lo que pude alzarme sin problemas y, lanzando un grito de desesperación, hice explotar toda mi contenida frustración contra aquel hombre que me había dado a conocer sensaciones indescriptibles para volver a arrebatármelas en el acto. Le golpeé con saña en el pecho, dominado por un furor homicida, aunque él logró esquivar parte del impacto, asiéndose a mi hombro. Ambos caímos a tierra dominados por la inercia, enlazados en un potente abrazo y dominados por un repentino y frenético ansia de destrucción. Rodamos por el suelo, jadeantes y sudorosos, intercambiando rabiosos puñetazos; la fuerza de él era desmesurada, pero mi propia desesperación no resultaba menor dentro de aquel extraño duelo de humillaciones y desespero.
Los dos continuamos enzarzados en aquel grotesco combate durante lo que me pareció una eternidad, cegados de rabia y sin el menor atisbo de raciocinio en nuestras desesperadas acciones, hasta que de súbito mi espalda tropezó con una superficie dura y metálica, fría como el hielo, y que derribé con violencia por la misma fuerza del impacto. Un enorme y ensordecedor estrépito se dejó oír, seguido al instante por un atronador fogonazo que laceró mi carne, chamuscándome las ropas. En el acto una hambrienta columna de fuego se alzó voraz mordiendo con saña las raídas cortinas, mientras que el aire se llenaba de reiteradas y secas explosiones. Abel me soltó de un violento empujón y, gritando horrorizado, se puso en pie librándose de mi presa. Con el rostro desencajado por un tremendo pavor intentó acercarse hasta el origen del fuego, desabotonándose la bata en un intento desesperado por apagar el incipiente incendio; pero era tan grande su desesperación que no atinó a pasar por entre el enorme amasijo de cables que había diseminado por todo el suelo, enroscándose su pie en un de ellos y haciéndole tropezar para caer hacia delante con violencia. El hombre alzó con desesperación un brazo en un vano intento por conservar el equilibrio y trató de asirse a un extremo del extraño foco anaranjado que había en el centro de la estancia. Su mano debió de poner inadvertidamente en funcionamiento el misterioso aparato, dejándole por completo a merced de los efectos de aquella portentosa luz. Yo, sentado en el suelo todavía jadeante por la pelea, contemplé fascinado toda la escena. Abel cayó con pesadez a tierra mientras la expresión de su rostro, bañado por aquella fantasmagórica fluorescencia, se tornó cadavérica con inusitada rapidez; unos repentinos temblores convulsionaron su cuerpo, mientras de sus marchitos labios dejaba escapar un lastimero alarido. Sus ojos quedaron súbitamente vidriosos y carentes de vida mientras los espasmos fueron reduciéndose de manera paulatina hasta que una ominosa quietud se apoderó de todo él. Yo me incorporé con cierta dificultad y me acerqué hasta su cuerpo inmóvil, apartándolo del haz de luz naranja. Una rápida mirada me bastó para confirmar mis sospechas. Abel estaba muerto.
En aquel instante, desde una especie de tubo al otro extremo del aparato que apuntaba hacia el ahora abierto ventanal, pareció brotar un quedo y melancólico suspiro a la vez que un débil soplo se agitó en el aire. De forma maquinal intenté captar hacia dónde se dirigía aquella extraña corriente y me pareció que iba a diluirse contra el tronco de un enorme sauce que se alzaba a unos escasos metros del cobertizo. Entonces, sintiendo un escalofrío recorrer mi columna vertebral, comprendí que Vázquez acababa de experimentar en sí mismo las mismas sensaciones que yo había sufrido anteriormente. Un fuerte pavor animal se apoderó de mi ánimo. Aunque antes había deseado no volver a mi cuerpo, de nuevo su cerebro volvía a regir mis actos haciéndome abominar la idea de sufrir otra vez semejante escisión. Mi propio instinto de conservación logró hacerme reaccionar y me impelió a correr hacia la puerta, huyendo de aquella trampa de fuego que crecía a mi alrededor.
Estaba a punto de cruzar el umbral hacia la salvación del exterior cuando mi atribulada mirada tropezó con la desvencijada silla. Su aspecto me resultó tan extrañamente patético que, a pesar de mi miedo cerval, me detuve indeciso. Aunque aquella cosa continuaba quieta y estática, rodeada por una columna de fuego y humo, de alguna forma incomprensible me pareció captar una muda y angustiosa súplica dirigida a mí. Dominado por un súbito impulso, me encaminé de nuevo hacia el foco sin prestar atención a las llamas que crepitaban entorno mío, moviendo la dirección del tubo de salida para que apuntara hacia otro sauce situado más al fondo del jardín. Luego, notando cómo las manos me temblaban al simple contacto, así la silla con la mayor suavidad posible y la deposité bajo el halo de luz anaranjada. Un anhelante suspiro pareció surgir del interior mismo de aquella quemada madera y un nuevo soplo, suave y alegre, salió del aparato y se perdió en la noche.
Como si aquello fuera una señal preconcebida, una nueva y más poderosa explosión surgió del foco, haciéndolo saltar en varios pedazos y apagando su fantasmagórica luz. La atmósfera se volvió repulsiva y un humo acre y denso invadió todo el recinto, ahogando mis pulmones con dolorosa rapidez. Sintiendo mis fuerzas flaquear y boqueando con desesperación, me precipité dando traspiés hacia la salida. Con un titánico esfuerzo logré traspasar el dintel de la puerta y me desplomé con violencia sobre el descuidado césped que circundaba el cobertizo. Una superficie fría y dura golpeó contra mi cabeza mientras una misericordiosa inconsciencia me acogía en su seno.
Cuando volví a recuperar el sentido me encontré tumbado boca arriba, con una mascarilla de oxígeno cubriéndome nariz y boca, llenando de vitalidad mis maltrechos pulmones, mientras tres ansiosos rostros se inclinaban hacia mí. Con un esfuerzo aclaré mi visión y pude reconocer a dos bomberos, gracias a los cascos rojos que portaban calados, y al profesor Darmian, con las gafas bailando sobre su enorme nariz, mirándome con aspecto preocupado. Me incorporé con lentitud mientras me retiraban la bombona de oxígeno, sintiendo un dolor de cabeza tremendo. Quedé sentado en la hierba a la vez que los bomberos se alejaban y Darmian se aposentaba con dificultad a mi lado. La tenue luz de la alborada nos iluminaba y el aire se sentía denso y preñado de humo, aunque una suave y fresca brisa parecía empecinada en querer empujarlo lejos de allí.
—Me alegra encontrarle a usted sano y salvo —el profesor lanzó una hueca risa de falsete—. Jamás me habría perdonado a mí mismo que le hubiera ocurrido una desgracia. Estos caballeros fueron tan amables de avisarme al encontrarle a usted junto al fuego; al parecer hallaron una tarjeta mía en uno de sus bolsillos. Será mejor que se relaje, pronto vendrá una ambulancia y le conducirán a un hospital para someterle a un chequeo. Ni qué decir tiene que la Universidad correrá con todos los gastos.
—¡El fuego! —exclamé cuando comprendí el alcance de sus explicaciones, mientras intentaba incorporarme y sentía todo mi cuerpo dolorido.
Del cobertizo tan sólo quedaba un montón de humeantes escombros. La destrucción había sido completa, nada había podido escapar a las devastadoras llamas.
—Encontraron un cuerpo carbonizado en su interior —me informó Darmian en voz baja, incorporándose a mi lado—. Supongo que se tratará del infortunado Vázquez, ¿no es cierto? El pobre hombre realmente se volvió loco; tuvo usted mucha suerte al no compartir con él su trágico destino.
—Sí, mucha suerte —logré murmurar con amargura, notando un nudo en la garganta.
Sentí un súbito escalofrío recorrer mi columna vertebral y alcé la vista con rapidez. Frente a mí, respetados por el fuego, se alzaban dos enormes y frondosos sauces. Sus ramas, altas y esbeltas, crecían hacia el cielo en una extraña plegaria, rozándose entre sí con dulce y amorosa suavidad. Aunque a ras del suelo el aire se había detenido por completo, un cálido y acariciador soplo parecía agitar las copas de ambos gigantes, dotándoles de una misteriosa y sensual armonía. Sólo yo, de entre todos los presentes, supe captar aquel maravilloso fenómeno: a ambos les unía una extraña e intangible corriente, sobrenatural y única; era un soplo de vida, un soplo de amor.
Un soplo mágico.
© Copyright de Joan Antoni Fernández para NGC 3660, Septiembre 2017