Por Teresa Rubira y Pily Barba
Clara, querida, definitivamente esto no es como aquel señor, el escritor ese de ciencia ficción, lo pintaba. Este Puerto Marte no tiene nada que ver con lo que contaba en sus relatos. Pero claro, la culpa la tengo yo por intentar ponerme al día con las marcianadas pasadas de moda que atesora mi marido. ¿Seré ingenua? Él y sus tonterías de extraterrestres. Mira que no le veo la gracia, te lo digo de verdad. Y ahora mucho menos. Supongo que la tendría antaño, cuando los terrestres aún incordiábamos únicamente sobre la faz de la Tierra; cuando ahí abajo, se pasaban el tiempo viendo películas de ficción de esas de serie B, Z, H, o como se llamen, ajenos al futuro que se avecinaba sobre nuestras duras cabezotas.
De verdad, antes sería divertido lo de imaginar cómo serían los dichosos hombrecitos verdes (los mismos gilipollas que actualmente se cachondean de nosotros llamándonos blancos, blanquitos, blancoides), pero aquí, y ahora, que tenemos a esos empalagosos llamando a todas horas a la puerta —siempre vestidos de hawaianos; con sus estúpidas maletas de piel sintética de cocodrilo, y esas horribles chanclas adornadas con pedrería y plumas—; intentando vendernos Dios sabe qué, la verdad, gracia, lo que se dice gracia, tiene más bien poca.
Pero bueno, supongo que te estarás preguntando que por qué después de tanto tiempo sin dar señales de vida, te envío uno de estos prehistóricos vídeomensajes, ¿no es cierto? La razón no es otra que desde hace un par de días o así estamos sufriendo lo que los marcianos llaman brisa estival. Podría resumírtelo diciéndote que se trata de un fenómeno atmosférico durante el cual nos quedamos prácticamente incomunicados: se acabaron las videoconferencias, tanto internas como externas, y en general la conexión a la Gran Red. Incluso nos resulta imposible utilizar los móviles. ¡Lo único que funciona es el teléfono de toda la vida! ¡Sí, sí, ese que va por cable! Para morirse, ¿no te parece? Pero como aquí las computadoras son tan ultramodernas, y la brisa estival sólo dura un mes, pues nadie parece querer poner remedio. Y así se van apañando un año tras otro.
Pero ahí no acaba la cosa. Ojalá. Durante el mes que dura esto, los marcianos (únicamente los hombres) se vuelven un poco locos y necesitan más compañía que nunca.
A ver cómo te lo explico… ¿Recuerdas que te dije que nada más llegar aquí tenía que buscarme un trabajo urgentemente? Ya sabes que andamos bastante mal de dinero, y este cuchitril necesita un arreglo ya mismo. Bueno, pues lo primero que hice fue contestar al anuncio de un holoperiódico editado días atrás, donde decía que se precisaban hembras de cualquier especie, dispuestas a atender una centralita de telefonía fija durante los días de brisa estival. Por lo visto, está más que comprobado que el fenómeno de las narices hace que los marcianos se depriman bastante y, como la videoconferencia no es posible, precisen oír cualquier voz, sea marciana o no. Así que llamé al número del anuncio (no sin cierta dificultad, claro está, porque el aparatito se las trae. Y yo que nada más llegar me pregunté que para qué conservarían aún estos cacharros. Pues ya ves). Me dijeron que era para atender una línea de teléfono a la que cierto perfil de individuos llamaban para conversar; buscando tener un ratito de compañía, contar en voz alta sus problemas… —Yo pensé en una especie de teléfono de la esperanza y, la verdad, me agradó bastante la idea—. Además, pagaban mil doscientos krens la hora, y lo podía hacer desde mi propio apartamento.
El chollo me pareció increíble, así que decidí probar.
Quise concretar una cita para el siguiente lunes con el señor de Recursos Humanos, con idea de revisar todas las cuestiones económicas, legales…, ya sabes. Al mismo tiempo, pensé que me vendría bien conocer la oficina donde estaba situada la centralita general —imaginaba una gran empresa; una ONG o algo por el estilo. ¡Qué emoción! Pero al final no pudo ser. El señor de Recursos Humanos estaba de viaje, así que fue su secretario quien me llamó ese mismo lunes:
—Paquita, le voy a pasar ya unas llamadas, a ver cómo se desenvuelve y luego, por la tarde, hablamos. Recuerde que usted tiene el nombre que le quiera dar la persona que llama.
«¿Por qué me querrán cambiar el nombre si el mío me gusta y me ha durado cincuenta años intacto?» —pero quien paga manda, como dicen en la Tierra, y para un buen trabajo que me surge no voy a poner pegas encima, ¿no te parece?
Bueno, pues no habían transcurrido ni cinco minutos cuando suena el teléfono. Estábamos sentados en el salón mi marido y yo.
Lo cojo:
—Oiga, ¿es Silvia?
—No. ¡Digo, sí, sí, soy Silvia! —No era un nombre feo, para empezar.
—Oye, Silvia, soy ese tipo fogoso que esperas. ¿Cuándo quedamos para estar juntos?
—¿Fogoso? ¿Tipo fogoso? —mi marido miraba extrañado.
—Sí, querida, en tu anuncio pides un tipo fogoso. Y yo ardo en deseos de verte y acariciarte. Dime cómo eres.
—Pues, yo… soy… —como podía elegir, eché mano del archivo de ilusiones perdidas—… soy alta, esbelta, morena, ¡muy morena! ¡Menuda melena tengo! —mi santo alucinaba mirando mis greñas canosas pidiendo peluquería a gritos, al mismo tiempo que repasaba mi altura con ojos descendentes.
—¿Bien parecida?
—¡A mí sí me lo parece!
—Bueno, pues si a ti te lo parece, a mí seguro que también. ¿Cuantos años tienes, chatita?
Jamás me había ahorrado tanto dinero en tan poco tiempo: también chatita, en el acto y sin cirugía estética.
—¿Años? ¡Pues treinta y cinco!
—¿Y tienes buenas tetas?
—Hombre, tengo dos.
— ¿Y un buen culo?
— Pues mira, sí, tengo un buen culo —Por culo no quedará, me dije.
—Venga, pues quedamos que ya estoy cachondo.
—Oye, oye, no corras tanto que tengo a los pintores en casa y ahora no puedo quedar contigo (no sabía lo buena que podía ser inventando excusas de golpe. Intentaba por todos los medios ganar tiempo, salir de mi desconcierto y aclarar el malentendido con mi futuro jefe. Pero, claro, imagínate también a estas alturas la cara de mi media naranja).
—¿Y cuándo acaban tus pintores?
—No sé… —¿cuándo empiezan?, pensé yo, mirando los techos ennegrecidos—. Mira, llámame mañana y te diré qué voy a hacer. ¿De acuerdo?
—Bien, princesa, pero no me falles.
—Hasta mañana.
Mira, Clara, aún en medio del desconcierto eso de tener veinte años menos, treinta kilos menos, y ser alta, delgada, morena, chatita… ¡y princesa!, no te mentiré, pero reconozco que me «enganchó» un poquito. Aun así, colgué definitivamente y me dije que eso no era lo que me habían propuesto, pero ¿cómo se lo iba a explicar ahora a mi media costilla que estaba entre blanco y cabreado?
—Cariño, tranquilo. Todo esto ha debido de ser un malentendido y hoy mismo lo aclaro.
—¡Eso espero!
Por la tarde cogí el aerocoche rumbo a la dirección indicada. Me costó encontrarla. El barrio era muy viejo, la calle muy estrecha, y el lugar en cuestión un apartamento horterilla situado en el número tres, piso tercero, puerta tres. (Mal empezábamos: mi número es el siete).
Llamé con algo de inquietud, porque aquello distaba mucho de la Multinacional que había imaginado.
Cuando la puerta se abrió, el señor, un sudoroso y cómo no, seboso porto marciano, casi sin dejarme hablar, tiró de mi brazo y me metió de un empujón hacia adentro. La oficina, con centralita incorporada, estaba situada justo a los pies de una cama. Grande, eso sí, pero cama al fin y al cabo. Aquel cuchitril, se componía de una gran habitación que servía de salón, cocina, cuarto de estar, dormitorio… todo junto. Unos treinta y cinco metros cuadrados. Y ni un solo marciano. Y de blanquitos… tampoco había rastro.
Me invitó a sentarme a los pies de la cama e, instintivamente, me cerré de piernas; después de lo del día anterior ya casi me veía violada.
De entrada, el tipo fue amable y correcto. Se sentó a mi lado y me explicó con detalle el programa que utilizaban para registrar y controlarlo todo, pero no me contaba ni a tiros el misterio de las llamadas.
—Mire, don Antonio…
—Llámame Toño, por favor.
—Mire, don Antonio, a mi casa ha llamado un tío que estaba más salido que un caracol en día de lluvia, y no parecía tener muchas penas que contar.
Don Antonio se rio a carcajadas.
—Oye, nena, ¿te puedo hablar claro y sin remilgos?
—Sí —yo ya estaba un poco mosca—. ¡Hábleme claro, por favor!
—Vamos a tutearnos, ¿quieres?
—Por favor, siga, don Antonio.
—Verás, hoy en día la vida no es como antes, y menos en un lugar de mierda como este. En los días de brisa estival, los marcianos quieren llamar a una de nuestras líneas y, tan solo por su verborrea, encontrar a una hembra que se abra de piernas a la primera de cambio, y de paso, quedar para follársela, gratis, a ser posible. ¿Lo entiendes? Tu misión es entretenerlos, darles palique y dejar que pase el tiempo para que cobres más krens. No debes quedar con ellos. A ser posible, que no te conozcan nunca. Si se cansan, no te preocupes, otros llamarán.
—Pero ¿y cómo se puede entretener a alguien que lo único que quiere es quedar contigo para… eso?
—Pues con arte, encanto, ¡con arte! —Se aceleraba por momentos—. ¿Tú no has oído hablar nunca de las «calientapollas»? —Debe ser que al «cacharrillo» de esta gente lo llaman igual, porque así me lo dijo—… Pues eso, calentarlos; calentarlos hasta el extremo de que se hagan una paja al otro lado del teléfono, que se queden enganchados a ti para que te llamen una y otra vez y pase una hora y otra y otra, y tú, mientras, cobrando los minutos. Eso es arte, blanquita, y hay hembras que valen mucho y se sacan un buen puñado de krens sin llegar a joder con ellos…
De pronto pensé en mis dotes actorales innatas y, por un momento, me visualicé a mí misma pegándome tres carreras seguidas, pasillo arriba, pasillo abajo, antes de coger cualquier llamada y descolgar ya el auricular tan jadeante que pareciese estar próxima al orgasmo. Otra opción era decirle a mi marido que saliésemos a polvo por llamada, por aquello de que quedara más «en vivo». Pero de pronto pensé que, por una parte, el pasillo no era muy largo, y por la otra, con más de cinco quiquis al día, me habría cargado a mi churri el martes de la primera semana. No, definitivamente no me salía rentable.
Don Antonio me hablaba con un desparpajo tremendo, sin pestañear, mientras yo permanecía allí, como si hubiera sido toda mi vida una señorita de «moral distraída» y esa conversación me resultara de lo más casera y familiar. Pero la realidad era muy distinta: por dentro me descalabraba a cada minuto que pasaba. Ahora sé que era por puro miedo.
Afortunadamente, lo que en realidad me hizo reaccionar fue la siguiente «frasecilla». Atenta Clara, imagínate la estampa:
—Mira, nena, aquí vienen muchas hembras que son amigas. Me ayudan un ratito a coger llamadas desde la centralita. Luego, charlamos, bebemos unas copitas…
—Yo no bebo —dije atropelladamente.
—Es igual, tomamos unas copitas y, a veces, no siempre, acabamos en esta cama. ¿Hay algo de malo en ello? Alguna de ellas es casada, y le vienen muy bien unas horitas de asueto; olvidarse de lavar, fregar, planchar, sus cachorros, su pareja… —Por un momento pensé que la gracia estaría en que, al volver a casa, se lo encontrarían todo hecho, pero total, para ir encima con retraso.—. Y como no se trata de romper ningún matrimonio, sino de pasar un buen ratito, y como además ninguno de los dos nos engañamos porque ya somos adultos, pues no pasa nada. Si tú quieres venir alguna tarde, nos vamos conociendo y sin problemas, ¿eh?
Aquí ya me hice la valiente. Tenía que demostrar que estaba a la altura de las circunstancias; que no tenía miedo y que él no estaba tratando con una ignorante, sino con una terrestre con un buen par de ovarios dispuesta a hacerle frente YA.
Así que le dije con voz fuerte y un incontrolable temblor de piernas:
—Mire, don Antonio, de acuerdo que puede no pasar nada, porque entre adultos, todos sabemos a lo que vamos. Pero, de momento, y aunque se dice que «más vale lo malo conocido», entre mi marido y usted existe una notable diferencia, y entre echar un polvo con usted, o uno con él, me quedo con él, porque de momento, su tamaño me conviene. Por otra parte, usted me ha engañado. Yo puedo hacer de calientapollas cuando quiera, pero entre perder el tiempo calentando a cualquier gilipollas que llame, o disfrutando con mi marido, prefiero lo segundo, aunque sea gratis. Así que, mire usted, a partir de este momento, como si no nos hubiéramos conocido, porque como me vuelva a pasar alguna llamada le meto una denuncia que se entera. Y le aseguro que me sobran amigos en los ámbitos policiales del Sistema Solar. ¿Me ha oído bien? ¡Del Sistema Solar! (Mentira, no tengo ni un simple conocido en el cuerpo, pero y lo amenazadora que quedé, ¿qué?).
Y salí dando un portazo. Por si las moscas, bajé las escaleras como una bala, pasando de ascensores y sin dejar de correr hasta que me vi encerrada y completamente a salvo en mi aerocoche. Te juro que jamás un utilitario me había parecido tan acogedor.
Eso sí, cuando llegué a casa, me puse seria y le dije a mi marido:
—Bueno, cariño, este puede ser el negocio de nuestra vida. La cosa será así: nosotros estaremos aquí al pie del cañón, fornicando como monos mientras atendemos las llamadas. En cuanto oigas el teléfono, me vas poniendo a tono porque yo tengo que dar la talla frente a esa pandilla de salidos que van a preguntar cada día por tu «Silvia».
Y seguí explicándole el resto de la conversación «con mi jefe», pero dando la impresión de que me había parecido perfectamente normal y además había pasado un buen rato con él. Le dejé bien claro que iba a aceptar el trabajo e, incluso, si fuera necesario, iría alguna tarde allí, a trabajar a la centralita.
Mi pobre consorte, me miraba con los ojos como platos, sin saber si le decía la verdad o le estaba tomando el pelo. Me escuchaba hablar de polvos y de hembras de pollos como si hablara de aspirinas, y por un momento creo que pensó que me había vuelto loca.
Cuando paré, me dijo desencajado:
—Chica, tu verás, pero creo que aún no estamos tan desesperados como para que aceptes un trabajo así.
—No, no —le dije—, si me gusta mucho. Es algo nuevo. Es excitante. Primero, adelgazaré. Luego me iré a un sex-shop para blanquitas y me compraré revistas, utensilios, y hasta unas braguitas con cremallera, que me han dicho que tienen mucho surtido. Todo para ponerme al día, que buena falta me hace un reciclaje. El trabajo es el trabajo y hay que acometer los retos con responsabilidad.
De ver cómo me seguía mirando, me entró tal ataque de risa que me quedé como en mis noches infantiles de enuresis.
Él, sin duda aliviado, me dijo:
—Por un momento pensé que te habías pasado de vueltas.
Y nos seguimos riendo del tema hasta bien entrada la madrugada.
Después de la experiencia, el martes volví a poner otro de mis anuncios en la holoprensa: adiós sex-shop, adiós braguitas de cremallera (me han dicho que también las venden comestibles, de sabores), y adiós a las corridas por el pasillo.
Hoy he llamado a otro anuncio en el que necesitaban telefonistas para una plataforma de información (también durante esta brisa estival). Escarmentada, lo primero que he preguntado ha sido si había que calentar… algo, y por lo contrariados que parecían, me he dado cuenta de que he debido meter la pata. ¡Lástima!
Por lo demás, pues aún no sé muy bien si estos episodios se dan solo a los cincuenta pasados, o si por tener cincuenta pasados se dan solo episodios de estos. ¡Cualquiera sabe! Desde luego, aburrido, lo que se dice aburrido, no lo es, y en cualquier caso bien sea por la posibilidad de que me hubiera descarriado, o por el morbo de pensar cómo podría estar yo en mi papel erótico-telefónico, a mi marido cada vez que me ve pulsar el botón de responder, le da la risa —antes se cabreaba mucho— y, automáticamente, le aumenta la libido.
Eso es lo bueno. Hacía años que no nos sentíamos tan unidos y, oye, que de momento somos capaces de llegar a fin de mes. Por otra parte, el techo y las paredes siguen estando ennegrecidos, pero ¿a quién le importa?
Te dejo, querida. Espero que me cuentes pronto qué es de tu vida y, si puede ser, de nuevo por videoconferencia una vez pasada la brisa estival. Así podremos vernos y hablar largo y tendido, ¿no te parece? Yo desde luego lo estoy deseando.
Hasta pronto, Clara.
Te añora, tu amiga, «Silvia».
© Copyright de Teresa Rubira y Pily Barba para NGC 3660, Marzo 2018 [Especial Féminas 2018]