En la estación Puente del Arcoíris

 

Por Sara Martínez

 

A Jagger Dientecillos (J.D.) McGregor.
Te queremos, chiquitujo.

 

El Tren de los Siete Colores traqueteaba, invisible a los ojos humanos. Como un Arca de Noé un poquito peculiar, albergaba miles de animales. Tan solo en aquel vagón —el Vagón Amarillo— ya se congregaban criaturas de infinidad de índoles, órdenes y familias. Convivían en armonía. En confortables lechos e instalaciones se agolpaban cientos de perros y gatos, pero también aves, conejillos, roedores, un caballo, hasta un par de serpientes. Nadie se comía a nadie; no se mordían, ni reñían, ni se perseguían. Allí reinaba un clima de respeto absoluto. Era un espacio sagrado. ¿Acaso era de extrañar? Todos los allí presentes habían sido amados. Habían sido importantísimos para alguien. Existía un código de honor. Conversaban animadamente en el secreto idioma de la naturaleza, anhelando llegar a su destino final: las tierras al pie del Arcoíris.

En medio de tamaña algarabía pasaba casi desapercibido un bultito diminuto y más bien silencioso: un minúsculo hámster ruso. Hecho una pelotita en un rincón, se entretenía royendo semillas que iba extrayendo del interior de sus mejillas. Aún se hallaba confuso. Le fastidiaba haber tenido que abandonar su hogar así, sin previo aviso. Seguro que sus dueños se habrían llevado un disgusto enorme al encontrar su cuerpo. Así son las cosas, se dijo. Era hora de guarecerse en nuevas madrigueras. Los echaría de menos, aunque a veces fueran unos humanos muy pesados. Se incorporó un poco y pidió a un perro grandullón que le subiera hasta la ventana. Comenzó a mordisquear sus barrotes con ansia: el viaje se estaba alargando.

Sin embargo, el tren no tardó en detenerse con un sonoro chirrido. Todos los animales pegaron un respingo. Alzaron sus cabezas, alerta. Puertas y portezuelas de diferentes tamaños se abrieron por todas partes. Muchos intentaron salir del vagón entre empellones, sin orden ni concierto.

—Fin del trayecto. Les damos la bienvenida a la estación Puente del Arcoíris —anunció una vocecilla por megafonía—. Por favor, mantengan la calma. Les rogamos efectúen su salida de uno en uno y sin alborotar. No olviden recoger todas las pertenencias que ustedes estimen oportunas. Esperamos que hayan disfrutado de una travesía cómoda y placentera. Les deseamos una feliz estancia en la Otra Vida. Gracias por confiar en nosotros.

El hámster, que era sensato, decidió aguardar a que el tren se despejara un tanto: no quería correr el riesgo de ser pisoteado por algún pasajero. Se acicaló nerviosamente con sus patitas: deseaba estar elegante. Al fin y al cabo, no todos los días llega uno a los Prados del Más Allá. Se ajustó el pequeñísimo fedora que se había puesto para la ocasión, terminó de adecentarse y se aventuró por una puertecilla chiquitina. Al salir descubrió… una gran sala de espera. Y filas. Demasiadas filas.

—¿En serio? —masculló entre dientes—. ¡Arggg! ¡Pipas rancias! Creí que esto era el Paraíso…

No tardó en darse cuenta, en cualquier caso, de que había una lógica tras el caos: cada fila correspondía a animales de unas características concretas. Si bien los trámites eran tirando a lentos, la gestión era eficaz. Era fácil discernir en qué categoría se incluía un recién llegado. Localizó la cola a la que había de incorporarse bastante cerca de allí, entre la de los gatos y la de las mascotas espantosamente exóticas. El cartel era muy claro al respecto: «Lagomorfos y pequeños roedores». El hámster supo que aquel era el lugar correcto para un tipo como él. Ciertamente no tenía ni pajolera idea de lo que era un lagomorfo; no obstante, sí era capaz de identificarse a sí mismo como un roedor. Así pues, ocupó su lugar detrás de una chinchilla de ostentoso pelaje. Dejó escapar un quejido de resignación: aquello iba para rato.

Se armó de paciencia (la poca que tenía). Avanzó con lentitud, procurando dar con formas de divertirse y hacer amigos por el camino. Entabló amistad con tres inmensos hámsters sirios, un jerbo muy juguetón y una ardilla hiperactiva. Fue una manera agradable de matar el tiempo. Con todo, sintió un profundo alivio cuando al fin fue su turno de ser atendido. Se aproximó a la recepción con cierta inquietud, olisqueándolo todo. Reparó en un misterioso agujero en el aire. Junto a él, en un mostrador, dos cobayas dicharacheras y parlanchinas recibían a todo el mundo.

—Ven por aquí, corazón —le indicó una de ellas—. Me llamo Betty Fluff. Pelusa y yo somos las encargadas de regularizar todo el papeleo. Lamento que tenga que ser así. Me imagino que estarás como loco por iniciar esta nueva etapa de tu vida. Pero esto es necesario.

—Así es. Órdenes de los de arriba —confirmó la otra entre suaves cuicuís, retirándose de los ojillos un mechón de sedoso cabello rojizo—. Lo primero que tendrás que decirnos es tu nombre, como resulta evidente.

El hámster bufó por lo bajinis. Su nombre era rimbombante en extremo.

—Jagger Dientecillos McGregor. J.D. McGregor. Abreviando, J.D. Es una historia muy larga —se disculpó, avergonzado—. J.D. está bien.

—¡No, no! Es mejor registrar tu nombre completo…, si cabe en el formulario —afirmó Betty Fluff—. Tranquilo. Los humanos son así. Ponen nombres idiotas. ¿Te otorgaban apodos cariñosos? Eso también quisiéramos saberlo. Es probable que vengan a buscarte algún día, y preguntarán por ti.

—¿De verdad tengo que…?

—¡Sip!

—Urggg… ¡Venga ya! Tengo millones de apodos. Siempre me llamaban Gángster. Por motivos obvios: rima con hámster y eso. Y Chiquituji, Bichiruji, Pequeñito, Chiquitito, Cositirito, Cosito Mono, Peloto, Bolita de Monosidad… Dios, esto es humillante. Si me repantigaba para echarme una siestecita me llamaban Tortillo; si me escapaba, era el Gran Hamstini; cuando exploraba mi entorno, Hamstóbal Colón. Tenían motes para todo, los muy cerdos. A veces, me llamaban Petardámster, porque según ellos era un petardo. Y Pedorrámster… ¡Espera! No escribiréis eso, ¿no? ¡Me niego! ¡Aún tengo orgullo!

Las recepcionistas lo escribieron igualmente.

—Esto nos viene genial —afirmó Pelusa—. Es información valiosa. Mil gracias por compartirla. ¿Comidas favoritas?

—¡Oh! Hay muchas. Por supuesto, amo las pipas y tal. Y el jamón, he de admitirlo. Aunque era un manjar que no degustaba a menudo… Aquellas bolitas con sabor a carne que me solían dar eran muy ricas. ¡Y adoro las verduras! Sobre todo la escarola, y también los canónigos.

—Estupendo. Gozarás de una dieta hecha a tu medida… ¡Sin engordar! —aseguró Betty Fluff, muy risueña—. Querido, vas a vivir como un rey. Pero antes… queremos tus trapos sucios. Tus dueños te recordarán por ellos: manías, travesuras, anécdotas graciosas… ¡Esta es mi parte favorita!

—Ah, no. ¡Eso sí que no! ¡Ni hablar del peluquín!

—Es un campo obligatorio…

—¡Es denigrante!

—Todas las mascotas pasamos por esto —alegó Pelusa.

El hámster terminó por rendirse.

—Era un buen muchacho —se defendió—. Tenía mis rarezas, como todos. De vez en cuando mordía a mis dueños. Sus dedos eran deliciosos, ¿vale? Y, a veces, me meaba encima de ellos. Y en el teclado de su ordenador… Odiaban cuando me meaba en el teclado. La limpieza tampoco era lo mío: siempre dejaba mi jaula hecha un asco. Y con frecuencia me ponía frenético en su regazo y no paraba quieto. Dejaba caquitas por todos lados. Rascaba las esquinas del pasillo. Y conseguí escaparme a correr aventuras por la casa en alguna ocasión. Pero era un tío legal, ¡palabra! —insistió—. Dócil y muy cariñoso. Me encantaba salir a jugar todos los días. Añoro a ese par de memos.

Las conejillas de indias le brindaron sendas sonrisas de lo más comprensivas.

—Te entendemos, créeme. Te entendemos… —dijo Betty Fluff—. ¿Estás preparado?

El hámster reflexionó unos segundos.

—Lo estoy —respondió. Y saltó al agujero.

Lo primero que vio fue una montaña brutal de escarola y jamón a mansalva. Se sentía joven y ágil. Y muy hambriento.

«Creo que me va a gustar este sitio».

© Copyright de Sara Martínez para NGC 3660, Octubre 2018