Por Rocío de Juan
Me llamo Rojo Destello de la Última Estrella de la Tarde. El nombre lo escogió mi padre —eso explica por qué es tan distinto de los de otros— y siempre creí que lo había hecho pensando en el momento de mi alumbramiento. Nací un atardecer de hace quince años, cuando el sol moría provocando un gran incendio en el horizonte. Aquel astro fue la última luz que vio mi madre, antes de arrojarme al mundo con un postrero esfuerzo. Mi progenitor ha cuidado de mí desde entonces. Sin embargo, esta misma tarde he tomado la decisión de abandonar mi nombre y tomar en su lugar el de Guía, indicativo de lo que será mi vida futura.
Mi padre no era de nuestro Pueblo. Una de las mujeres exploradoras le había descubierto errando por las rojas dunas del desierto. Cuando le condujo hasta su gente, éstos sintieron inmediata curiosidad por él, debido a sus cabellos dorados y al atuendo azul que le cubría como una segunda piel. Cuando le desvistieron para atenderle comprobaron que su piel era tan pálida como su rostro. Su físico contrastaba enormemente con nuestra piel cobriza y nuestro tono oscuro de cabello. Él era, al mismo tiempo, parecido y diferente a nosotros (hablaba otra lengua, aunque pronto aprendió la nuestra) y el temor les hizo plantearse acabar con la vida del extranjero. Le salvó la defensa de la mujer que le había encontrado, y que incluso le aceptó en su tienda. Más tarde se convertiría en mi madre al concebir a la única hija de aquel extraño: yo.
La característica más singular, no obstante, residía en la longevidad de mi padre. Él afirmaba tener treinta y cinco años el día que llegó a nuestro Pueblo. A esa edad, cualquiera de nosotros hubiéramos sido ancianos decrépitos. Con el tiempo, ese tema comenzó a inquietarme. Empecé a preguntarme si tendrían algo que ver con ello sus frecuentes ausencias del Pueblo, o algún aspecto de su vida anterior, de la que desconocía todo. Pensé que podría compartir la clave de su longevidad con nosotros y resolví interrogarle acerca de su secreto.
Aquel fue el momento que mi padre eligió para revelarme su pasado. Comenzó por la explicación de mi peculiar nombre: Rojo Destello de la Última Estrella de la Tarde. Me contó que él, desde niño, se había dedicado a observar el cielo. Pronto reparó en un objeto rojizo, parecido a una estrella, que empezaba a ser visible al atardecer. Lo identificó como Marte, también llamado el Planeta Rojo. Mi padre se obsesionó con viajar por el espacio y llegar a ese planeta.
Lo consiguió. Era muy inteligente, mucho más que la media, y tenía aptitudes que le favorecían en su ambición. Logró ser incluido en un viaje con destino a Marte. Aquella nave se estrelló y sus compañeros fallecieron al instante. Él sobrevivió y, aun con el traje espacial dañado, comprobó que podía respirar. Vestido con su mono azul vagó sin rumbo durante horas, hasta que un ser de apariencia humana le rescató, y le condujo con los suyos. Le conmocionó descubrir que existían seres idénticos a los humanos en aquel planeta, este planeta. Me señaló un punto en el cielo, bien visible. Ése era el Planeta Azul. De allí había venido y hasta allí pretendía conducirme de vuelta, en cuanto hubiese terminado las últimas reparaciones de la nave. Había trabajado en ello en secreto todos estos años, de ahí sus frecuentes ausencias.
¿Longevidad? Él no era longevo. La confusión había surgido de una falsa premisa. Habíamos supuesto que él hablaba de treinta y cinco años de Marte, que aquí eran de 687 días. Mis quince años, en realidad, hubieran sido veintiocho según el cómputo terrestre.
Comprendí, horrorizada, el alcance de aquellas revelaciones. Un habitante de otro planeta había llegado al nuestro y, ocultando su verdadero origen, había logrado ser aceptado entre nosotros, había procreado incluso y ahora pretendía regresar llevándome como prueba viviente de su encuentro con “marcianos”, como nos llamaba.
Cuando regresé de aquella entrevista, convoqué en secreto al resto del Pueblo y les narré lo sucedido. El veredicto fue unánime: pena de muerte por alta traición. Varios acudieron en su busca para cumplir la sentencia. Yo declaré que, para limpiar mi sangre de la impureza de aquel progenitor, consagraba mi vida desde ese momento a ser Guía de nuestro Pueblo. Emprenderíamos la Búsqueda de un refugio seguro, fuera de la vista de aquel Planeta Azul que nos observaba desde la distancia.
Habían conseguido contactar con nosotros, es cierto. Pero íbamos a hacer todo lo posible para que fuese, sin lugar a dudas, el último encuentro.
© Copyright de Rocío de Juan para NGC 3660, Agosto 2016