Ruibarbo se sentó pesadamente en la silla de la mesa de la cocina, los hombros caídos, con un suspiro. Al oírlo, Zafiro se volvió para mirarlo, cuchara de madera en mano y el ceño fruncido.
—¿Preocupado?
Ruibarbo volvió a suspirar, más profundo, con un movimiento notorio de su pecho. Se pasó la mano la mano derecha por la sien, gris en su proceso de encanecer.
—¿Qué estás haciendo? —preguntó forzando una sonrisa que sus ojos desmentían.
—Calentando unas cosas que cocinó tu hijo hoy en la panadería.
—Se da maña el pibe…
Aldebarán, apenas saliendo de la adolescencia, tenía talento para cosas que él ni imaginaba poder hacer. Por eso era útil en la panadería, junto a su madre. Y él recaudaba impuestos. Sabía contar, sumar y leer. Con eso bastaba. Estos pensamientos hicieron que la comisura de sus labios descendiera de nuevo.
Mientras tanto, Zafiro había vuelto a su tarea de revolver la olla. Solo el sonoro burbujeo delataba que el guiso se estaba calentando.
—Se están acabando los calóricos. Tengo justo para cocinar ahora y te puse en el morral los necesarios para el carro mañana. No vas muy lejos, ¿no?
Ruibarbo negó suavemente con la cabeza.
—¿Ya nos quedamos sin…? ¿En qué estamos gastando tanto?
Zafiro se encogió de hombros sin dejar su tarea.
—Bueno, ese carro Verbiest está gastando muchísimo. El mecanismo está cayéndose abajo —se dio la vuelta y lo señaló con la cuchara—. Te dije que tendrías que haberle puesto un protector cuando lo compraste.
Ruibarbo le mostró las palmas de las manos extendidas, en un gesto conciliatorio.
—El protector costaba casi tanto como el carro, y había que esperar que lo preparara una semana un hechicero certificado. ¡Para eso comprábamos unos caballos, ya que nos poníamos en gastos de jerarcas! Además, ni me imaginaba que lo íbamos a tener tantos años…
Su cara se ensombreció y volvió a dejar caer los hombros. Zafiro se acercó y le puso la mano libre en el hombro suavemente.
—Bueno, la panadería se lleva los suyos en el horno —intentó consolarlo—. Pero ni loca vuelvo a un horno a leña. No sé cómo vivían con todo ese humo en la Edad Oscura.
Ruibarbo puso su mano derecha sobre la de ella, levantó la vista hasta encontrar sus ojos y le sonrió, cansino.
—¿Sabés qué día es mañana?
Zafiro frunció el ceño.
—¿Mañana? ¿Ya te toca ir a recaudar a lo de los Campocobre?
Él asintió levemente con la cabeza. Ella aumentó ligeramente la presión sobre su hombro.
—No puede ser que cada mes pases por esto… No tiene sentido.
Él se encogió de hombros.
—Es mi trabajo. Están en mi zona.
Se miraron con la certeza de que iban a decirse lo mismo que todos los meses anteriores y que no iban a poder evitarlo, fieles a la rutina de las palabras o tratando de convertirlas en un ritual que en algún momento rompiera una maldición.
Ella empezó.
—Sabés que siempre podés dejarlo y ayudar en la panadería.
—Sabés que a la panadería le soy más útil por la exención impositiva que nos dan por ser empleado de la Jerarquía que haciendo cualquier otra cosa. Con Aldebarán te sobra.
—¿No podés denunciarlos por ocultar bienes?
—Necesito testigos. La vez que llevé testigos, vieron lo mismo que yo. O sea, nada.
—Solicitá un hechizo de búsqueda.
—Sí, claro. Si llego a estar equivocado nos lo van a cobrar y perdemos todo. ¿Sabés lo que cuestan?
—¡Pero algo hacen! Ejercicio ilegal de la magia…
—Ninguno tiene el más mínimo atisbo de hechicería en esa familia. Lo chequeé en los registros. Si tuvieran un poco de poder, además, entrarían a la Jerarquía y no tendrían que pagar impuestos. Sería absurdo que usaran magia ilegalmente para no pagarlos.
—Se sabe de gente que ha hecho cosas más absurdas… Supe que el herrero y la carpintera les fabricaron algunos instrumentos y muebles extraños… Y que mandaron comprar una cantidad inusual de espejos.
—No puedo jugar mi posición con eso.
—¡Pero si sufrís como un condenado cada vez que te toca ir a su propiedad!
Ruibarbo le tomó la mano en su hombro con las dos de él y la fue llevando a sentarse a su lado en la mesa.
—Sabemos que más allá del salario, si la panadería pagara impuestos, tendríamos que dejar nuestro nivel de vida. No somos jerarcas, pero tenemos un lugar en la comunidad y podemos darnos algunos lujos de vez en cuando…
Zafiro suspiró, negando con la cabeza suavemente. Él le acarició el pelo y siguió hablando.
—Ya sé que todos los meses es lo mismo, nos decimos las mismas cosas a la noche y a la mañana me subo al carro, llego a la propiedad y empiezan a pasar cosas. Ya sé que una vez ahí no puedo confiar en lo que veo, porque desaparece al instante… O aparecen cosas de la nada. ¡He visto una vaca pastando desde el carro y cuando bajé ya no estaba! Una vaca… Y media familia Campocobre mirándome y riéndose. Una vaca… Impuestos como para pagar un día de mi salario.
Ruibarbo se sentó recto, sin soltar la mano de su mujer.
—Lo mejor que me puede pasar es llegar rápido a Arrayán Campocobre, que me pague lo que considere que es justo por lo que dejen que vea… Lo peor, que me paseen por toda la familia, cada cual con su pequeña broma, si puedo llamarlo así.
Zafiro volvió a levantarse y lo abrazo por el cuello, acunándolo suavemente.
Al otro día, Ruibarbo salió de su casa y se dirigió a su carro Verbiest. Chequeó la cantidad de agua. Insuficiente. Fue hasta la bomba manual en el patio y bombeó un balde completo, que vertió en el depósito del vehículo. Sacó un paquete de su morral, lo desenvolvió y fue contando pequeñas bolsas atadas con un piolín. Metió cinco en el compartimiento debajo de la caldera del carro y recitó un conjuro estándar de encendido. El agua empezó a burbujear en la caldera mientras se subía al vehículo. Un momento después comprobó la presión y la velocidad de la turbina. Engranó la transmisión y salió llevando el timón bajo el brazo, con seguridad.
Dos horas después estacionaba en el portón de entrada de la propiedad de los Campocobre. Al bajarse para abrirlo se le acercó una nena de alrededor de diez años con un bebé en brazos, que jugaba con sus manecitas con los largos rulos negros de la niña.
—Hola —dijo la pequeña Campocobre.
—Hola —contestó Ruibarbo y se giró para desenganchar la cadena que sujetaba flojamente las hojas del portón.
Al darse vuelta solo estaba la nena. Ya al abrir la boca para hablar se iba dando cuenta del error que iba a cometer.
—¿Y el bebé?
—¿Qué bebé?
Vio la malicia en los ojos sonrientes de la niña y supo que iba a ser una larga jornada hasta tener el dinero de los impuestos en sus manos.
© Copyright de Ariel Ledesma Becerra para NGC 3660, Noviembre 2019