Por Santiago Eximeno
Un barco en el puerto está a salvo,
pero los barcos no se construyen para eso.
John Augustus Shedd
Su madre era su madre.
Su padre era un borracho.
De niño acostumbraba a sentarse en la orilla, junto a las rocas. En silencio. Caminaba descalzo por las zonas más escarpadas de la costa, ajeno a las punzadas ocasionales, a resbalones, a todo lo que no fuera la barcaza de su padre. Contemplaba cómo la embarcación se deslizaba sobre la línea del horizonte, una falsa sensación de distancia que engrandecía a sus ojos de niño la hazaña de su padre: surcar los mares. Lo contemplaba mientras alzaba la caña, hundía el anzuelo en el agua, tensaba el sedal. Después la pausa, la calma, la espera.
Sospechaba que era en esos momentos, embriagado por la placidez del mar, cuando el sol devoraba las sombras, sospechaba que era entonces cuando su padre bebía. Para enfrentar el miedo a las aguas, a lo que ocultaban.
A veces regresaba a casa con las redes llenas, otras apenas aguardaban en su cesta un puñado de peces. Siempre volvía inundado de alcohol. Y de rabia.
Todas las noches, después de cenar, su padre les pegaba. A veces con desgana, a veces a conciencia. Todas las mañanas, antes de desayunar, se disculpaba, se deshacía en patéticos llantos de arrepentimiento. Él siempre le perdonaba. Era su padre.
Una mañana su padre lo llevó con él al mar. Su madre no se negó. No dijo nada. Lo dejó marchar sin más, sin un abrazo, sin un beso, sin un consejo; no lo olvidaría. Solo le entregó una pequeña bolsa de tela con un par de galletas saladas.
A veces, incluso ahora, cuando el tiempo ya no es tiempo y los barcos le susurran atrocidades, ve la bolsa flotando en el agua, junto al casco, invitándole a tratar de cogerla. Ese es su recuerdo, esa es su memoria.
El resto de sus recuerdos se han fragmentado, se han corrompido e hieden como una red llena de peces olvidada sobre la arena. Imágenes frías, despersonalizadas, que no le transmiten las sensaciones vividas. Cree que es mejor así.
Una mano lleva la petaca hasta los labios, un trago fugaz que se repite una y otra vez, una risa demasiado alta, una broma a destiempo, un golpe. El agua helada mordiendo la piel. Burbujas, desorientación. Un grito mudo que araña los ojos, un grito que apesta a sal. El anzuelo hundiéndose en la mejilla, la sangre emborronando la narración. El tirón que desgarra, el miedo, la orina empapando el agua.
Después la calma, que llega cuando la quilla de la barcaza besa la espalda, cuando desgarra ropa y piel y le acaricia, le da el sosiego que el anzuelo, en un último tirón inesperado, le arrebata.
Se imagina a sí mismo sobre la barca, en brazos de un pescador aterrado, pero no lo recuerda.
Se imagina a sí mismo sobre la cama, atendido día tras día por una madre abnegada, pero no lo recuerda.
Solo recuerda el roce de la quilla, el beso del anzuelo.
Los susurros, las voces.
La bolsa de galletas flotando sobre el agua como los restos de una embarcación hundida.
***
Por las mañana se despierta gritando, pero ya no le preocupa el sudor frío, el dolor de dientes, los ojos ensangrentados. Se ha acostumbrado. Es el bendecido. En su vida actual ya no queda sitio para madres abnegadas y pescadores ebrios. Ahora, cuando se mira en el espejo, solo ve una sonrisa imposible en un rostro mutilado, surcado de heridas que nunca terminan de sanar. Cosas del trabajo. Se da una ducha rápida. No se esmera demasiado, ya que va a pasar el resto del día empapado. Además, le da cierto reparo tocar las cicatrices de su espalda. La mayoría están cerradas y la piel alrededor ha formado un callo. Si le miras la espalda tienes la impresión de que la columna vertebral ha decidido salir de su cuerpo y la piel que la cubre se niega a permitirlo. Los desgarros abiertos supuran líquidos fríos que el agua de la ducha no consigue disimular. El bendecido se ha acostumbrado a ello, no le da importancia. Su cuerpo es su herramienta de trabajo. Se conforma con mantenerlo listo y en las mejores condiciones posibles, las cuestiones estéticas están más allá de sus expectativas.
Se seca con una toalla de color rosa. Con el paso de los años ha descubierto que es el color idóneo para no tener que lavarla día sí, día no. No recibe demasiadas visitas, y las que recibe no entran nunca en su cuarto de baño, pero también es cierto que evitar lo desagradable se ha vuelto una costumbre en su vida repleta de cosas desagradables. Deja la toalla en el toallero y contempla su rostro en el espejo otra vez. Ahora está empañado y eso le permite ver un esbozo, una sombra de lo que es. Le facilita aceptarse, olvidarse de las marcas que el trabajo le deja en el rostro. Le permite hablar con los molestos intermediarios antes de sumergirse en su trabajo. Y hoy necesita estar concentrado, hoy es un día grande. Hoy inauguran el ferry.
Desayuna un zumo, helado. Lo hace despacio, sentado a la mesa de la cocina, sobre la que descansa el ordenador. Las gafas inmersivas están a un lado, no le apetece entrar en la red cuando le toca un trabajo importante. Todos los mensajes que necesitaba recibir ya los ha recibido. La hora, el lugar, los datos sobre la gente y sobre qué debe y qué no debe hacer. Trabajo, solo trabajo. Ya se divertirá cuando vuelva. Quizá, cuando vuelva y entre en la red, logre adoptar un nuevo avatar, tal y como le ha recomendado su psicólogo. Le pide que sea alguien distinto, alguien que no esté relacionado con el mar. El mar le ha hecho daño, demasiado daño. Y según su psicólogo cada vez le hará más si no consigue desdoblarse, si no consigue aislar su trabajo de su vida real. Como si el trabajo no fuera la vida real. Como si quisiera desdoblarse.
Ha dejado la bolsa con todo su equipo preparada junto a la puerta de entrada. Termina de vestirse, la coge y sale a la calle. Desde su casa hasta el puerto no habrá más de un par de kilómetros, que el bendecido acostumbra a recorrer andando. Sufre una ligera cojera y su postura, algo rígida, producto de las horas que pasa bajo los barcos, no es la mejor para dar un paseo, pero hacerlo lo relaja y lo prepara mentalmente para el trabajo. Mira atrás una vez, como siempre. Una costumbre que lo reconcilia con esa estructura achaparrada pintada de blanco que es su casa. Su hogar. Lo único que conserva de su familia. Al menos lo único que no está en su interior, carcomiéndole el alma.
La casa está en lo alto de una pequeña colina, así que todo el camino discurre hacia abajo. Hacia el mar. No deja de mirarlo a cada paso que da. En calma, tranquilo. Disimulando. Sabe bien lo traicionero que puede llegar a ser. Lo malvado. Son compañeros de fatigas y han trabajado juntos tantas veces que lo considera como el padre que ya no está. Como un padre con un millar de anzuelos y un millar de quillas y un millar de gigantescas criaturas hambrientas en su interior.
Silba. Le gusta silbar viejas canciones mientras baja hacia el puerto. Desde las casas que se levantan al lado del camino los curiosos, en su mayoría turistas venidos de otros países, lo miran pasar. Con el paso del tiempo han dejado de hacerlo con descaro y poco a poco se han acostumbrado a su rostro mutilado, a su cuerpo. Al fin y al cabo cualquier otro que se dedicara a su trabajo tendría un aspecto similar, y al menos él es educado con los residentes y los visitantes de la isla y nunca se ha mostrado desagradable con nadie. El bendecido sabe que los isleños sospechan que, como a todos los de su clase, no le faltan motivos para mostrarse así.
El ferry es una enorme barcaza que viajará a diario desde la isla a la península. Traerá productos de primera necesidad, pero lo más importante es que permitirá que la isla recupere ese contacto necesario para atraer más turistas y fidelizar a los residentes. Para devolver cierto brillo y cierta prosperidad que se antoja necesaria cuando contemplas el embarcadero. Los barcos de pesca sostienen la economía de la isla, pero son necesarios grandes yates y pequeñas barcas de recreo para prosperar. En su trabajo siempre llegan nuevos barcos, nuevas quillas que desgarran el alma, que mutilan el rostro y perpetúan su sonrisa confusa. Esa es su historia, una en la que ya no queda espacio para los anzuelos. Para los pescadores. Para las madres.
—El bendecido —dice el hombre, y le ofrece la mano.
Mientras intenta ubicarlo, él acepta el ofrecimiento y se la estrecha. Gorra con insignias, chaqueta de color azul marino, pantalones blancos. Lo mismo podría ser un turista con un yate caro que un portero en una de esas discotecas de la península, pero por su porte y su aplomo deduce que debe ser el capitán del ferry. Alrededor del apretón de manos se mueve una pequeña multitud de curiosos y personalidades de la isla. Está el alcalde, y el dueño de la flota más grande de la isla. También ve a pescadores que han contratado sus servicios por las capturas de un día, o por una cena caliente en buena compañía. El precio se determina en función de la solvencia del cliente, y todos los trabajos se aceptan y se realizan con la misma entrega. Esa es la ley del mar, y en tiempos convulsos como los que vive él se siente afortunado de tener un trabajo, una forma de vida. De resultar útil.
—Este es mi niño —dice el capitán.
Señala al ferry, que destaca en el puerto como una orca entre tiburones. Tiene más de cuarenta metros de eslora y parece haber sido diseñado para arrastrarse por el desierto sobre ruedas de oruga, no para navegar. Sin embargo hay algo en el barco que impresiona, que da muestras de su poder. Quizá sea la pintura de la proa, que da la impresión de formar una sonrisa de hiena. Quizá sean las rampas que dan acceso a los vehículos, grises y desproporcionadas. O las pasarelas para tripulantes y viajeros, que se extienden hasta el muelle como los tentáculos de un pulpo de feria. Sea como sea, él sabe nada más verlo que ese barco, amalgama de madera, metal y fibra de vidrio, carece de alma, y que si alguien puede proporcionársela es él. Un alma para el ferry, para convertirlo en una embarcación que pueda trazar estelas en el agua sin que las criaturas que viven en las profundidades sientan el deseo de atraparlo entre sus tentáculos, entre sus mandíbulas, y arrastrarlo a las fosas abisales para devorarlo con todo lo que contiene. Eso no es bueno para el negocio. El mundo ha tardado tiempo en aceptar que todas las embarcaciones, incluso las más pequeñas, deben ser bendecidas, pero ahora ya no hay marcha atrás. Nadie quiere sufrir la agonía de ser digerido por el kraken durante siglos.
—¿Cree que puede hacerlo? —pregunta el capitán.
Pregunta innecesaria, retórica, y aun así el bendecido siente la tentación de responder. No lo hace; no habla más de lo imprescindible, al menos con los hombres. Los barcos, los dotados de alma, eso es otra cosa. Con ellos sí puede compartir pasiones, sentimientos, dolor. Al fin y al cabo, todo es dolor.
—¿Cuál es su nombre? —pregunta.
—Hacedor de bienes —responde el capitán casi al instante.
Y sonríe. Es una sonrisa nerviosa, producto de su inseguridad. Sabe que ese nombre no perdurará, que tendrá que explicarle a la compañía que las serigrafías tendrán que ser borradas, que los carteles y la papelería tendrá que ser fabricada de nuevo. Lo sabe porque puede verlo en los ojos del bendecido, que pocas prerrogativas tiene sobre sus actos, pero renombrar las naves es una de ellas. Y por lo que ve en su mirada perdida no dudará en hacerlo.
—Bien —dice el bendecido—. Lo recordaré cuando su niño me susurre su verdadero nombre.
Y la sonrisa del capitán se quiebra. No pierde la compostura e invita al bendecido a subir a bordo. Él, como siempre, acepta. Forma parte del ritual esa visita a las falsas entrañas de la embarcación, a las vísceras mecánicas que no son más que remedo de lo que él descubrirá después cuando se abracen, cuando se besen bajo las aguas. Los asientos policromados, las cristaleras, incluso la sala de máquinas, no son más que falso decorado a ojos del bendecido. Se ha acostumbrado a la jerga, a las palabras que esperan que pronuncie, y lo hace sin miedo, sin rubor.
—Oh, es hermoso. Un diseño elegante. Es un navío impresionante, les felicito.
Acaricia las telas, el plástico, el metal. Se deja seducir por los olores artificiales, por los repiqueteos y los murmullos del agua contra el casco. En un par de ocasiones se detiene, se agacha y coloca las palmas de las manos sobre el suelo enmoquetado. El capitán, que se hace acompañar del sobrecargo y dos o tres autoridades más, le tiende la mano cuando se incorpora, pero él la rechaza. Sin ofensa, sin disculpa. Para ellos es solo trabajo, rutina. Para él es la vida.
Desciende la pasarela y vuelve a tierra. Se sienta en el muelle con las piernas cruzadas y cierra los ojos. Se prepara. Los demás se alejan, le proporcionan el espacio que necesita. Algunos de los presentes han visto este ritual otras veces. Aunque siempre sea distinto, en esencia es lo mismo. La meditación, la inmersión, la bendición. Después… bueno, después las autoridades no suelen estar presentes, solo el equipo médico. El bendecido medita, pero puede oír el sonido característico de los mensajes que llegan a los teléfonos móviles, el chasquido de las cámaras fotográficas, el roce del casco de los barcos contra el atraque. Y el aleteo de las gaviotas, el rumor de las olas, el susurro de la brisa deslizándose sobre el mar. Y las voces.
—¿Es…? Ya sabe a lo que me refiero. Hay tantos, y uno no sabe si de verdad…
—Lo bendijo su propio padre.
—Oh. Entiendo. No lo sabía.
—Es el mejor.
—Pronto estará navegando sin miedo, no se preocupe. Confíe en él.
Y confía. El bendecido lo sabe, puede oír su respiración, los latidos de su corazón. Puede oír su confianza. Y eso es suficiente para comenzar, así que abre los ojos y se incorpora lentamente. Le arden las viejas cicatrices de los anzuelos en su rostro, le pican los besos que tantas otras quillas le han dado en la espalda, en el cuerpo.
—Es la hora —dice el bendecido, y esa pequeña multitud congregada asiente como un único ser.
Los siguientes pasos son sencillos, pero para la mayoría el proceso es perturbador. El bendecido vuelve a subir al ferry y se desnuda. Embadurna su cuerpo de aceite y después dos hombres, dos voluntarios que apenas tienen valor para mirarlo, enrollan lentamente el grueso cabo alrededor de su cuerpo y lo tensan. La cuerda muerde su piel sin misericordia. Ya están brotando las primeras gotas de sangre, aunque la mayoría no sea testigo de ello.
—Adelante —dice el bendecido.
Se oyen jadeos, un suspiro. El olor del mar empapa la cubierta. Los dos hombres arrastran al bendecido hacia estribor, donde han habilitado una plancha de metacrilato flexible. De color rosa brillante, como si la tradición no tuviera importancia alguna. El bendecido cierra los ojos. Supone que en esos minutos que preceden al salto su rostro sereno y sus ojos cerrados invitarán a los asistentes a creer que está rezando a los dioses para que le ayuden en su trabajo. No es así. Reza por no sobrevivir esta vez, porque este sea el último barco, la última quilla. Reza por no tener que volver a sumergirse bajo el agua, aunque sabe que tendrá que hacerlo, que no podrá eludir su responsabilidad. Esa que el hombre que se decía su padre, ese pescador borracho, le impuso con su torpeza etílica. Esa que el mismo se ha autoimpuesto como castigo, como destino.
El bendecido siente en las plantas de los pies el murmullo del ferry, ese susurro ahogado que le ruega que le permita ser devorado. Las embarcaciones albergan el deseo secreto de encallar en el fondo del mar, sobre todo aquellas que portan vidas en su interior. A veces le perturba el conocimiento que la bendición le ha permitido adquirir. El ferry, a pesar de sus líneas modernas, de su diseño, no es distinto a un bajel con más de cinco siglos de vida. Está en su espíritu la idea de la inmortalidad, esa que solo se obtiene siendo un pecio abandonado en el lecho marino. Esa es la labor del bendecido: quebrar su naturaleza. Lo que otros entienden como protección no es más que domesticación. Control. Abuso. El alma de un navío no es más que la sumisión a su voluntad.
El bendecido abre los ojos, da unos pasos y cae al mar. Se sumerge entre burbujas y un remolino de algas y cabellos negros en las frías aguas del puerto. Ahora está en su hábitat natural, pero para el resto de los hombres procederá como si este le fuera un medio ajeno. Ya es suficiente el rechazo que provoca su extrañeza, no quiere añadir a las murmuraciones más detalles que al final lo condenen. Debe vivir entre los hombres, ya que los barcos lo rechazan y lo temen. Debe vivir en tierra, ya que el mar lo desprecia por no alimentar su voracidad. No sería inteligente dejar que su cuerpo mute, que se adapte a las aguas, y mostrar a sus vecinos los cambios. Hace tiempo que las estacas y las hogueras desaparecieron, pero vive tiempos confusos, donde la tecnología convive con la superstición, y no sería extraño que su presencia pasara de ser imprescindible a ser aborrecida.
Un cardumen de peces se abre cuando el bendecido desciende por su interior. Siente el roce de la cuerda mientras se desenrolla, el beso de los peces que, en su estupidez, no le temen. Después siente el tirón del cabo y ve por primera vez la quilla en toda su magnitud. Pronto estará repleta de dientes de perro, ahora solo son una presencia marginal. El tirón de la cuerda lo arrastra hacia ella, y aunque la apnea forzada no es algo que le preocupe —ah, qué pavor desataría entre las gentes si les dijera que puede respirar bajo el agua—, es consciente de que el tiempo que permanecerá bajo el buque es limitado y son muchas las cosas que debe hacer en el camino. Lo primero de todo, en cuanto su cuerpo golpea con el navío y la sangre brota, es conocer el verdadero nombre del ferry.
Para ello formula la pregunta.
La misma que formuló cuando su padre lo hizo caer al mar.
***
El bendecido abre los ojos. Está tumbado sobre la cubierta del ferry. Han cubierto su cuerpo con una manta y el equipo médico lo está atendiendo.
—Dios, bienvenido —dice uno de los enfermeros al ver sus ojos—. Pensé que se había ido.
—Yo también —dice el bendecido—, pero no ha sido así.
—No, no, ahora toda está bien. Está estabilizado. Tranquilo. La hemorragia está controlada y nos lo llevamos al hospital. Tranquilo.
Lo estoy, piensa el bendecido. Lo estoy. Ser consciente de que en un futuro tendrá que volver a pasar por esta experiencia lo relaja. Había soñado con fracasar, con no ser capaz de hablar con el barco durante esos interminables minutos en los que su cuerpo y su mente han habitado las aguas, en los que su cuerpo y su mente han sido golpeados y heridos y acariciados y besados por la quilla, pero no ha sido así. Ha preguntado, ha sido respondido. Después, mientras las heridas se abrían y la sangre le cegaba, ha hablado con el ferry, ha entendido sus motivaciones, sus necesidades, y como un psicólogo aficionado, ha escuchado y ha hablado, y lo ha convencido. Todavía no es el momento de hundirse. Todavía no es el momento de volver a casa. Paciencia. Ahora, lo quieras o no, tienes un alma, y es mía.
Sabe que todos los bendecidos comparten su visión. Paciencia. Ellos no quieren evitar que los barcos se hundan. Lo que desean es que lo hagan en el momento adecuado, en el lugar adecuado. De una forma ordenada y controlada que les permita a todos ellos volver a la que ahora es su casa, a ese lugar al que pertenecen. Al mar. No, no permitirá que la naturaleza del ferry lo invite a llamar a las criaturas abisales para que lo devoren. No ahora. Quizá en unos años. Cuando llegue el momento. Cuando entienda cómo funciona ese mundo y pueda asegurarse de que el sacrificio, la ofrenda perfectamente orquestada por todos los bendecidos, tiene un valor. Cuando el hundimiento de todos los navíos que surcan el mar les garantice a todos ellos una vida de gloria en las fosas abisales.
Mientras tanto seguirá bendiciendo barcos. Trabajando para estos hombres que lo cuidan como si les fuera la vida en ello, y probablemente tengan razón. Todos ellos, antes o después, viajarán a bordo de un navío. Todos ellos arriesgarán sus vidas cruzando el mar. Y solo la bendición les garantiza esa seguridad de que volverán a sus casas sanos y salvos. Al menos por ahora.
—¿Cuál es su nombre?
El capitán está acuclillado a su lado. Ya le han subido a la camilla y le conducen hacia la ambulancia, pero el capitán atrapa su mano ensangrentada entre las suyas y repite la pregunta.
—¿Cuál es su nombre?
El bendecido parpadea, gira la cabeza, escupe la saliva salada que se agolpa en su garganta. Los enfermeros suben la camilla a la ambulancia, el capitán se queda abajo. El bendecido se incorpora y mira al capitán un instante antes de que cierren las puertas de la ambulancia.
—Impaciente —dice.
Y sabe que ese será el nombre que le asignen al buque, por mucho que el suyo, el verdadero, sea impronunciable e imposible de representar con ninguno de los alfabetos humanos. Impaciente. Un nombre perfecto si al final es el primero de los buques que decide inmolarse. El bendecido sabe que cuando él se sumerja en el agua, ya sea en este puerto o en otro, podrá hablar con él. Puede hacerlo con todos los barcos que ha bendecido. Y cuando lo haga, le dirá que adelante, que acepte su destino, que llame a las criaturas abisales y deje que lo devoren.
Que sea el anzuelo.
© Copyright de Santiago Eximeno para NGC 3660, Septiembre 2016