—Pinta feo, ¿eh? Le recomiendo que busque un lugar donde alojarse, recuerde que no estamos en el Anillo Central. Aquí, abandonados por la Unión Planetaria a nuestra suerte, las cosas van a otro ritmo.
La voz surge de entre las tripas abiertas de mi vehículo, acompañada de clings, clangs y algún que otro juramento en varios idiomas diferentes a la vez. El robot mecánico se incorpora, gira su cabeza llena de grasa hacia mí y se acerca. Su filtro de ventilación emite un desagradable tufo, como el de una habitación sin ventilar mezclado con combustible rancio.
—Necesito una pieza —explica ante mi cara de incredulidad y desagrado—. Si la pido ahora… déjeme ver… en un par de ciclos estará aquí. Más otro extra para aviarle el cacharro. —Da unos pequeños golpes en el chasis de mi transporte mientras ríe con una cochambrosa voz enlatada—. Tengo su número, espere a que le llame. Hasta entonces no puedo hacer nada.
Me quedo plantado sin saber qué decir hasta que, tras un rato, me giro y me marcho del taller de reparación sin despedirme, maldiciendo mi suerte por lo bajo.
—Puede ir a «Venta Victoria» —grita el mecánico a medida que me alejo— ¡Dígale a la vieja Vic que va de mi parte!
No respondo, me siento frustrado y molesto. De todos los vendedores de la Sociedad Multiplanetaria de Seguros me tiene que tocar a mí el transporte de empresa defectuoso. Estoy atrapado en este maldito satélite polvoriento del anillo exterior.
La hospedería capsular «Venta Victoria» es el único nicho de alojamiento de los alrededores. Sin un transporte adecuado estoy condenado a dormir allí.
Me espero un tugurio ruinoso, digno de la recomendación del cochambroso taller en el que he estado y, sin embargo, el lugar parece correcto. Aunque el nombre recuerda a la cultura terráquea, tan de moda últimamente, el interior no puede ser más práctico. La recepción, sencilla, se compone de una vieja consola de autoservicio. Victoria, una voz artificial, cantarina, acompaña cada una de las opciones. Cada cierto tiempo algunas interferencias cortan su discurso pero la asistente virtual, lo reconozco, es sumamente amable.
—Gracias por usar nuestro servicio de alojamiento encapsulado. Espero que disfrute de su estancia con nosotros. Seguro que en breve no se va a querer ir, ¡no sería el primero! Su habitación es la P-204.
Doy las gracias a Vic y subo en un viejo ascensor vintage hasta mi cuarto. La cápsula está limpia. Deposito mi maletín, mi teléfono sobre el cargador y cierro antes de volver a bajar a recepción.
—¡Victoria! —llamo—. ¿Cuáles son las opciones de ocio?
De nuevo la alegre voz surge de un altavoz, solícita.
—Proyector cinematográfico, Gabinete de Seres Extraordinarios, Teatro virtual de títeres, Realidad Virtual Psicopedagógica…
—Espera, espera —interrumpo—. ¿Qué es eso del Gabinete?
—El Gabinete de Seres Extraordinarios se define como entretenimiento de inspiración humana. Se encuentra cerca del sector Gamma, a tan solo diez clics con paso vivo.
Aunque la nueva estética neo-humanista que invade todos los rincones me produce cierta pereza, pienso que no pierdo nada por echar un vistazo al lugar. Abandono el nicho tras despedirme de mi simpática anfitriona. A medida que camino por las calles, el pesado entorno industrial, grisáceo, carcome mi humor. El tiempo calculado se ha convertido ya en casi el triple cuando, tras doblar una esquina, me topo con una carpa circense de malla digital, rayas rojas y blancas sobre una enorme estructura metálica, sucia y oxidada, que recuerda a una nave. Parece que he llegado.
—¡Bienvenido al Gabinete de Seres Extraordinarios!
Un viejo holograma, un ser bípedo con cancán siguiendo la antigua moda terráquea, titila mientras anuncia, a bombo y platillo, las bondades de aquella chatarra: un antiguo transporte interplanetario reconvertido en museo.
Un pequeño puesto ambulante cocina recetas de inspiración humana cuyo olor se impregna por todas partes. Grasiento, pegajoso… delicioso. Frente a la puerta una caseta anuncia la venta de entradas. Me acerco, con andar distraído, a la vez que rebusco monedas sueltas en los bolsillos.
—Dame un billete, preciosa —solicito a la niña que trabaja de taquillera. Su presencia viola cualquier legislación de la Unión Planetaria sobre explotación laboral infantil.
—Son quince créditos —responde con una sonrisa.
—¿Sabe el sindicato que estás aquí? —Dándole una moneda de veinte. Me fijo que sobre su cabeza gira un número digital, impresionado. Noventa y nueve.
—Sí, señor. Fue quien firmó la orden de trabajo. —Se gira hacia la caja dejando al descubierto la circuitería de la nuca—. ¿Sabe? Hoy termino. ¡Usted es mi último cliente!
—¿El qué? —Me quedo pasmado observando a la androide. No me acostumbro a tratarlas como iguales. El misterioso dígito que flota sobre su cabeza cambia: cien.
—Cuando uno de los trabajadores del gabinete alcanza la centena puede abandonar su puesto si lo desea. Después de siete años la he alcanzado. Por fin puedo…
—Quédate el cambio, bonita. —Me alejo sin escuchar cómo me explica el funcionamiento del circo, todavía molesto por haber confundido a un simple robot con una humana.
Entro en la nave, un gran salón al estilo terráqueo repleto de cartelas explicativas: una gigantesca lámpara de cristal de Murano, alfombras persas, Picasso compartiendo paredes con Velázquez, Basquiat, un sarcófago egipcio y hasta una vieja recreativa con un comecocos. Al fondo de la sala un gran telón. En cuanto me acerco se abre lentamente descubriendo un escenario por el cual, a ritmo de organillo, comienza a desfilar una patética colección de criaturas procedentes de todos los planetas de la Unión, cada una con un número virtual asignado: catorce, veintinueve (humanos con dimorfismo sexual), sesenta y siete (gigante velloso de Antares), noventa y tres, cincuenta y dos, ochenta y cinco (mentes colmena del Último Anillo)… Al verlos pienso en la taquillera. ¿Cuánto tiempo deberán trabajar aún? No parece que este antro tenga muchos clientes. ¿Años, quizá? Me moriría si tuviera que pasar un solo día aquí.
Tras unos minutos eternos, silencio, la música para en seco, cae el telón y se abre una puerta lateral. Un cartel, que reza «salida» en diferentes lenguas, se ilumina e identifica el acceso.
Me quedo con la sensación de haber sido estafado. En vez de seguir con el itinerario previsto me dirijo hacia una de las salidas de emergencia, dispuesto a reclamar la propina en taquilla, con la esperanza de que la joven androide no haya solicitado ya la carta de despido. Al empujar la puerta me choco contra un crustáceo rojo enorme que arrastra una fregona y un cubo lleno de agua. Sobre su cabeza flota también un número: cincuenta y seis.
—Perdone. No se puede pasar —dice el personal de limpieza con voz grave y seca. El traductor digital que lleva integrado en el cuello se ilumina con cada nueva palabra.
—Quisiera hacer una reclamación formal…
—Siga el itinerario —interrumpe mientras señala la salida con una de sus pinzas.
—Pero…
—El itinerario —insiste. Sus gestos denotan impaciencia.
Doy las gracias por su «amabilidad» y me dirijo hacia la puerta indicada, resignado. Ni siquiera me doy cuenta de que el número flotante ha cambiado a cincuenta y siete.
Al abandonar el recinto, a través de un largo y oscuro pasillo desemboco, sin pretenderlo, en una sala llena de espejos. Me veo rodeado de mil versiones de mí mismo. Intento retroceder pero ya no hay puerta; con un suave silbido ha sido sustituida por una luna que devuelve mi imagen. Estoy solo, acompañado de yoes deformes que me gritan desde el otro lado. Pasan los clics, eternos, y continúo encerrado. Pido ayuda, la exijo, ruego por ella, pero es inútil. Desesperado, al darme cuenta de la asistencia no va a venir, me lanzo contra los reflejos. Golpeo con garras y tentáculos hasta que aterrizo, al fin, sobre un escenario entre una explosión de cristales rotos. «¡Luces!». Comienza a sonar el organillo y una cifra digital se impresiona sobre mi cabeza: uno.
© Copyright de Iván Mayayo Martínez para NGC 3660, Julio 2019