El reloj de oro

 

Por Regino García iconocorcheas

Hoy he vuelto a soñar con Inglaterra. Echo de menos sus blancas y alargadas costas, la suave lluvia en las mañanas golpeteando sobre mi gorra mientras paseo por el mercado, oyendo a las mujeres ofrecer sus empanadas calientes a los viandantes… Los potentes barcos mercantes abriéndose camino por el Támesis, con sus rudos marineros sin afeitar descargando las valiosas mercancías traídas de ultramar, llenando el puerto con un olor a pescado, a especias y a maravilla… Todos esos recuerdos tan nítidos se evaporaron con el primer parpadeo de la mañana. Cuan distinto es el paisaje que nos rodea desde hace meses… Aquí, el calor es algo casi sólido, es como un río invisible que te ahoga y moja cada centímetro de tu piel. El verdor de la selva se me antoja algo obsceno, casi prohibido, como si hubiéramos vuelto sin permiso al jardín del Edén del que una vez fuimos expulsados, y no nos quedara ya más que esperar el castigo divino que tarde o temprano tendrá que llegar.

Bien mirado, tal vez el simple hecho de estar aquí pueda ser considerado como un castigo. Cuando me gradué como el segundo de mi promoción de Teniente, en el Real Colegio Militar de Sandhurst, me imaginaba ganando mis galones de capitán en el campo de batalla, contra las tropas francesas o prusianas en glorioso combate. Sin embargo, mi padre no estaba de acuerdo con esa visión de mi destino, como no lo estuvo cuando decidí alistarme en el glorioso ejército británico. Sé que esperaba que yo ocupara mi puesto a su lado en la dirección de la casa Bartleby e hijos. Al fin y al cabo, él era Sir Augustus Bartleby, y yo era su hijo.

Mi abuelo se hizo muy rico comerciando con las Indias, cuando se abrieron las nuevas rutas de comercio que en seguida fueron monopolizadas por la Compañía de las Indias Orientales. La suya fue una de las primeras casas en Londres dedicadas a la importación de productos de las Indias. Él había visto desde su niñez a algunos amigos suyos viajar a las Colonias del Nuevo mundo en busca de ganancia. Unos volvieron ricos; otros, nunca volvieron. Pero los que retornaron hablaban de las maravillas de allende los mares. Algunos se dedicaron al comercio de las mercaderías traídas desde allí; del algodón, el tabaco y el azúcar que inundaron Londres y pronto toda Inglaterra, y así hicieron su negocio. Él pasó años reprochándose no haberse unido a sus compañeros, y dudando sobre si cruzar el océano en busca de fortuna. Pero en seguida comenzaron a llegar rumores sobre las tierras conquistadas situadas en la ruta de la Seda, más allá de los confines del Imperio Otomano. Se hablaba de un continente próspero, rebosante de riquezas. Y mi abuelo entonces no lo dudó: fletó un barco junto con otros socios, soñadores y hambrientos de gloria como él, y comenzó su empresa. Quince años después, adquiría el tercero de sus locales de venta exclusiva para la alta sociedad de Londres. Cuando murió, mi padre continuó su obra, y expandió todavía más su legado. Hoy en día, Bartleby e hijos posee una participación de la Compañía de las Indias Orientales; ha abierto sucursales en París y Viena, y suministra directamente a la casa de Su Majestad Jorge IV.

Como es natural, mi padre contaba conmigo para continuar su labor; esperaba que yo acabara mis estudios en Leyes y me uniera a él en la dirección de nuestra casa. Para él, la decepción llegó en forma de uniforme militar. Cualquier otro padre hubiera estado orgulloso de que su hijo extendiera la gloria británica más allá de sus fronteras; pero él no. Él no tenía espíritu aventurero, ni militar; era un simple y gran mercader. Solo le interesaba la expansión de su fortuna, y más allá de eso, le traía sin cuidado la gloria o la aventura; él, que ha hecho florecer el negocio de mi abuelo más allá de lo que mi propio abuelo hubiera soñado, habría sido en cambio incapaz de haberlo iniciado. El día que partí hacia Sandhurst, mi padre me dio un reloj de oro, que su padre le había dado a él el día que entró como subdirector de la casa Bartleby. Me lo dio junto con un frío apretón de manos, y la amarga notificación de que esa habría de ser mi única herencia.

Tras varios años en Sandhurst, templando mi carácter y aprendiendo las artes de la guerra que hicieron grande a nuestro Imperio, conseguí mi grado de Teniente. Al desentenderse mi padre de mí, y no ejerciendo influencia alguna sobre mi destino a través de sus amplios contactos, fui destinado como parte del contingente de fuerzas reales a la provincia de Bombay, en las Indias Orientales, para continuar con nuestra eterna misión de hacer del mundo Inglaterra.

Llegué allí tras una larga travesía en un buque de la Armada por la ruta de África, un mes después de doblar el cabo de Buena Esperanza, donde algunos marinos adornaron sus orejas con un arete, según era su costumbre. Nada más llegar a tierra, comprendí que me hallaba en otro mundo. Los colores, los olores, los sonidos, eran los colores, los olores y los sonidos de otro mundo, tan lejos de Inglaterra como lo estaban las estrellas. Las gentes de aquellas tierras vestían con llamativos trajes de colores brillantes, y ocultaban sus largas cabelleras con pañuelos enrollados. Yo había oído historias de los indígenas del Nuevo Mundo, que dejaban crecer su cabello hasta alcanzar sus hombros; pero juro que el cabello de estos hombres era de una largura superior a la de aquellos, llegándoles en ocasiones hasta la cintura. Y no solo los habitantes de las Indias eran extraños; también los animales eran propios de un cuento de Las Mil y una Noches. Entre otros seres llamaron mi atención los elefantes, como los que llevara Aníbal hace casi dos mil años. Estas estrafalarias bestias, aun siendo más pequeños que sus hermanos de África, eran capaces de partir a un hombre por la mitad con sus poderosas trompas. Al contemplarlos me preguntaba qué otras extrañas criaturas albergarían esas tierras que todavía no conocíamos en toda su extensión ni profundidad.

En Bombay me fue asignada una sección de treinta hombres, dentro del Regimiento del Brigadier Sir Arthur Lancaster. Mis órdenes, en principio, fueron mantener la paz de su Majestad frente a las pequeñas incursiones que se venían dando de cuando en cuando, sobre todo en la frontera de las ciudades con la selva. «Esos bandidos —dijo el Comandante—, saquean lo que pueden y vuelven a sus poblados salvajes selva adentro, matando a todo el que encuentran a su paso. El Gobernador de Bombay está inquieto, porque eso perjudica el comercio con la metrópoli. Y el Brigadier nos ha ordenado que les demos caza. Aprovisione a sus tropas, Teniente. Partiremos mañana al alba».

Esa noche el calor era sofocante. Tras la cena, fui a beber unos vasos de ginebra con otros dos Oficiales, ambos tenientes y mayores que yo. Williams llevaba dos años en Bombay; antes, estuvo un año en Madrás. Robertson, el veterano, era muy escéptico respecto al éxito de nuestra misión. Y también, de paso, sobre la misión misma. «No creo, Bartleby —me decía—, que encontremos a los bandidos esta vez. Al igual que no los encontramos nunca». Le pregunté por qué pensaba eso, ya que siendo mi primera incursión, yo no tenía intención de ahorrar esfuerzos en llevarla a buen puerto. «Verá, Bartleby —me dijo, acariciando su frondoso bigote— supongo que sabe que el té que bebía usted en Londres, la porcelana de la taza donde lo vertía y el mantelete de seda donde posaba la taza, todos ellos vienen de Oriente; de la China, para ser exactos». «Sí, en Londres, antes de venir a este agujero sofocante», aclaró Williams, riendo. Yo asentí; cómo no iba a saberlo, la fortuna de mi padre venía en parte de allí. Robertson bebió un largo trago de su vaso. «Pues bien, ha de saber que el volumen de estos bienes importados desde la China a Inglaterra es enorme. Y claro, hay que ofrecer algo a cambio a esos comerciantes de ojos rasgados y largas coletas. ¿Y sabe usted qué es lo que se utiliza como moneda de cambio?». Yo negué con la cabeza. «Pues opio, naturalmente. A pesar de que el Emperador de la China prohíbe el comercio con opio, la Compañía de las Indias Orientales lleva años vendiéndolo de contrabando. Y dado que el opio se elabora aquí, en las fábricas de las Indias, el verdadero propósito de nuestra presencia consistiría en preservar dicha inversión, y no en proteger a ningún indígena de los ataques de otros salvajes como ellos. Ya ve usted, amigo mío; el Imperio Británico es, en realidad, el imperio comercial británico. Pero seguro que eso ya lo sospechaba, apellidándose usted Bartleby», dijo, y ambos rieron. Yo también reí; pero pensé que si ellos supieran que mi padre realmente era Sir Augustus Bartleby de la casa Bartleby e hijos, no se reirían. A nadie le agrada ganarse un enemigo de esa especie.

Esa noche tuve un sueño intranquilo; soñé otra vez con Inglaterra, con la lluvia, con el mercado y el puerto y sus estibadores descargando cajas. Pero esta vez el sueño no era agradable; en esta ocasión había algo distinto e incómodo. En el ambiente, debajo del olor a pescado y a especias palpitaba otro olor. Un olor repugnante, peor que cualquier cosa que hubiera olido en mi vida; era un olor peor que el de la muerte, y salía de aquellas cajas. Entonces me acerqué lentamente a una caja entreabierta, para ver la carga que contenía…pero los hombres que las descargaban me rodearon, y observé horrorizado que todos ellos estaban ciegos, como si les hubieran arrancado los ojos un momento antes.

Desperté al alba con el calor asfixiante de la mañana. Me levanté, me vestí y abotoné mi casaca roja, y mandé formar a mis hombres. Tras el desayuno, la compañía entera partió, y en pocos minutos salimos de la ciudad y nos adentramos en la selva.  Marchamos durante horas por la espesura, abriéndonos camino entre la frondosa maleza con nuestros machetes, precedidos por las tropas auxiliares nativas; marchábamos formados en columna de a dos, sin apoyo de lanceros ni piezas de artillería, ya que en la selva resultaban inútiles. Junto a nosotros caminaba el Comandante, y con él, un agente de la Compañía de las Indias Orientales que nos escoltaba, seguramente para proteger los intereses de la Compañía, corroborando así el discurso de Robertson. En la retaguardia, unos nativos de raza parsi montaban elefantes cargados con los víveres para toda la expedición. Esas poderosas bestias daban bramidos que se oían en toda la jungla, haciendo imposible la discreción en nuestra marcha. En mi interior maldije a aquellos seres, ya que hacían de nosotros un blanco fácil. Además, había algo que no me gustaba en la jungla aquel día; desde que nos adentramos en ella, nos rodeaba un silencio sepulcral, solo roto por nuestros pasos y el recurrente barritar de los animales. Ese silencio mortuorio se me antojaba una premonición del que nos rodearía un día en nuestras tumbas.

Cuando cayó la noche, mandamos parar a los hombres. Montamos el campamento, encendimos hogueras y establecimos los turnos de guardia. Tras la cena, tomé una taza de té junto a uno de los fuegos, y entablé conversación con Higgins, uno de mis sargentos. Era un hombre recio, veterano de la guerra contra las Trece Colonias de ultramar. Aquella noche le encontré especialmente sombrío, y le pregunté si se encontraba bien. Parecía reacio a hablar, pero un trago de whisky le envalentonó. «Sabe, mi Teniente, una vez yo presencié uno de los ataques de los salvajes rebeldes», dijo mientras bebía. «Nuestra sección se hallaba desplazada en un poblado a pocas millas de Bombay, al mando del predecesor de usted, el Teniente Stetson, antes de que unas fiebres se lo llevaran. En cuanto oímos los gritos acudimos a paso ligero. Tras la primera descarga de nuestros mosquetes, los bandidos huyeron. Matamos a dos de ellos, y ellos a su vez mataron a cuatro o cinco nativos del poblado. Pero curiosamente no tocaron el oro que custodiábamos allí; cuando atacaban, jamás se llevaban el oro. Cuando los indios pusieron los cadáveres en una pira para quemarlos a una orden nuestra, me fijé en un detalle: dos de los cadáveres habían perdido sus ojos hace tiempo, teniendo en su lugar cicatrices. Llevado por la curiosidad, pregunté a uno de los nativos qué le había sucedido a esos compañeros suyos, pero él se negó a mirarlos, y cuando le insistí, hizo un extraño signo con la mano, y se alejó. Uno de nuestros guías, al que invité a beber aquella noche, me contó que el gesto que realizó aquel hombre era el signo para ahuyentar el mal; y que esa gente sin ojos no era del poblado. Entendí entonces que me sugería que esos hombres ciegos eran los que nos habían atacado, pero me negué a creerlo. Le dije que era absurdo que esa gente invidente pudiera atacarnos, matar a tres personas y huir. Pero él me corrigió: no Sahib, han matado a tres, pero se han llevado con ellos a otros cuatro del poblado a su templo, y esos desearían ahora haber muerto también. Yo no salía de mi incredulidad, y le insistí: pero como puede ser eso, si ninguno tiene ojos, no pueden ver nada. Y el nativo entonces me miró con un gesto de terror como nunca he visto en ningún campo de batalla, y susurró: no Sahib, ellos no pueden ver, pero Ella ve por ellos. Y entonces, el nativo se levantó y se fue temblando a su cabaña».

Escuché el final de la historia de Higgins, y no supe qué responderle. Aquel discurso era el discurso de un loco, y Higgins no parecía loco, ni mucho menos cobarde. Por fin, le contesté que mañana saldríamos al alba, y me retiré a descansar. Aunque me encontraba rendido por la larga marcha, era incapaz de olvidar la historia de Higgins. Cuando por fin me iba venciendo el sueño, escuché disparos. Salí en seguida de la tienda, y vi un tumulto de cuerpos corriendo y luchando, entrando y saliendo de la selva hacia el campamento, todo ello alumbrado fantasmalmente por las hogueras en los límites del recinto. Desenvainé mi sable y fui hacia donde estaba el combate, pero antes de que pudiera llegar allí todos los salvajes se habían escabullido hacia la jungla, y Williams y yo dimos orden a nuestros hombres de no perseguirles, ya que era noche cerrada. Junto a nuestras voces se escuchaban los gritos de una persona, y comprendí entonces que se trataba de uno de nuestros hombres heridos. Al acercarme a él, vi que se trataba del Teniente Robertson, que se llevaba las manos a la cara, para tapar las sangrantes cuencas donde antes había tenido ojos.

Le vendaron la cara a Robertson y le dieron un fuerte sedante a base de opio, cuya importancia él tan bien parecía conocer, hasta que se tranquilizó. Al día siguiente continuamos la marcha por la selva, ya que el Comandante decidió no regresar a Bombay, aconsejado por el agente de la Compañía, que se hallaba ansioso por asegurar su negocio. Los porteadores parsis llevaban a Robertson sobre uno de los elefantes, intentando no moverle mucho; pero cuando el sol estaba alto en el cielo y nos disponíamos a parar para almorzar, los nativos nos llamaron a gritos. Robertson acababa de fallecer.

Le enterramos en un claro de la jungla, y rezamos una oración por su alma. Williams se hizo cargo de su Sección, por ser el más veterano, y continuamos pesarosos la marcha. En seguida tuvimos que parar, porque varios de nuestros hombres acusaban fuertes fiebres, probablemente de las heridas del combate de la noche. Nuestro médico hizo beber a los hombres el extracto del árbol del quino, y decidimos pernoctar allí, doblando los hombres de guardia y el número de fogatas. Esa noche, varios de los nativos de nuestras tropas auxiliares parecían muy alterados, y hablaban acaloradamente entre ellos. A la mañana siguiente, comprobamos que casi todas nuestras tropas nativas nos habían abandonado durante la noche. Los hombres comenzaron a murmurar que esa expedición estaba maldita, y algunos amenazaron con desertar también; especialmente cuando encontramos, dos millas más adelante, los cuerpos de varios de nuestros soldados indios, todos ellos sin sus ojos.

El agente de la Compañía de las Indias estaba fuera de sí, y no cesaba de reunirse aparte con el Comandante. Este dio orden entonces de forzar la marcha para llegar por la tarde a una explanada, donde según nuestros guías se hallaba el templo de aquellos fanáticos. Aquello casi derivó en un motín, pero fue rápidamente mitigado por Williams y por mí: aquel ataque era para vengar al Teniente Robertson y a nuestros compañeros caídos, les dijimos. Y aquello surtió efecto; ya que si hay un sentimiento en la guerra tan poderoso como el miedo, es la furia. A paso ligero llegamos al punto indicado en tres horas, según mi reloj de oro. Lo llevaba siempre conmigo, con la hora de Inglaterra; me recordaba a mi hogar, y me empujaba a seguir firme en mi carrera militar, ya que me hacía tener presente que en mi hogar no me esperaba riqueza alguna.

Cuando nos acercamos al claro vimos el templo a lo lejos, irguiéndose orgulloso y amenazador; era una de las llamadas pagodas que se construyen en el oriente, pero esta estaba toda hecha de madera de ébano y grandes piedras de azabache, que no eran fáciles de encontrar en aquella región. Extrañamente, no había asomo de adornos dorados como viene siendo habitual en estos edificios, ya que este parecía más bien un monumento funerario, de un triste color negro, aunque de un tamaño descomunal; casi alcanzaba la altura de una iglesia catedralicia de tamaño medio. Decidimos reorganizar las tropas y lanzar el ataque de inmediato, pero de repente los elefantes se negaron a caminar y empezaron a barritar con una fuerza inaudita, como si estuvieran andando sobre teas encendidas. Los parsis intentaron calmarles; pero súbitamente, el infierno se desató. De nuestros dos flancos en la jungla surgieron salvajes armados con sus largas dagas curvadas, y comenzaron a acuchillar a nuestros hombres, que a una orden nuestra respondieron cargando con sus bayonetas. Los elefantes, asustados por el estruendo, dieron media vuelta y aplastaron a algunos de nuestros soldados en su huida; uno de ellos, herido, se tambaleó y cayó sobre un grupo de nuestros hombres que disparaba sus mosquetes contra los nativos. Yo desenvainé mi sable y entré en batalla. Tras asestar algunos golpes, vi al Agente de la Compañía de las Indias correr con las manos sobre su cara sanguinolenta, ciego ya para siempre, y desaparecer a trompicones en la sombría arboleda; mientras, el mismo Comandante se batía sable en mano contra varios nativos que lo rodearon y se abalanzaron sobre él con sus cuchillos. Fui hacia él para ayudarle, pero de camino me topé con Higgins, al que apuñalaban varios salvajes mientras le tumbaban en el suelo, moviendo los cuchillos sobre su cara. Preso de una ira terrible, fui corriendo hacia ellos, pero sentí un fuerte golpe en la cabeza, y luego otro, y en seguida la oscuridad me invadió.

No sé cuánto tiempo pasó hasta que abrí los ojos; me encontraba mareado y con un espantoso dolor de cabeza, y mi casaca lucía oscura por la sangre acumulada. Cuando mi visión al fin se acostumbró a la luz de las antorchas colgadas en los muros, entendí que me hallaba en el interior de un edificio, que en seguida identifiqué como la pagoda de los salvajes, y vi tumbado junto a mí a Williams y a otros dos soldados. En seguida respiré aliviado; no porque ellos hubieran sobrevivido, sino porque el hecho de verlos con vida significaba que yo todavía podía ver. Debieron capturarnos en la batalla, pensé, y allí nos mantenían como sus prisioneros. Me intenté incorporar, y cuando empezaba a ponerme en pie oímos un ruido atronador, como de fuertes golpes en el suelo de fría piedra del templo. Intrigado, miré a las amplias galerías que se abrían ante nosotros, largas y oscuras, sin un final perceptible. Solo se podía ver el tenue fuego de las antorchas que salpicaban los muros de aquellos largos corredores, y que no conseguían paliar la penumbra reinante. De repente, oímos un bramido sobrenatural como jamás he escuchado y anhelo no volver a escuchar, y los poderosos golpes, que se nos antojaron como pasos, crecieron en intensidad y cercanía. Entonces los cuatro nos pusimos de pie, ayudándonos unos a otros, y comenzamos a andar por una de las galerías, escapando de aquel ruido que cada vez sonaba más cerca. Mientras huíamos, pude ver junto a algunas antorchas unas grandes figuras talladas de una monstruosa mujer con varios brazos que terminaban en cuchillos, y con una cabeza adornada con lo que parecía un collar de ojos. Se parecía a una de las deidades de la India, llamada Kali, que solo veneraban los locos. Pero aquellas tallas, aunque similares, eran más horripilantes que las de Kali; eran de un realismo pavoroso, como si fueran el modelo a partir del cual las otras se hicieron como copias. Estos pensamientos me pasaron como un rayo por la mente mientras huíamos a tientas entre antorchas y tinieblas, hasta que comenzamos a oír unos gruñidos solo a unos pasos por detrás de nosotros. Entonces, uno de los soldados que iba cojeando en la retaguardia dio un grito ahogado, y dejó de correr con nosotros. El otro soldado se paró en ese momento, y Williams hizo lo mismo. Yo corrí unos metros más, hasta que giré la cabeza para ver que ocurría; pero juro que ahora desearía no haber visto lo que vi. Entre las sombras había algo que sujetaba por una pierna a los dos soldados y los arrastraba hacia la oscuridad. Me quedé petrificado mientras los hombres gritaban de pánico al ser atraídos hacia aquella negrura. Williams intentó sujetar la mano de uno de los soldados; pero entonces algo surgió de la oscuridad como un destello, y golpeó a Williams en la pierna, que se quebró al instante con un horrible chasquido. Williams se arrastró hasta el muro debajo de una de las antorchas, gimiendo dolorido, y entonces yo salí de mi estupor, y me acerqué a él para intentar ayudarle. Pero de repente, desde la oscuridad fueron lanzados los cuerpos de los dos soldados, primero uno, después el otro, cayendo unos metros delante de nosotros; los dos gemían moribundos, manándoles sangre de su cara a la altura de sus ojos. Williams y yo nos quedamos en silencio mirando hacia la oscuridad, de la que solo salía un gruñido grave y pausado. Pero de improviso, una risa aguda y chillona, una risa imposible allí dentro, como si fuera la de un millar de mujeres enloquecidas, brotó de la tiniebla y me heló la sangre; y entonces me derrumbé, y empecé a sollozar. Le recé a Dios, y pensé en Inglaterra, en mi hogar, y temblando saqué mi reloj de oro para contemplar mi legado por última vez, y para conocer la hora inglesa a la cual acontecería mi inminente e inevitable muerte. Entonces, aquel ser salió de su escondite sin luz, y pudimos contemplar con horror que su apariencia era más monstruosa y terrible de lo que hubiéramos imaginado en la más terrible y monstruosa de nuestras pesadillas. Era una criatura de unos quince pies de alto y con una apariencia semihumana, pero con un color de piel azulado; varios brazos delgados flanqueaban su cuerpo, acabando en unos dedos afilados de varias pulgadas de longitud. Pero lo peor era su rostro; una larga lengua roja asomaba por entre su sonriente boca. Y el resto de su cara… el resto de su cara eran ojos humanos. Habría decenas, quizá cientos de ojos, cada uno con su propio parpadeo, todos ellos mirándonos…

Y de repente, mientras Williams gemía y yo sollozaba, todos los ojos de aquel ser se posaron en mi pequeño reloj de oro, y entonces detuvo su avance, y dejó de sonreír. Guiado por mi instinto de supervivencia, le ofrecí el reloj con un gesto, lo único que me quedaba de mi acaudalado apellido, como trueque por mi vida. Pero entonces el monstruo retrocedió gruñendo. De repente, un estallido de esperanza brotó en mi pecho, y comprendí lo que sucedía, y también Williams, que intentó ponerse de pie pese a su pierna quebrada. Pero yo… yo comencé a retroceder y alejarme de él, ante la desorbitada mirada de Williams, que no podía creer lo que estaba viendo. Yo lo miraba mientras retrocedía, por miedo a posar mi mirada sobre aquella criatura; y él me miraba a mí, incrédulo, mientras yo me alejaba y le dejaba allí junto a aquel monstruo. Y entonces, corrí. Corrí por la galería, mirando de cuando en cuando atrás, pero solo oía gruñidos a lo lejos, hasta que escuché un fugaz grito ahogado. Al doblar un recodo del pasillo, vislumbré la claridad natural, y alcancé la salida, cegándome la luz de aquella tierra maldita.

Ha pasado tiempo desde aquello, pero no puedo saber cuánto. El tiempo es difuso ahora, y desconozco desde cuando estoy aquí. Paso las horas y los días en este fumadero de opio en el puerto de Hong Kong, pensando en lo que sucedió en aquella horrible tierra tropical. Han tenido que pasar muchos meses, o quizá años desde entonces. Supongo que darían a mi padre la noticia de mi muerte o mi desaparición, junto con la de toda mi compañía. Me pregunto si lloraría ese día. Quizá solo diera una moneda al mensajero y siguiera con sus asuntos, cuadrando sus cuentas o visitando la bolsa de Londres.

Fumo mucho. Demasiado. Uno de los chinos del fumadero me ofrece otra pipa de opio; debe ser la cuarta o quinta de hoy, si es que hoy sigue siendo hoy. El tiempo es confuso entre el humear de la adormidera.  No me queda casi dinero para pagar todo el opio que fumo, y lo que gano lo hago pidiendo en los callejones. Lo único que me queda es mi reloj, y no pienso venderlo. No porque me recuerde a Inglaterra; ahora sé que nunca volveré allí. De hecho, hace mucho que dejé de darle cuerda, y ahora está parado. Ya no marca la hora de Inglaterra, porque Inglaterra ya no cuenta para mí. Ya no lo conservo por eso. Ahora si no ceso de mirarlo es porque es lo único que me tranquiliza cuando despierto entre pesadillas y me acuerdo de aquella cosa horrible, y de la mirada de Williams, que se clavó en mi alma y me maldijo mientras le abandonaba a su suerte; si aun estuviera vivo, seguro que dejaría una pluma blanca sobre mi vacío ataúd, para simbolizar mi deshonra. Esa habría de ser la única condecoración que he ganado en batalla.

Los chinos de aquí me miran como si fuera un loco. Solo un loco adicto al opio poseería un reloj; porque lo que marca el tiempo de un adicto es el propio opio. Me han ofrecido muchas veces buenas sumas por mi reloj de oro, en su extraño idioma; pero yo no quiero separarme de él. Solo me tranquiliza mirar mi reloj; eso, y el opio. Espero que nunca me falte; lo necesito. Hace poco, en uno de los callejones oí a dos marineros ingleses hablar; decían que la guerra con China estaba a punto de estallar, porque el Emperador se negaba a permitir el comercio de Opio, y que la recién coronada Reina Victoria estaba llamando a las tropas. Esa noticia me angustió, pensando en que pronto podría faltarme mi único consuelo. Pero luego me tranquilicé, porque recordé la gloria de nuestras tropas. Yo confío en la victoria de nuestro poderoso ejército, al que en el fondo nunca pertenecí. Sin duda, él velará por la expansión del Imperio Británico; de nuestro glorioso Imperio comercial Británico.

Dios salve a la Reina.

© Copyright de Regino García para NGC 3660, Diciembre 2018