El puzzle

 

Por Juan Antonio Fernández Madrigal

El día de su cumpleaños, la pequeña Andrea saltó al charco de agua marrón que se había acumulado junto a la acera y se alejó del mundo real. Los gruesos calcetines blancos, encogidos, recibieron parte de la salpicadura. Se le puso la piel de gallina en los tobillos, y los zapatos sonaron encharcados al pisar las losas gastadas y grises del pavimento.

Tras ella quedaba el mundo de la gente grande. Varios carruajes negros cortaron la niebla mientras los cocheros, sepultados en ropas grises y ocres, lanzaban el látigo y sus vaporosos alientos hacia adelante. Luces difuminadas por la bruma formaban miradas doradas de duendes o demonios que la observaban alejarse del universo tangible. Manchas altas y delgadas se movían bajo ellas, algunas tanteando el suelo con la ayuda de un bastón. Capas grandes se desplegaban tras los movimientos como si se aprestaran a emprender el vuelo.

Todo eso era leve y se evaporaba.

La pequeña Andrea se acercó a un muro mucho más alto que ella, de piedras resbaladizas por los líquenes y el musgo, que se alzaba hacia la niebla hendiendo su vientre con fuerza. En otras ocasiones había podido distinguir qué  había más arriba del muro: lanzas oxidadas de hierro apuntando al cielo. No había forma de esquivar tal ataque en un día soleado, salvo por la verja.

Caminó junto al muro. El galopar quedó atrás, el chirriar de las ruedas de madera, el restallar de los látigos, los pasos débiles de los escasos transeúntes, las miradas burlonas de las luces amarillas; todo terminó por desaparecer en la parte de su mente donde morían los recuerdos sin interés. Sus pequeños pies cobraban vida propia y se dedicaban a saltar los huecos dejados por las losas arrancadas (perdidas, desvanecidas, inexistentes). La obligaban a juntar y separar las manos en cada brinco, sin que ella pudiera hacer nada por evitarlo si no quería darse de bruces con el suelo.

Le fue difícil (ni se acordó) distinguir por dónde iba hasta que llegó a la superficie lisa de la entrada. Allí se detuvo. Expulsó una bocanada de vapor blanco que le impidió ver nada por unos momentos. Luego miró a la calzada, pero la espesa niebla había formado un muro que la separaba definitivamente del mundo de la gente grande.

Siguió andando más despacio, primero a pequeños pasos, espiando a su izquierda de reojo, palpando con mucho respeto la pared de piedra, húmeda, fría, resbaladiza (,frontera). Pudo distinguir algunas ramas verdes intentando escapar a su través. Luego se acabaron las ramas y fueron sustituidas por más piedra, y luego, al fin, apareció la verja.

Estaba entreabierta, como siempre. El gran candado, colgado de una cadena tan gruesa como su brazo, descansaba sobre la superficie manchada de herrumbe. Una de las hojas de metal yacía ligeramente inclinada; tenía una bisagra deshecha por (el tiempo,) el frío y la humedad.  Sólo se podía atisbar el interior a través de esa pequeña rendija entre las dos hojas levemente separadas, pero Andrea no se detuvo a atisbar. Deslizó su pequeño cuerpo de nueve años entre las dos planchas de hierro, hasta que de pronto comprendió, de verdad, la terrible distancia que se había hecho entre el mundo del que procedía y el Patio. Sintió algo de miedo, pero el día de su cumpleaños casi todo el miedo se quedaba al otro lado.

 

***

 

El Patio la observaba desde todos los ángulos: todo allí dentro percibía su presencia. Los altos olmos de los muros, agitando sus delgados dedos verdes bajo una brisa de dudosa procedencia. Los arbustos de los parterres, húmedos, guiñando sus pequeñas gotas de rocío con aire de complicidad. La tierra semioculta por el verde, espiándola entre penumbras. Alguna pequeña roca que ella había dispuesto en visitas anteriores entre los troncos de los matorrales para tener algo suyo entre tal cantidad de espectadores anónimos. La fuente en el centro. El agua de la fuente, que parecía aumentar la humedad del aire por momentos, salpicando la piedra alrededor, cayendo sobre el receptáculo, deseosa de alimentar a los seres verdes del Patio pero recluida en su cárcel de piedra. El empedrado, lleno de bultos, dejando crecer a duras penas unas pocas hierbas y flores blancas y diminutas. Los ladrillos rojos dividiendo el suelo en zonas triangulares que invitaban a algún juego que seguro acabaría por inventarse.

Los pequeños insectos también andarían por allí, entre las piedras, entre los arbustos, entre las raíces de los grandes olmos, observándola, temiéndola o esperándola con emoción. Nunca lo había sabido con certeza.

Sobre la fuente, en el centro, estaban las estatuas. (Vaya, aquello debía decirlo con mayúsculas). Estaban las Estatuas. La Estatua Denfrente indagaba aquella pequeña intrusión del mundo exterior con enfado: el ceño fruncido, los labios apretados, las manos unidas una sobre otra. Los grandes cuernos inclinados hacia atrás. Andrea sintió una necesidad inmediata de escapar corriendo hacia el fondo del Patio, pero sus pies sólo anduvieron lentamente, adivinando el paso por las fronteras de ladrillo rojo mientras cambiaba de una zona triangular a otra. La Estatua Denfrente no se movía, pero sus ojos la espiaban. Todos los seres del Patio la espiaban mientras ella osaba acercarse a lugares más recónditos.

Tardó mucho en llegar, porque sus pies parecían negarse a obedecer del todo sus órdenes, pero, al fin, la otra estatua (la Otra Estatua) apareció a la espalda de su compañera eterna. También la observaba. De hecho, supo que la había estado esperando, pues sus pupilas estaban situadas en el borde de los ojos, dispuestas a verla aparecer. La Estatua Denfrente debía de haberla avisado.

Andrea se agachó y se subió los calcetines arrugados y sucios. A la Otra Estatua no le agradaban las niñas descuidadas. Sus ojos de piedra eran más redondos que los de su compañera. Más abiertos. No tenía el ceño fruncido, sino que mostraba una expresión relajada, casi casi amistosa. Sus manos caían a ambos lados, sin unirse. No tenía cuernos. Una gran cabellera caía a su espalda, mojada por el agua que surgía del surtidor, oculto en lo más alto.

Podía quedarse a charlar con la Otra Estatua, pero Andrea prefirió terminar de recorrer el círculo y volver junto a la Estatua Denfrente. En el día de su cumpleaños se sentía sola, incomprendida (,débil) y claramente indispuesta a iniciar una conversación seria con un trozo de piedra. Con la Estatua Denfrente no había problema: ese trozo de piedra no esperaba a que ella le hablase; le dirigía la palabra primero.

 

***

 

—Andrea… Andrea… —La voz surgió escabrosa, como si hubiera tropezado con multitud de piedrecitas angulosas en el interior de la garganta.

Andrea se recogió el largo pelo rubio tras la oreja con un movimiento rápido, porque a la Estatua Denfrente no le gustaban las niñas feas. Casi no se dio cuenta de que los calcetines blancos y sucios volvían a arrugarse sobre los zapatos manchados.

—Andrea, estás triste.

En la segunda frase la voz vibró distinta, los obstáculos habían desaparecido. Ya era la que ella estaba acostumbrada a escuchar. Como de niño pequeño. La dejó hacer, porque sabía que, aunque podía contestarle, no era necesario. Además, era una tontería hablarle a una estatua.

—Andrea, estás triste —repitió la Estatua Denfrente—. ¿Qué te pasa, Andrea?

No fue necesario explicarle qué le pasaba.

—Ya veo. ¡Tu cumpleaños! Es un asunto grave. Déjame pensar.

Andrea no apartó la mirada de las pupilas petrificadas, ni de las manos entrelazadas, ni de los largos cuernos que se curvaban hacia atrás. El resto del Patio perdió importancia. El resto del Patio dejó de existir. La Estatua Denfrente estaba buscando un remedio, y todo lo demás había caído en el limbo gris de lo intranscendente. Se tuvo que recoger el pelo un par de veces más antes de escuchar la respuesta.

—Creo que ya sé. No sé cómo a los del mundo de fuera no se les ha ocurrido.

Andrea odió un poco más al mundo de fuera.

—Claro, tienen muchas otras cosas en que ocupar su tiempo. Tú eres sólo una niña, no lo olvides. ¿Cuántos años cumples? Oh, ¿de verdad, Andrea? Vaya. Entonces ya no eres tan niña. Es importante cuando uno cumple tantos años.

Y un poquito más aún.

—No te preocupes, todo va a ir mejor ahora. Y recuerda que puedes volver cuando quieras, no sólo cuando cumplas otra vez.

El apreció por la estatua aumentó. Pero Andrea no conocía una de las cualidades del odio y la decepción: que, al contrario que el agradecimiento, por mucho que se transformen no desaparecen realmente.

La Estatua Denfrente había dejado de hablar, y el ruido del agua golpeando la piedra volvía a sonar fuerte. Andrea apartó la mirada hacia abajo.

Había una caja de cartón, seca, a sus pies. La cogió y la sintió tibia en sus manos. Era totalmente gris: ningún dibujo ni ningún título. No hacía falta, desde luego. La entreabrió un poco. Tras un momento en que le pareció que lo de dentro brillaba rojizo, la luz gris del ambiente entró en la caja y las piezas dejaron ver su forma. Estaban agrupadas en una esquina. No parecían muchas. Volvió a cerrar la caja y dedicó una de sus más agradecidas sonrisas a la Estatua Denfrente.

Gracias a ella no se había quedado sin regalo.

 

***

 

La puerta de su habitación raspó contra el suelo agrandando un poco más la muesca circular trazada durante años sobre la madera. Se hallaba en el mundo real de nuevo, pero en una porción sobre la que tenía cierto control. Una especie de tierra neutral entre dos existencias.

Se acuclilló frente a la ventana abierta y depositó la caja delante. Observó durante unos momentos el cartón gris antes de decidirse (para saborear el instante) a abrirla. Finalmente levantó la tapa áspera y la dejó a un lado. Un extraño olor se expandió rápidamente hasta desaparecer. Las piezas estaban repartidas ahora por todo el fondo de cartón. Eran grandes. Eran pocas. Eran (tentadoras,) absolutamente bellas y agradables. Cálidos tonos formaban el misterioso dibujo que ella tendría que recomponer.

Primero las separó por colores. Las más rojizas a un lado. Otro montón para las negras (muchas). Algunas con tonos de blanco, metal, agua. Luego las contó. Setenta y siete. Calculó mentalmente. Siete por diez, setenta. Siete por once… setenta y siete. No se le ocurrió ninguna otra forma de montar el puzzle. Siete piezas de alto por once de ancho. Buscó las esquinas.

Dos negras, una rojiza, otra negra. No sabía dónde ponerlas, así que las deslizó hacia el punto más cercano dentro del rectángulo imaginario que había trazado sobre el piso del cuarto. La rojiza arriba, a la derecha. Las otras en el resto de las esquinas, al azar. Buscó las piezas laterales.

Después de un rato había conseguido una suave gradación de negro a rojo en el lado derecho del puzzle, con pequeñas intrusiones de negro. Todos los demás, negros, distintos tonos de oscuridad, posiblemente con algunos errores. Partió de la zona roja y buscó piezas adyacentes.

Poco a poco, siguiendo las fronteras del rojo y el negro, dibujó una curva inscrita en una celosía de piezas más o menos rectangulares (y bastante viejas, se percató). No le recordó nada conocido, así que siguió rellenando huecos.

Lo más difícil fue la parte izquierda. Varias zonas oscuras, menos oscuras y muy oscuras se sucedían casi paralelas, salpicadas de puntos blancos que no aparentaban ninguna forma concreta. Tuvo que cambiar de posición algunas piezas de los bordes para que todo encajara mejor. Al terminar se dispusó a atacar la franja derecha.

Ésa le costó poco tiempo: había pequeños motivos en cada pieza que continuaban claramente en las demás. En general, se trataba de un dibujo muy bien hecho, nada confuso, aunque no sabía aún qué era. Al fin puso la última, blanca, negra, roja. Cayó de sus dedos justo sobre el hueco que quedaba.

La imagen seguía sin decirle nada.

¡Claro! ¡Estaba tumbada! El puzzle no era de siete piezas de alto, si no de once de alto por siete de ancho.

Se deslizó por el suelo hasta situarse en el lateral izquierdo.

Y vio a la Estatua Denfrente.

No era de piedra. Estaba dibujada tal y como hubiera sido en la realidad si realmente existieran ese tipo de (monstruos) cosas. Agazapada sobre una especie de promontorio rocoso, de fondo el cielo rojizo del atardecer, agua abajo, rompiendo en espuma. No había sol, ni nubes: el cielo que la rodeaba era de un rojo uniforme. A la estatua le habían añadido una larga cola, afilada, curvada tras la espalda hasta alcanzar la altura de la cabeza. Los ojos, rojos. La boca, abierta. La baba, cayendo sobre

El centro del puzzle se combó hacia arriba. Andrea parpadeó. El puzzle volvió a combarse. Pequeñas volutas de humo surgieron entre las junturas de las piezas. Los ojos de la estatua parecieron cambiar como si diminutas pupilas (amarillas) se desplazaran a uno y otro lado, explorando. Surgiendo. El cielo carmesí se movió suavemente. El cielo real, en el exterior de la habitación, pareció enrojecer también, disminuyendo la claridad.

El puzzle volvió a combarse. Esta vez se levantó hasta casi un palmo. Las piezas no se separaban, sin embargo, pero el humo emergía en bocanadas desde debajo. El profundo olor que había notado al abrir la caja volvió, o se hizo más fuerte. Tras la ventana de la habitación, las nubes rojas desaparecían en un manto color sangre. El ruido del romper de olas contra el acantilado golpeó sus tímpanos procedente de la calle.

El puzzle se combó una vez más, en un salto rápido. Andrea dio un respingo y un golpe de su pie descontrolado deshizo completamente la figura. Todas las piezas volaron por el suelo. El olor disminuyó. El humo comenzó a disiparse. La claridad del día, aunque escasa, la cegó momentáneamente. El silencio volvió a posarse alrededor de ella.

Se levantó. Abrió la ventana, el corazón latiendo fuerte. El humo corrió a escapar y unirse a la neblina. Notó que hacía frío. O que había hecho calor.

 

***

 

Desde el centro del Patio, la Estatua Denfrente la miraba fijamente sin pronunciar palabra. El agua golpeaba sus oídos. Las manos de piedra reposaban una sobre la otra. Algo había cambiado, pero no estaba segura de qué.

Entre otras cosas, llevaba ya un rato allí y la Estatua no había hablado.

Caminó siguiendo el borde de la fuente. Bajo el agua cristalina, la pequeñas algas crecían y se balanceaban. Descendía desde lo alto formando una película transparente (deformante) sobre la piedra.

La Otra Estatua la miró. Muy humana. El cabello largo ondeaba bajo el líquido frío, pero era una ilusión óptica. Andrea se alzó bien los calcetines y sacudió el barro reseco de los zapatos sucios. La Otra Estatua la miró entonces más intensamente. Las manos a los costados parecían pugnar por expresarse. Andrea pudo hablar en ese momento con ella, es decir, supo que realmente le contestaría, pero también supo que no, que no se iba a atrever a hacerlo, que se sentía muy lejana, muy real como para decirle algo a una estatua. No quería parecer una niña tonta hablándole a un trozo de piedra. A la Otra Estatua no le gustaban las niñas tontas.

Así que completó el círculo y volvió junto a la Estatua Denfrente, a la que no le gustaban las niñas feas. Seguía a mucha distancia de allí. Muy fría. Como si se hallara sobre un promontorio rocoso a muchos metros encima del mar embravecido de la existencia.

Antes de que oscureciera, Andrea regresó a casa.

 

***

 

Al principio no lo encontró, pero tras el pequeño ataque de angustia sus manos palparon el tosco cartón y lograron asir el regalo y sacarlo de nuevo a la luz.

Luego volvió a empujarlo bajo la cama y bajó a cenar.

 

***

 

La noche de su noveno cumpleaños Andrea intentó dormir, pero no pudo. La luna llena. Las estrellas en la noche clara. La caja bajo la cama. El frío. La humedad. La Estatua muda. La caja bajo la cama. La cena triste, escasa y llena de quejas y reproches. El regalo que nadie pudo o quiso o se acordó de hacerle. La caja bajo la cama.

La encontró rápido. La cogió y se sentó directamente allí mismo, sin acordarse de encender la luz de gas.

De nuevo, el ligero olor desagradable flotó por momentos en la habitación. La tapa gris desapareció en algún rincón aún más oscuro. Las piezas repiquetearon sobre el entarimado del suelo. Las esquinas se dispusieron en su lugar. Siete por once. Once por siete. Luego los laterales. El dibujo degradando de un tono rojo oscuro, casi invisible, al negro intenso. El promontorio. La espuma embistiendo. El cielo rojo sobre la figura encorvada y los cuernos hacia atrás, amenazando a alguien. El cielo rojo. El cielo que se mueve.

El cielo que se torna rojo tras la ventana. La luna llena del mundo real que desaparece eahogada en esa sangre. El color que invade sus sentidos. El olor que invade su mente haciéndola sentirse mal/bien/mal. El salto de las piezas. Humo amarillento y blanco que ilumina la habitación, expandiendo otra realidad fuera de todas las realidades. Ojos observando. Otro salto de la imagen hacia arriba. Caída al suelo. Salto. Caída. Ruido. Temor. La figura que se eleva. Toma forma. Crece. Sale del cartón. Se hace cuerpo. Palpita. Las olas del mar golpeando en el exterior, contra su ventana. Su habitación es un promontorio. Donde ella se esconde acuclillada y atemorizada; muerta de miedo; mirando fijamente dos pupilas amarillas que la aman; la odian; que quieren hacer algo con ella que no tiene nada que ver con el amor ni el odio; ella se opone, resiste, no puede, intenta, es una niña una pobre niña que acaba de cumplir nueve años, que no puede evitar que un monstruo que invade su habitación la deje inconsciente mientras se pierde en un mar sangriento para resultar que sin embargo adora esa sensación horrible.

 

***

 

La pequeña Andrea ha vuelto al Patio. Enfrente de ella está la verja, semiabierta y oxidada. La ve muy pequeña, y para hacerlo tiene que bajar la mirada. Los cantos rodados del suelo se distribuyen en triángulos que convergen hacia ella. En uno de ellos, el central (siente frío en la espalda) hay una figura pequeña, humana, encogida, tumbada en el frío (llueve) suelo. No se mueve. No está muerta. Los olmos agitan sus dedos largos y verdes bajo la brisa que no se sabe de dónde viene. A Andrea le extraña no haberla percibido justo al despertar, puesto que se encuentra completamente desnuda.

Siente sus pies sumergidos en el agua de la fuente. Inmóviles. Muy muy entumecidos. Las algas se ondulan suavemente debajo de ellos, siguiendo su propio ritmo indiferente.

Andrea está apoyada contra algo duro. Pero no puede volverse. Ni moverse. Lo ve todo con claridad, aunque la mitad del Patio que está tras ella (con la Otra Estatua) no existe ni será accesible ya. El agua golpea su nuca con cariño.

El niño pequeño tendido en el Patio sí se mueve. Parece despertar de un largo sueño. También está desnudo. Pequeño. Moreno. Pálido. Tiene grandes quemaduras en la piel. Andrea siente el impulso de bajar de la fuente y ayudarlo, pero se contiene. El niño se levanta con dificultad. Mira a la verja. Luego se vuelve y ella lo mira intensamente desde arriba, intentando transmitirle algo. Su intención se ve diluida, sin embargo, por una extraña barrera invisible que se alza entre ellos.

El niño se vuelve y se aleja. Se desliza entre las dos hojas negras de metal y desaparece. Andrea sabe que no va a volver.

Siente la presencia de la Otra Estatua, como en un mundo lejano. Su voz le llega suave, fría, sin sentimientos. Parece narrar un cuento. Pero es extraño. Ella está en él.

Andrea… Andrea… La niña que no cumplirá más años hasta dentro de mucho tiempo… Que espera a que otra niña se acerque a la estatua equivocada… y le hable… y se recoja el pelo tras la oreja… y le cuente lo que le preocupa… Para que ella lo pueda arreglar intercambiando regalos.

© Copyright de Juan Antonio Fernández Madrigal para NGC 3660, Julio 2017 [Especial Aniversario]