Sonrisa muerta

 

Por Tania Huelga Bardo

—Tome asiento, Señorita K. La hemos llamado debido a que su EC de esta mañana nos ha alertado de que sufre un problema micótico. ¿Podría decirnos si debemos preocuparnos?

—Bueno, yo… aprecié un pequeño enrojecimiento, pero no creí que… —El joven e impoluto director de Recursos Humanos y Emocionales hizo una extraña mueca ante las palabras de ella.

—Este tipo de conductas, Señorita K, nos hacen pensar que puede estar perdiendo felicidad, y en usted no es nada habitual esa falta de respeto por su cuerpo y su bienestar.

—Pero…

—No, déjeme hablar, le aseguro que no será tan terrible como piensa. Veamos, su contrato tiene una amplia cobertura médica y por eso mismo le hemos pedido una cita para que pueda acudir ahora mismo. De hecho, un vehículo la está esperando en la entrada. Por cierto, ¿hay alguna razón por la que lleve un atuendo tan triste?

Eva se miró y se dio cuenta de lo extraño que resultaba su traje gris en comparación con las coloridas figuras que salpicaban la ropa de él.

—Bueno, debo admitir que esta mañana no he prestado demasiada atención a la elección de colores. —Lo dijo intentando disimular su preocupación, pero la expresión de afabilidad de su interlocutor escondía una ligera mueca de repugnancia.

—Como bien sabe, Señorita K, debemos rodearnos de vivacidad si queremos mantener bien alto nuestro ánimo. Pero vaya, vaya a que la miren… Y de verdad espero que supere este bache y regrese a nosotros con una gran sonrisa.

La mujer salió cabizbaja de aquel despacho de colores suaves; de muebles exquisitos dispuestos de forma armónica y de sutiles aromas: todo estaba perfectamente dispuesto para agradar. Mientras caminaba por los pasillos en dirección a la salida, Eva no dejaba de preguntarse qué le estaba pasando, por qué padecía esa falta de felicidad expresiva y, de paso, cómo era posible que hubiera podido caer tan bajo.

Nada más abandonar el edificio, lo primero que vio fue el vehículo que le habían pedido y al chófer esperándola junto a él.

—Buenos y alegres días Señorita. Me han comunicado que debo llevarla al Instituto de Bienestar y Salud. —Eva asintió acompañando el gesto con una leve sonrisa y se subió a la parte trasera del vehículo—. Una visita rutinaria, me imagino. Es importante llevar a rajatabla estos temas, ¿no le parece? Como dice mi madre: «nunca se es demasiado precavido en lo concerniente a la salud». ¿Y sabe qué? Le dieron este año el premio a la Ética Saludable por segundo año consecutivo. —Mientras hablaba, miraba por el retrovisor a su pasajera que permanecía sumida en el más absoluto silencio. Cosa que parecía inquietarle—. Mantiene rigurosamente al día todos los exámenes y tratamientos nutricionales; ha dejado de consumir más de 50 tipos de aditivos químicos, ¿se lo puede creer? Es, además, paciente platinum en su centro de bienestar. —El chófer volvió a mirarla, pero ella ni siquiera parecía estar allí—. Pero está claro que todo esto se consigue con dedicación, no vagueando. —En cuanto pronunció la última palabra cerró la pequeña ventana que separaba la zona del conductor de la de los pasajeros, y subió el volumen de la radio, donde anunciaban algún producto purgante que prometía eliminar más de cien toxinas diferentes.

Al cabo de un rato el vehículo se detuvo. Esperó dentro unos segundos a que el chófer la avisara de que habían llegado, pero al ver que eso no iba a pasar decidió apearse. Como había imaginado tendría que entrar por la puerta lateral del edificio, y no por la magnífica entrada principal. Poco antes de llegar a la desteñida puerta que tenía delante, un enfermero la abrió de golpe y pasó por su lado sin apenas mirarla. Cuando por fin entró se encontró con la sala de espera más lúgubre que jamás había visto. Sentados en las destartaladas butacas había otras tres personas esperando; un señor de unos cincuenta años con una mano vendada, acompañado de una mujer un poco más joven que él y en el asiento más cercano a ella una señora de avanzada edad. Tomó asiento al lado de esta, y como respuesta a la tímida sonrisa que Eva le dedicó, le hizo un gesto de desagrado.

El silencio de aquel lugar solo se veía interrumpido por las charlas y paseos del personal sanitario.

 —¿Has visto? —Una joven médica le hablaba a otra mientras se dirigían hacia la entrada—. Ni siquiera seguía el protocolo de positividad a primera hora de la mañana. ¿Cómo pretenden que podamos hacer bien nuestro trabajo?— El resto de la conversación quedó silenciada al cerrarse la puerta tras ellas.

Eva seguía intentando mantener una actitud lo más relajada posible, aunque notaba su cuerpo agarrotado y las manos sudorosas. Y entonces comenzó a susurrar el mantra:

—Los pensamientos positivos son los pilares de la salud. Los pensamientos positivos son los pilares de la salud. Los pensamientos positivos…

—¿Qué haces niña? ¿Es tu primera vez en el reino de los malditos? —Eva levantó la mirada y asintió. La anciana que estaba a su lado se acercó más—. ¿Quieres que te diga lo que son los pensamientos positivos? —La miró a los ojos, esperando una reacción de la joven—. ¡Una mierda! —Y al ver la expresión de Eva, sus carcajadas retumbaron por toda la estancia, lo que alertó a un enfermero que acudió enseguida.

—¿Qué está pasando? ¡Oh, por Dios! —El enfermero se había percatado de que el hombre con la mano vendada había comenzado a llorar—. Tengo un código ámbar, por favor, acudan a la sala de espera D23. —El enfermero parecía sentir una mezcla de disgusto y asco por aquella situación. Pero para su alivio pronto llegó la ayuda que había solicitado por megafonía: dos enfermeras más aparecieron por el pasillo principal.

—¿Cómo ha llegado a pasar esto? —Una de ellas, la de más edad, parecía especialmente molesta.

—Ha sido sin más… yo… —Mientras hablaba, el enfermero se retorcía las manos.

—¿No se te ha ocurrido reproducir en el hilo musical algún bucle positivista?

—No creí que fuera necesario.

—Está bien, nos lo llevaremos a la sala esperanza, a ver si podemos arreglar esto.

Mientras todo esto sucedía y, a pesar del alboroto, Eva continuaba sumida en sus pensamientos; procurando mantener a raya la ansiedad.

—Señorita Eva Kara, pase a Sala 3. —Por encima de las voces de los enfermeros y las carcajadas de la anciana la megafonía, reclamaban a un nuevo paciente.

Eva se levantó muy despacio y se dirigió a la sala con el letrero tres en la puerta. Tragó saliva y entró.

—Tome asiento señorita. —El galeno, ataviado con una bata rutinaria, decorada esta con dibujos de amplias sonrisas, esperaba pacientemente sentado tras el escritorio—. Veamos, tengo entendido que padece usted un problema fúngico. No se preocupe, el tratamiento es rápido, eficaz y no atañe ninguna dificultad. Pero, algo que por otra parte me desconcierta, es que no entiendo cómo ha podido dejar que le pase esto a su cuerpo. Es decir, ¿hace usted los reconocimientos básicos de cuidados emocionales y físicos?

—Sí señor, los llevo a cabo a diario. —Eva asintió intentando mostrarse confiada.

—Discúlpeme por tener que expresarme en estos términos, pero, ¿está usted deprimida? —Al oír aquella palabra, Eva sintió un tremendo vértigo—. Entiéndame, su aspecto y, claramente, esa ausencia de alegría tanto en su modo de andar como en su postura, que es todo lo que he podido observar hasta el momento… ¡y un problema de hongos en la piel! Mujer, está bastante claro que no está siguiendo ni las indicaciones básicas, ni los mantras, ni las rutinas alimentarias imprescindibles para el cuerpo y la mente. Está siendo tremendamente irresponsable con su salud y su estado anímico, señorita. Y debe ser consciente de que, además, eso mismo puede afectar a los demás. —Eva se llevó una mano temblorosa a la boca. La idea de la reinserción emocional era demasiado para ella—. Y, para colmo, a todo lo anterior hay que sumarle una evidente pérdida de peso: ¿De veras está llevando el control nutricional adecuado? No estará consumiendo ningún alimento restringido, ¿verdad?

—No, en absoluto. Solo me proveo en comercios que cumplen la normativa vigente y actualizada. —Eva lo miraba suplicante. Tenía que creerla. No se había saltado ni la quema de calorías diarias ni las depuraciones de toxinas.

—En ese caso, no me deja usted más opción que enviarla a un centro de reeducación emocional: no podemos permitirnos que contagie a nadie con esa… —se interrumpió antes de pronunciar la última palabra. Su rostro había adoptado un gesto de auténtica aversión— negatividad.

***

—Las emociones son controlables, una persona respetable vive en plena armonía con su cuerpo y su mente. Las emociones negativas son propias de seres involucionados, el ser humano busca la felicidad. Nuestro cuerpo revela cómo nos comportamos con él. Un cuerpo enfermo no es propio de una persona responsable. Las emociones son controlables… —Aquellas palabras se repetían a través de la megafonía y se oían en todo el centro de reeducación cada media hora.

—Señorita Eva, es la hora de sus complementos alimenticios. ¿Señorita Eva? —Nadie contestaría al otro lado de la puerta a la que llamaba la cuidadora del centro. Dentro de la habitación de vivos colores y de holografías de paisajes de ensueño, yacía colgado de una lámpara de techo rosa, el cuerpo de Eva vestido con un camisón floral. Y detrás de ella, escrito en la pared con grandes letras negras, se podía leer: Vuestra sonrisa está más muerta que la mía.

© Copyright de Tanial Huelga Bardo para NGC 3660, Mayo 2018