Por Sara Martínez
La guerrera hincó la rodilla ante su señora, una mezcla entre humildad y frustración en su semblante.
—Se acabó. Pluma está enferma —admitió besando el filo de su espada. Era un adiós—. Ya no es feliz en la batalla. No es briosa, se aletarga. Me obedece con pereza, se rebela y me traiciona. Sus palabras están muertas.
En silencio, depositó a Pluma en la alfombra. Permitió a su mente vagar por recuerdos de años gloriosos. Viejas contiendas, algunas perdidas, bastantes ganadas. Su guerra. Su vida.
Su señora, la Dama Literatura, la contempló y ladeó la cabeza.
—Pluma vive, mi leal guerrera Norma —le espetó sin conmoverse en absoluto. Siempre era severa y clara—. Su corazón aún late rebosante de belleza. Pero tú dejas morir su voz. Es tu espíritu el que ha enfermado.
La guerrera recogió su arma con abatimiento y dejó escapar un suspiro mal disimulado. Percibía una gran verdad en los reproches de su reina, pero estaba muy cansada de luchar contra sí misma. Se puso en pie y notó que las piernas le flaqueaban: se sentía avergonzada de haber llegado a aquello. Ella, la que antaño había combatido con ardor…
—¿Podré curarme, señora? —inquirió con anhelo.
La Dama Literatura se incorporó de su trono de ideas y creatividad finamente labrada. Se alisó el largo vestido de párrafos y oraciones enlazados. Norma lo reconoció: era un Michael Ende.
La soberbia gobernante sonrió, más compasiva.
—Quien quiere puede curarse —afirmó—. Pero yo no puedo ayudarte, guerrera. Esta cruzada, como muchas otras, comienza allí donde solo tú llegas.
»Sal, ve a la guerra. Encuentra tus palabras. Sabes bien que el Reino Escrito te requiere más que nunca. No están lejos, pero debes derrotar a tu enemigo más difícil: el Censor. Pluma te guiará en tu empresa.
La muchacha abrió los ojos como platos.
—Pero… —vaciló.
—Ve —insistió la reina—. No rehúyas tu destino.
La Dama Literatura hizo una reverencia y, con un gesto rotundo, declaró la audiencia terminada. Así, a su sierva solo le quedó tragar saliva: el fracaso o la victoria estaba ahora en sus manos.
Norma dejó el fastuoso Palacio de Verso y Prosa cabizbaja y sumida en sus pensamientos. Derrotada, sin saber qué rumbo habría de tomar, acarició con nostalgia el acero de Pluma. Estaba helado.
—¿Es cierto, querida Pluma? ¿Nunca me has dejado sola? ¿De verdad soy yo quien te ha fallado todo este tiempo? —suspiró tomando asiento, y sus ojos se humedecieron.
Comenzó a reflexionar sobre su historia y su desgracia.
Se había iniciado como guerrera de las palabras casi una década atrás, cuando era ingenua todavía. Poco le importaba la perfección por aquel entonces: todo lo que brotaba de Pluma la henchía de orgullo. Su espada, en aquellos días tan cándida como ella, manaba cuentos a borbotones sin pudor alguno. Sus palabras eran toscas, pero Pluma lo ignoraba. Era un arma irreflexiva y zafia, pero embestía sin miedo. Al fin y al cabo, ¿podía existir mayor honor que tomar parte en la guerra contra los Hojas en Blanco? Esgrimida con bravura, Pluma había derramado ríos de tinta a su paso. Su inocencia era su fuego.
Y, si bien infinidad de aprendices de guerrero caían por su inexperiencia antes de despegar, Norma había resistido y se había hecho más fuerte. Una guerrera impecable…
… Era el principio del fin.
El Censor. En el fondo era algo que ya sospechaba. Aquel mal la atormentaba desde hacía demasiado. Había oído hablar de él: el demonio insidioso que anida en tu interior y te destruye desde dentro. Abundaban los relatos de magníficos guerreros que sufrían emponzoñados por el aciago virus. Una vasta mayoría nunca salía adelante: agotados, renunciaban a la Senda de la Espada.
Pero ¿por qué ella? ¿Cómo podía haberse infectado? ¿Qué había hecho para merecer tal desventura? Aunque odiaba aceptarlo, intuía la razón: el Censor halla su hogar en quien desprecia lo imperfecto.
Y ella siempre rechazaba con rigor casi mezquino lo que no le resultaba intachable. Lo admitía. Había sido una víctima ideal para la plaga y se había ganado a pulso una temprana decadencia. Todo había comenzado a torcerse sin querer poco después de su debut en las Campañas Narrativas: admirando la destreza propia de los altos cargos, había aprendido que la técnica era algo esencial.
Y lo era, de eso no le cabía duda alguna.
Pero el buen hacer mata cuando se torna obsesión.
Al principio los síntomas no parecían tan graves, e incluso le ayudaban a desplegar su talento: había entendido que una espada ha de ser cautelosa, vomitar las comas justas y controlar su poder. La puntuación ya no tenía secretos para ella, y eso daba alas a Pluma para moverse con gracia. Su vocabulario se había ido acostumbrando a ser pulcro y preciso, y a no repetirse mucho. Sus frases danzaban al son de una cadencia invisible. Su prosa era poesía; era elegante y letal.
Ciertamente, el arma en seguida había descubierto que su trabajo se le hacía más arduo por momentos. Terminaba las misiones más cansada, pero ¿y qué? ¿Acaso no era imbatible? Norma la educaba bien. Sin embargo, aquella férrea disciplina había sido el detonante de su perdición: Norma se había tornado cada vez más exigente. Inflexible. Despiadada.
Y ya no creía en Pluma.
No había ni una palabra que fluyera de la espada que no suscitara en ella una gran desaprobación. Castigaba cada punto o coma fuera de lugar; cada párrafo, cada línea. No le dejaba expresarse. A aquellas alturas más maltratadora que maestra, censuraba cada intento de redimirse a sus ojos. Le recriminaba sin descanso su mediocridad, la incorrección de sus formas, su total falta de ritmo.
La joven se derrumbó: ¿cómo podía pretender que Pluma sirviera a su causa con la ilusión de antaño? Le había hecho tantísimo daño últimamente… No estaba siendo justa, y en el fondo lo sabía. Había quebrado su ánimo en pedazos golpe a golpe, desintegrando su autoconfianza. Ahora lo entendía todo: Pluma le tenía miedo. Y por eso, poco a poco, se había quedado muda.
A Norma se le desgarró el corazón.
—Dios…, lo siento —musitó; y estalló en lágrimas de rabia—. Oh, Pluma… ¿Qué es lo que he hecho? Lo siento… No te merezco.
Permaneció allí sentada unos minutos, quizá horas, riachuelos de tristeza resbalando por su rostro. El futuro se le presentaba como un lienzo gris de desolación y vacío: ya no le quedaban fuerzas. La noche la sorprendió en medio de sus cavilaciones; finalmente, muy afligida, emprendió el regreso a casa. Trató de recomponerse, pero ya no era la misma: su vida había perdido todo sabor y sentido. Durante semanas evadió a Pluma: temía su frialdad, su rencor y sus represalias.
En lugar de afanarse por sanar de sus heridas y retornar a la guerra, se hundió más en las tinieblas. Se entregó a otros menesteres; buscó un empleo distinto y halló gratas compañías que le hacían sonreír. A veces sacaba un rato para sumergirse en palabras de espadas menos miserables que la suya. Siempre había algo que hacer, mas Pluma no entraba en sus planes; y, no obstante, el remordimiento era insoportable.
¿Cómo podía no serlo? Distinguía la llamada de su sangre belicosa resonando en sus entrañas. Repicaba en su cerebro la voz de su soberana, la Dama Literatura: le estaba decepcionando. Oía los gritos de su gente, los otros guerreros: «¡Compañera, compañera! ¿Por qué abandonas tu puesto?». Y escuchaba a Pluma sollozando en la oscuridad.
Una tarde, comprendió que había tocado fondo.
—Te estás echando a perder —reconvino con cansancio a su reflejo en el espejo; y éste asintió con angustia—. Eso no está bien. No es sano. Tú eres mucho más que esto. Pluma aún te necesita, y tú a ella. ¡Reacciona!
Se frotó la sien: era fácil decirlo, pero la asustaban los Hojas en Blanco.
—¡Reacciona! —insistió su conciencia.
«Pero…»
—¡¡REACCIONA!!
Y reaccionó.
Apretó los puños, respiró muy hondo para relajarse y cerró los ojos. Cuando los abrió, fue para sostener la mirada desafiante del Censor. Se le antojó una figura imponente; quiso echarse atrás, esconderse y llorar. Pero no lo hizo. No aquella vez.
—Hoy soy más fuerte que tú —dijo—. ¡Vete!
El monstruo titubeó unos instantes: ¿a qué venía tamaña insolencia? Como de costumbre, quiso subyugar a Norma; lograr que le pesara el alma. No pudo. La guerrera se fue arrancando una a una las espinas con las que le torturaba; con la frente alta e indómito orgullo, le dio la espalda. Ya no era su dueño.
Sacudida por una súbita chispa de entusiasmo, la joven se dirigió a por su espada. Si no amaba a Pluma, Pluma no se amaría a sí misma… Era hora de restaurar la complicidad perdida. Siempre fiel, Pluma aguardaba donde la había dejado, languideciendo en una montaña de polvo y olvido. Apenas si era visible su aura tenue y deslucida; Norma olió su desconsuelo en el aire. Le atenazó el pecho una punzada de arrepentimiento, pero no servía lamentarse. Había que actuar.
La recogió con cariño en sus manos, la abrillantó y le propinó un beso. No era ningún beso de despedida: tenía sabor a nuevo comienzo. Le pareció que Pluma titilaba como quien pestañea al despertar de una pesadilla. Sintió vibrar un pálpito de regocijo en sus venas de metal: el calor del perdón.
—Sí, Pluma, yo también te he echado de menos —reconoció empuñándola con aplomo—. ¿Qué me dices? ¿Te sientes con energía? Hagamos al enemigo temblar…
Y así, con determinación inaudita, batiendo las alas de su libertad, rauda como si sus pies —antes rendidos— hubieran tomado el control de su cuerpo, se precipitó hacia el fragor de la batalla. Su corazón chillaba en su fuero interno. Era un grito mudo pero apasionado. Un grito que quemaba.
Un grito de guerra.
Y luchó. Luchó como hacía mucho que había olvidado que podía hacerlo. Atravesó millares de Hojas en Blanco con su intrepidez, combustible de Pluma. Luchó contra la memoria del Censor. Dio una puñalada a sus propios fantasmas. Anegó de tinta valles y explanadas, creando torrentes de universos nuevos.
Entretejió elocuciones y sílabas como si ya no hubiera mañana y quisiera verter sobre el mundo en segundos cien meses de sueños. Brilló como nunca. Dibujó sin lápiz. Pintó sin pincel, fusionando colores hechos de letras.
Cuando, exhausta, regresó a su cuartel, los Hojas en Blanco yacían por el suelo. Pero, poco a poco, se iban levantando, convertidos en pregoneros de historias. Ya no eran violentos, crueles ni obstinados. Por el contrario, le daban las gracias.
—Solo éramos sombras de lo que podíamos ser —decían—. Nos has dado sentido.
Aquella noche —por primera vez desde hacía tanto que apenas lo recordaba— Norma dormiría con Pluma a su lado. Sintiendo que, en el fondo, ambas eran una. Durmió en paz, ignorando que el Reino Escrito ya se hacía eco de la buena nueva: la guerrera a la que creían perdida, la Siempre Implacable, había regresado. Circulaban de boca en boca las crónicas y testimonios de otros combatientes que habían sido testigos de cómo renacía, cual fénix, de entre sus cenizas. Los que habían sido sus oponentes peregrinaban de rincón en rincón. Lejos ya de ser fríos. Hojas en Blanco, eran los heraldos de su mensaje.
En una estancia con paredes de estrofas y lámparas hechas de caligramas, la Dama Literatura pensaba. Una sonrisa se escribió en sus labios.
—Enhorabuena, guerrera —murmuró—. Sabía que podías conseguirlo. Ahora no te rindas. Nunca te rindas… Cada desafío será una aventura.
© Copyright de Sara Martínez para NGC 3660, Febrero 2018