Pruebas concluyentes

 

Por Carlos Pérez Jara

1

 

Posado sobre la cornisa de un viejo edificio en ruinas, el halcón observa el cielo con un ojo inmóvil. Desde esa altura se distingue un horizonte confuso, una línea brumosa de cemento y cristales, los restos de una ciudad que languidece al atardecer, como cada día. Una maraña de relámpagos caen sobre el valle del norte, y por un instante la densidad del aire parece cambiar bajo una alquimia misteriosa, una aureola de partículas que agitan las alas del pájaro hasta hacerlo huir al sur, sobrevolando ya los tejados.

Casi a la mitad de esa misma calle figura un almacén centenario de ladrillo ocre y ventanas apaisadas. Es un bloque de cinco plantas reconvertido hoy en una colmena de apartamentos humildes y alguna que otra oficina de mala muerte. Uno de los despachos permanece ahora iluminado tras los cristales sucios, cubiertos por la roña de las lluvias y el polvo y el humo seco de varios años seguidos: es una sala no muy grande, con un sofá con cubierta plástica de color verde oliva con algunas quemaduras en los brazos, una mesa espaciosa de escritorio sobre la que se apelmazan multitud de cuadernos y archivadores además de una computadora pasada de moda, y varias sillas incómodas de madera, en una de las cuales descansa una chaqueta de saldo de color azul.

Un hombre permanece sentado frente a la mesa, con la vista en una esquina donde flota una mosca desde hace horas. Es robusto, calvo menos en una nuca cubierta de rizos, y viste con una camisa blanca y unos pantalones grises; una mano se extiende sobre la mesa como una garra atrofiada mientras la otra cuelga en el aire junto al brazo de la silla. Su boca es un pliegue de reproches sin palabras, pero es en sus iris azules y vidriosos donde tal vez se esconda la huella de alguna queja algo más profunda. A lo lejos se escuchan voces, y el estridente grito de una sirena.

De pronto suenan golpes en la puerta, primero tímidos, luego impacientes y sordos, retumbando la hoja.

—¡Abra! —se oye desde el otro lado—. ¡Abra ahora mismo!

Pero el hombre no les hace caso. Se encuentra tan absorto en su nuevo estatus que no tiene un segundo que compartir con los mortales. El picaporte de hierro se agita con furia, pero sólo una cortina de polvo flotante parece responder a esa invasión de la calma.

—¡Abran esta puerta! —grita una voz que parece lejana. Un gancho fino e intrépido comienza a hurgar por la cerradura: el hombre sigue detenido en ese ángulo donde ya no vuela la mosca.

Al fin se abre la hoja de golpe, y aparecen varios individuos con uniforme que pisotean con sus zapatos de barro la alfombra del recibidor. Parecen inquietos, e incluso asustados, al menos por la forma en que sostienen sus pistolas dirigiéndolas a un lado y a otro.

—Coño —masculla un policía grueso con una tirita en la barbilla. El hombre no se levanta de su asiento. De hecho, ni siquiera les invita a uno de esos agrios cafés que antes tomaba en su cafetera, la misma que reposa sobre un baúl que mandó subir hace siete años. Toda una desconsideración por su parte, pero tampoco le importa mucho.

—Mierda de la buena —dice el policía grueso, que revisa las gotitas de sangre casi cuajada sobre la pantalla de la computadora.

—¿Y esa ambulancia, que no viene? —dice uno de sus compañeros, que ya ha metido la pistola en su funda.

—Lo que este tío necesita es otra cosa —opina el poli grueso, que se acerca para distinguir el pequeño orificio de su frente.

Como una hora después, entre una burocracia de papeles inútiles e informes destinados a un cajón basura, una ambulancia testimonial se aleja de ese barrio con una luz intermitente que salpica los cristales de los escaparates; ya no resuena su grito de metal como cuando alcanzó la calle de los apartamentos, sino que se conforma con producir silenciosos destellos blancos y rojizos sobre los charcos: no hay demasiada prisa por llevar a su nuevo pasajero en la parte trasera. El hombre se encuentra ahora tumbado, con la misma mirada del despacho, pero sus supuestos protectores le han puesto una sábana blanca sobre el rostro.

—¿Suicidio? —dice alguien detrás de la sábana.

—Estamos en ello —responde una voz juvenil—. Pero no lo parece.

Un largo rato más tarde el hombre descansa sobre una plancha de metal helado, con una etiqueta en el dedo gordo del pie que se parece a las que en otra vida revisaba en las tiendas de saldo para comprarse la ropa. En la oscuridad del aluminio frío y aséptico, ya no se oyen voces humanas, ni tampoco gritos de sirenas, ni siquiera pasos que deambulan a su alrededor en busca de alguna respuesta satisfactoria. Al fin, en un momento indeterminado, la plancha se mueve para salir de nuevo a la luz de unos tubos artificiales. Una mano destapa la sábana como si fuera un mago que muestra un truco a su público. Un hombre alto, con una barba en forma de luna y unos ojos negros y curiosos, contempla al nuevo huésped de esa sala. Viste con una chaqueta marrón con coderas y una camisa con una mancha de grasa en la solapa.

—¿Cuánto crees? —dice, y en ese instante aparece un caballero bajo y algo rechoncho con una barba de cinco días y unas gafas gruesas.

—Éste está complicado —observa, y comienza a toquetear con guantes el rostro del huésped—. Herida de entrada y salida.

—¿Lo escaneaste?

—No hace falta. El lóbulo parietal lo tiene casi destrozado, Ramiro. No creo que pueda hacer mucho con esto.

El hombre alto se encorva sobre el huésped con un gesto que mezcla la sorna con el desprecio.

—¿De cuánto estamos hablando?

—Medio kilo, puede que más —dice el barbudo—. Eso al peso, y como está el tema hoy, puede que nos cueste un riñón. Y aún así tampoco hay mucha garantía.

—Cosas peores has hecho, Nuco. Mucho peores. Ya se te ha olvidado aquel menda, al que destrozaron media cabeza. Ese daba mucho menos juego.

—No te garantizo nada.

—Nuco, no me jodas. Echa tu magia sobre este idiota, y dame lo que quiero. Si no me voy a poner triste.

Nuco levanta el cráneo del huésped entornando los ojos.

—Tú respondes por mi familia. Tengo dos hijos, ¿los recuerdas?

—Eso siempre, Nuco.

—Necesitaré todo mi material —comenta, más para sí mismo que para el tal Ramiro, y unas horas más tarde el huésped reposa sobre una plancha espaciosa de acero propia de una sala de autopsias. Una telaraña de cables cruzan su cuerpo, ahora de color blanco marfil, hasta unirse a un voluminoso aparato negro con un piloto rojo intermitente en su parte superior. Nuco controla el nivel de la solución que cubre los tejidos. En plena madrugada se abre la puerta de la sala.

—¿Cómo vamos?

—Mal, ya te lo dije. No responde con la dosis.

—Confía en tus amigas —dice mientras se acerca al cuerpo.

—Mis amigas… Ojalá fuera tan fácil.

—¿Para cuánto tendremos, Nuco?

—Cinco minutos, seis como mucho. Eso si reacciona.

Los ojos cristalizados del hombre comienzan a despedir un humor vítreo que inunda los bordes hasta los lagrimales; las pupilas se reducen como la membrana de una cámara fotográfica. Primero mueve una mano con lentitud, desplazándola sobre la plancha, y luego la otra, que ahora se aferra a su estómago endurecido. Un estruendo gaseoso se escapa entre sus piernas.

—¡Mierda! —dice Ramiro, que se lleva dos dedos a la nariz.

—Es su forma de saludarnos.

El huésped levanta un poco la cabeza para luego volverla a caer sobre la plancha como un melón maduro. Abre y cierra la boca, a intervalos regulares; la herida de bala es una boca azul y granulosa. Nuco saca un reloj que enseguida activa.

—Ahora. No más de seis minutos.

—¿Lo ves? Hombre de poca fe —reprocha Ramiro, y Nuco acerca la oreja a los labios sin sangre.

—Hola, Santiago —dice Ramiro—. ¿Qué haces tú por aquí?

El huésped detiene sus ojos en Ramiro, que lo observa con las manos en los bolsillos de sus pantalones. Al fin levanta las cejas con la boca medio abierta.

—Quizá te estés preguntando un montón de cosas. Verás, acabas de costarme una pasta, aunque no lo sepas.

—D-d-dónde… —gime despacio el huésped. Su lengua parece un gusano blanco e hinchado.

—Aquí mi amigo Nuco te ha inyectado casi setecientos gramos de clorodramina. Es un compuesto caro de cojones que no creo que conozcas. En el departamento lo usamos desde hace casi veinte años, aunque las cosas han cambiado mucho. Te aburriría si te dijera de qué está hecho.

—D-d-dónde…

—En un depósito de cadáveres, Santi. Las bacterias que tienes en el cuerpo han reanimado el núcleo de tu cerebro, o de lo que queda. No tenemos mucho tiempo, así que voy a hacerte unas preguntas y tú vas a responderlas. Si me dices la verdad haré que salgas de este sitio y tengas una nueva vida. ¿Has entendido? Parpadea o di algo, pero hazlo pronto, o si no, no podré darte el suero que necesitas.

—S-sí…

Ramiro se gira hacia Nuco, que vigila el cronómetro.

—Déjanos solos.

—Pero…

—Yo controlo esto. Trae —y se apodera del reloj. Cabizbajo, Nuco se aleja obediente a la puerta.

—Bien, Santi. Aquí estamos los dos. Ahora escucha bien lo que voy a decirte. Si me mientes lo sabré, porque ya he hecho algunos deberes. Entonces volveré a meterte en ese cajón de hierro y luego acabarás abierto como un pollo de feria, para que te hagan la autopsia. Sé quién te ha hecho esto, eso me da igual, como también sé por qué lo hizo, pero eso no viene al caso. Lo que quiero saber es dónde guardas la caja. Es muy sencillo.

—Y-yo…

Los ojos negros de Ramiro inspeccionan la expresión medio paralizada del huésped.

—Santi, nos queda poco, como unos tres minutos. Si no me dices dónde tienes la caja no podré ayudarte. Volverás a palmar, esta vez para siempre. ¿Te gusta estar ahí metido?

—En… e-en casa…

—¿Sí?

La cornea de los ojos se ha vuelto de un color amarillento. Ramiro duda hasta qué punto las bacterias devuelven a un hombre a la vida durante unos minutos. Con el cerebro perforado y media masa encefálica desecha, esas diligentes colaboradoras reconstruyen los tejidos para presentarle una versión empobrecida del hombre a quien conoció en vida. ¿Pero y si en el fondo no recuerda nada, y si son las bacterias las que lo hacen, o creen hacerlo? Parpadea, confuso bajo esa clase de delirio que ya se le ha ocurrido en otras ocasiones, y enseguida observa el cronómetro: dos minutos y medio.

—De Susi —masculla el huésped con un esfuerzo, y levanta una mano que pronto cae sin fuerza.

—¿Quién es Susi?

—S-susi…

Los efectos van pasando, reflexiona. El flujo bacteriano empieza a perder dominio sobre la carne muerta. Su hombre se desplaza sin saberlo hacia el reino en el que ha caído desde hace ya varias horas.

—Susi, ¿quién es Susi? Habla, imbécil.

—S-ssssusiiii…

—¿Dónde vive?

—N-no…

—Un minuto, Santi, ¿me oyes? Un minuto y no podré hacer nada.

—Calle… Laruga… Laruga nueve. No le… hagas daño…

—Perfecto, gracias —dice, y apaga el aparato: el flujo bacteriano se detiene, y los ojos del huésped se apagan sin remedio. De la boca sale una espuma blanquecina semejante a la que se forma en la orilla al caer una ola.

Cuando sale de la sala ve a Nuco, sentado en un pequeño despacho con varias computadoras por delante.

—¿Todo bien?

—Te daré lo tuyo cuando vuelva.

Poco después baja las escaleras del hospital forense con el reloj de Nuco en la chaqueta. Es noche profunda y hace frío, de modo que camina hacia su coche a paso rápido, algo molesto por la vejiga llena. Como inspector de policía debe admitir que sus métodos son siempre eficaces. La clorodramina ha devuelto el habla a muchos cadáveres, al menos de forma temporal, resolviendo casos imposibles. Pero ese compuesto no termina de convencerle del todo: a pesar de sus avances en los laboratorios, no sería la primera vez que un confidente le da una información falsa o errónea.

—Por supuesto —murmura.

Fue su antiguo compañero el que le dio la idea sobre la posibilidad de que esas extrañas bacterias tuvieran conciencia propia; puede que se hayan vuelto inteligentes al meterse en un organismo como el humano, ¿quién sabe? Cosas más raras se han visto.

—Gilipolleces —murmura con las manos al volante. Hasta un reanimado tiene miedo, y el miedo conduce a hacer tonterías, a no decir la verdad, ni siquiera cuando has muerto. O cuando les prometes que podrán salir a pie de un depósito de cadáveres para seguir cometiendo errores: una mentira piadosa, como tantas otras. Si fuera por su sueldo oficial de poli honrado no podría ni pagar la mitad de sus facturas. Esas polillas microscópicas, esa basura de laboratorio le ayuda a pagarlas todas, e incluso a permitirse algún que otro capricho.

  2

 

Las farolas de la calle Laruga permanecen iluminadas: una secuencia de tiendas de poca monta y locales sin futuro entre edificios grises como el plomo y algún que otro solar calcinado. Bajo las nubes, grumosas como el cerebro gigante y enfermo de la noche, un pájaro sobrevuela el entorno en círculos cada vez más amplios. Un hombre aparca su coche en la entrada de un garaje. Luego, mientras se ajusta la pistola en el costado, se dirige despacio al número nueve. Como sucede con el suero, siempre es necesario moverse rápido en estos casos, antes de que las «bacterias humanas» se desplacen hacia lugares desconocidos que le hagan perder la pista. Pero sus métodos suelen ser infalibles, se dice: después de forzar una puerta de hierro de entrada con un ganzúa entra sigiloso, como un gato.

El número nueve es un bloque de ladrillos grises con ventanas alargadas y tristes, una casa coronada por un enjambre de antenas retorcidas de televisión y radio con un respiradero que parece la chimenea de un barco de otra época. A esta hora no hay ninguna luz en ninguno de los pisos, como si toda la casa fuera una criatura que duerme en su letargo de sombras. En apenas medio minuto se enciende una ventana: la del tercero. El silencio se apodera del edificio, sólo perturbado en ocasiones por los crujidos de las tuberías o alguna madera hinchada de las escaleras. De pronto se oye un grito, y algunos golpes, como los que se producen al caer objetos metálicos. Como activada por el sonido, se enciende la ventana de abajo, el segundo.

Para cuando sale del portal ya hay medio edificio encendido, con cabezas que se asoman por los balcones y otras que llaman a la policía desde sus refugios. Con calma, el visitante se introduce de nuevo en el coche. Deja la caja de metal en el asiento del acompañante, y silba algo que ha tenido en mente desde esa mañana.

—Bueno, vamos allá —se dice con una media sonrisa, y enciende el motor de su vehículo. Casi le admira la forma en que ha transformado aquello en la secuencia de una pura rutina. Si fuese por los permisos legales y por la burocracia al uso necesitaría mucho tiempo para conseguir la clorodramina: un ritual absurdo de burocracia acompañado de testigos del gobierno, secretarios, y el jefe mayor de la policía para hacerle el interrogatorio al cadáver. Una orden judicial que muchas veces llega tarde, cuando el muerto ya tiene poco que decir o no dice nada en absoluto. Sus contactos con los depósitos y almacenes y sus amigos del forense le han facilitado la labor para descubrir cosas que ningún ratón de laboratorio podría sospechar en su vida. Los muertos pueden tener miedo, pero tampoco son del todo idiotas. La promesa de una resurrección definitiva les hace cometer las mismas idioteces que hacían cuando respiraban sin bacterias.

Conduce sin prisas por las calles solitarias, mientras piensa en lo que podrá pagarse cuando tenga la caja a buen recaudo. De pronto distingue unos faros que alcanzan la luz del retrovisor.

—Mmm —muge, con los labios apretados. Es un coche, detrás suya. Ramiro gira por una bocacalle, hacia el puente que divide la ciudad en dos mitades asimétricas. Su método, si puede llamarlo de esa forma, se ha perfeccionado tanto que casi alcanza la maestría absoluta. De hecho, empezó a comprender las posibilidades cuando conoció a aquel pobre abogado, con el pecho cosido a puñaladas; sólo entonces descubrió el fondo de una idea reveladora. El amigo Santiago también era ya un ejemplo evidente de sus manipulaciones controladas. Los únicos problemas que ha tenido hasta ahora son los de sus propios compañeros, esas moscas cojoneras que olfatean cualquier indicio de haber transgredido sus hermosas normas, esas montañas de papeles que entorpecen cualquier investigación para reducirla a un mero trámite de informes y sellos. El peor de todos es Garríguez, el jefe de control, un guardián implacable de la ortodoxia hecho para el puesto que representa con orgullo. Un verdadero cabrón, ese Garríguez, que se la tiene jurada desde hace años.

Ahora mira por el espejo: le están siguiendo, sin duda. ¿Y si le han colocado una mosca Z? En logística las usan con algunos presidiarios para vigilarlos; son cómodas y limpias, y apenas hacen ruido excepto cuando las tienes en la misma oreja: sólo se posan en alguna pared mientras la cámara sónica de sus ojos registra a su víctima incauta. En su casa las Z no tienen cabida: los gases de Nuco le sirven para dejarlas sin sentido. No recuerda cuántas ha llegado a encontrar por su salón o en el pasillo, o a veces sobre el alféizar de alguna ventana, como verdaderas moscas moribundas. Luego, en su estudio blindado, donde se acumulan cajas con cheques, bonos de muertos, y algunas joyas preciosas, las ha estudiado con un telescopio como un entomólogo morboso: primero les arranca las alas, y luego las disecciona como puede. Los microfilms suelen disolverse en un ácido propio, pero siempre le ha entusiasmado esa costumbre, sobre todo porque imagina el rostro enfurecido de Garríguez al intuir que sus moscas no van a volver a su despacho con mensajes visuales o sonoros oportunos. Sin pruebas, el inspector sigue haciendo su ronda nocturna con una caja metálica de su propiedad. Herencia de su abuela, piensa y sonríe.

—Panda de inútiles —masculla y vuelve a torcer una esquina, divertido en esa persecución a cámara lenta. La luz de los faros deja de destellar sobre su espejo retrovisor; entonces decide poner rumbo a casa, después de un largo día de trabajo. Toda la ciencia química y orgánica de las últimas décadas ha sido puesta al servicio de la Justicia, reflexiona sonriente: al servicio de los mejores. Al principio creyeron que esa serie de invenciones militares revolucionarían el mundo para siempre hasta hacerlo un lugar mejor y todas esas patrañas pomposas: la realidad ha sido que las guerras siguen siendo por el control de unos recursos escasos, y que las bacterias reanimadoras o las moscas espías han ocupado su espacio óptimo en la dimensión cotidiana de las pequeñas miserias, de los ajustes de cuentas y los secretos caseros.

Durante media hora más conduce por una circunvalación con lentitud y con los faros apagados, rodeando su barrio para estar seguro de que nadie le sigue. Luego aparca al fin en una avenida de plátanos sombríos, no muy lejos de su propia casa. Una nebulosa malva tiñe el cielo con los signos de la aurora; ahora lleva la caja pegada a la cadera, caminando con el gesto comprimido, los ojos atentos y nerviosos. Pronto distingue, o cree distinguir, la figura de una niña de unos trece años junto a unos arbustos. Descalza, con un reguero de sangre seca en la pantorrilla, lo mira con los labios pintados de rojo cereza y la melena en desorden. Ramiro se detiene un segundo, palpando la pistola en su funda. El viento húmedo acaricia las hojas de los árboles con dedos silenciosos, combando un viejo cable de teléfono, ya inservible pero reacio a desaparecer en aquel paisaje; en una esquina junto a una farola aparece un perro con tres patas. Gruñe con una oreja medio arrancada, pero enseguida se aleja dando extraños brincos por el asfalto. Al torcer el cuello la niña ha desaparecido.

—Eres un puto memo, Garríguez —murmura sonriente, y recuerda esos artificios que se activan ante ciertos estímulos de olor o temperatura destinados a crear el miedo o a infundir dudas para que cometa errores. Demasiado fácil. Por cada paso que da, Garríguez parece estar detrás suya esperando a que tropiece, a que confiese sus propios vicios, sus delitos, las toneladas que lleva requisadas de bacterias procedentes de diversos depósitos subterráneos, el dinero de las apuestas ilegales, la oscura paliza dada a una niña que sabía más de la cuenta. En cierta forma, hasta siente algo de simpatía hacia él y sus muchachos, tan ineptos como ilusos. Si fuera por la gente como Garríguez el mundo ya se habría estancado hace mucho; los engranajes se habrían partido, desechos bajo el ritmo insoportable de las leyes y los tribunales monolíticos.

Al amanecer, el apartamento del inspector, una tercera planta sin vecinos, se encuentra bajo un silencio casi fúnebre. En la cocina, sobre una mesa de formica cubierta de muescas carcelarias, figura una caja de metal abierta sobre la que ahora se posa una mosca, poco antes de que el gas invisible la inutilice y forme parte de cierto museo de espías sin alas. En las tinieblas del salón se adivina el cuerpo hecho un ovillo de una muchacha no mayor de quince años, sobre un sofá alto de cuero: es una de las muchas parias adolescentes que han caído en sus brazos a cambio de alguna ración diaria de Frug, la droga del momento. La muchacha se agita a veces, como convulsionada por un mal sueño para luego sonreír en la oscuridad como si recordara algo muy gracioso. Bajo una mesa hay un perro dormido, con el morro húmedo apoyado sobre una alfombra sucia bajo la que se esconden algunas cajas cuyas llaves sólo tiene su único dueño. El espejo del baño atrapa el resplandor fantasmal de una farola que ahora muestra decenas de botes y cápsulas de plástico; un revolver sin balas sobresale encima de la cisterna del váter.

El cuerpo que yace tendido sobre la cama del dormitorio ronca cada pocos minutos, boca arriba. Sigue con las mismas ropas de esa mañana, aunque sin chaqueta, que ahora cuelga sobre la llave del ropero hasta doblarla un poco. La ventana está cerrada, pero por ella es posible ver las copas de los árboles, la torre eléctrica de una antigua estación de trenes, un fragmento del río: de pronto algo aletea cayendo sobre el alféizar, y extiende las alas para luego replegarlas en silencio. El halcón observa con su único ojo.

—¿Q-qué…? —masculla Ramiro, con la boca pastosa, pero el pájaro ya se ha marchado. Una claridad fría se destila por las paredes de esa habitación sin cuadros, sin apenas referencias sentimentales como no sea el mueble de muchos cajones donde guarda su propia droga, a buen recaudo, o el armario de segunda mano en cuyo fondo hay hasta una vieja granada metida dentro de una caja de acero. Como quince minutos más tarde se activa el resorte de su despertador, lo que enciende la pequeña pantalla de televisión de la esquina: aparece una isla paradisíaca, un atolón de aguas transparentes, y los reflejos de un sol espléndido.

—Grñgg —gruñe a duras penas, descalzo y mal afeitado, con su barba de media luna áspera como una lija. Ha tenido un sueño curioso en el que aparecía su último confidente muerto, el bueno de Santiago y su caja, pero ya no consigue recordarlo con todos los detalles necesarios. Hoy debe ocuparse de otros asuntos. Por ejemplo de la tal Susi, una mujer robusta y amargada a la que anoche tuvo que sacudir un poco para que le diera lo que estaba buscando. Otra insensata, víctima de su propia codicia. Sabe muy bien que no puede ir a la policía, pero tal vez pueda causarle problemas en el futuro. Lo sopesa, aunque aún no tiene la mente clara.

—Salgo, nena —dice ya con sus zapatos puestos. La chica aún sigue en la misma postura de hace varias horas, pero entreabre un ojo verde y le hace un gesto obsceno con la mano.

—Como descubra que me revuelves algo te sacudo, ¿me oyes? No digas que no te lo dije.

En esa ciudad la aurora tiene las mismas propiedades sensuales del crepúsculo: un remanso de silencio se apodera del horizonte en brumas como una niebla baja. Los grandes carteles publicitarios muestran sonrisas de chicas hermosas a un módico precio, como los anuncios que desfilan en las carreteras donde aparecen los rostros de los futuros candidatos al gobierno o las rebajas de un centro comercial en las afueras. Como cada vez que no duerme mucho le apesta un poco la boca y le gime el estómago como una medusa enferma; conduce aferrado a su dosis de Frug mientras recuerda la cara de idiota asustado de Santiago en el depósito. ¿Había creído que podría jugársela? Pero los hombres que lo quitaron de en medio tampoco sospechan de sus habilidades, seguro. Desde la guantera de plástico sobresale un diminuto aparato metálico que ahora pita de forma estridente, machacona. Pronto se escucha un voz grave, cavernosa:

—Inspector.

—Al habla —dice Ramiro mientras conduce a cien kilómetros por la autopista.

—Hemos encontrado el cadáver de una mujer de unos cuarenta años. Responde al nombre de Susana Márquez. Ha sido en el Puente, en el cruce con los mercados.

—Voy para allá —cierra, y el aparato se apaga.

Por un instante el coche se desvía hacia la mediana, aunque logra rectificar el rumbo casi enseguida, tensando los músculos de sus brazos sobre el volante. Susi, recuerda, y la ve en el suelo, con una mano de uñas rosas en la mejilla, implorando que no le pegue.

—Imposible —dice, si apenas la tocó un poco, sólo lo bastante como para que le diese la caja. Sólo eso. Tal vez fuera otra Susana. Claro, otra Susana Márquez, murmura, y recuerda su nombre en el buzón como el de una futura lápida: «aquí vivió Susana Márquez, asesinada por el policía que ahora lee esto». Debe haber una coincidencia diabólica, una mala jugada del destino que puede arrastrarlo al epicentro de una investigación inoportuna. Una mierda bastante sospechosa.

Hace un rato sólo tenía en mente elaborar un informe académico sobre los hechos, sin muchas florituras, con el mismo estilo protocolario que demandan los adalides de las buenas formas: Santiago, el contable de un grupo inmobiliario de dudoso pelaje, fue asaltado en su despacho y asesinado a sangre fría con una sola bala. Parece que el buen hombre se había entretenido en sacarle los fondos a la sociedad durante sus ratos libres, y que eso no había hecho mucha gracia a sus superiores. De modo que lo mataron en un ajuste de cuentas. Fin de la historia. Al cortar cualquier vínculo entre aquel idiota y su querida el asunto quedaba concluido a la espera de que atraparan a los asesinos. Y por supuesto nadie podría relacionarlo con él mismo, ni con todo lo que había hecho para que Santiago trabajara a sus órdenes.

El coche se detiene en el arcén de la carretera, cerca de una pequeña colina desde la que se ve el río bajo los resplandores del sol del otoño. Un grupo de agentes se arremolinan cerca de un árbol: parecen niños que encontraron una revista porno abandonada en el campo.

—Jefe —dice ese débil mental de Gallardo, y le señala al cuerpo inerte de la mujer, medio desnuda. Ni siquiera la golpeé a fondo, piensa.

—¿Qué ha pasado?

—Un borracho la encontró esta mañana —cuenta Gallardo con unos guantes transparentes de color azul, parecidos a los que usa Nuco en sus mazmorras de fiambres.

—Los cientis vienen de camino —celebra otro de esos jóvenes admiradores de la Justicia, un chiquillo al que apenas le han salido pelos en los huevos y que se llena la boca al hablar del bien y del mal.

—Mmm —gruñe.

—¿Inspector? —le dice alguien, pero Ramiro está absorto en el gesto melancólico de la Susi, esa melena desecha y abierta como una aureola fatídica, una pose de zorra trágica que no se parece a la criatura mediocre y afligida de la noche antes, la misma a la que tuvo que golpear un poco, apenas dos bofetones en las mejillas. Han sido más rápidos de lo que pensaba, deduce pensando en los verdugos de Santiago, y camina alrededor del árbol como si buscase pruebas concluyentes.

Mientras esperan a los cientis, o «nueva policía científica», su grupo habla distraído mirando a la rivera y a un barco de pasajeros del que sale una música de baile de salón. La mañana es tibia y agradable, y desde ese montículo con matas brillan las cúpulas de varias fábricas y edificios de cristales a lo lejos. Alguien menciona en la charla a Garríguez; lo hacen de pasada, a veces pasa, pero Ramiro no puede evitar escupir en la hierba. Es como un fantasma en la sombra, un reflejo de sus actos que puede intuir cuando mira de reojo pero que desaparece cuando fija la vista en algo concreto. Puto Garríguez.

Como media hora después se acerca una furgoneta de color azul oscuro. De la puerta trasera sale un hombrecillo envuelto en una bata gris hasta las rodillas; lleva un tarro de cristal como un recipiente de mermelada sellado con una tapadera redonda.

—¿Quién ha dado la orden? —dice Ramiro a Gallardo.

—¿De qué, señor?

—De los cientis. Alguien ha tenido que darla, y yo no he sido porque acabo de llegar.

—El inspector superior, creo. No lo sé. Pero puedo preguntarlo.

A menos que haya una orden expresa, los cientis no pisan nunca la escena del crimen, al menos por ahora. En su lugar suelen acudir los detectives algo anticuados de la vieja escuela: topos diligentes que revisan el entorno con cámaras, hacen fotografías y recogen muestras en botes con pinzas esterilizadas. Pero el departamento experimental de ciencias aplicadas del cuerpo de policía es otra cosa, y por lo general no acuden salvo en ocasiones especiales, a modo de experimento o con una orden judicial concreta. Demasiadas implicaciones puestas en tela de juicio, como la resurrección de un fiambre para que diga algo de nuevo. Ahora el hombrecillo le saluda con una ridícula reverencia, y enseguida se aproxima al cadáver. Los policías más jóvenes se arremolinan entorno a su figura como si fuera un hechicero que está a punto de descubrir su magia al aire libre. Al fin abre su bote, y una especie de polilla revolotea alrededor del rostro muerto hasta posarse sobre su nariz.

—Menuda mierda —masculla el inspector, que no quiere seguir viendo el resto: la forma en que la polilla sintética entra por el orificio de la nariz en busca de alguna pista.

—¿Inspector? —dice alguien detrás suya.

—Vuelvo a la comisaría —masculla de camino a su coche.

—Tiene que darnos el visto bueno al informe, inspector.

—Ya lo tienen. Luego le pongo mi sello, Gallardo.

Por la carretera, sus manos se atrofian entorno al volante, la mirada perdida en una nebulosa giratoria de pensamientos y ocurrencias, lenta y espectral, obsesiva. El Frug no le ha sentado muy bien, la verdad sea dicha: siente una presión en las sienes, como las agujas de un sádico invisible entretenido en mortificarlo. Esas incomodidades siempre le dan dolores de cabeza insoportables, se dice.

—En fin —susurra, y pone la radio para distraerse.

 

3

 

Por la tarde, después de haber rellenado el maldito informe de turno y de organizar una operación contra unos chantajistas del barrio sur, Ramiro se encuentra sentado en una silla metálica con pequeñas ruedas giratorias, bajo una sección de luces artificiales. Tiene una taza de hierbas calientes en la mano y un cronómetro en la otra.

—Así decía yo dónde me lo había dejado —refunfuña Nuco, ceñudo, mientras vigila el aparato conductor que ahora vibra como una cafetera absurda.

—Calla.

—Todavía no me pag…

—¡Calla, coño! —ruge Ramiro, algo más alterado que el día antes. Algo no va bien aquí. Ni de lejos. Puede que ese monigote de bata blanca le hiciera algo al cuerpo con sus polillas o sus ungüentos apestosos. El cadáver, blanco y fofo como una obra siniestra de un museo de cera, se agita al fin un poco. Tiene las tetas caídas como dos vejigas deshinchadas.

—Nuco.

—Ya voy, ya voy —protesta Nuco, que se aleja de la sala con andares zambos. Al fin resuena la puerta de hierro con un golpe sordo con ecos de galería mortuoria.

—Susi —dice cuando ya están solos, y le acerca la taza a la nariz, para que reaccione—. ¿Me recuerdas? Soy el buen hombre que entró en tu casa anoche.

Susi parpadea confusa, abriendo y cerrando la boca como Santiago.

—Ahora quiero que me escuches con mucha atención. Tenemos unos seis minutos para que me digas qué te ha pasado, y quién te mató. Yo sólo fui a recoger una caja que era de tu amigo, al que también mataron, una deuda antigua que tenía que cobrarme. ¿Cómo acabaste aquí? Responde.

—Y-yo…

—Sí, tú. No fui yo, eso ya lo sabemos, pero seguro que puedes decirme quién te estranguló y te echó en el campo. Si me lo dices te doy mi palabra de que podrás salir de esta sala. No es la primera vez que lo hago. Yo puedo hacer que revivas, tengo la forma de conseguirlo. ¿No quieres tener un nuevo futuro, eh? La nueva ciencia policial nos lo permite.

—N-no sé… no sé —balbucea.

—Susi, nos quedan cinco minutos. Piensa bien, y podrás salir conmigo, sin cargos por colaboración con un estafador como era tu novio.

—N-no… me… acu-cu-cuerdo…

Los cinco minutos pasan, y las bacterias no consiguen el propósito deseado: su gesto se crispa un segundo, y al fin Susi deja los ojos entreabiertos, justo como la encontró en el árbol esa mañana. ¿Cómo es posible? Siempre dicen algo, lo que sea, hasta un recuerdo de la infancia, pero se ha pasado todo el rato balbuceando en una niebla catatónica, sin poder recordar ni aclararle un poco. Decepcionado, Ramiro gira la barbilla con sus dedos, para distinguir huellas sospechosas. La clorodramina sólo puede revivir una vez: oportunidad perdida.

—¡Mierda! —grita, y golpea el rostro inerte con el puño. Luego se aleja dando un portazo brusco: nuevos ecos por otros corredores. La nueva huésped del depósito tiene el cuello torcido y los ojos abiertos, pero ahora algo sobresale de su boca: un diminuto insecto de alas metálicas que camina sin prisa por sus labios.

Al atardecer se refugia en una cafetería a la que suele acudir con cierta frecuencia, sobre todo cuando no tiene las ideas claras. Es un espacio monótono con mesas redondas y dos ventiladores inútiles en el techo. Una manada de peregrinos sin nombre acuden cada tarde a disolver sus preocupaciones en tazones de cerámica barata, reunidos en grupos o a veces a solas.

Sentado a la barra donde consume un pastel azul que le sabe a yeso, Ramiro se esfuerza por no perder la calma. Siempre ha confiado en la eficacia de sus propios métodos, en esa libertad necesaria para el uso de los ingenios policiales. Un hombre se sienta a su lado, colocando los codos sobre la barra.

—Inspector.

Es un joven de unos treinta años, con el pelo revuelto y una mirada penetrante, como de pájaro justiciero: ya la ha visto reproducida muchas veces en los nuevos talentos, los más ambiciosos que sueñan con tener algún día un despacho propio y a un pelotón de capullos a su cargo; que buscan ser más duros e inflexibles de lo que fueron con ellos mismos; son esa gente que hacen más horas extras que nadie, y que se toman la cuestión de su ascenso en el cuerpo de policía como un asunto personal ineludible, un eslabón necesario y futuro para los cheques que conviertan sus ahorros en joyas a su señora esposa o a sus queridas amantes, que sus hijos vayan a una escuela de pago o que pueda pasar las vacaciones en la otra punta del planeta cuando les dé la gana.

—Inspector —repite.

Lleva un jersey negro, unos pantalones azules y unas botas camperas algo sucias en los bordes. Su sonrisa le invita a la violencia: la imagina sin algunos dientes, escupiendo sangre. Una visión hermosa.

—¿Quién es usted?

—Un enlace, inspector. Un enlace.

—Vaya, hombre, con lo bien que estaba comiendo mi tarta —gruñe, mientras se lleva la cuchara a la boca.

—Se han hecho recuentos de los depósitos de clorodramina, inspector. Hemos comprobado irregularidades. Tenemos problemas.

—Siempre los hay, muchacho. Y siempre los habrá. ¿Te ha mandado Garríguez para que me jodas mi descanso?

—Lo cierto es que hemos visto los inventarios. Todos están manipulados, señor. Se han estado extrayendo grandes dosis de material científico, aplicado a casos de clase Cero.

—¿No me diga?

—Inspector, las cosas pueden ponerse muy feas si no nos ayuda.

Sí, míralo, se dice con una media sonrisa: detrás de su ardor por el cumplimiento de las leyes y las normas puede intuir cierto deseo profundo, un impulso ciego como el instinto, ahora atenuado por sus obligaciones o por la sombra sin límites de su superior, siempre o casi siempre a su espalda vigilando su trabajo. Pero ahí está, medio oculta, como un quiste que va creciendo con vida propia: la voluntad de salir de ese traje y ponerse el de su jefe tarde o temprano. De hacer justo lo que tanto ha dicho despreciar de su departamento, casi desde que era un niño con voz de barítono. Este tipo de reptiles necesitan a una presa con la que volver orgullosos al trabajo, colgando su cabeza disecada en una pared imaginaria que le ayude a dar el primer paso en la escalera de sus ambiciones.

—Las cosas siempre han estado feas, muchacho —responde al fin, y le da un sorbo a su taza tibia—. Creo que es hora de que lo sepas.

—Podrían ponerse peores, inspector.

—Eso depende de quién lo diga. En tu mundo infantil, donde sólo hay gente buena y mala no hay hueco para los que cumplimos con nuestra parte. No la hay, y nunca la hubo. Eso es algo que no se le mete en la mollera a Garríguez, ni al que sustituyó hace tiempo, ya ni me acuerdo del nombre. Tampoco le caía bien.

El joven apoya los codos en la barra, manchando su jersey sin darse cuenta.

—Inspector… —comienza con dificultades, como si no estuviera preparado para ese tipo de charlas—. No se le acusa de nada formalmente. No está bajo ninguna sospecha, por si le preocupa eso. Sólo queremos que nos ayude, sólo eso. La sustracción de material militar y de las Fuerzas del Estado es un delito mayor. Después de la guerra…

—La guerra no cambió nada de verdad —interrumpe sin mirarle, absorto en las hileras de botellas en sus anaqueles—. Sólo alteró algunas cosas. Pero en la esencia todo sigue como siempre, chaval. Gente que se hunde y gente que sube como la espuma. Y otros que quieren echarle la culpa de sus fracasos a los demás cuando deberían mirarse al espejo, ¿no te parece?

—No colabora usted mu…

—No siempre tenemos lo que creemos merecernos —escupe, y tras recoger su chaqueta del asiento contiguo se marcha del local.

Durante su regreso a casa piensa en algo, algún descuido inoportuno que haya puesto en guardia a esos mastines que le siguen desde hace tiempo, olisqueando todo lo que hace a cada paso. ¿Y si alguna de las decenas de moscas Z ha logrado sobrevivir a los efluvios gaseosos de su casa, registrando en sus nano-películas fotos o vídeos de sus armarios, de sus armas y de sus drogas? Es posible, quién sabe.

—Cambio de planes —murmura, y acelera rumbo a su piso, adelantando por los dos carriles. Observa los edificios de vidrio de la parte noble de los negocios, donde se controla al resto de la periferia con acuerdos celebrados en brillantes salas con maderas de caoba. La guerra, piensa, no cambió ni cambia nada. Gente que sube y gente que cae, eso es todo.

Cuando llega a casa descubre que no hay nadie, pero un vago presentimiento lo aturde de golpe. Saca la pistola de la funda y la empuña como si fuera el objeto el que le guía por el salón hasta arrastrarlo.

—¿Juno?

Pero Juno parece haberse ido, tal vez de compras: ya volverá a por sus dosis, siempre lo hace. En el dormitorio comienza su tarea de levantar una losa para extraer una llave, abrir un armario… pero la caja ha desaparecido, sólo queda el hueco sombrío de cemento seco.

—¡Hijadeputa! —masculla, asombrado. Casi tiene que apoyarse en las paredes para no caerse, con los ojos a punto de salir de sus órbitas. A continuación levanta la alfombra, pero pronto encuentra que también allí se le han adelantado.

—Malnacida —dice, y aprieta los dientes hasta sentir cómo las encías van cediendo sin mucha resistencia. Como loco, baja a la calle sin chaqueta y con la pistola en la cintura, oteando a su alrededor—. Si te cojo alucinas, pequeña cabrona. Mira que te lo he advertido, te lo dije mil veces. Pero tú no me has hecho caso, ni de coña. Te crees que soy como los demás, ¿uhm? ¿Eso es lo que crees? Yo te voy a enseñar buenos modales. La gente como tú necesita que se los enseñe.

Una niña pasa por la acera en una bicicleta roja. No tendrá más de quince años, pero su cuerpo ya insinúa todas las curvas de un deseo que provocará en el futuro, sobre todo por sus piernas largas y blancas y su culo con forma de pera: se le queda mirando con un mohín parecido a una sonrisa pícara, indescifrable. No es una proyección como la de la otra noche, pero Ramiro siente cómo se contrae su estómago de golpe.

—Relájate —murmura. Eso es: relájate, o te volverás como Chico. De nuevo piensa en su antiguo compañero, en el abismo en el que fue cayendo sin que nadie pudiera evitarlo, ni siquiera sus mejores colegas: apenas dormía, y pensaba a toda hora que habían llegado a colocarle receptores orgánicos en cualquier rincón de su casa: un enjambre de moscas Z, de larvas serviles y de polvos invisibles adheridos a cualquier superficie de cualquier rincón de su propiedad. Un infierno a su medida. Chico cayó en los brazos de la locura, fue inevitable, por eso se volvió impetuoso, imprudente, y cometió errores. Esos errores habrían podido engullirle también a él, arrastrarle a la miseria, a la perdición. Chico no le dio otra opción después de todo; le obligó a retirarlo antes de tiempo, antes de que los mastines se le echaran encima.

—La voy a matar —dice sentado a su coche, conduciendo a toda prisa por la carretera—, y luego voy a revivirla sólo para decirle que la he matado.

Las calles pasan como espectros sin formas definidas, una acuarela de colores difusos con almacenes, tiendas de barrio, una torre, un edificio de varias plantas, las ruinas de una vieja iglesia. Por las rendijas del respiradero brota un olor a carne quemada, como a barbacoa, que le abre de nuevo el apetito. Tranquilidad, eso y confianza: la receta de su método, y de que lleve tantos años como inspector del distrito.

—Eso es —reflexiona—. Todo va bien. Nada grave. Respira hondo.

Adelanta dos coches, tres, un camión cisterna con el compuesto de clorodramina escrito en el dorso dorado. Sólo entonces suena una música suave desde el aparato de la guantera: una mosca enorme con el lomo verdoso abre sus alas, agitándolas como si fuera a interpretar una pieza de música ante su auditorio.

—¡Joooder! —grita, y acelera sin darse cuenta.

El coche se desvía bruscamente hacia las vallas metálicas del arcén, pero pronto logra enderezar la dirección con un volantazo. La mosca se posa en el techo, justo sobre su cabeza, arrastrando sus patas gruesas y negras como si estudiase el perímetro con cuidado; Ramiro trata de espantarla con una mano, y en ese instante algo le pita con furia desde la carretera: la ridícula bocina de una furgoneta negra.

—Mierda… ¡Fuera de aquí! ¡Fuera!

Abre como puede la ventanilla, pero la mosca cae sobre su frente. En apenas unos segundos su pie derecho aprieta el acelerador hasta el fondo, y las ruedas giran endemoniadas escupiendo chispas sobre las vallas, que ceden al peso de la carrocería.

—¡Noooo!

Sólo un momento: los cristales se pulverizan en una aureola de diamantes enloquecidos, y un fragmento del motor sale disparado bajo el puente como un proyectil absurdo, dibujando una parábola hasta hundirse en las aguas del río. Trozos de neumáticos quedan dispersos por el asfalto recalentado; la chapa queda arrugada como si fuera papel de arroz, y algunos regueros de combustible comienzan a extenderse como riachuelos. Algo baja del cielo hasta quedar colgado de la baranda retorcida: la pupila de su enorme ojo aumenta ahora absorbiendo las llamas, la confusión y las luces de las sirenas.

Cuando al fin despierta distingue un rostro reconocible. Entre unos focos artificiales, pronto advierte su gesto amable, satisfecho, casi orgulloso.

—Hola, Ramiro —dice Garríguez con un cronómetro en la mano—. ¿Cómo te va la vida?

© Copyright de Carlos Pérez Jara para NGC 3660, Octubre 2016